La economía norteamericana
necesita los minerales de América latina como los pulmones necesitan el
aire.
Los astronautas habían impreso las
primeras huellas humanas sobre la superficie de la luna, y en julio de 1969 el
padre de la hazaña, Werner von Braun, anunciaba a la prensa que los Estados
Unidos se proponían instalar una lejana estación en el espacio, con propósitos
más bien cercanos: «Desde esta maravillosa plataforma de observación – declaró-
podremos examinar todas las riquezas de la Tierra : los pozos de petróleo desconocidos, las
minas de cobre y de cinc...»
El petróleo sigue siendo el
principal combustible de nuestro tiempo, y los norteamericanos importan la
séptima parte del petróleo que consumen. Para matar vietnamitas, necesitan
balas y las balas necesitan cobre: los Estados Unidos compran fuera de
fronteras una quinta parte del cobre que
gastan. La falta de cinc resulta cada vez más angustiosa: cerca de la mitad
viene del exterior. No se puede fabricar aluminio sin bauxita. Sus grandes
centros siderúrgicos –Pittsburgh, Cleveland, Detroit- no encuentran hierro
suficiente en los yacimientos de Minessota, que van camino de agotarse, ni
tienen manganeso en el territorio nacional: la economía norteamericana importa
una tercera parte del hierro y todo el manganeso que necesita. Para producir
los motores de retropropulsión, no cuentan con níquel ni con cromo en el
subsuelo. Para fabricar aceros especiales, se requiere Tunsteno: importan la
cuarta parte. Esta dependencia, creciente, respecto a los suministros
extranjeros, determina una identificación también creciente de los intereses de
los capitalistas norteamericanos en América Latina, con la seguridad nacional
de los Estados Unidos. La estabilidad interior de la primera potencia del mundo
aparece íntimamente ligada a las inversiones norteamericanas al sur del río
Bravo. Cerca de la mitad de esas
inversiones está dedicada a la extracción de petróleo y a la explotación de
riquezas mineras, «indispensables para la economía de los Estados Unidos tanto
en la paz como en la guerra». El presidente del Consejo Internacional de la Cámara de Comercio del país
del norte lo define así: «Históricamente, una de las razones principales de los
Estados Unidos para invertir en el exterior es el desarrollo de recursos
naturales, particularmente minerales y, más especialmente, petróleo. Es
perfectamente obvio que los incentivos de este tipo de inversiones no pueden
menos que incrementarse. Nuestras necesidades de materias primas están en
constante aumento a medida que la población se expande y el nivel de vida sube.
Al mismo tiempo, nuestros recursos domésticos se agotan...» Los laboratorios
científicos del gobierno, de las universidades y de las grandes corporaciones
avergüenzan a la imaginación con el ritmo febril de sus invenciones y sus
descubrimientos, pero la nueva tecnología no ha encontrado la manera de
prescindir de los materiales básicos que la naturaleza, y sólo ella
proporciona.
Se van debilitando, al mismo
tiempo, las respuestas que el subsuelo nacional es capaz de dar al desarrollo
del crecimiento industrial de los Estados Unidos.
El subsuelo también produce golpes
de estado, revoluciones, historias de espías y aventuras en la selva amazónica.
El Brasil, los espléndidos
yacimientos de hierro del valle de Paraopeda derribaron dos presidentes, Janio
Quadros y Jaöa Goulart antes de que el
mariscal Castelo Branco, que asaltó el poder en 1964, los cediera amablemente a
la Hanna Mining
Co.
Otro amigo anterior del embajador
de los Estados Unidos, el presidente Eurico Dutra (1946-51), había concedido a la Bethlhem Steel ,
algunos años antes, los cuarenta millones de toneladas de manganeso del estado
de Amapá, uno de los mayores yacimientos
del mundo, a cambio de un cuatro por ciento para el Estado sobre los ingresos
de exportación; desde entonces, la
Bethlehem está mudando las montañas a los Estados Unidos con
tal entusiasmo que se teme que de aquí a quince años Brasil quede sin
suficiente manganeso para abastecer su propia siderurgia. Por lo demás de cada
cien dólares que la
Berthlehem invierte en la extracción de minerales, ochenta y
ocho corresponden a una gentileza del gobierno brasileño: las exoneraciones de
impuestos en nombre del «desarrollo de la región».
La experiencia del oro perdido de
Minas Gerais - «oro blanco, oro negro, oro podrido», escribió el poeta Manuel
Bandeira- no ha servido, como se ve, para nada: Brasil continúa despojándose
gratis de sus fuentes naturales de desarrollo[1].
Por su parte, le dictador René Barrientos se apoderó de Bolivia en 1964 y,
entre matanza y matanza de mineros, otorgó a la firma Philips Brothers la
concesión de la mina Matilde, que contienen plomo, plata y grandes yacimientos
de cinc con una ley doce veces más alta que la de las minas norteamericanas. La
empresa quedó autorizada a llevarse el cinc en bruto, para elaborarlo en sus
refinerías extranjeras, pagando al Estado nada menos que el uno y medio por
ciento del valor de venta del mineral. En Perú, en 1968, se perdió
misteriosamente la página número once del convenio que el presidente Balaúnde
Terry había firmado a los pies de una filial de la Standart Oil , y el
general Velasco Alvarado derrocó al presidente, tomó las riendas del país y
nacionalizó los pozos y la refinería de la empresa. En Venezuela, el gran lago de petróleo de la Standard Oil y la Gulf , tiene su asiento la
mayor misión militar norteamericana de América Latina. Los frecuentes golpes de
Estado de Argentina estallan antes o después de cada licitación petrolera. El
cobre no era en modo alguno ajeno a la desproporcionada ayuda militar que Chile
recibía del Pentágono hasta el triunfo electoral de las fuerzas de izquierda
encabezadas por Salvador Allende; las reservas norteamericanas de cobre habían
caído en más de un sesenta por ciento entre 1965 y 1969. En 1964, en su
despacho de La Habana ,
el Che Guevara me enseñó que la
Cuba de Batista no era sólo de azúcar: los grandes
yacimientos cubanos de níquel y de manganeso explicaban mejor, a su juicio, la
furia ciega del Imperio contra la revolución. Desde aquella conversación, las
reservas de níquel de los Estados Unidos se redujeron a la tercera parte: la
empresa norteamericana Nicro Nickel había sido nacionalizada y el presidente
Jhonson, había amenazado a los metalúrgicos franceses con embargar sus envíos a
los Estados Unidos si comparaban el mineral a Cuba.
Los minerales tuvieron mucho que
ver con la caída del gobierno del socialista Cheddi Jagan, que a fines de 1964
había obtenido nuevamente la mayoría de los votos en lo que entonces era la Guayana británica. El país
que hoy se llama Guyana es el cuarto productor mundial de bauxita y figura en
el tercer lugar entre los productores latinoamericanos de manganeso. La CIA desempeñó un papel decisivo
en la derrota de Jagan. Arnold Zander, el máximo dirigente de la huelga que
sirvió de provocación y pretexto para negar con trampas la victoria electoral
de Jagan, admitió públicamente, tiempo después, que su sindicato había recibido
una lluvia de dólares de una de las fundaciones de la Agencia Central de
Inteligencia de los Estados Unidos. El nuevo régimen garantizó que no correrían
peligro los intereses de la Aluminium Company of América en Guyana: la
empresa podría seguir llevándose, sin sobresaltos, la bauxita, y vendiéndosela
a sí misma al mismo precio de 1938, aunque desde entonces se hubiera
multiplicado el precio del aluminio[2].
El negocio ya no corría peligro. La bauxita de Arkansas vale el doble que la
bauxita de Guyana. Los Estados Unidos disponen de muy poca bauxita en su
territorio; utilizando materia prima ajena y muy barata, producen, en cambio,
casi la mitad del aluminio que se elabora en el mundo.
Para abastecerse de la mayor parte
de los minerales estratégicos que se consideraban de valor crítico para su
potencial de guerra, los Estados Unidos dependen de las fuentes extranjeras.
«otro de retropropulsión, la turbina de gas y los reactores nucleares tienen
hoy una enorme influencia sobre la demanda de materiales que sólo pueden ser
obtenidos en el exterior», dice Magdolf en este sentido. La imperiosa necesidad
de minerales estratégicos, imprescindibles para salvaguardar el poder militar y
atómico de los Estados Unidos, aparece claramente vinculada a la compra masiva
de tierras, por medios generalmente fraudulentos, en la Amazonia brasileña. En la
década del '60, numerosas empresas norteamericanas, conducidas de la mano por
aventureros y contrabandistas profesionales, se abatieron en un rush
febril sobre esta selva gigantesca.
