jueves, 27 de septiembre de 2012

Un químico alemán derrotó a los vencedores de la guerra del Pacífico.



La historia del salitre, su auge y su caída, resulta muy ilustrativa de la duración ilusoria de las prosperidades latinoamericanas en el mercado mundial: el siempre efímero soplo de las glorias y el peso siempre perdurable de las catástrofes.
A mediados del siglo pasado, las negras profecías de Malthus planeaban sobre el Viejo Mundo. La población europea crecía vertiginosamente y se hacía imprescindible otorgar nueva vida a los suelos cansados para que la producción de alimentos pudiera aumentar en proporción pareja. El guano reveló sus propiedades fertilizantes en los laboratorios británicos; a partir de 1840 comenzó su exportación en gran escala desde la costa peruana. Los alcatraces y las gaviotas, alimentados por los fabulosos cardúmenes de las corrientes que lamen las riberas, habían ido acumulando en las islas y los islotes, desde tiempos inmemoriales, grandes montañas de excrementos ricos en nitrógeno, amoníaco, fosfato y sales alcalinas: el grupo se conservaba puro en las costas sin lluvia de Perú[1].
Poco después del lanzamiento internacional del guano, la química agrícola descubrió que eran aún mayores las propiedades nutritivas del salitre, y en 1850 ya se había hecho muy intenso su empleo como abono en los campos europeos. Las tierras del viejo continente dedicadas al cultivo del trigo, empobrecidas por la erosión, recibían ávidamente los cargamentos de nitrato de soda provenientes de las salitreras peruanas de Tarapacá y, luego, de la provincia boliviana de Antofagasta. Gracias al salitre y al guano, que yacían en las costas del pacífico «casi al alcance de los barcos que venían a buscarlos», el fantasma del hambre se alejó de Europa.
La oligarquía de Lima, soberbia y presuntuosa como ninguna, continuaba enriqueciéndose a manos llenas y acumulando símbolos de su poder en los palacios y los mausoleos de mármol de Carrara que la capital erguía en medio de los desiertos de arena. Antiguamente a costa de la plata de Potosí, y ahora pasaban a vivir de la mierda de los pájaros y del grumo blanco y brillante de las salitreras. Perú creía que era independiente, pero Inglaterra había ocupado el lugar de España. «El país se sintió rico–escribía Mariátegui-. El Estado usó sin medida de su crédito. Vivió en el derroche, hipotecando su porvenir a las finanzas inglesas». En 1868, según Romero, los gastos y las deudas del Estado ya eran mucho mayores que el valor de las ventas al exterior. Los depósitos de guano servían de garantía a los empréstitos británicos, y Europa jugaba con los precios; la rapiña de los exportadores hacía estragos: lo que la naturaleza había acumulado en las islas a lo largo de milenios se maltrataba en pocos años. Mientras tanto, en las pampas salitreras, cuenta Bermúdez, los obreros sobrevivían en chozas «miserables, apenas más altas que el hombre, hechas con piedras, cascotes de caliche y barro, de un solo recinto».
La explotación del salitre rápidamente se entendió hasta la provincia boliviana de Antofagasta, aunque el negocio no era boliviano sino peruano y, más que peruano, chileno. Cuando el gobierno de Bolivia pretendió aplicar un impuesto a las salitreras que operaban en su suelo, los batallones del ejército de Chile invadieron la provincia para no abandonarla jamás.
Hasta aquella época, el desierto había oficiado de zona de amortiguación para los conflictos latentes entre Chile, Perú y Bolivia. El salitre desencadenó la pelea. La guerra del pacífico estalló en 1879 y duró hasta 1883. las fuerzas armadas chilenas, que ya en 1879 habían ocupado también los puertos peruanos de la región del salitre, Patillos, Iquique, Pisagua, Junín, entraron por fin victoriosas en Lima, y al día siguiente la fortaleza del Callao se rindió.

La derrota provocó la mutilación y la sangría de Perú. La economía nacional perdió sus dos principales recursos, se paralizaron las fuerzas productivas, cayó la moneda, se cerró el crédito exterior[2]. El colapso no trajo consigo, advertiría Mariátegui, una liquidación del pasado: la estructura de la economía colonial permaneció invicta, aunque faltaban sus fuentes de sustentación. Bolivia, por su parte, no se dio cuenta de lo que había perdido con la guerra: la mina de cobre más importante del mundo actual, Chuquicamata, se encuentra precisamente en la provincia, ahora chilena, de Antofagasta. Pero, ¿y los triunfadores?
El salitre y el yodo sumaban el cinco por ciento de las rentas del Estado chileno en 1880; diez años después, más de la mitad de los ingresos fiscales provenían de la expropiación de nitrato desde los territorios conquistados. En el mismo período las inversiones inglesas en Chile se triplicaron con creces: la región del salitre de convirtió en una factoría británica. Los ingleses se apoderaron del salitre utilizando procedimientos nada costosos. El gobierno de Perú había expropiado las salitreras en 1875 y las había pagado con bonos; la guerra abatió el valor de estos documentos cinco años después, a la décima parte.
Algunos aventureros audaces, como John Thomas North y su socio Robert Harvey, aprovecharon la coyuntura. Mientras los chilenos, los peruanos y los bolivianos intercambiaban balas en el campo de batalla, los ingleses se dedicaban a quedarse con los bonos, gracias a los créditos que el banco de Valparaíso y otros bancos chilenos les proporcionaban sin dificultad alguna. Los soldados estaban peleando para ellos, aunque no lo sabían. El gobierno chileno recompensó inmediatamente el sacrificio de North, Harvey, Inglis, James, Bush, Robertson y otros laboriosos hombres de empresa: en 1881 dispuso la devolución de las salitreras a sus legítimos dueños, cuando ya la mitad de los bonos había pasado a las manos brujas de los especuladores británicos. No había salido ni un penique de Inglaterra para financiar este despojo.
Al abrirse la década del '90, Chile destinaba a Inglaterra las tres cuartas partes de sus exportaciones, y de Inglaterra recibía casi la mitad de sus importaciones; su dependencia comercial era todavía mayor que la que por entonces padecía la India. La guerra había otorgado a Chile el monopolio mundial de los nitratos naturales, pero el rey del salitre era John Thomas North.
Una de sus empresas, la Liverpool Nitrate Company, pagaba dividendos del cuarenta por ciento. Este personaje había desembarcado en el puerto de Valparaíso, en 1866, con sólo diez libras esterlinas en el bolsillo de su viejo traje lleno de polvo; treinta años después, los príncipes y los duques, los políticos más prominentes y los grandes industriales se sentaban a la mesa de su mansión en Londres. North se había afiliado, como correspondía a un caballero de sus quilates, al Partido Conservador y a la Logia Masónica de Kent. Lord Dorchester, Lord Randolph Churchill y el Marqués de Stockpole asistían a sus fiestas extravagantes, en las que North bailaba disfrazado de Enrique VIII. Mientras tanto, en su lejano reino del salitre, los obreros chilenos no conocían el descanso los domingos, trabajaban hasta dieciséis horas por día y cobraban sus salarios con fichas que perdían cerca de la mitad de su valor en las pulperías de las empresas.
Entre 1886 y 1890, bajo la presidencia de José Manuel Balmaceda, el Estado chileno realizó, dice Ramírez Necochea, «los planes de progreso más ambiciosos de toda su historia». Balmaceda impulsó el desarrollo de algunas industrias, ejecutó importantes obras públicas, renovó la educación, tomó medidas para romper el monopolio de la empresa británica de ferrocarriles en Tarapacá y contrató con Alemania el primer y único empréstito que Chile no recibió de Inglaterra en todo el siglo pasado. En 1888 anunció que era necesario nacionalizar los distritos salitreros mediante la formación de empresas chilenas, y se negó a vender a los ingleses las tierras salitreras de propiedad del estado. Tres años más tarde estalló la guerra civil.

