sábado, 12 de enero de 2013

El tío Gilito y sus secuaces


Decía Unamuno que, cuando en España se habla de honra, un hombre honrado debe ponerse a temblar. Más de uno debió de temblar el otro día, escuchando decir a un poderoso banquero que ahora los bancos serán más compasivos con sus clientes. Es hecho probado que a ningún banquero, de aquí o de afuera, le da acidez de estómago la ruina ajena. Un banquero es un depredador social con esposa en el Hola, un Danglars que traiciona a cuanto Edmundo Dantés cruza su camino, un Scrooge al que se la traen floja los espectros de las navidades pasadas, presentes y venideras, un tío Gilito que hasta con su sobrino el pato Donald -los que leíamos tebeos lo calamos desde niños-, ignora la piedad. Y ni falta que le hace.

De economía no tengo ni idea; pero lo que no soy es completamente gilipollas. Por eso me toca la flor, corneta, que los banqueros maltraten mi sentido común a semejantes alturas de la feria, en esta España donde no hay monumento al sinvergüenza desconocido porque aquí nos conocemos todos. Un infeliz país donde la gente puede verse obligada a cerrar tienda o negocio por equivocarse en su gestión; pero donde ningún banco ni banquero, que llevan años equivocándose en la gestión irresponsable de un dinero que ni siquiera es suyo, pagan el precio de sus errores. Nunca.

Durante mucho tiempo, al socaire ladrillero que el Pepé del amigo Aznar nos legó por sucia herencia, esa panda de golfos, que igual engorda con unos que con otros, concedió préstamos a todo cristo, sin importar la capacidad de devolución de la clientela. A mi hija, por ejemplo, cuando cumplió dieciocho años, le mandaron seductoras cartas ofreciendo créditos para coches, videoconsolas y ordenadores, los hijos de la gran puta. En vez de centrarse en su trabajo de captar dinero y prestarlo bien, los bancos inundaron España de créditos que rozaban lo fraudulento. Lo usual era hipotecar la casa, en un ambiente de euforia que llevó hasta conceder el precio total de la vivienda, tasada por encima de su valor real, a veces con una cantidad suplementaria, también a sugerencia del propio banco. Y esto fue Disneylandia. Alentada, naturalmente, por la estúpida condición humana; por nuestra criminal simpleza, capaz de tragarse que alguien vendiera duros a cuatro pesetas, y que un empleado que ganaba mil quinientos euros al mes pudiera permitirse -«yo también tengo derecho» fue la frase de moda, como si tener derecho equivaliese a tener posibilidades- hipotecarse en una casa de medio millón, coche para el niño y vacaciones en el Caribe.

Al fin, como era de esperar -aunque nadie parecía esperarlo-, todo se fue al carajo, y los bancos quedaron saturados de garantías que no garantizaban nada. De casas que no valían lo que los tasadores de esos mismos bancos dijeron que iban a valer. El resto lo conocemos: los bancos no quisieron asumir las pérdidas. En cuanto al Gobierno, en vez de decirles oye, cabrón, te has equivocado, así que ahora paga por ello, lo que hizo fue darles dinero. Pero, en vez de destinar esa viruta a proteger a sus clientes, lo que hicieron los bancos fue trincarla para mantener su beneficio. Ni un duro menos, dijeron. Y lo que ocurrió, y ocurre, es que el Estado mira y consiente. Un Gobierno tan aficionado a gobernar por decreto como éste podría limitar las comisiones que cobran los bancos en tarjetas, transferencias, cuentas y cosas así. O los sueldos y beneficios de los banqueros. Pero eso, dicen, conculca los principios del Estado liberal. Obviando, claro, que más liberales son Gran Bretaña y Estados Unidos, donde sí han limitado los ingresos de los banqueros. Allí, cuando el Estado da dinero, vigila qué se hace con él. Por eso se ha metido en los consejos de administración de los bancos y ahora vigila desde dentro. Si piden mi apoyo, exijo. Y cuidado conmigo.

Pero esto es España, y los políticos evitan meter mano. Lo hicieron con las cajas de ahorro cuando todo era ya tan disparatado que no quedaba más remedio. Es el lobby bancario quien decide y el Estado el que babea. Nada raro, si consideramos que los principales deudores de los bancos son los sindicatos y los partidos políticos; y que, tanto a esos dos payasos que salen en la tele con pancartas llenas de siglas como a los de corbata y coche oficial, los bancos los tienen agarrados por las pelotas, o -seamos paritarios- por el folifofó. Y mientras el tendero, el del bar, yo mismo si no vendo libros, asumimos nuestras pérdidas y nos vamos a tomar por saco, nuestro banco se las endosa a otros, sin despeinarse. Y tan amigos. Ahora, para más recochineo, están saliendo a bolsa entre sus mismos depositarios.

A sacar más dinero de aquellos a quienes ya se lo sacaron. Haciendo la bola más grande todavía. Y lo que dure, pues oigan. Dura.

Arturo Pérez Reverte

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