Previamente, en virtud del acuerdo
firmado en 1964, los aviones de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos habían
sobrevolado y fotografiado toda la región. Habían utilizado equipos de
cintilómetros para detectar los yacimientos de minerales radiactivos por la
emisión de ondas de luz de intensidad variable, electromagnetómetros para
radiografiar el subsuelo rico en minerales no ferrosos y magnetómetros para
descubrir y medir el hierro. Los informes y las fotografías obtenidas en el
relevamiento de la extensión y la profundidad de las riquezas secretas de la Amazonia fueron puestos
en manos de las empresas privadas interesadas en el asunto, gracias a los
buenos servicios de Geological Survey del gobierno de los Estados
Unidos. En la inmensa región se comprobó la existencia de oro, plata,
diamantes, gipsita, hematita, magnetita, tantalio, titanio, torio, uranio,
cuarzo, cobre, manganeso, plomo, sulfatos, potasios, bauxita, cinc, zirconio,
cromo y mercurio. Tanto se abre el cielo desde la jungla virgen de Matto Grosso
hasta las llanuras del sur de Goiás que, según deliraba la revista Times
en su última edición latinoamericana de 1967, se puede ver al mismo tiempo el
sol brillante y media docena de relámpagos de tormentas distintas. El gobierno
había ofrecido exoneraciones de impuestos y otras seducciones para colonizar
los espacios vírgenes de este universo mágico y salvaje. Según Times,
los capitalistas extranjeros habían comprado, antes de 1967, a siete centavos
el acre, una superficie mayor que la que suman los territorios de Connecticut,
Rhode, Delaware, Massachussets y New Hampshire. «Debemos mantener las puertas
bien abiertas a la inversión extranjera –decía el director de la agencia
gubernamental para el desarrollo de la Amazonia-, porque
necesitamos más de lo que podemos obtener». Para justificar el
relevamiento aerofotogramétrico por parte de la aviación norteamericana, el
gobierno había declarado, antes, que carecía de recursos. En América latina es
lo normal: siempre se entregan los recursos en nombre de la falta de recursos.
El Congreso brasileño pudo
realizar una investigación que culminó con un voluminoso informe sobre el tema.
En él se enumeran casos de venta o usurpación de tierras por veinte millones de
hectáreas, extendidas de manera tan curiosa que, según la comisión
investigadora, «forman un cordón para aislar la Amazonia del resto de
Brasil». La «explotación clandestina de minerales muy valioso» figura en el
informe como uno de los principales motivos de la avidez norteamericana por
abrir una nueva frontera dentro de Brasil. El testimonio del gabinete
del Ministerio del Ejército, recogido en el informe, hace hincapié en «el
interés del propio gobierno norteamericano en mantener, bajo su control, una
vasta extensión de tierras para su utilización ulterior, sea para la
explotación de minerales, particularmente los radiactivos, sea como base de una
colonización dirigida». El Consejo de Seguridad Nacional afirma: «Causa
sospecha el hecho de que las áreas ocupadas, o en vías de ocupación, o por
elementos extranjeros, coincidan con regiones que están siendo sometidas a
campañas de esterilización de mujeres brasileñas por extranjeros». En efecto,
según el diario Correio da Manha, «más de veinte misiones religiosas
extranjeras, principalmente las de la iglesia protestante de Estados Unidos,
están ocupando la Amazonia ,
localizándose en los puntos más ricos en minerales radiactivos, oro y
diamantes... Difunden en gran escala diversos anticonceptivos, como el
dispositivo intrauterino, y enseñan inglés a los indios catequizados... Sus
áreas están cercadas por elementos armados y nadie puede penetrar en ellas. No
está de más advertir que la
Amazonia es la zona de mayor extensión entre todos los
desiertos del planeta habitables por el hombre. El control de la natalidad
se puso en práctica en este grandioso espacio vacío, para evitar la competencia
demográfica de los muy escasos brasileños que, en remotos rincones de la selva
o de las planicies inmensas, viven y se reproducen.
Por su parte, el general
Riograndino Kruel afirmó, ante la comisión investigadora del Congreso, que «el
volumen de contrabando de materiales que contienen torio y uranio alcanza la
cifra astronómica de un millón de toneladas». Algún tiempo antes, en septiembre
de 1966, Kruel, jefe de la policía federal, había denunciado «la impertinente y
sistemática interferencia» de un cónsul de los Estados Unidos en el proceso
abierto contra cuatro ciudadanos norteamericanos acusados de contrabando de
minerales atómicos brasileños. A su juicio, que se les hubiera encontrado cuarenta
toneladas de mineral radiactivo era suficiente para condenarlos. Poco después,
tres de los contrabandistas se fugaron de Brasil misteriosamente. El
contrabando no era un fenómeno nuevo, aunque se había intensificado mucho.
Brasil pierde cada año más de cien millones de dólares, solamente por la
evasión clandestina de diamantes en bruto. Pero en realidad el contrabando sólo
se hace necesario en medida relativa. Las concesiones legales arrancan a Brasil
cómodamente sus más fabulosas riquezas naturales.
Por no citar más que otro ejemplo,
nueva cuenta de un largo collar, el mayor yacimiento de niobio del mundo, que
está en Araxá, pertenece a una filial de la Niobium Corporation ,
de Nueva York. Del niobio provienen varios metales que se utilizan, por su gran
resistencia a las temperaturas altas, para la construcción de reactores
nucleares, cohetes y naves espaciales, satélites o simples jets. La empresa
extrae también, de paso, junto con el niobio, buenas cantidades de tántalo,
torio, uranio, pirocloro y tierras raras de alta ley mineral.
Un químico alemán derrotó a los
vencedores de la guerra del Pacífico.
La historia del salitre, su auge y
su caída, resulta muy ilustrativa de la duración ilusoria de las prosperidades
latinoamericanas en el mercado mundial: el siempre efímero soplo de las
glorias y el peso siempre perdurable de las catástrofes.
A mediados del siglo pasado, las
negras profecías de Malthus planeaban sobre el Viejo Mundo. La población
europea crecía vertiginosamente y se hacía imprescindible otorgar nueva vida a
los suelos cansados para que la producción de alimentos pudiera aumentar en
proporción pareja. El guano reveló sus propiedades fertilizantes en los
laboratorios británicos; a partir de 1840 comenzó su exportación en gran escala
desde la costa peruana. Los alcatraces y las gaviotas, alimentados por los
fabulosos cardúmenes de las corrientes que lamen las riberas, habían ido
acumulando en las islas y los islotes, desde tiempos inmemoriales, grandes
montañas de excrementos ricos en nitrógeno, amoníaco, fosfato y sales
alcalinas: el grupo se conservaba puro en las costas sin lluvia de Perú[3].
Poco después del lanzamiento
internacional del guano, la química agrícola descubrió que eran aún mayores las
propiedades nutritivas del salitre, y en 1850 ya se había hecho muy intenso su
empleo como abono en los campos europeos. Las tierras del viejo continente
dedicadas al cultivo del trigo, empobrecidas por la erosión, recibían
ávidamente los cargamentos de nitrato de soda provenientes de las salitreras
peruanas de Tarapacá y, luego, de la provincia boliviana de Antofagasta.
Gracias al salitre y al guano, que yacían en las costas del pacífico «casi al
alcance de los barcos que venían a buscarlos», el fantasma del hambre se alejó
de Europa.
La oligarquía de Lima, soberbia y
presuntuosa como ninguna, continuaba enriqueciéndose a manos llenas y
acumulando símbolos de su poder en los palacios y los mausoleos de mármol de
Carrara que la capital erguía en medio de los desiertos de arena. Antiguamente a
costa de la plata de Potosí, y ahora pasaban a vivir de la mierda de los
pájaros y del grumo blanco y brillante de las salitreras. Perú creía que era
independiente, pero Inglaterra había ocupado el lugar de España. «El país se
sintió rico–escribía Mariátegui-. El Estado usó sin medida de su crédito. Vivió
en el derroche, hipotecando su porvenir a las finanzas inglesas». En 1868,
según Romero, los gastos y las deudas del Estado ya eran mucho mayores que el
valor de las ventas al exterior. Los depósitos de guano servían de garantía a
los empréstitos británicos, y Europa jugaba con los precios; la rapiña de los
exportadores hacía estragos: lo que la naturaleza había acumulado en las islas
a lo largo de milenios se maltrataba en pocos años. Mientras tanto, en las
pampas salitreras, cuenta Bermúdez, los obreros sobrevivían en chozas
«miserables, apenas más altas que el hombre, hechas con piedras, cascotes de
caliche y barro, de un solo recinto».
La explotación del salitre
rápidamente se entendió hasta la provincia boliviana de Antofagasta, aunque el
negocio no era boliviano sino peruano y, más que peruano, chileno. Cuando el
gobierno de Bolivia pretendió aplicar un impuesto a las salitreras que operaban
en su suelo, los batallones del ejército de Chile invadieron la provincia para
no abandonarla jamás.