North y sus colegas financiaron con holgura a los rebeldes[3] y los barcos británicos de guerra bloquearon la costa de  Chile, mientras en Londres la prensa bramaba contra Balmaceda, «dictador de la peor especie», «carnicero». Derrotado, Balmaceda se suicidó. El embajador inglés informó al Foreing Office: «La comunidad británica no hace secretos de su satisfacción por la caída de Balmaceda, cuyo triunfo, se cree, habría implicado serios perjuicios a los intereses comerciales británicos». De inmediato se vinieron abajo las inversiones estatales en caminos, ferrocarriles, colonización, educación y obras públicas a la par que las empresas británicas extendían sus dominios.
En vísperas de la primera guerra mundial, dos tercios del ingreso nacional de Chile provenían de la exportación de los nitratos, pero la pampa salitrera era más ancha y ajena que nunca. La prosperidad no había servido para desarrollar y diversificar el país, sino que había acentuado por el contrario, sus deformaciones estructurales. Chile funcionaba como un apéndice de la economía británica: el más importante proveedor de abonos del mercado europeo no tenía derecho a la vida propia. Y entonces un químico alemán derrotó, desde su laboratorio, a los generales que habían triunfado, años atrás, en los campos de batalla. El perfeccionamiento del proceso Haber-Bosch para producir nitratos fijando el nitrógeno del aire, desplazó al salitre definitivamente y provocó la estrepitosa caída de la economía chilena. La crisis del salitre fue la crisis de Chile, honda herida, porque Chile vivía del salitre y para el salitre –y el salitre estaba en manos extranjeras.
En el reseco desierto de Tamarugal, donde los resplandores de la tierra le queman a uno los ojos, he sido testigo del arrasamiento de Tarapacá. Aquí había ciento veinte oficinas salitreras en la época del auge, y ahora sólo queda una oficina en funcionamiento. En la pampa no hay humedad ni polillas, de modo que no sólo se vendieron las máquinas como chatarra, sino también las tablas de pino de Oregón de las mejores casas, las planchas de calamina y hasta los pernos y los clavos intactos. Surgieron obreros especializados en desarmar pueblos: eran los únicos que conseguían trabajo en estas inmensidades arrasadas o abandonadas. He visto los escombros y los agujeros, los pueblos fantasmas, las vías muertas de la Nitrate Railways, los hilos ya mudos de los telégrafos, los esqueletos de las oficinas salitreras despedazadas por el bombardeo de los años, los cruces de los cementerios que el viento frío golpea por las noches, los cerros blanquecinos que los desperdicios del caliche habían ido irguiendo junto a las excavaciones. «Aquí corría el dinero y todos creían que no se terminaría nunca», me han contado los lugareños que sobreviven. El pasado parece un paraíso por oposición al presente, y hasta los domingos, que en 1889 todavía no existían para los trabajadores, y que luego fueron conquistados a brazo partido por la lucha gremial, se recuerdan con todos los fulgores: «Cada domingo en la pampa salitrera –me contaba un viejo muy viejo- era para nosotros una fiesta nacional, un nuevo dieciocho de septiembre cada semana» Iquique, el mayor puerto del salitre, «puerto de primera» según su galardón oficial, había sido el escenario de más de una matanza de obreros, pero a su teatro municipal, de estilo belle époque, llegaban los mejores cantantes de la ópera europea antes que a Santiago.

Dientes de cobre sobre Chile

El cobre no demoró mucho en ocupar el lugar del salitre como viga maestra de la economía chilena, al tiempo que la hegemonía británica cedía paso al dominio de los Estados Unidos. En vísperas de la crisis del 29 las inversiones norteamericanas en Chile ascendían ya a más de cuatrocientos millones de dólares, casi todos destinados a la explotación y el transporte de cobre. Hasta la victoria electoral de las fuerzas de la Unidad Popular en 1970, los mayores yacimientos del metal rojo continuaban en manos del la Anaconda Koper Minning Co. y la Kennecott Coper Co., dos empresas íntimamente vinculadas entre sí como partes de un mismo consorcio mundial. En medio siglo, ambas habían remitido cuatro mil millones de dólares desde Chile a sus casas matrices, caudalosa sangre evadida por diversos conceptos, y habían realizado como contrapartida, según sus propias cifras infladas, una inversión total que no pasaba de ochocientos millones, casi todos provenientes de las ganancias arrancadas al país[4]. La hegemonía había ido aumentando a medida que la producción crecía, hasta superar los cien millones de dólares por año en los últimos tiempos. Los dueños del cobre eran los dueños de Chile. El lunes 21 de diciembre del 70, Salvador Allende habla desde el balcón del palacio de gobierno a una multitud fervorosa; anuncia que ha firmado el proyecto de reforma constitucional que hará posible la nacionalización de la gran minería. En 1969, la Anaconda ha logrado en Chile utilidades por 79 millones de dólares, que equivalen al ochenta por ciento de sus ganancias en todo el mundo: y sin embargo, agrega, la Anaconda tiene en Chile menos de la sexta parte de sus inversiones en el exterior. La guerra bacteriológica de la derecha, planificada campaña de propaganda destinada a sembrar el terror para evitar la nacionalización del cobre y las demás reformas de estructura anunciadas desde la izquierda, había sido tan intensa como en las elecciones anteriores. Los diarios habían exhibido pesados tanques soviéticos rodando ante el palacio presidencial de La Moneda; sobre las paredes de Santiago los guerrilleros barbudos aparecerían arrastrando jóvenes inocentes rumbo a la muerte; se escuchaba el timbre de cada casa, un aseñora explicaba: «¿Tiene usted cuatro niños? Dos,  irán a la Unión Soviética y dos a Cuba». Todo resultaba inútil: el cobre «se pone poncho y espuelas», anuncia el presidente Allende: el cobre vuelve a ser chileno.
Los Estados Unidos, por su parte, con las piernas presas en la trampa de las guerras del sudeste asiático, no han ocultado el malestar oficial ante la marcha de los acontecimientos en el sur de la cordillera de los Andes. Pero Chile no está al alcance de una súbita expedición de marines, y la fin y al cabo Allende es presidente con todos los requisitos de la democracia representativa que el país del norte formalmente predica. El imperialismo atraviesa las primeras etapas de un nuevo ciclo crítico, cuyos signos se han hecho claros en la economía; su función de policía mundial se hace cada vez más cara y más difícil. ¿Y la guerra de los precios? La producción chilena se vende ahora en mercados diversos y puede abrir amplios mercados nuevos entre los países socialistas; los Estados Unidos carecen de medios para bloquear, a escala universal, las ventas del cobre que los chilenos se disponen a recuperar. Muy distinta era, por cierto, la situación del azúcar cubana doce años atrás, destinada enteramente al mercado norteamericano y por entero dependiente de los precios norteamericanos. Cuando Eduardo Frei ganó las elecciones del 64, la cotización del cobre subió de inmediato con visible alivio: cuando Allende ganó las del 70, el precio, que ya venía bajando, declinó aún más. Pero el cobre, habitualmente sometido a muy agudas fluctuaciones de precios, había gozado de precios considerablemente altos en los últimos años y como la demanda excede a la oferta, la escasez impide que el nivel caiga muy abajo. A pesar de que el aluminio ha ocupado en gran medida su lugar como conductor de electricidad, el aluminio también requiere cobre, y en cambio no se han encontrado sucedáneos más baratos y eficaces para desplazarlo de la industria del acero ni de la química, y el metal rojo sigue siendo la materia prima principal de las fábricas de pólvora, latón y alambre.
Todo a lo largo de las faldas de la cordillera, Chile posee las mayores reservas de cobre del mundo, una tercera parte del total hasta ahora conocido.
El cobre chileno aparece por lo general asociado a otros metales, como oro, plata o molibdeno. Esto resulta un factor adicional para estimular su explotación. Por los demás, los obreros chilenos son baratos para las empresas: con sus bajísimos costos de Chile, la Anaconda y la Kennecot financian con creces sus altos costos en los Estados Unidos, del mismo modo que el cobre chileno paga, por la vía de los «gastos en el exterior», más de diez millones de dólares por año para el mantenimiento de las oficinas en Nueva York. El salario promedio de las minas chilenas apenas alcanzaba, en 1964 a la octava parte del salario básico en las refinerías de los Kenneccott en los Estados Unidos, pese a que la productividad de unos y otros obreros, estaba al mismo nivel. No eran iguales, en cambio, ni los son, las condiciones de vida. Por lo general, los mineros chilenos viven en camarotes estrechos y sórdidos, separados de sus familias, que habitan casuchas miserables en las afueras: separados también, claro está, del personal extranjero, que en las grandes minas habita un universo aparte, minúsculos estados dentro del Estado, donde sólo se habla inglés y hasta se editan periódicos para sus usos exclusivos.
La productividad obrera ha ido aumentando, en Chile, a medida que las empresas han mecanizado sus medios de explotación. Desde 1945, la producción de cobre ha aumentado en un cincuenta por ciento, pero la cantidad de trabajadores ocupados en las minas se ha reducido en una tercera parte.
La nacionalización pondrá fin a un estado de cosas que se había hecho insoportable para el país, y evitará que se repita, con el cobre, la experiencia de saqueo y caída en el vacío que sufrió Chile en el ciclo del salitre. Porque los impuestos que las empresas pagan al Estado no compensan en modo alguno el agotamiento inflexible de los recursos  minerales que la naturaleza ha concedido pero que no renovará. Por lo demás, los impuestos han disminuido, en términos relativos, desde que en 1955 se estableció el sistema de la tributación decreciente de acuerdo con los aumentos de la producción, y desde la «chilenización» del cobre dispuesta por el gobierno de Frei. En 1965 Frei convirtió al Estado en socio de la Kennecott y permitió a las empresas poco menos que triplicar sus ganancias a través de un régimen tributario muy favorable para ellas, los gravámenes se aplicaron, en el nuevo régimen, sobre un precio promedio de 29 centavos de dólar por libra, aunque el precio se elevó, empujado por la gran demanda mundial, hasta los setenta centavos. Chile perdió, por la diferencia de impuestos entre el precio ficticio y el precio real, una enorme cantidad de dólares, como lo reconoció el propio Radomiro Tomic, el candidato elegido por la Democracia Cristiana para suceder a Frei en el período siguiente. En 1969, el gobierno de Frei, pactó con la Anaconda un acuerdo para comprarle el 51 por ciento de las acciones en cuotas semestrales, en condiciones tales que desataron un nuevo escándalo político y dieron impulso al crecimiento de las fuerzas de izquierda. El presidente de la Anaconda había dicho previamente al presidente  de Chile, según la versión divulgada por la prensa. «Excelencia: los capitalistas no conservan los bienes por motivos sentimentales, sino por razones económicas. Es corriente que una familia guarde un ropero porque perteneció a un abuelo; pero las empresas no tiene abuelos. Anaconda puede vender todos sus bienes. Sólo depende del precio que le paguen».

Eduardo Galeano… extracto de “las venas abiertas de América latina”  



[1] Ernst Samhaber, Sudamérica, biografía de un continente, Buenos Aires, 1946. Las aves guaneras son las más valiosas del mundo, escribía Robert Cushman Murphy mucho después del auge, “por su rendimiento en dólares por cada digestión”. Están por encima, decía, del ruiseñor de Shakespeare que cantaba en el balcón de Julieta, por encima de la paloma que voló sobre el arca de Noé y, desde luego, de la triste golondrina de Bécquer.
[2] Perú perdió la provincia salitrera de Tarapacá y algunas importantes guaneras, pero conservó los yacimientyo de guano de la costa norte. El guano seguía siendo el fertilizante principal de la agriculatura peruana, hasta que a apartir de 1960 el auge de la harina de pescado aniquiló a los alcatraces y a las gaviotas. Las empresas pesqueras, en su mayoría norteamericanas, arrasaron rápidamente los bancos de anchovetas cercanos a la costa, para alimentar con harina peruana a los cerdos y aves de Estados Unidos y Europa, y los pájaros guaneros salían a perseguir a los pescadores, cada vez más lejos, mar afuera. Sin resistencia para el regreso, caían al mar. Otros no se iban, y así podían verse, en 1962 y en 1963, las bandadas de alcatraces persiguiendo comida por la avenida principal de Lima: cuando ya no podían levantar vuelo, los alcatraces quedaban muertos en las calles.
[3] El congreso encabezaba la oposición al presidente, y era notoria la debilidad que muchos de sus miembros sentían por las libras esterlinas. El soborno de chilenos era, según los ingleses, “una costumbre del país”. Así lo definió en 1897 Robert Harvey, el socio de North, durante el juicio que algunos pequeños accionistas entablaron contra él y otros directores de The Nitrate Railways Co. Explicando el desembolso de cien mil libras con fines de soborno, dijo Harvey: “La administración pública en Chile, como Ud. sabe, es muy corrompida ... No digo que sea necesario cohechar jueces, pero creo que muchos miembros del Senado, escasos de recursos, sacaron algún beneficio de parte de ese dinero a cambio de sus votos; y que sirvió para impedir que el gobierno se negara en absoluto a oír protestas y reclamaciones ...” (Hernán Ramírez Necochea, Balmaceda y la contrarrevolución de 1891,  Santiago de Chile, 1969).
[4] Las mismas empresas industrializaban el mineral chileno en sus fábricas lejanas. Anaconda American Brass, Anaconda Wire and Cable y Kennecott Wire and Cable figuran entre las principales fábricas de bronce y alambre del mundo entero. José Cademartori. La economía chilena, Santiago de Chile, 1968.

El subsuelo también produce golpes de estado, revoluciones, historias de espías y aventuras en la selva amazónica.




El Brasil, los espléndidos yacimientos de hierro del valle de Paraopeda derribaron dos presidentes, Janio Quadros y Jaöa  Goulart antes de que el mariscal Castelo Branco, que asaltó el poder en 1964, los cediera amablemente a la Hanna Mining Co.
Otro amigo anterior del embajador de los Estados Unidos, el presidente Eurico Dutra (1946-51), había concedido a la Bethlhem Steel, algunos años antes, los cuarenta millones de toneladas de manganeso del estado de Amapá,  uno de los mayores yacimientos del mundo, a cambio de un cuatro por ciento para el Estado sobre los ingresos de exportación; desde entonces, la Bethlehem está mudando las montañas a los Estados Unidos con tal entusiasmo que se teme que de aquí a quince años Brasil quede sin suficiente manganeso para abastecer su propia siderurgia. Por lo demás de cada cien dólares que la Berthlehem invierte en la extracción de minerales, ochenta y ocho corresponden a una gentileza del gobierno brasileño: las exoneraciones de impuestos en nombre del «desarrollo de la región».

La experiencia del oro perdido de Minas Gerais - «oro blanco, oro negro, oro podrido», escribió el poeta Manuel Bandeira- no ha servido, como se ve, para nada: Brasil continúa despojándose gratis de sus fuentes naturales de desarrollo[1]. Por su parte, le dictador René Barrientos se apoderó de Bolivia en 1964 y, entre matanza y matanza de mineros, otorgó a la firma Philips Brothers la concesión de la mina Matilde, que contienen plomo, plata y grandes yacimientos de cinc con una ley doce veces más alta que la de las minas norteamericanas. La empresa quedó autorizada a llevarse el cinc en bruto, para elaborarlo en sus refinerías extranjeras, pagando al Estado nada menos que el uno y medio por ciento del valor de venta del mineral. En Perú, en 1968, se perdió misteriosamente la página número once del convenio que el presidente Balaúnde Terry había firmado a los pies de una filial de la Standart Oil, y el general Velasco Alvarado derrocó al presidente, tomó las riendas del país y nacionalizó los pozos y la refinería de la empresa. En  Venezuela, el gran lago de petróleo de la Standard Oil y la Gulf, tiene su asiento la mayor misión militar norteamericana de América Latina. Los frecuentes golpes de Estado de Argentina estallan antes o después de cada licitación petrolera. El cobre no era en modo alguno ajeno a la desproporcionada ayuda militar que Chile recibía del Pentágono hasta el triunfo electoral de las fuerzas de izquierda encabezadas por Salvador Allende; las reservas norteamericanas de cobre habían caído en más de un sesenta por ciento entre 1965 y 1969. En 1964, en su despacho de La Habana, el Che Guevara me enseñó que la Cuba de Batista no era sólo de azúcar: los grandes yacimientos cubanos de níquel y de manganeso explicaban mejor, a su juicio, la furia ciega del Imperio contra la revolución. Desde aquella conversación, las reservas de níquel de los Estados Unidos se redujeron a la tercera parte: la empresa norteamericana Nicro Nickel había sido nacionalizada y el presidente Jhonson, había amenazado a los metalúrgicos franceses con embargar sus envíos a los Estados Unidos si comparaban el mineral a Cuba.
Los minerales tuvieron mucho que ver con la caída del gobierno del socialista Cheddi Jagan, que a fines de 1964 había obtenido nuevamente la mayoría de los votos en lo que entonces era la Guayana británica. El país que hoy se llama Guyana es el cuarto productor mundial de bauxita y figura en el tercer lugar entre los productores latinoamericanos de manganeso. La CIA desempeñó un papel decisivo en la derrota de Jagan. Arnold Zander, el máximo dirigente de la huelga que sirvió de provocación y pretexto para negar con trampas la victoria electoral de Jagan, admitió públicamente, tiempo después, que su sindicato había recibido una lluvia de dólares de una de las fundaciones de la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos. El nuevo régimen garantizó que no correrían peligro los intereses de la Aluminium Company of América en Guyana: la empresa podría seguir llevándose, sin sobresaltos, la bauxita, y vendiéndosela a sí misma al mismo precio de 1938, aunque desde entonces se hubiera multiplicado el precio del aluminio[2]. El negocio ya no corría peligro. La bauxita de Arkansas vale el doble que la bauxita de Guyana. Los Estados Unidos disponen de muy poca bauxita en su territorio; utilizando materia prima ajena y muy barata, producen, en cambio, casi la mitad del aluminio que se elabora en el mundo.
Para abastecerse de la mayor parte de los minerales estratégicos que se consideraban de valor crítico para su potencial de guerra, los Estados Unidos dependen de las fuentes extranjeras. «otro de retropropulsión, la turbina de gas y los reactores nucleares tienen hoy una enorme influencia sobre la demanda de materiales que sólo pueden ser obtenidos en el exterior», dice Magdolf en este sentido. La imperiosa necesidad de minerales estratégicos, imprescindibles para salvaguardar el poder militar y atómico de los Estados Unidos, aparece claramente vinculada a la compra masiva de tierras, por medios generalmente fraudulentos, en la Amazonia brasileña. En la década del '60, numerosas empresas norteamericanas, conducidas de la mano por aventureros y contrabandistas profesionales, se abatieron en un rush febril sobre esta selva gigantesca.