Hasta aquella época, el desierto
había oficiado de zona de amortiguación para los conflictos latentes entre
Chile, Perú y Bolivia. El salitre desencadenó la pelea. La guerra del pacífico
estalló en 1879 y duró hasta 1883. las fuerzas armadas chilenas, que ya en 1879
habían ocupado también los puertos peruanos de la región del salitre, Patillos,
Iquique, Pisagua, Junín, entraron por fin victoriosas en Lima, y al día
siguiente la fortaleza del Callao se rindió.
La derrota provocó la mutilación y
la sangría de Perú. La economía nacional perdió sus dos principales recursos,
se paralizaron las fuerzas productivas, cayó la moneda, se cerró el crédito
exterior[4].
El colapso no trajo consigo, advertiría Mariátegui, una liquidación del pasado:
la estructura de la economía colonial permaneció invicta, aunque faltaban sus
fuentes de sustentación. Bolivia, por su parte, no se dio cuenta de lo que
había perdido con la guerra: la mina de cobre más importante del mundo actual,
Chuquicamata, se encuentra precisamente en la provincia, ahora chilena, de
Antofagasta. Pero, ¿y los triunfadores?
El salitre y el yodo sumaban el
cinco por ciento de las rentas del Estado chileno en 1880; diez años después,
más de la mitad de los ingresos fiscales provenían de la expropiación de
nitrato desde los territorios conquistados. En el mismo período las inversiones
inglesas en Chile se triplicaron con creces: la región del salitre de convirtió
en una factoría británica. Los ingleses se apoderaron del salitre utilizando
procedimientos nada costosos. El gobierno de Perú había expropiado las
salitreras en 1875 y las había pagado con bonos; la guerra abatió el valor de
estos documentos cinco años después, a la décima parte.
Algunos aventureros audaces, como
John Thomas North y su socio Robert Harvey, aprovecharon la coyuntura. Mientras
los chilenos, los peruanos y los bolivianos intercambiaban balas en el campo de
batalla, los ingleses se dedicaban a quedarse con los bonos, gracias a los
créditos que el banco de Valparaíso y otros bancos chilenos les proporcionaban
sin dificultad alguna. Los soldados estaban peleando para ellos, aunque no lo
sabían. El gobierno chileno recompensó inmediatamente el sacrificio de North,
Harvey, Inglis, James, Bush, Robertson y otros laboriosos hombres de empresa:
en 1881 dispuso la devolución de las salitreras a sus legítimos dueños,
cuando ya la mitad de los bonos había pasado a las manos brujas de los
especuladores británicos. No había salido ni un penique de Inglaterra para financiar
este despojo.
Al abrirse la década del '90,
Chile destinaba a Inglaterra las tres cuartas partes de sus exportaciones, y de
Inglaterra recibía casi la mitad de sus importaciones; su dependencia comercial
era todavía mayor que la que por entonces padecía la India. La guerra había
otorgado a Chile el monopolio mundial de los nitratos naturales, pero el rey
del salitre era John Thomas North.
Una de sus empresas, la Liverpool Nitrate
Company, pagaba dividendos del cuarenta por ciento. Este personaje había
desembarcado en el puerto de Valparaíso, en 1866, con sólo diez libras
esterlinas en el bolsillo de su viejo traje lleno de polvo; treinta años
después, los príncipes y los duques, los políticos más prominentes y los
grandes industriales se sentaban a la mesa de su mansión en Londres. North se
había afiliado, como correspondía a un caballero de sus quilates, al Partido
Conservador y a la
Logia Masónica de Kent. Lord Dorchester, Lord Randolph
Churchill y el Marqués de Stockpole asistían a sus fiestas extravagantes, en
las que North bailaba disfrazado de Enrique VIII. Mientras tanto, en su lejano
reino del salitre, los obreros chilenos no conocían el descanso los domingos,
trabajaban hasta dieciséis horas por día y cobraban sus salarios con fichas que
perdían cerca de la mitad de su valor en las pulperías de las empresas.
Entre 1886 y 1890, bajo la
presidencia de José Manuel Balmaceda, el Estado chileno realizó, dice Ramírez
Necochea, «los planes de progreso más ambiciosos de toda su historia».
Balmaceda impulsó el desarrollo de algunas industrias, ejecutó importantes
obras públicas, renovó la educación, tomó medidas para romper el monopolio de
la empresa británica de ferrocarriles en Tarapacá y contrató con Alemania el
primer y único empréstito que Chile no recibió de Inglaterra en todo el
siglo pasado. En 1888 anunció que era necesario nacionalizar los distritos
salitreros mediante la formación de empresas chilenas, y se negó a vender a los
ingleses las tierras salitreras de propiedad del estado. Tres años más tarde
estalló la guerra civil.
North y sus colegas financiaron
con holgura a los rebeldes[5]
y los barcos británicos de guerra bloquearon la costa de Chile, mientras en Londres la prensa bramaba
contra Balmaceda, «dictador de la peor especie», «carnicero». Derrotado,
Balmaceda se suicidó. El embajador inglés informó al Foreing Office: «La
comunidad británica no hace secretos de su satisfacción por la caída de
Balmaceda, cuyo triunfo, se cree, habría implicado serios perjuicios a los
intereses comerciales británicos». De inmediato se vinieron abajo las
inversiones estatales en caminos, ferrocarriles, colonización, educación y
obras públicas a la par que las empresas británicas extendían sus dominios.
En vísperas de la primera guerra
mundial, dos tercios del ingreso nacional de Chile provenían de la exportación
de los nitratos, pero la pampa salitrera era más ancha y ajena que nunca. La
prosperidad no había servido para desarrollar y diversificar el país, sino que
había acentuado por el contrario, sus deformaciones estructurales. Chile
funcionaba como un apéndice de la economía británica: el más importante
proveedor de abonos del mercado europeo no tenía derecho a la vida propia. Y
entonces un químico alemán derrotó, desde su laboratorio, a los generales que
habían triunfado, años atrás, en los campos de batalla. El perfeccionamiento
del proceso Haber-Bosch para producir nitratos fijando el nitrógeno del aire,
desplazó al salitre definitivamente y provocó la estrepitosa caída de la
economía chilena. La crisis del salitre fue la crisis de Chile, honda herida,
porque Chile vivía del salitre y para el salitre –y el salitre estaba en manos
extranjeras.
En el reseco desierto de
Tamarugal, donde los resplandores de la tierra le queman a uno los ojos, he
sido testigo del arrasamiento de Tarapacá. Aquí había ciento veinte oficinas
salitreras en la época del auge, y ahora sólo queda una oficina en
funcionamiento. En la pampa no hay humedad ni polillas, de modo que no sólo se
vendieron las máquinas como chatarra, sino también las tablas de pino de Oregón
de las mejores casas, las planchas de calamina y hasta los pernos y los clavos
intactos. Surgieron obreros especializados en desarmar pueblos: eran los únicos
que conseguían trabajo en estas inmensidades arrasadas o abandonadas. He visto
los escombros y los agujeros, los pueblos fantasmas, las vías muertas de la Nitrate Railways ,
los hilos ya mudos de los telégrafos, los esqueletos de las oficinas salitreras
despedazadas por el bombardeo de los años, los cruces de los cementerios que el
viento frío golpea por las noches, los cerros blanquecinos que los desperdicios
del caliche habían ido irguiendo junto a las excavaciones. «Aquí corría el
dinero y todos creían que no se terminaría nunca», me han contado los lugareños
que sobreviven. El pasado parece un paraíso por oposición al presente, y hasta
los domingos, que en 1889 todavía no existían para los trabajadores, y que
luego fueron conquistados a brazo partido por la lucha gremial, se recuerdan
con todos los fulgores: «Cada domingo en la pampa salitrera –me contaba un
viejo muy viejo- era para nosotros una fiesta nacional, un nuevo dieciocho de
septiembre cada semana» Iquique, el mayor puerto del salitre, «puerto de
primera» según su galardón oficial, había sido el escenario de más de una
matanza de obreros, pero a su teatro municipal, de estilo belle époque,
llegaban los mejores cantantes de la ópera europea antes que a Santiago.
Dientes de cobre sobre Chile
El cobre no demoró mucho en ocupar el lugar del salitre como viga maestra
de la economía chilena, al tiempo que la hegemonía británica cedía paso al
dominio de los Estados Unidos. En vísperas de la crisis del 29 las inversiones
norteamericanas en Chile ascendían ya a más de cuatrocientos millones de
dólares, casi todos destinados a la explotación y el transporte de cobre. Hasta
la victoria electoral de las fuerzas de la Unidad Popular en
1970, los mayores yacimientos del metal rojo continuaban en manos del la Anaconda Koper
Minning Co. y la
Kennecott Coper Co., dos empresas íntimamente vinculadas
entre sí como partes de un mismo consorcio mundial. En medio siglo, ambas
habían remitido cuatro mil millones de dólares desde Chile a sus casas
matrices, caudalosa sangre evadida por diversos conceptos, y habían realizado
como contrapartida, según sus propias cifras infladas, una inversión total que
no pasaba de ochocientos millones, casi todos provenientes de las ganancias
arrancadas al país[6].
La hegemonía había ido aumentando a medida que la producción crecía, hasta
superar los cien millones de dólares por año en los últimos tiempos. Los dueños
del cobre eran los dueños de Chile. El lunes 21 de diciembre del 70, Salvador
Allende habla desde el balcón del palacio de gobierno a una multitud fervorosa;
anuncia que ha firmado el proyecto de reforma constitucional que hará posible
la nacionalización de la gran minería. En 1969, la Anaconda ha logrado en
Chile utilidades por 79 millones de dólares, que equivalen al ochenta por
ciento de sus ganancias en todo el mundo: y sin embargo, agrega, la Anaconda tiene en Chile
menos de la sexta parte de sus inversiones en el exterior. La guerra
bacteriológica de la derecha, planificada campaña de propaganda destinada a
sembrar el terror para evitar la nacionalización del cobre y las demás reformas
de estructura anunciadas desde la izquierda, había sido tan intensa como en las
elecciones anteriores. Los diarios habían exhibido pesados tanques soviéticos
rodando ante el palacio presidencial de La Moneda ; sobre las paredes de Santiago los
guerrilleros barbudos aparecerían arrastrando jóvenes inocentes rumbo a la
muerte; se escuchaba el timbre de cada casa, un aseñora explicaba: «¿Tiene
usted cuatro niños? Dos, irán a la Unión Soviética y
dos a Cuba». Todo resultaba inútil: el cobre «se pone poncho y espuelas»,
anuncia el presidente Allende: el cobre vuelve a ser chileno.
Los Estados Unidos, por su parte, con las piernas presas en la trampa de
las guerras del sudeste asiático, no han ocultado el malestar oficial ante la
marcha de los acontecimientos en el sur de la cordillera de los Andes. Pero
Chile no está al alcance de una súbita expedición de marines, y la fin y
al cabo Allende es presidente con todos los requisitos de la democracia
representativa que el país del norte formalmente predica. El imperialismo
atraviesa las primeras etapas de un nuevo ciclo crítico, cuyos signos se han
hecho claros en la economía; su función de policía mundial se hace cada vez más
cara y más difícil. ¿Y la guerra de los precios? La producción chilena se vende
ahora en mercados diversos y puede abrir amplios mercados nuevos entre los
países socialistas; los Estados Unidos carecen de medios para bloquear, a
escala universal, las ventas del cobre que los chilenos se disponen a
recuperar. Muy distinta era, por cierto, la situación del azúcar cubana doce
años atrás, destinada enteramente al mercado norteamericano y por entero
dependiente de los precios norteamericanos. Cuando Eduardo Frei ganó las
elecciones del 64, la cotización del cobre subió de inmediato con visible
alivio: cuando Allende ganó las del 70, el precio, que ya venía bajando,
declinó aún más. Pero el cobre, habitualmente sometido a muy agudas
fluctuaciones de precios, había gozado de precios considerablemente altos en
los últimos años y como la demanda excede a la oferta, la escasez impide que el
nivel caiga muy abajo. A pesar de que el aluminio ha ocupado en gran medida su
lugar como conductor de electricidad, el aluminio también requiere cobre, y en
cambio no se han encontrado sucedáneos más baratos y eficaces para desplazarlo
de la industria del acero ni de la química, y el metal rojo sigue siendo la
materia prima principal de las fábricas de pólvora, latón y alambre.
Todo a lo largo de las faldas de la cordillera, Chile posee las mayores
reservas de cobre del mundo, una tercera parte del total hasta ahora conocido.
El cobre chileno aparece por lo general asociado a otros metales, como
oro, plata o molibdeno. Esto resulta un factor adicional para estimular su
explotación. Por los demás, los obreros chilenos son baratos para las empresas:
con sus bajísimos costos de Chile, la Anaconda y la Kennecot financian con creces sus altos costos en
los Estados Unidos, del mismo modo que el cobre chileno paga, por la vía de los
«gastos en el exterior», más de diez millones de dólares por año para el
mantenimiento de las oficinas en Nueva York. El salario promedio de las minas
chilenas apenas alcanzaba, en 1964 a la octava parte del salario básico en las
refinerías de los Kenneccott en los Estados Unidos, pese a que la productividad
de unos y otros obreros, estaba al mismo nivel. No eran iguales, en cambio, ni
los son, las condiciones de vida. Por lo general, los mineros chilenos viven en
camarotes estrechos y sórdidos, separados de sus familias, que habitan casuchas
miserables en las afueras: separados también, claro está, del personal
extranjero, que en las grandes minas habita un universo aparte, minúsculos
estados dentro del Estado, donde sólo se habla inglés y hasta se editan
periódicos para sus usos exclusivos.
La productividad obrera ha ido aumentando, en Chile, a medida que las
empresas han mecanizado sus medios de explotación. Desde 1945, la producción de
cobre ha aumentado en un cincuenta por ciento, pero la cantidad de trabajadores
ocupados en las minas se ha reducido en una tercera parte.
La nacionalización pondrá fin a un estado de cosas que se había hecho
insoportable para el país, y evitará que se repita, con el cobre, la
experiencia de saqueo y caída en el vacío que sufrió Chile en el ciclo del
salitre. Porque los impuestos que las empresas pagan al Estado no compensan en
modo alguno el agotamiento inflexible de los recursos minerales que la naturaleza ha concedido pero
que no renovará. Por lo demás, los impuestos han disminuido, en términos
relativos, desde que en 1955 se estableció el sistema de la tributación
decreciente de acuerdo con los aumentos de la producción, y desde la
«chilenización» del cobre dispuesta por el gobierno de Frei. En 1965 Frei
convirtió al Estado en socio de la
Kennecott y permitió a las empresas poco menos que triplicar
sus ganancias a través de un régimen tributario muy favorable para ellas, los
gravámenes se aplicaron, en el nuevo régimen, sobre un precio promedio de 29
centavos de dólar por libra, aunque el precio se elevó, empujado por la gran
demanda mundial, hasta los setenta centavos. Chile perdió, por la diferencia de
impuestos entre el precio ficticio y el precio real, una enorme cantidad de
dólares, como lo reconoció el propio Radomiro Tomic, el candidato elegido por la Democracia Cristiana
para suceder a Frei en el período siguiente. En 1969, el gobierno de Frei,
pactó con la Anaconda
un acuerdo para comprarle el 51 por ciento de las acciones en cuotas
semestrales, en condiciones tales que desataron un nuevo escándalo político y dieron
impulso al crecimiento de las fuerzas de izquierda. El presidente de la Anaconda había dicho
previamente al presidente de Chile,
según la versión divulgada por la prensa. «Excelencia: los capitalistas no
conservan los bienes por motivos sentimentales, sino por razones económicas. Es
corriente que una familia guarde un ropero porque perteneció a un abuelo; pero
las empresas no tiene abuelos. Anaconda puede vender todos sus bienes. Sólo
depende del precio que le paguen».
Los mineros del estaño, por debajo y por encima de la tierra
Hace poco menos de un siglo, un hombre medio muerto de hambre peleaba
contra las rocas en medio de las desolaciones del altiplano de Bolivia. La
dinamita estalló. Cuando él se acercó a recoger los pedazos de piedra triturados
por la explosión, quedó deslumbrado. Tenía, en las manos, trozos fulgurantes de
la veta de estaño más rica del mundo. Al amanecer del día siguiente, montó a
caballo rumbo a Huanuni. El análisis de las muestras confirmó el valor del
hallazgo. El estaño podía marchar directamente de la veta al puerto, sin necesidad de sufrir
ningún proceso de concentración. Aquel hombre se convirtió en el rey del
estaño, y cuando murió, la revista Fortune afirmó que era uno de los diez
multimillonarios del planeta. Se llamaba Simón Patiño. Desde Europa, durante
muchos años alzó y derribó a los presidentes y a los ministros de Bolivia,
planificó el hambre de los obreros y organizó sus matanzas, ramificó y extendió
su fortuna personal: Bolivia era un país que existía a su servicio.
A partir de las jornadas revolucionarias de abril de 1952, Bolivia
nacionalizó el estaño. Pero ya para entonces, aquellas minas riquísimas se
habían vuelto pobres. En le cerro Juan del valle, donde Patiño había
descubierto el fabuloso filón, la ley del estaño se ha reducido cientos de
veces. De las 156 mil toneladas de roca que salen naturalmente por las
bocaminas sólo se recuperan cuatrocientas. Las perforaciones ya suman, en
kilómetros, una distancia dos veces mayor que la que separa a la mina de la
ciudad de La Paz :
el cerro, por dentro, un hormiguero agujereado por infinitas galerías,
pasadizos, túneles y chimeneas. Va camino de convertirse en una cáscara vacía.