Previamente, en virtud del acuerdo firmado en 1964, los aviones de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos habían sobrevolado y fotografiado toda la región. Habían utilizado equipos de cintilómetros para detectar los yacimientos de minerales radiactivos por la emisión de ondas de luz de intensidad variable, electromagnetómetros para radiografiar el subsuelo rico en minerales no ferrosos y magnetómetros para descubrir y medir el hierro. Los informes y las fotografías obtenidas en el relevamiento de la extensión y la profundidad de las riquezas secretas de la Amazonia fueron puestos en manos de las empresas privadas interesadas en el asunto, gracias a los buenos servicios de Geological Survey del gobierno de los Estados Unidos. En la inmensa región se comprobó la existencia de oro, plata, diamantes, gipsita, hematita, magnetita, tantalio, titanio, torio, uranio, cuarzo, cobre, manganeso, plomo, sulfatos, potasios, bauxita, cinc, zirconio, cromo y mercurio. Tanto se abre el cielo desde la jungla virgen de Matto Grosso hasta las llanuras del sur de Goiás que, según deliraba la revista Times en su última edición latinoamericana de 1967, se puede ver al mismo tiempo el sol brillante y media docena de relámpagos de tormentas distintas. El gobierno había ofrecido exoneraciones de impuestos y otras seducciones para colonizar los espacios vírgenes de este universo mágico y salvaje. Según Times, los capitalistas extranjeros habían comprado, antes de 1967, a siete centavos el acre, una superficie mayor que la que suman los territorios de Connecticut, Rhode, Delaware, Massachussets y New Hampshire. «Debemos mantener las puertas bien abiertas a la inversión extranjera –decía el director de la agencia gubernamental para el desarrollo de la Amazonia-, porque  necesitamos más de lo que podemos obtener». Para justificar el relevamiento aerofotogramétrico por parte de la aviación norteamericana, el gobierno había declarado, antes, que carecía de recursos. En América latina es lo normal: siempre se entregan los recursos en nombre de la falta de recursos.
El Congreso brasileño pudo realizar una investigación que culminó con un voluminoso informe sobre el tema. En él se enumeran casos de venta o usurpación de tierras por veinte millones de hectáreas, extendidas de manera tan curiosa que, según la comisión investigadora, «forman un cordón para aislar la Amazonia del resto de Brasil». La «explotación clandestina de minerales muy valioso» figura en el informe como uno de los principales motivos de la avidez norteamericana por abrir una nueva frontera dentro de Brasil. El testimonio del gabinete del Ministerio del Ejército, recogido en el informe, hace hincapié en «el interés del propio gobierno norteamericano en mantener, bajo su control, una vasta extensión de tierras para su utilización ulterior, sea para la explotación de minerales, particularmente los radiactivos, sea como base de una colonización dirigida». El Consejo de Seguridad Nacional afirma: «Causa sospecha el hecho de que las áreas ocupadas, o en vías de ocupación, o por elementos extranjeros, coincidan con regiones que están siendo sometidas a campañas de esterilización de mujeres brasileñas por extranjeros». En efecto, según el diario Correio da Manha, «más de veinte misiones religiosas extranjeras, principalmente las de la iglesia protestante de Estados Unidos, están ocupando la Amazonia, localizándose en los puntos más ricos en minerales radiactivos, oro y diamantes... Difunden en gran escala diversos anticonceptivos, como el dispositivo intrauterino, y enseñan inglés a los indios catequizados... Sus áreas están cercadas por elementos armados y nadie puede penetrar en ellas. No está de más advertir que la Amazonia es la zona de mayor extensión entre todos los desiertos del planeta habitables por el hombre. El control de la natalidad se puso en práctica en este grandioso espacio vacío, para evitar la competencia demográfica de los muy escasos brasileños que, en remotos rincones de la selva o de las planicies inmensas, viven y se reproducen.
Por su parte, el general Riograndino Kruel afirmó, ante la comisión investigadora del Congreso, que «el volumen de contrabando de materiales que contienen torio y uranio alcanza la cifra astronómica de un millón de toneladas». Algún tiempo antes, en septiembre de 1966, Kruel, jefe de la policía federal, había denunciado «la impertinente y sistemática interferencia» de un cónsul de los Estados Unidos en el proceso abierto contra cuatro ciudadanos norteamericanos acusados de contrabando de minerales atómicos brasileños. A su juicio, que se les hubiera encontrado cuarenta toneladas de mineral radiactivo era suficiente para condenarlos. Poco después, tres de los contrabandistas se fugaron de Brasil misteriosamente. El contrabando no era un fenómeno nuevo, aunque se había intensificado mucho. Brasil pierde cada año más de cien millones de dólares, solamente por la evasión clandestina de diamantes en bruto. Pero en realidad el contrabando sólo se hace necesario en medida relativa. Las concesiones legales arrancan a Brasil cómodamente sus más fabulosas riquezas naturales.

Por no citar más que otro ejemplo, nueva cuenta de un largo collar, el mayor yacimiento de niobio del mundo, que está en Araxá, pertenece a una filial de la Niobium Corporation, de Nueva York. Del niobio provienen varios metales que se utilizan, por su gran resistencia a las temperaturas altas, para la construcción de reactores nucleares, cohetes y naves espaciales, satélites o simples jets. La empresa extrae también, de paso, junto con el niobio, buenas cantidades de tántalo, torio, uranio, pirocloro y tierras raras de alta ley mineral.

Eduardo Galeano… extracto de “las venas abiertas de América latina”  


[1] El gobierno de México advirtió a tiempo, en cambio, que el país, uno de los principales exportadores mundiales de azufre, se estaba vaciando. La Texas Gulf Sulphur Co. y la Pan American Sulfur habían asegurado que las reservas con que todavía contaban sus concesiones eran seis veces más abundantes de lo que eran en realidad, y el gobierno resolvió, en 1965, limitar las ventas al exterior.
[2] Arthur Davis, presidente de la Aluminium Co. durante largo tiempo, murió en 1962 y dejó trescientos millones de dólares en herencia a las fundaciones de caridad, con la expresa condición de que no gastaran los fondos fuera del territorio de los Estados Unidos. Ni siquiera por esta vía pudo Guyana rescatar aunque fuera una parte de la riqueza que la empresa le ha arrebatado. (Philip Reno, Aluminium Profits and Caribbean People, en Monthly Review, Nueva York, octubre de 1963, y del mismo autor, El drama de la Guayana Británica. Un pueblo desde la esclavitud a la lucha por el socialismo, en Monthly Review, selecciones en castellano, Buenos Aires, enero-febrero de 1965).

LAS FUENTES SUBTERRÁNEAS DEL PODER La economía norteamericana necesita los minerales de América latina como los pulmones necesitan el aire.



Los astronautas habían impreso las primeras huellas humanas sobre la superficie de la luna, y en julio de 1969 el padre de la hazaña, Werner von Braun, anunciaba a la prensa que los Estados Unidos se proponían instalar una lejana estación en el espacio, con propósitos más bien cercanos: «Desde esta maravillosa plataforma de observación – declaró- podremos examinar todas las riquezas de la Tierra: los pozos de petróleo desconocidos, las minas de cobre y de cinc...»
El petróleo sigue siendo el principal combustible de nuestro tiempo, y los norteamericanos importan la séptima parte del petróleo que consumen. Para matar vietnamitas, necesitan balas y las balas necesitan cobre: los Estados Unidos compran fuera de fronteras una quinta parte del cobre  que gastan. La falta de cinc resulta cada vez más angustiosa: cerca de la mitad viene del exterior. No se puede fabricar aluminio sin bauxita. Sus grandes centros siderúrgicos –Pittsburgh, Cleveland, Detroit- no encuentran hierro suficiente en los yacimientos de Minessota, que van camino de agotarse, ni tienen manganeso en el territorio nacional: la economía norteamericana importa una tercera parte del hierro y todo el manganeso que necesita. Para producir los motores de retropropulsión, no cuentan con níquel ni con cromo en el subsuelo. Para fabricar aceros especiales, se requiere Tunsteno: importan la cuarta parte. Esta dependencia, creciente, respecto a los suministros extranjeros, determina una identificación también creciente de los intereses de los capitalistas norteamericanos en América Latina, con la seguridad nacional de los Estados Unidos. La estabilidad interior de la primera potencia del mundo aparece íntimamente ligada a las inversiones norteamericanas al sur del río Bravo. Cerca  de la mitad de esas inversiones está dedicada a la extracción de petróleo y a la explotación de riquezas mineras, «indispensables para la economía de los Estados Unidos tanto en la paz como en la guerra». El presidente del Consejo Internacional de la Cámara de Comercio del país del norte lo define así: «Históricamente, una de las razones principales de los Estados Unidos para invertir en el exterior es el desarrollo de recursos naturales, particularmente minerales y, más especialmente, petróleo. Es perfectamente obvio que los incentivos de este tipo de inversiones no pueden menos que incrementarse. Nuestras necesidades de materias primas están en constante aumento a medida que la población se expande y el nivel de vida sube. Al mismo tiempo, nuestros recursos domésticos se agotan...» Los laboratorios científicos del gobierno, de las universidades y de las grandes corporaciones avergüenzan a la imaginación con el ritmo febril de sus invenciones y sus descubrimientos, pero la nueva tecnología no ha encontrado la manera de prescindir de los materiales básicos que la naturaleza, y sólo ella proporciona.
Se van debilitando, al mismo tiempo, las respuestas que el subsuelo nacional es capaz de dar al desarrollo del crecimiento industrial de los Estados Unidos.