Cada año pierde un poco más de altura, y el lento derrumbamiento le va comiendo
la cresta: parece, de lejos, una muela cariada.
Antenor Patiño no sólo cobró una indemnización considerable por las
minas que su padre había exprimido, sino que mantuvo, además, el control del
precio y del destino del estaño expropiado. Desde Europa, no cesaba de sonreír:
«Mister Patiño es el afable rey del estaño boliviano», seguirían diciendo las
crónicas sociales muchos años después de la nacionalización[7].
Porque la nacionalización, conquista fundamental de la revolución del
52, no había modificado el papel de Bolivia en la división internacional del
trabajo, y casi todo el estaño se refina todavía en los hornos de Liverpool de
la empresa Williams, Harvey and Co., que pertenece a Patiño. La nacionalización
de las fuentes de producción de cualquier materia prima no es, como lo enseña
la dolorosa experiencia, suficiente. Un país puede seguir tan condenado a la
impotencia como siempre, aunque se haya hecho nominalmente dueño de su
subsuelo. Bolivia ha producido, todo a lo largo de su historia, minerales en
bruto y discursos refinados. Abundan la retórica y la miseria; desde siempre,
los escritores cursis y los doctores de levita se han dedicado a absolver a los
culpables. De cada diez bolivianos, seis no saben, todavía leer: la mitad de
los niños no concurre a la escuela. Recién en 1971, Bolivia ha de tener en
funcionamiento su propia fundición nacional de estaño, levantada en Oruro al
cabo de una historia infinita de traiciones, sabotajes, intrigas y sangre
derramada[8].
Este país que no había podido, hasta ahora, producir sus propios
lingotes, se da el lujo, en cambio, de contar con ocho facultades de derecho
destinadas a la fabricación de vampiros de indios.
Cuentan que hace un siglo el dictador Mariano Melgarejo obligó al
embajador de Inglaterra a beber un barril entero de chocolate, en castigo por
haber despreciado un vaso de chicha. El embajador fue paseado en burro, montado
al revés, por la calle principal de La Paz. Y fue devuelto a Londres. Dicen que entonces
la reina Victoria, enfurecida, pidió un mapa de América del Sur, dibujó una
cruz de tiza sobre Bolivia y sentenció: «Bolivia no existe». Para el mundo, en
efecto, Bolivia no existía ni existió después: el saqueo de la plata y,
posteriormente, el despojo del estaño no han sido más que el ejercicio de un derecho
natural de los países ricos. Al fin y al cabo, el envase de hojalata identifica
a los Estados Unidos tanto como el emblema del águila o el pastel de manzana.
Pero el envase de hojalata no es solamente un símbolo pop de los Estados
Unidos: es también un símbolo, aunque no se sepa, de la silicosis en las
minas de Siglo XX o Huanuni: la hojalata contiene estaño, y los mineros
bolivianos mueren con los pulmones
podridos para que el mundo pueda consumir estaño barato. Media docena de
hombres fija su precio mundial. ¿Qué significa, para los consumidores de conservas o los
manipuladores de la bolsa, la dura vida del minero en Bolivia? Los
norteamericanos compran la mayor parte del estaño que se refina en el planeta:
para mantener a raya los precios, periódicamente amenazan con lanzar al mercado
sus enormes reservas de mineral, compradas muy por debajo de su cotización, a
precios de «contribución democrática», en los años de la segunda guerra
mundial. Según los datos de la FAO ,
el ciudadano medio de los Estados Unidos consume cinco veces más carne y leche
y veinte veces más huevos que un habitante de Bolivia. Y los mineros están muy
por debajo promedio nacional. En el cementerio de Catavi, donde los ciegos
rezan por los muertos a cambio de una moneda, duele encontrar, entre las
lápidas oscuras de los adultos, una innumerable cantidad de cruces blancas
sobre las tumbas pequeñas.
De cada dos niños nacidos entre las minas, uno muere poco después de
abrir los ojos. El otro, el que sobrevive, será seguramente minero cuando
crezca, ya no tendrá pulmones.
El cementerio cruje. Por debajo de las tumbas, han sido cavados
infinitos túneles, socavones de boca estrecha donde apenas caben hombres que se
introducen, como vizcachas, a la búsqueda del mineral. Nuevos yacimientos de
estaño se han acumulado en los desmontes a lo largo de los años; toneladas de
residuos sobre residuos han sido volcadas en gigantescas moles grises que han
sumado, así, estaño al estaño del paisaje. Cuando cae la lluvia, que se arroja
con violencia desde las nubes próximas, uno ve a los desocupados agacharse a lo
largo de las calzadas de tierra de Llallagua, donde los hombres se emborrachan
desesperadamente en las chicherías: van recogiendo y calibrando las cargas de
estaño que la lluvia arrastra consigo. Aquí, el estaño es un dios de lata que
reina sobre los hombres y las cosas, y está presente en todas partes. No sólo
hay estaño en el vientre del viejo cerro de Patiño. Hay estaño, delatado por el
brillo negro de la casiterita, hasta en las paredes de adobe de los
campamentos. También tiene estaño la lama amarillenta que avanza arrastrando
los desperdicios de la mina y lo tienen las aguas que fluyen, envenenadas,
desde la montaña; se encuentra estaño en la tierra y en la roca, en la
superficie y en el subsuelo, en las arenas y en las piedras del cauce del río
Seco. En estas tierras áridas y pedregosas, a casi cuatro mil metros de altura, donde no crece
el pasto y donde todo, hasta la gente, tiene el oscuro color del estaño, los
hombres sufren estoicamente su obligado ayuno y no conocen la fiesta del mundo.
Viven en los campamentos, amontonados, en casas de una sola pieza de piso de
tierra: el viento cortante se cuela por las rendijas. Un informe universitario
sobre la mina de Colquiri revela que, de cada diez varones jóvenes encuestados,
seis duermen en la misma cama con sus hermanas, y agrega:«Muchos padres se
sienten molestos cuando sus hijos los observan durante el acto sexual». No hay
baños, las letrinas son pequeños cobertizos públicos tapizados de inmundicia y
moscas: la gente prefiere los cenizales baldíos abiertos, donde al menos
circula el aire a pesar de la basura y los excrementos acumulados y de los
cerdos que retozan felices. También es colectivo el servicio de agua: hay que
esperar el momento en que el agua llega y apurarse, hacer cola, recoger el agia
de la pila pública en latas de gasolina o en tinajas. La comida es escasa y
fea. Consiste en papas, fideos, arroz, chuño, maíz y algo de carne dura.
Estábamos muy en lo hondo del
cerro Juan del Valle. El aullido penetrante de la sirena, que llamaba a los
trabajadores de la primera punta, había resonado en el campamento varias
horas antes. Recorriendo galerías,
habíamos pasado del calor tropical al frío polar y nuevamente el calor, sin
salir, durante horas, de una misma atmósfera envenenada. Aspirando aquel aire
espeso – humedad, gases, polvo, humo-, uno podía comprender por qué los mineros
pierden los sentidos del olfato y el
sabor. Todos masticaban, mientras trabajaban, hojas de coca con ceniza, y esto
también formaba parte de la obra de la
aniquilación, porque la coca, como se sabe, al adormecer el hambre y enmascarar
la fatiga, va apagando el sistema de alarmas con que cuenta el organismo para
seguir vivo. Pero lo peor era el polvo. Los cascos guardatojos irradiaban un
revoloteo de círculos de luz que salpicaban la gruta negra y dejaban ver, a su
paso, cortinas de blanco polvo denso: el implacable polvo de sílice. El mortal
aliento de la tierra va envolviendo poco a poco. Al año se sienten los primeros
síntomas, y en diez años se ingresa al cementerio. Dentro de la mina se usan
perforadoras suecas último modelo, pero los sistemas de ventilación y las
condiciones de trabajo no han mejorado con el tiempo. En la superficie, los
trabajadores independientes usan picota y pesados combos de doce libras para
pelear contra la roca, exactamente igual que hace cien años, y quimbaletes,
cribas y cernidores para concentrar el mineral en la canchamina. Ganan centavos
y trabajan como bestias. Sin embargo, muchos de ellos tienen, al menos, la
ventaja del aire libre. Dentro de la mina, en cambio, los obreros son presos
condenados, sin apelación, a la muerte por asfixia.
Había cesado ya el estrépito de los barrenos y los obreros hacían una
pausa mientras aguardábamos la explosión de más de veinte cargas de dinamita y
anfo. La mina también brinda muertes rápidas y sonoras: alcanza con equivocarse
al contar las detonaciones, o con que la mecha demore más de lo debido en
arder. Alcanza también conque una roca floja, un tojo, se desprenda
sobre le cráneo. O alcanza con el infierno de la metralla: la noche de San Juan
de 1967 fue la última cuenta de un largo rosario de matanzas.
En la madrugada los soldados tomaron posesión en las colinas, rodilla en
tierra, y arrojaron un huracán de balas sobre los campamentos iluminados por
las fogatas de la fiesta[9]. Pero
la muerte lenta y callada constituye la especialidad en la mina. El vómito de
sangre, la tos, la sensación de un peso de plomo sobre la espalda y una aguda
presión en el pecho son los signos que la anuncian. Después del análisis médico
vienen los peregrinajes burocráticos de nunca acabar. Dan un plazo de tres
meses para desalojar la casa.
Ya había cesado el estrépito de los barerenos y pronto la explosión
atraparía aquella escurridiza veta de color café y forma de víbora. Entonces
pudimos hablar. El bulto de la coca hinchaba las mejillas de cada obrero y por
las comisuras de los labios corrían los chorros verdosos. Un minero pasó,
apurado, chapoteando barro por entre los rieles de la galería. «Ése es un
nuevo», me dijeron. «¿Has visto? Con su pantalón del ejército y su chomba
amarilla se ve tan joven. Ha entrado ahorita y cómo trabaja. Todavía es un
hacha. Todavía no siente».
Los tecnócratas y los burócratas no mueren de silicosis, pero viven de
ella. El gerente general de la
COMIBOL ,
Corporación Minera Boliviana, gana cien veces más que un obrero. Desde un
barranco que cae a pico hacia el cauce del río, en el límite de Llallagua,
puede verse la pampa de María Barzola. Se llama así en homenaje a la militante
obrera que hace treinta años cayó, al frente de una manifestación con la
bandera de Bolivia cosida al cuerpo por las ráfagas de las ametralladoras. Y
más allá de la pampa de María Barzola puede verse la mejor cancha de golf de
toda Bolivia: es la que usan los ingenieros y los principales funcionarios de
Catavi. El dictador René Barrientos había reducido a la mitad los salarios de
hambre de los mineros, en 1964, y al mismo tiempo había elevado las
retribuciones de los técnicos y los burócratas prominentes.
Los sueldos del personal superior son secretos. Secretos y en dólares.
Hay un todopoderoso grupo asesor, formado por técnicos del Banco
Interamericano de Desarrollo, la
Alianza para el Progreso y la banca extranjera acreedora,
cuyos consejos orientan a la minería nacionalizada de Bolivia, de tal manera
que, a esta altura, la COMIBOL , convertida
en un Estado dentro del Estado, constituye una propaganda viva contra la
nacionalización de cualquier cosa. El poder de la vieja rosca
oligárquica ha sido sustituido por el poder de los numerosísimos miembros de
nueva «nueva clase» que ha dedicado sus
mejores esfuerzos a sabotear por dentro a la
minería estatal. Los ingenieros no sólo torpedearon todos los proyectos
y planes destinados a la creación de una fundición nacional, sino que, además
han contribuido a que las minas del Estado quedaran encerradas en los límites
de los viejos yacimientos de Patiño, Aramayo y Hochschild, en acelerado proceso
de agotamiento de reservas. Entre fines de 1964 y abril de 1969, el general
Barrientos rompió la barrera del sonido en la entrega de recursos del subsuelo
boliviano, al capital imperialista, con la complicidad abierta de los técnicos
y los gerentes. Sergio Almaraz ha contado en uno de sus libros..., la historia
de la concesión de los desmontes de estaño a la International Mining
Processing Co. Con un capital declarado de apenas cinco mil dólares, la empresa
de tan pomposo nombre obtuvo un contrato que le permitirá ganar más de novecientos
millones.
Dientes de hierro sobre Brasil
Los Estados Unidos pagan más barato el hierro que reciben de Brasil o
Venezuela que el hierro que extraen de su propio subsuelo. Pero ésta no es la
clave de la desesperación norteamericana por apoderarse de los yacimientos de
hierro en el exterior: la captura o el control de las minas fuera de fronteras
constityuye, más que un negocio, un imperativo de la seguridad nacional.
El subsuelo norteamericano se está quedando, como hemos visto, exhausto.
Sin hierro no se puede hacer acero y el ochenta por ciento de la producción
industrial de los Estados Unidos contiene, de una u otra forma, acero. Cuando
en 1969 se redujeron los abastecimientos de Canadá, ello se reflejó de
inmediato en un aumento de las importaciones de hierro desde América Latina.
El cerro Bolívar, en Venezuela, es tan rico que la tierra que le arranca
de US Steel Co., se descarga directamente en las bodegas, y ya exhibe en sus
flancos, a la vista, las hondas heridas que le van infligiendo los bulldozers:
la empresa estima que contiene cerca de ocho mil millones de dólares en hierro.
En sólo un año, 1960, la
US Steel y la Bethlehem Steel repartieron utilidades por más de
treinta por ciento de sus capitales invertidos en el hierro de Venezuela, y el
volumen de estas ganancias distribuidas resultó igual a la suma de todos los
impuestos pagados al estado venezolano en los diez años transcurridos desde
1950.
Como ambas empresas venden el hierro con destino a sus propias plantas
siderúrgicas de los Estados Unidos no tienen el menor interés por defender los
precios; al contrario, les conviene que la materia prima resulte lo más barata
posible.
La cotización internacional del hierro, que había caído en línea
vertical entre 1958 y 1964, se estabilizó relativamente en los años posteriores
y permanece estancada; mientras tanto, el precio del acero no ha cesado de
subir. El acero se produce en los centros ricos del mundo, y del hierro en
los suburbios pobres; el acero paga salarios de «aristocracia obrera» y el
hierro, jornales de mera subsistencia.
Gracias a la información que recogió y divulgó, allá por 1910, un
Congreso Internacional de Geología reunido en Estocolmo, los hombres de
negocios de los de los Estados Unidos pudieron por primera vez evaluar las
dimensiones de los tesoros escondidos bajo el suelo de una serie de países, uno
de los cuales, quizás el más tentador era Brasil, el agregado mineral, que de
entrada tuvo por lo menos tanto trabajo como el agregado mineral o el
cultural: tanto que rápidamente fueron designados dos agregados minerales en
lugar de uno. Poco después la Bethlehem Steel recibía del gobierno de Dutra los
espléndidos yacimientos de manganeso de Amapá. En 1952, el acuerdo militar
firmado con los Estados Unidos prohibió a Brasil vender las materias primas de
valor energético – como el hierro- a los
países socialistas. Ésta fue una de las causas de la trágica caída del
presidente Getulio Vargas, que desobedeció una indicación, esta imposición
vendiendo hierro a Polonia y Checoslovaquia, en 1953 y 1954, a precios más
altos que los que pagaban los Estados Unidos. En 1957, la Hanna Mining Co.
compró, por seis millones de dólares, la mayoría de las acciones británicas, la Saint John Mining Co.,
que se dedicaba a la explotación del oro de Minas Gerais desde los lejanos
tiempos del Imperio. La
Saint John Co., operaba en el valle de Paraopeba, donde yace
la mayor concentración de hierro del mundo entero, evaluada en doscientos mil
millones de dólares. La empresa inglesa no estaba legalmente habilitada para
explotar esta riqueza fabulosa, ni lo estaría la Hanna , de acuerdo con claras
disposiciones constitucionales y legales que Duarte Pereira enumera en su obra
sobre el tema. Pero éste había sido, según se supo luego, el negocio del siglo.
George Humphrey, director presidente de la Hanna , era por entonces
miembro prominente del gobierno de los Estados Unidos, como secretario del
Tesoro y como director del Eximbank, el banco oficial para la financiación de
las operaciones de comercio exterior. la Saint John había solicitado un empréstito del
Eximbank: no tuvo suerte hasta que la
Hanna se apoderó de la empresa. Se desencadenaron, a partir
de entonces, las más furiosas presiones sobre los sucesivos gobiernos de
Brasil. Los directores, abogados o asesores de la Hanna –Lucas Lopes, José
Luis Bulhoes Pedreira, Roberto campos, Mario da Silva Pinto, Otávio Gouveia de
Bulhoes- eran también miembros, al más alto nivel, del gobierno de Brasil, y
continuaron ocupando cargos de ministros, embajadores o directores de servicios
en los ciclos siguientes. La
Hanna no había elegido mal a su estado mayor. El bombardeo se
hizo cada vez mayor. El bombardeo se hizo cada vez más intenso, para que se
reconociera a la Hanna el derecho de explotar el hierro que pertenecía,
en rigor, la Estado. El
21 de agosto de 1961 el presidente Janio Quadros firmó una resolución que
anulaba las ilegales autorizaciones extendidas a favor de la Hanna y restituía los
yacimientos de hierro de Minas Gerais a la reserva nacional.
Cuatro días después los ministros militares obligaron a Quadros a
renunciar: «Fuerzas terribles se levantaron contra mí...», decía el texto de la
renuncia.