Eduardo Galeano… extracto de “las venas abiertas de América latina”  

Las trece colonias del norte y la importancia de no nacer importante.



La apropiación privada de la tierra siempre se anticipó, en América Latina, a su cultivo útil. Los rasgos más retrógrados del sistema de tenencia actualmente vigente no provienen de las crisis, sino que han nacido durante los períodos de mayor prosperidad; a la inversa, los períodos de depresión económica han apaciguado la voracidad de los latifundistas por la conquista de nuevas extensiones. En Brasil, por ejemplo, la decadencia del azúcar y la virtual desaparición del oro y los diamantes hicieron posible, entre 1820 y 1850, una legislación que aseguraba la propiedad de la tierra a quien la ocupara y la hiciera producir. En 1850 el ascenso del café como nuevo «producto rey» determinó la sensación de la Ley de Tierras, cocinada según el paladar de los políticos y los militares del régimen oligárquico, para negar la propiedad de la tierra a quienes le trabajan, a medida que se iban abriendo, hacia el sur y hacia el oeste, los gigantescos espacios interiores del país. Esta ley «fue reforzada y ratificada desde entonces por una copiosísima legislación, que establecía la compra como única forma de acceso a la tierra y creaba un sistema notarial de registro que haría casi impracticable que un labrador pudiera legalizar su posesión...»
La legislación norteamericana de la misma época se propuso el objetivo opuesto, para promover la colonización interna de los Estados Unidos. Crujían las carretas de los pioneros que iban extendiendo la frontera, a costa de las matanzas de los indígenas, hacia las tierras vírgenes del oeste: la Ley Lincoln de 1862, el Meted Act, aseguraba a cada familia la propiedad de lotes de 65 hectáreas. Cada beneficiario se comprometía a cultivar su parcela por un período no menor de cinco años. El dominio público se colonizó con rapidez asombrosa; la población aumentaba y se propagaba como un enorme mancha de aceite sobre el mapa.

La tierra accesible, fértil y casi gratuita, atraía a los campesinos europeos con un imán irresistible: cruzaban el océano y también los Apalaches rumbo a las praderas abiertas. Fueron granjeros libres, así, quienes ocuparon los nuevos territorios del centro y del oeste. Mientras el país crecía en superficie y en población, se creaban fuentes de trabajo agrícola y al mimo tiempo se generaba un mercado interno con gran poder adquisitivo, la enorme masa de los granjeros propietarios, para sustentar la pujanza del desarrollo industrial.  
En cambio, los trabajadores rurales que, desde hace más de un siglo, han movilizado con ímpetu la frontera interior de Brasil, no han ido no son familias de campesinos libres en busca de un trozo de tierra propia, como se observa en Ribeiro, sino braceros contratados para servir a los latifundistas que previamente han tomado posesión de los grandes espacios vacíos. Los desiertos interiores nunca fueron accesibles, como no fuera de esta manera, a la población rural. En provecho ajeno, los obreros han ido abriendo el país, a golpes de machete, a través de la selva. La colonización resulta una simple extensión del área latifundista. Entre 1930 y 1950, 65 latifundios brasileños absorbieron la cuarta parte de las nuevas tierras incorporadas a la agricultura.
Estos dos opuestos sistemas de colonización interior muestran una de las diferencias más importantes entre los modelos de desarrollo de los Estados Unidos y de América Latina. ¿Por qué el norte es rico y el sur pobre? El río Bravo señala mucho más que una frontera geográfica. El hondo desequilibrio de nuestros días, que parece confirmar la profecía de Hegel sobre la inevitable guerra entre una y otra América, ¿nació de la expansión imperialista de los Estados Unidos o tiene raíces más antiguas? En realidad, al norte y al sur se habían generado, ya en la matriz colonial, sociedades muy poco parecidas y al servicio de fines que no eran los mismos. Los peregrinos de Mayflower no atravesaron el mar para conquistar tesoros legendarios ni para atrasar las civilizaciones indígenas existentes en el norte, sino para establecerse con sus familias y reproducir, en el Nuevo Mundo, el sistema de vida y de trabajo que practicaban en Europa. No eran soldados de fortuna, sino pioneros; no venían a conquistar, sino a colonizar: fundaron «colonias de poblamientos». Es cierto que el proceso posterior desarrolló, al sur de la bahía de Delaware, una economía de plantaciones esclavistas semejantes a la que surgió en América Latina, pero con la diferencia de que en Estados Unidos el centro de gravedad estuvo desde el principio radicado en las granjas y los talleres de Nueva Inglaterra, de donde saldrían los ejércitos vencedores de la Guerra de Secesión en el siglo XIX. Los colonos de Nueva Inglaterra, núcleo original de la civilización norteamericana, no actuaron nunca como agentes coloniales de la acumulación capitalista europea; desde el principio, vivieron al servicio de su propio desarrollo y del desarrollo de su tierra nueva. Las trece colonias del norte sirvieron de desembocadura al ejército de campesinos y artesanos europeos que el desarrollo metropolitano iba lanzando fuera del mercado de trabajo. Trabajadores  libres formaron la base de aquella nueva sociedad de este lado del mar.  
España y Portugal contaron, en cambio, con una gran abundancia de mano de obra servil en América Latina. A la esclavitud de los indígenas sucedió el trasplante en masa de los esclavos africanos. A lo largo de los siglos, hubo siempre una legión enorme de campesinos desocupados disponibles para ser trasladados a los centros de producción: las zonas florecientes coexistieron siempre con las decadentes, al ritmo de los auges y las caídas de las exportaciones de metales preciosos o azúcar, y las zonas de decadencia surtían de mano de obra a las zonas florecientes. Esta estructura persiste hasta nuestros días, y también en la actualidad implica un bajo nivel de salarios, por la presión que los desocupados ejercen sobre el mercado de trabajo, y frustra el crecimiento del mercado interno de consumo. Pero además, a diferencia de los puritanos del norte, las clases dominantes de la sociedad colonial latinoamericana no se orientaron jamás al desarrollo económico interno. Sus beneficios provenían de fuera; estaban más vinculados al mercado extranjero que a la propia comarca. Terratenientes y mineros y mercaderes habían nacido para cumplir esa función: abastecer a Europa de oro, plata y alimentos. Los caminos trasladaban la carga en un solo sentido: hacia el puerto y los mercaderes de ultramar. Esta es también la clave que explica la expansión de los Estados Unidos como unidad nacional y la facturación de América Latina: nuestros centros de producción no estaban conectados entre sí, sino que formaban un abanico con el vértice muy lejos.  
Las trece colonias del norte tuvieron, bien pudiera decirse, la dicha de la desgracia. Su experiencia histórica mostró la tremenda importancia de no nacer importante. Porque al norte de América no había oro no había plata, ni civilizaciones indígenas con densas concentraciones de población ya organizada para el trabajo, ni suelos tropicales de fertilidad fabulosa en la franja costera que los peregrinos ingleses colonizaron. La naturaleza se había mostrado avara, y también la historia: faltaban los metales y la mano de obra esclava para arrancar los metales del vientre de la tierra. Fue una suerte. Por lo demás, desde Maryland hasta Nueva Escocia, pasando por Nueva Inglaterra, las colonias del norte producían, en virtud del clima y por las características de los suelos, exactamente los mismo que la agricultura británica, es decir, que no ofrecían a la metrópoli, como advierte Bagú, una producción complementaria.  
Muy distinta era la situación de las Antillas y de las colonias ibéricas de tierra firme. De las tierras tropicales brotaban el azúcar, el tabaco, el algodón, el añil, la trementina, una pequeña isla del Caribe resultaba más importante para Inglaterra, desde el punto de vista económico, que las trece colonias matrices de los Estados Unidos.
Estas circunstancias explican el ascenso y la consolidación de los Estados Unidos, como un sistema económicamente autónomo, que no drenaba hacia fuera  la riqueza generada en su seno. Eran muy flojos los lazos que ataban la colonia a la metrópoli; en Barbados o Jamaica, en cambio, solo se reinvertían los capitales indispensables para reponer los esclavos a medida que se iban gestando. No fueron factores raciales, como se ve, los que decidieron el desarrollo de unos y el subdesarrollo de otros; las islas británicas de la Antillas no tenían nada de españolas ni de portuguesas. La verdad es que la insignificancia económica de las trece colonias permitió la temprana diversificación de sus exportaciones y alumbró al impetuoso desarrollo de las manufacturas. La industrialización  norteamericana contó, desde antes de la independencia, con estímulos y protecciones oficiales. Inglaterra se mostraba tolerante, al mismo tiempo que prohibía estrictamente que sus islas fabricaran siquiera un alfiler.


Eduardo Galeano… extracto de “las venas abiertas de América latina”  

El latifundio multiplica las bocas pero no los panes.






La producción agropecuaria por habitante de América latina es hoy menor que en la víspera de la segunda guerra mundial. Treinta años largos han trascurrido, en el mundo, la producción de alimentos creció en este período, en la misma proporción en que, en nuestras tierras, disminuyó. La estructura del atraso del campo latinoamericano opera también como una estructura de desperdicio: desperdicios de la fuerza de trabajo, de la tierra disponible, de los capitales, del producto y, sobre todo, desperdicio de las huidizas oportunidades históricas del desarrollo. El latifundio, en casi todos los países latinoamericanos, el cuello de la botella que estrangula el crecimiento agropecuario y el desarrollo de la economía toda. El régimen de propiedad imprime su sello al régimen de producción: el uno y medio por ciento de los propietarios agrícolas latinoamericanos posee la mitad de las tierras cultivables y América Latina gasta, anualmente, más de quinientos millones de dólares en comprar al extranjero alimentos que podría producir sin dificultad en sus inmensas y fértiles tierras. Apenas un cinco por ciento de la superficie total se encuentra bajo cultivo: la proporción más baja del mundo y, en consecuencia, el desperdicio más grande. En las escasas tierras cultivadas, los rendimientos son, además muy bajos. En numerosas regiones, los arados de palo abundan más que los tractores. No se emplean, más que por excepción, las técnicas modernas, cuya difusión no solo implicaría la mecanización de las faenas agrícolas, sino también el auxilio  y el estímulo a los suelos a través de los abonos, los herbicidas, las semillas genéticas, los pesticidas, el riego artificial. El latifundio integra a veces como Rey Sol, una constelación de poder que, para usar la feliz expresión de Maza Zavala, multiplica los hambrientos pero no los panes. En vez de absorber mano de obra el latifundio la expulsa: en cuarenta años, los trabajadores latinoamericanos del campo se han reducido en más de un veinte por ciento. Sobran tecnócratas dispuestos a afirmar, aplicando mecánicamente recetas hachas, que este es un índice de progreso: la urbanización acelerada, el traslado masivo de la población campesina. Los desocupados, que el sistema vomita sin descanso, afluyen, en efecto, a las ciudades y extienden sus suburbios. Pero las fábricas que también segregan desocupados a medida que se modernizan, no brindan refugio a esta mano de obra  excedente y no especializada. Los adelantos tecnológicos del campo, cuando ocurren, agudizan el problema. Se incrementan las ganancias de los terratenientes al incorporar medios más modernos de la explotación de sus propiedades pero más brazos quedan sin actividad y se hace más ancha la brecha que separa a ricos y pobres. La introducción de los equipos motorizados, por ejemplo, elimina más empleos rurales de los que crea. Los latinoamericanos que producen en jornadas de sol a sol, los alimentos, sufren normalmente desnutrición: sus ingresos son miserables, la renta que el campo genera se gasta en las ciudades o emigran al extranjero. Las mejores técnicas que aumentan los rendimientos magros del suelo pero dejan intacto el régimen de propiedad vigente no resultan, por cierto, aunque contribuyan al progreso general, una bendición para los campesinos. No crecen sus salarios ni su participación en las cosechas. El campo irradia pobreza para muchos y riqueza para muy pocos. Las avionetas privadas sobrevuelan los desiertos miserables, se multiplica el lujo estéril en los grandes balnearios y Europa hierve de turistas latinoamericanos rebosantes de dinero, que descuidan el cultivo de sus tierras pero no descuidan faltaba más, el cultivo de sus espíritus.  
Paul Bairoch atribuye la debilidad principal de la economía del Tercer Mundo al hecho de que su productividad agrícola media solo alcance a la mitad del nivel alcanzado en vísperas de la revolución industrial, por los países hoy desarrollados. En efecto, la industria, para expandirse armoniosamente, requeriría un aumento mayor de la producción de alimentos, porque las ciudades crecen y comen materias primas, para las fábricas y para la exportación, de manera de disminuir las importaciones agrícolas y aumentar las ventas al exterior generando las divisas que el desarrollo requiere. Por otra parte, el sistema de latifundios y minifundios implica el raquitismo del mercado interno de consumo, sin cuya expansión la industria naciente pierde pie. Los salarios de hambre en el campo y el ejército de reserva cada vez más numeroso de los desocupados, conspiran en este sentido: los emigrantes rurales que vienen a golpear a las puertas de las ciudades, empujan a la baja el nivel general de las retribuciones obreras.  Desde que la Alianza para el Progreso proclamó, a los cuatro vientos, la necesidad de la reforma agraria, la oligarquía y la tecnocracia no han cesado de elaborar proyectos.

Decenas de proyectos, gordos, flacos, anchos, angostos, duermen en las estanterías de los parlamentos de todos los países latinoamericanos. Ya no es un tema maldito la reforma agraria: los políticos han aprendido que la mejor manera de no hacerla consiste en invocarla de continuo. Los procesos simultáneos de concentración y pulverización de la propiedad de la tierra continúan, olímpicos, su curso en la mayoría de los países. No obstante, las excepciones empiezan a abrirse paso.  Porque el campo no es solamente un semillero de pobreza: es también, un semillero de rebeliones, aunque las tensiones sociales agudas se oculten a menudo, enmascaradas por la resignación aparente de las masas.
El nordeste de Brasil, por ejemplo, impresiona a primera vista como un bastión del fatalismo, cuyos habitantes aceptan morirse de hambre tan pasivamente como aceptan la llegada de la noche al cabo del día. Pero no está tan lejos en el tiempo, al fin y al cabo, la explosión mística de los nordestinos que pelearon junto a sus mesías, apóstoles extravagantes, alzando la cruz y los fusiles contra los ejércitos, para traer a esta tierra el reino de los cielos, ni las furiosas oleadas de violencia de los cangaceiros: los fanáticos y los bandoleros, utopía y venganza, dieron cauce a la protesta social ciega todavía, de los campesinos desesperados. Las ligas campesinas recuperarían más tarde, profundizándolas, estas tradiciones de lucha.  
La dictadura militar que usurpó el poder en Brasil en 1964 no demoró en anunciar su reforma agraria. El Instituto Brasileño de Reforma Agraria es, como ha hecho notar Paulo Schilling, un caso único en el mundo: en vez de distribuir tierra a los campesinos, se dedica a expulsarlos, par restituir a los latifundistas las extensiones espontáneamente invadidas o expropiadas por gobiernos anteriores. En 1966 y 1967, antes de que la censura de prensa se alzara con mayor rigor, los diarios solían dar cuenta de los despojos, los incendios y las persecuciones que las tropas de la policía militar llevaban a cabo por orden del atareado Instituto. Otra reforma agraria digna de una antología es la que se promulgó en Ecuador en 1964 en 1964. El gobierno solo distribuyó tierras improductivas a la par que facilitó la concepción de las tierras de mejor calidad en manos de los grandes terratenientes. La mitad de las tierras distribuidas por la reforma agraria de Venezuela, a partir de 1960, eran de propiedad pública; las grandes plantaciones comerciales no fueron tocadas y los latifundistas expropiados recogieron indemnizaciones tan altas que obtuvieron espléndidas ganancias y compraron nuevas tierras en otras zonas.  
El dictador argentino Juan Carlos Onganía estuvo a punto de anticipar en dos años su caída, cuando en 1968 intentó aplicar  un nuevo régimen a la propiedad rural. El proyecto intentaba gravar las improductivas «llanuras peladas» más severamente que las tierras productivas. La oligarquía vacuna puso el grito en el cielo, movilizó sus propias espadas en el estado mayor y Onganía tuvo que olvidar sus heréticas intenciones. La Argentina dispone, como el Uruguay, de praderas naturalmente fértiles que,  al influjo de un clima benigno, le han permitido disfrutar de una prosperidad relativa en América Latina. Pero la erosión va mordiendo sin piedad las inmensas llanuras abandonadas que no se aplican al cultivo ni al pastoreo, y otro tanto ocurre con gran parte de los millones de hectáreas dedicadas a la explosión extensiva del ganado. Como en el caso de Uruguay, aunque en menor grado, esa explotación extensiva está en el trasfondo de la crisis que ha sacudido a la economía argentina en los años sesenta. Los latifundistas argentinos no han mostrado suficiente interés por introducir innovaciones técnicas en sus campos. La productividad es todavía baja, porque conviene que lo sea; la ley de la ganancia puede más que todas las leyes. La extensión de las propiedades, a través de la compra de nuevos campos, resulta más lucrativa y menos riesgosa que la puesta en práctica de los medios que la tecnología moderna proporciona para la producción intensiva[1].  
En 1931, la Sociedad Rural oponía el caballo  al tractor: «Agricultores ganaderos! - proclamaban sus dirigentes- ¡Trabajar con caballos en las faenas agrícolas  es proteger sus propios intereses y los del país!».