El levantamiento popular que encabezó Leonel Brizola en Porto Alegre
frustró el golpe de los militares y colocó en el poder al vicepresidente de
Quadros, Joao Goulart. Cuando en julio de 1962 un ministro quiso poner en
práctica el decreto fatal contra la
Hanna – que había sido mutilado en el Diario Oficial- , el
embajador de los Estados Unidos, Lincoln Gordon, envió a Goulart un telegrama
protestando con viva indignación por el atentado que el gobierno intentaba
cometer contra los intereses de una empresa norteamericana. El poder judicial
ratificó la validez de la resolución de Quadros, pero Goulart vacilaba. Mientras
tanto, Brasil daba los primeros pasos para establecer un entrepuerto de
minerales en el Adriático, con el fin de abastecer de hierro a varios países
europeos, socialistas y capitalistas: la venta directa del hierro implicaba un
desafío insoportable para las grandes empresas que manejan los precios en
escala mundial. El entremuerto nunca se hizo realidad, pero otras medidas
nacionalistas – como el dique opuesto al drenaje de las ganancias de las
empresas extranjeras- se pusieron en práctica y proporcionaron detonantes a la
explosiva situación política. La espada de Damocles de la resolución de Quadros
permanecía en suspenso sobre la cabeza de la Hanna. Por fin el golpe
de estado estalló, el último día de marzo de 1964, en Minas Gerais, que
casualmente era el escenario de los yacimientos de hierro en disputa. «Para la Hanna –escribió la revista Fortune-,
la revuelta que derribó a Goulart en la primavera pasada llegó como uno de esos
rescates de último minuto por le Primero de Caballería».
Hombres de la Hanna
pasaron a ocupar la vice presidencia de Brasil y tres de los ministerios. El
mismo día de la insurrección militar, el Washington Star había publicado un
editorial por lo menos profético: «He aquí una situación – había anunciado- en
la cual un buen golpe de los líderes militares conservadores, bien puede servir
a los mejores interses de todas las Américas».
Todavía no había renunciado Goulart, ni había abandonado Brasil, cuando
Lindón Jonson no pudo contenerse y envió su célebre telegrama de buenos augurios
al presidente de Congreso brasileño, que había asumido provisionalmente la
presidencia del país: «El pueblo norteamericano observó con ansiedad las
dificultades políticas y económicas por las cuales ha estado atravesando una
gran nación, y ha admirado la resuelta voluntad de la comunidad brasileña para
solucionar esas dificultades dentro de un marco de democracia constitucional y
sin lucha civil». Poco más de un mes había transcurrido, cuando el embajador
Lincoln Gordon, que recorría, eufórico, los cuarteles, pronunció un discurso en
la Escuela Superior
de Guerra, afirmando que el triunfo de la conspiración de Castelo Branco
«podría ser incluido junto a la propuesta del Plan Marshall, el bloqueo de
Berlín, la derrota de la agresión comunista en Corea y la solución de la crisis
de los cohetes en Cuba, como uno de los más importantes momentos de cambio en
la historia mundial de mediados del siglo veinte». Uno de los miembros
militares de la embajada de los Estados Unidos había ofrecido ayuda material a los
conspiradores poco antes de que estallara el golpe, y el propio Gordon les
había sugerido que los Estados Unidos reconocerían a un gobierno autónomo si
era capaz de sostenerse dos días en San Pablo. No vale la pena abundar en
testimonios sobre la importancia que tuvo, en el desarrollo y desenlace de los
acontecimientos, la ayuda económica de los Estados Unidos, de la cual, por lo
demás, nos ocuparemos más adelante, o la asistencia norteamericana en el plano
militar o sindical[10].
Después de que se cansaron de arrojar a la hoguera o al fondo de la
bahía de Guanabara los libros de autores rusos tales como Dotoievsky, Tolstoi o
Gorky, y tras haber condenado al exilio, la prisión o la fosa a una innumerable
cantidad de brasileños, la flamante dictadura de Castelo Branco puso manos a la
obra: entregó el hierro y todo lo demás. La Hanna recibió su decreto de 24 de diciembre de
1964. Este regalo de navidad no sólo otorgaba todas las seguridades para
explotar en paz los yacimientos de Paraopeba, sino que además respaldaba los
planes de la empresa para ampliar un puerto propio a sesenta millas de Río de
Janeiro, y para construir un ferrocarril destinado al transporte del hierro.
En octubre de 1965 la
Hanna formó un consorcio con la Bethlehem Steel
para explotar en común hierro concedido. Este tipo de alianzas, frecuentes en
Brasil, no pueden formalizarse en los Estados Unidos, porque allí las leyes las
prohíben. El incansable Lincoln Gordon había puesto fin a la tarea, ya todos
eran felices y el cuento había terminado, y pasó a presidir una universidad en
Baltimore. En abril de 1966 Johnson designó a su sustituto, John Tuthil, al
cabo de varios meses de vacilaciones, y explicó que se había demorado porque
para Brasil necesitaba un buen economista.
El petróleo, las maldiciones y las
hazañas.
El petróleo es, con el gas
natural, el principal combustible de cuantos ponen en marcha al mundo
contemporáneo, una materia prima de creciente importancia para la industria
química y el material estratégico primordial para las actividades militares.
Ningún otro imán atrae tanto como el «oro negro» a los capitales extranjeros,
ni existe otra fuente de tan fabulosas ganancias: el petróleo es la riqueza más
monopolizadora en todo el sistema capitalista. No hay empresarios que disfruten
del poder político que ejercen en escala universal, las grandes corporaciones
petroleras de la Standard
Oil y la Shell
levantan y destronan reyes y presidentes, financian conspiraciones palaciegas y
golpes de Estado, disponen de innumerables generales, ministros y James Bonds y
en todas las comarcas y en todos los idiomas deciden el curso de la guerra y de
la paz. La Standard Oil
Co. de Nueva Jersey es la mayor empresa industrial del mundo capitalista. Fuera
del aparato circulatorio interno del cartel, que además posee los oleoductos y
gran parte de la flota petrolera en los siete mares. Se manipulan los precios,
en escala mundial para reducir los impuestos a pagar y aumentar las ganancias a
cobrar: el petróleo crudo aumenta siempre menos que el refinado.
Con el petróleo ocurre, como ocurre
con el café o con la carne, que los países ricos ganan mucho más por tomarse el
trabajo de consumirlo, que los países pobres por producirlo. La diferncia es de
diez a uno: de los once dólares que cuestan los derivados de un barril de
petróleo; los países exportadores de la materia prima más importante de mundo
reciben apenas
un dólar, resultado de la suma de los impuestos y los costes de extracción,
mientras que los países de l área desarrollada, donde tienen su asiento las
casa matrices de las corporaciones petroleras, se quedan con diez dólares, resultado
de la suma de sus propios aranceles y sus impuestos, ocho veces mayores que los
impuestos de los países productores, y de los costos y las ganancias del
transporte, la refinación, el procesamiento y la distribución que las grandes
empresas monopolizan.
El petróleo que brota de los Estados Unidos disfruta
de un precio alto, y son relativamente altos los salarios de los obreros
petroleros norteamericanos, pero la cotización del petróleo de Venezuela y de
Medio Oriente ha ido cayendo, desde 1957, todo a lo largo de la década de los
años sesenta. Cada barril de petróleo venezolano, por ejemplo, valía, en
promedio, 2,65 dólares en 1957, y mientras escribo este capítulo, a fines de
1970, el precio es de 1,86 dólares.
El gobierno de Rafael Caldera anuncia que fijará
unilateralmente un precio mucho mayor, pero el nuevo precio no alcanzará de
todos modos, según las cifras que los comentaristas manejan y pese al escándalo
que se presiente, el nivel de 1957. Los Estados Unidos son, a la vez, los
principales productores y los principales importadores de petróleo en el mundo.
En la época en que la mayor parte del petróleo crudo que vendían las
corporaciones provenía del subsuelo norteamericano el precio se mantenía alto;
durante la segunda guerra mundial, los Estados Unidos se convirtieron en
importadores netos, y el cartel comenzó a aplicar una nueva política de
precios: la cotización se ha venido abajo sistemáticamente.