Veinte años después, insistía en sus publicaciones: «Es más fácil – ha dicho un conocido militar- que llegue pasto al estómago de un caballo que nafta al tanque de un pesado camión». Según los datos de la CEPAL, Argentina tiene, en proporción a las hectáreas de superficie arable, dieciséis veces menos tractores que Francia, y diecinueve veces menos tractores que el Reino Unido. El país consume, también en proporción, ciento cuarenta veces menos fertilizantes que Alemania Occidental. Los rendimientos de trigo, maíz y algodón de la agricultura argentina son bastante más bajos que los rendimientos de esos cultivos en los países desarrollados.  
Juan Domingo Perón había desafiado los intereses de la oligarquía terrateniente de la Argentina, cuando impuso el estatuto del peón y el cumplimiento del salario mínimo rural. En 1944, la Sociedad Rural afirmaba: «En la fijación de los salarios es primordial determinar el estándar de vida del peón común. Son a veces tan limitadas sus necesidades materiales que un remanente trae destinos socialmente poco interesantes. La Sociedad Rural continúa hablando de los peones como si fueran animales, y la honda meditación a propósito de las cortas necesidades de consumo de los trabajadores brinda, involuntariamente, un buena clave para comprender las limitaciones del desarrollo industrial argentino: el mercado interno no se extiende ni se profundiza en medida suficiente. La política de desarrollo económico que impulsó el propio Perón no rompió nunca la estructura del subdesarrollo agropecuario. En junio de 1952, en un discurso que pronunció desde el Teatro Colón, perón desmintió que tuviera el propósito de realizar una reforma agraria, y la Sociedad Rural comentó, oficialmente: «Fue una magistral disertación».
En Bolivia, gracias a la reforma agraria de 1952, ha mejorado visiblemente la alimentación en vastas zonas rurales del altiplano, tanto que hasta se han comprobado cambios de estura en los campesinos. Sin embargo, el conjunto de la población boliviana consume todavía apenas un sesenta por ciento de las proteínas y un quinta parte del calcio necesario en la dieta mínima, y en las áreas rurales el déficit es aún más agudo que estos promedios. No puede decirse en modo algunos que la reforma agraria haya fracasado, pero la división de las tierras altas no ha bastado para impedir que Bolivia gaste, en nuestros días, la quinta parte de sus divisas en importar alimentos del extranjero.  
La reforma agraria que ha puesto en practica, desde 1969, el gobierno militar de Perú, está asomando como una experiencia de cambio en profundidad. Y en cuanto a la expropiación de algunos latifundios chilenos por parte del gobierno de Eduardo Frei, es de justicia reconocer que abrió el cauce a la reforma agraria radical que el nuevo presidente, salvador Allende, anuncia mientras escribo estas páginas.  

Eduardo Galeano… extracto de “las venas abiertas de América latina”  



[1] La pradera artificial representa, desde el punto de vista del capital ganadero, un traslado de capital hacia una inversión más cuantiosa, más riesgosa y simultáneamente menos rentable que la inversión tradicional en ganadería extensiva. Así, el interés privado del productor entra en contradicción con el interés de la sociedad en su conjunto: la calidad del ganado y sus rendimientos sólo puede incrementarse, a partir de ciertos puntos, a través del aumento del poder nutritivo del suelo. El país necesita que las vacas produzcan más carne y las ovejas más lana, pero los dueños de la tierra ganan más que suficiente al nivel de los rendimientos actuales. Las conclusiones del Instituto de Economía de Universidad de Uruguay (op. cit.) son, en cierto sentido, también aplicables a la Argentina.

Artemio Cruz y la segunda muerte de Emilio Zapata



Exactamente un siglo después del reglamento de tierras de Artigas, Emiliano Zapata puso en práctica, en su comarca revolucionaria del sur de México, una profunda reforma agraria. 
Cinco años antes, el dictador Porfirio Díaz había celebrado con grandes fiestas, el primer centenario del grito de Dolores: los caballeros de levita, México oficial, olímpicamente ignoraban el México real cuya miseria alimentada sus esplendores. En la república de los parias, los ingresos de los trabajadores. En la república de los parias, los ingresos de los trabajadores no habían aumentado en un solo centavo desde el histórico levantamiento del cura Miguel Hidalgo. En 1910, poco más de ochocientos latifundistas, muchos de ellos extranjeros, poseían casi todo el territorio nacional.. eran señoritos de ciudad, que vivían en la capital o en Europa y muy de vez en cuando visitaban los cascos de los latifundios, donde dormían parapetados tras altas murallas de piedra oscura sostenidas por robustos contrafuertes.

Al otro lado de las murallas, en las cuadrillas, los peones se amontonaban en cuartuchos de adobe. Doce millones de personas dependían, en una población total de quince millones, de los salarios rurales; los jornales se pagaban casi por entero en las tiendas de raya de las haciendas, traducidos, a precios de fábula, en frijoles, harina y aguardiente. La cárcel, el cuartel y la sacristía tenían a su cargo la lucha contra los defectos naturales de los indios, quienes, al decir de un miembro de una familia ilustre de la época, nacían «flojos, borrachos y ladrones». La esclavitud, atado el obrero por deudas que se heredaban o por contrato legal, era el sistema real de trabajo en las plantaciones de henequén de Yucatán, en las vegas de tabaco del valle Nacional, en los bosques de madera y frutas de Chiapas y Tabasco y en las plantaciones de caucho, café, caña de azúcar, tabaco y frutas de Veracruz, Oaxaca y Morelos. John Kenneh Turner, escritor norteamericano, denunció en le testimonio de su visita. Que «los Estados Unidos han convertido virtualmente a Porfirio Díaz en un vasallo político y, en consecuencia, han transformado a México en una colonia esclava». Los capitales norteamericanos obtenían, directamente o indirectamente, jugosas utilidades de su asociación con la dictadura. «La norteamericanización de México, de la que tanto se jacta Wall Street – decía Turner-, se está ejecutando como si fuera una venganza».  
En 1845 los Estados Unidos se habían anexado los territorios mexicanos de Texas y California, donde restablecieron la esclavitud en nombre de la civilización, y en la guerra México perdió también los actuales estados norteamericanos de Colorado, Arizona, Nuevo México, Nevada y Utah. Más de la mitad del país. El territorio usurpado equivalía a la extensión actual de Argentina. «¡Pobrecito México! –se dice desde entonces- tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos». El resto de su territorio mutilado, sufrió después de la invasión de las inversiones norteamericanas en el cobre, en el petróleo, en el caucho, en el azúcar, en la banca y en los transportes. El American Cordage Trust, filial de la Standard Oil, no resultaba en absoluto ajeno al exterminio de los indios mayas y yanquis en las plantaciones del henequén de Yucatán, campos de concentración donde los hombres y los niños eran comprados y vendidos como bestias, porque esta era la empresa que adquiría más de la mitad del henequén producido y le convenía disponer de la fibra a precios baratos. Otras veces, la explotación de la mano de obra esclava era, como descubrió Turner, directa. Un administrador norteamericano le contó que pagaba los lotes de peones enganchados a cincuenta pesos por cabeza, «y los conservamos mientras duran... En menos de tres meses enterramos a más de la mitad[1]».  
En 1910 llegó la hora del desquite. México se alzó en armas contra Porfidio Díaz. Un caudillo agrarista encabezó desde entonces la insurrección en el sur: Emiliano Zapata, el más puro de los líderes de la revolución, el más leal a la causa de los pobres, el más fervoroso en su voluntad de redención social.  
Las últimas décadas del siglo XIX habían sido tiempos de despojo feroz para las comunidades agrarias de todo México; los pueblos y las aldeas de Morelos sufrieron la febril cacería de tierras, aguas y brazos que las plantaciones de caña de azúcar devoraban en su expansión. Las haciendas azucareras dominaban la vida del estado y su prosperidad había hecho nacer ingenios modernos, grandes destilerías y ramales ferroviarios para transportar el producto. En la comunidad de Anenecuilco, donde vivía Zapata y a la que en cuerpo y alma pertenecía, los campesinos indígenas despojados reivindicaban siete siglos de trabajo continuo sobre su suelo: estaban allí desde antes de que llegara Hernán Cortés.
Los que se quejaban en voz alta marchaban a los campos de trabajos forzados en Yucatán. Como en todo el estado de Morelos, cuyas tierras buenas estaban en manos de diecisiete propietarios, los trabajadores vivían mucho peor que los caballos de polo que los latifundistas mimaban en sus establos de lujo. Una ley de 1909 determinó que nuevas tierras fueran arrebatadas a sus legítimos dueños y puso al rojo vivo las ya ardientes contradicciones sociales. Emiliano Zapata, el jinete parco en palabras, famoso porque era el mejor domador del estado y unánimemente respetado por su honestidad y coraje, se hizo guerrillero. «pegados a la cola del caballo del Jefe Zapata», los hombres del sur formaron rápidamente un ejército libertador.  

Cayó Díaz, y Francisco Madero, en ancas de la revolución, llegó el gobierno. Las promesas de reforma agraria no demoraron en disolverse en una nebulosa institucionalista. El día de su matrimonio, Zapata tuvo que interrumpir las fiestas: el gobierno había enviado a las tropas del general Victoriano Huerta para aplastarlo. El héroe se había convertido en «bandido», según los doctores de la ciudad. En noviembre de 1911, Zapata proclamó su Plan de Ayala, al tiempo que anunciaba: «Estoy dispuesto a luchar contra todo y contra todos». El plan advertía que «la inmensa mayoría de los pueblos y ciudadanos mexicanos no son más dueños que del terreno que pisan» y propugnaba la nacionalización total de los bienes enemigos de la revolución, la devolución a sus legítimos propietarios de las tierras usurpadas por la avalancha latifundista y la expropiación de una tercera parte de las tierras de los hacendados restantes. El plan de Ayala se convirtió en un imán irresistible que atraía a millares de campesinos a las filas del caudillo agrarista. Zapata denunciaba «la infame pretensión» de reducirlo todo a un simple cambio de personas en el gobierno: la revolución no se hacía para eso.  
Cerca de diez años duró la lucha. Contra Díaz, contra Madero, luego contra Huerta, el asesino, y más tarde contra Venustiano Carranza. El largo tiempo de la guerra fue también un período de intervenciones norteamericanas continuas: los marines tuvieron a su cargo dos desembarcos y varios bombardeos, los agentes diplomáticos urdieron conjuntas políticas diversas y el embajador Henry Lane Wilson organizó con éxito el crimen del presidente Madero y su vice. Los cambios sucesivos en el poder no alteraban, en todo caso, la furia de las agresiones contra Zapata y sus fuerzas, porque ellas eran la expresión no enmascarada de la lucha de clases, en lo hondo de la revolución nacional: el peligro real. Los gobiernos y los diarios bramaban contra «las hordas vandálicas» del general Morelos. Poderosos ejércitos fueron enviados, uno tras otro, contra zapata. Los incendios, las matanzas, la devastación de los pueblos, resultaron, una y otra vez, inútiles. Hombres, mujeres y niños morían fusilados o ahorcados   como «espías zapatistas» y a las carnicerías seguían los anuncios de victoria: la limpieza ha sido un éxito.
Pero al poco tiempo volvían a encenderse las hogueras en los trashumantes campamentos revolucionarios de las montañas del sur. En varias oportunidades, las fuerzas de Zapata contraatacaban con éxito hasta los suburbios de la capital. Después de la caída de régimen de Huerta, Emiliano Zapata y Pancho Villa, el «Atila del Sur» y el «Centauro del Norte», entraron en la ciudad de México a paso de vencedores y fugazmente compartieron el poder. A fines de 1914, se abrió un breve ciclo de paz que permitió a Zapata  poner en práctica, en Morelos, una reforma agraria aún más radical que la anunciada en el Plan de Ayala.
El fundador del partido Socialista y algunos militantes anarcosindicalistas influyeron mucho en este proyecto: radicalizaron la ideología del líder del movimiento, sin herir sus raíces tradicionales, y le proporcionaron una imprescindible capacidad de organización.  
La reforma agraria se proponía «destruir de raíz y para siempre el injusto monopolio de la tierra, para realizar un estado social que garantice plenamente el derecho natural que todo hombre tiene sobre la extensión de tierra necesaria a su propia subsistencia y a la de su familia». Se distribuían las tierras a las comunidades e individuos despojados a partir de la ley de desamortización de 1856, se fijaban límites máximos a los terrenos según el clima y la calidad natural, y se declaraban de propiedad nacional los predios de los enemigos de la revolución. Esta última disposición política tenía, como en la reforma agraria de Artigas, un claro sentido económico: los enemigos eran los latifundistas. Se formaron escuelas de técnicos, fábricas de herramientas y un banco de crédito rural; se nacionalizaron los ingenios y las destilerías, que se convirtieron en servicios públicos. Un sistema de democracia locales colocaba en manos del pueblo las fuentes del poder político y el sustento económico. Nacían y se difundían las escuelas zapatistas, se organizaban juntas populares para la defensa y la promoción de los principios revolucionarios, una democracia auténtica cobraba forma y fuerza. Los municipios eran unidades nucleares de gobierno y la gente elegía sus autoridades, sus tribunales y su policía. Los jefes militares debían someterse a la voluntad de los burócratas y los generales la que imponía los sistemas de producción y de vida. La revolución se enlazaba con la tradición y operaba «de conformidad con la costumbre y usos de cada pueblo..., es decir, que si determinado pueblo pretende el sistema comunal así se llevará a cabo, y si otro pueblo desea el fraccionamiento de la tierra para reconocer su pequeña propiedad, así se hará.».  

En la primavera de 1915, ya todos los campos de Morelos estaban bajo cultivo, principalmente con maíz y otros alimentos. La ciudad de México padecía, mientras tanto, por falta de alimentos, la inminente amenaza del hambre. Venustiano Carranza había conquistado la presidencia y dictó, as u vez, una reforma agraria, pero sus jefes no demoraron en apoderarse de sus beneficios: en 1916 se abalanzaron, con buenos dientes, sobre Cuernavaca, capital de Morelos, y las demás comarcas zapatistas. Los cultivos, que habían vuelto a dar frutos, los minerales, las pieles y algunas maquinarias, resultaron un botín excelente para los oficiales que avanzaban quemando todo a su paso y proclamando, a la vez, «una obra de reconstrucción y progreso».  
En 1919 una estratagema y una traición terminaron con la vida de Emiliano Zapata. Mil hombres emboscados descargaron los fusiles sobre su cuerpo. Murió a la misma edad que el Che Guevara. Lo sobrevivió la leyenda: el caballo alazán que galopaba solo, hacia el sur, por las montañas. Pero no solo la leyenda. Todo Morelos se dispuso a «consumar la obra del reformador, vengar la sangre del mártir y seguir el ejemplo del héroe», y el país entero le prestó eco. Pasó el tiempo, y con la presidencia de Lázaro Cárdenas (1934 –1940) las tradiciones zapatistas recobraban vida y vigor a través de la puesta en práctica, por todo México, de la reforma agraria. Se expropiaron, sobre todo bajo su período de gobierno, 67 millones de hectáreas en poder de empresas extranjeras o nacionales y los campesinos recibieron, además de la tierra, créditos, educación y medios de organización para el trabajo. La economía y la población del país habían comenzado su acelerado ascenso; se multiplicó la producción agrícola al tiempo que el país entero se modernizaba y se industrializaba. Crecieron las ciudades y se amplió, en extensión y en profundidad, el mercado de consumo.  
Pero el nacionalismo mexicano no derivó al socialismo y, en consecuencia, como ha ocurrido en otros países que tampoco dieron el salto decisivo, no realizó cabalmente sus objetivos de independencia económica y justicia social. Un millón de muertos habían tributado su sangre, en los largos años de revolución y guerra, «a un zhuitzilopochtli más cruel, duro e insaciable que aquel adorado por nuestros antepasados: el desarrollo capitalista de México, en las condiciones impuestas por la subordinación al imperialismo». Diversos estudiosos han investigado los signos del deterioro de las viejas banderas. Edmundo Flores afirma, en una publicación reciente, que, «actualmente, el 60 por 100 de la población total de México tiene un ingreso menor de 120 dólares al año y pasa hambre». Ocho millones de mexicanos no consumen prácticamente otra cosa que frijoles, tortillas de maíz y chile picante. El sistema no revela sus hondas contradictorias solamente cuando caen quinientos estudiantes muertos en la matanza de Tlatelolco. Recogiendo cifras oficiales, Alonso Aguilar llega a la conclusión de que hay en México unos dos millones de campesinos sin tierra, tres millones de niños que no reciben educación, cerca de once millones de campesinos sin tierra,  once millones de analfabetos y cinco millones de personas descalzas. La propiedad colectiva de los ejidatarios pulveriza continuamente, y junto con la multiplicación de los minifundios, que se fragmentan a sí mismos, ha hecho su aparición un latifundismo de nuevo cuño y una nueva burguesía agraria dedicada a la agricultura comercial en gran escala. Los terratenientes e intermediarios nacionales que han conquistado una posición dominante trampeando el texto y el espíritu de las leyes son, a su vez, dominados, y en un libro reciente se los considera incluidos en los términos «and company» de la empresa Anderson Clayton. En el mismo libro, el hijo de Lázaro Cárdenas dice que «los latifundios simulados se han constituido, preferentemente, en las tierras de mejor calidad, en las más productivas».  
El novelista Carlos Fuentes ha reconstruido, a partir de la agonía, la vida de un capitán del ejército de Carranza que se va abriendo paso, a tiros y a fuerza de astucia, en la guerra en la paz. Hombre de muy humilde origen, Artemio Cruz va dejando atrás, con le paso de los años, el idealismo y el heroísmo de la juventud: usurpa tierras, funda y multiplica empresas, se hace diputado y trepa, en rutilante carrera, hacia las cumbres sociales, acumulando fortuna, poder y prestigio en base a los negocios, los sobornos, la especulación, los grandes golpes de audacia y la represión a sangre y fuego de la indiada. El proceso del personaje se parece al proceso del partido que, poderosa impotencia de la revolución mexicana, virtualmente monopoliza la vida política del país en nuestros días. Ambos han caído hacia arriba.  

Eduardo Galeano… extracto de “las venas abiertas de América latina”  



[1] John Kenneth Turner, op. cit. México era el país preferido por las inversiones norteamericanas: reunía a fines de siglo poco menos de la tercera parte de los capitales de Estados Unidos invertidos en el extranjero. En el estado de Chihuahua y otras regiones del norte, William Randolph Hearst, el célebre Citizen Kane del film de Welles, poseía más de tres millones de hectáreas. Fernando Carmona, El drama de América Latina. El caso de México, México, 1964.