Curiosa inversión de las «leyes del
mercado» el precio del petróleo se derrumba, aunque no cesa de aumentar la demanda
mundial, a medida que se multiplican las fábricas, los automóviles y las
plantas generadoras de energía. Y otra paradoja: aunque el precio del
petróleo baja, sube en todas partes el precio de los combustibles que pagan los
consumidores. Hay una desproporción descomunal entre el precio del crudo y
el de los derivados. Toda esta cadena de absurdos es perfectamente racional; no
resulta necesario recurrir a las fuerzas sobrenaturales para encontrar una explicación. Porque el negocio del petróleo
en el mundo capitalista está, como hemos visto, en manos de un cartel
todopoderoso. El cartel nació en 1928, es un castillo del norte de Escocia
rodeado por la bruma, cuando la
Standard Oil de Nueva Jersey, la Shell y la Anglo – Iranian, hoy llamada
British Petroleum, se pusieron de acuerdo para dividirse el planeta. La Standard de Nueva York y
la de California, la Gulf
y la Texaco se
incorporaron posteriormente al núcleo dirigente del cartel. La Standard Oil , fundada
por Rockefeller en 1870, se había partido en treinta y cinco diferentes
empresas en 1911, por la aplicación de la ley Sherman contra los trust; la
hermana mayor de numerosas familias Standard es en nuestros días, la empresa de
Nueva Jersey. Sus ventas de petróleo sumadas a las ventas de la Standard de Nueva York y
de California, abarcan la mitad de las ventas totales del cartel en nuestros
días. Las empresas petroleras del grupo Rockefeller son de tal magnitud que
suman nada menos que la tercera parte del total de beneficios que las empresas
norteamericanas de todo tipo, en su conjunto, arrancan al mundo entero. La Jersey , típica corporación
multinacional, obtiene sus mayores ganancias fuera de fronteras; América Latina
le brinda más ganancias que los Estados Unidos y Canadá sumados: al sur del río
Bravo, su tasa de ganancias resulta cuatro veces más alta. Las filiales de
Venezuela produjeron, en 1957, más de la mitad de los beneficios recogidos por la Standard Oil de Nueva
Jersey en todas partes; en ese mismo año, las filiales venezolanas proporcionan
a la Shell la
mitad de sus ganancias en el mundo entero.
Estas
corporaciones multinacionales no pertenecen a las múltiples naciones donde
operan: son multinacionales, más simplemente, en la medida en que desde los
cuatro puntos cardinales arrastran grandes caudales de petróleo y dólares a los
centros de poder del sistema capitalista. No necesitan exportar capitales, por
cierto, para financiar la expansión de sus negocios; las ganancias usurpadas a
los países pobres no sólo derivan en línea recta a las pocas ciudades donde
habitan sus mayores cortadores de cupones, sino que además se revierten
parcialmente para robustecer y extender la red internacional de operaciones. La
estructura del cartel implica el dominio de numeroso países y la penetración en
sus numerosos gobiernos; el petróleo empapa presidentes y dictadores, y acentúa
las deformaciones estructurales de las sociedades que pone a su servicio, son
las empresas quienes deciden, con lápiz sobre el mapa del mundo, cuáles han de
ser zonas de explotación y cuáles las de reservas, y son ellas quienes fijan
los precios que han de cobrar los productores y pagar los consumidores. La
riqueza natural de Venezuela y otros países latinoamericanos con petróleo en el
subsuelo, objetos del asalto y del saqueo organizados, se ha convertido en el
principal instrumento de su servidumbre política y su degradación social. Ésta
es un larga historia de hazañas y de maldiciones, infamias y desafíos.
Cuba
proporcionaba, por vías complementarias, jugosas ganancias a la Standard Oil de Nueva
Jersey. La Jersey
compraba el petróleo crudo a la Cróele Petroleum , su filial en Venezuela, y lo
retiraba y lo distribuía en la isla, todo a los precios que mejor le convenían
para cada una de las etapas. En octubre de 1959, en plena efervescencia
revolucionaria, el Departamento de Estado elevó una nota oficial a La Habana en la que expresaba
su preocupación por el futuro de las inversiones norteamericanas en Cuba: ya
habían comenzaddo los bombardeos de los aviones «piratas» procedentes del
norte, y las relaciones estaban tensas. En enero de 1960, Eisenhower anunció la
reducción de la cuota cubana de azúcar, y en febrero Fidel Castro firmó un
acuerdo comercial con la
Unión Soviética para intercambiar azúcar por petróleo y otros
productos a precios buenos para Cuba. La Jersey , la Shell y la Texaco se negaron a refinar el petróleo
soviético: en julio el gobierno cubano las intervino y las nacionalizó sin
compensación alguna.
Encabezadas por la Standard Oil de Nueva
Jersey, las empresas comenzaron el bloqueo. Al boicot del personal calificado
se sumó el boicot de los fletes. El conflicto era una prueba de soberanía, y
Cuba salió airosa. Dejó de ser, al mismo tiempo, una estrella en la
constelación de la bandera de los Estados Unidos y una pieza en el engranaje
mundial de la Standarrd
Oil.
México había sufrido, veinte años antes, un embargo
internacional decretado por la
Standard Oil de Nueva Jersey y la Royal Duch Shell. Entre
1939 y 1942 el cartel dispuso el bloqueo de las exportaciones mexicanas de
petróleo y de los abastecimientos necesarios para sus pozos y refinerías. El
presidente Lázaro Cárdenas había nacionalizado las empresas, Nelson
Rockefeller, que en 1930 se había graduado de economista escribiendo una tesis
sobre las virtudes de su Standard Oil, viajó a México para negociar un acuerdo,
pero Cárdenas no dio marcha atrás. La Standard y la Shell , que se habían repartido el territorio
mexicano atribuyéndole la primera el norte y la segunda el sur, no sólo se
negaban a aceptar las resoluciones de la Suprema Corte en la
aplicación de las leyes laborales mexicanas, sino que además habían arrasado
los yacimientos de la famosa Faja de Oro a una velocidad vertiginosa, y
obligaban a los mexicanos a pagar, por su propio petróleo, precios más altos
que los que cobraban en Estados Unidos y en Europa por ese mismo petróleo[11]. En
pocos meses, la fiebre exportadora había agotado brutalmente muchos pozos que
hubieran podido seguir produciendo durante treinta o cuarenta años-. «Habían
quitado a México –escribe O’Connor- sus
depósitos más ricos, y sólo la habían dejado una colección de refinerías
anticuadas, campos exhaustos, los pobreríos de la ciudad de Tampico y recuerdos
amargos».
En menos de veinte años, la producción se había
reducido a una quinta parte. México se quedó con una industria decrépita,
orientada hacia la demanda extranjera, y con catorce mil obreros; los técnicos
se fueron, y hasta desaparecieron los medios de transporte, Cárdenas convirtió
la recuperación del petróleo en una gran causa nacional, y salvó la crisis a
fuerza de imaginación y de coraje. PEMEX, Petróleos Mexicanos, la empresa creada en 1938 para
hacerse cargo de toda producción y el mercado, es hoy la mayor empresa creada
en 1938 para hacerse cargo de toda la producción y el mercado, es hoy la mayor
empresa no extranjera de toda América Latina. A costa de las ganancias que PEMEX produjo, el gobierno mexicano pagó
abultadas indemnizaciones a las empresas, entre 1947 y 1962, pese a que, como
bien dice Jesús Silva Herzog, «México no es el deudor de esas compañías
piratas, sino su acreedor legítimo». En 1949, la Standard Oil
interpuso veto a un préstamo que los Estados Unidos iban a conceder a PEMEX, y muchos años después, ya cerradas
las heridas por obra de las generosas indemnizaciones, PEMEX vivió una experiencia semejante
ante el Banco Interamericano de Desarrollo.
Uruguay fue el país que creó la primera refinería
estatal en América Latina. La ANCAP , Administración
Nacional de combustibles, Alcohol y Pórtland, había nacido en 1931, y la
refinación y la venta de petróleo crudo figuraban entre una de sus fusiones
principales. Era la respuesta nacional a una larga historia de abusos del trust
en el Río de la
Plata. Paralelamente , el Estado contrató la compra de petróleo
barato en la Unión
Soviética. El cartel financió de inmediato una furiosa
campaña de desprestigio contra el ente industrial del Estado uruguayo y comenzó
su tarea de extorsión y amenaza. Se afirmaba que el Uruguay no encontraría
quien le vendiera las maquinarias y que se quedaría sin petróleo crudo, que el
Estado era un pésimo administrador, y que no podía hacerse cargo de tan
complicado negocio. El golpe palaciego de marzo de 1933 despedía cierto olor a
petróleo: la dictadura de Gabriel Terra anuló el derecho de la ANCAP
a monopolizar la importación de combustibles, y en enero de 1938 firmó los convenios
secretos con el cartel, ominosos acuerdos que fueron ignorados por el
público hasta un cuarto de siglo después y que todavía están en vigencia. De
acuerdo con sus términos, el país está obligado a comprar un cuarenta por
ciento del petróleo crudo sin licitación y donde lo indiquen la Standard Oil , la Shell , la Atlantic y la Texaco , a los precios que
el cartel fija. Además, el estado que conserva el monopolio de la refinación,
paga todos los gastos de las empresas, incluyendo la propaganda, los salariaos
privilegiados y los lujosos muebles de sus oficinas. Eso es progreso,
canta la televisión, y el bombardeo de los avisos no cuesta a la Standard Oil ni un
solo centavo. El abogado del Banco de la República tiene también a su cargo las relaciones
públicas de la Standard
Oil : el Estado le paga los dos sueldos.
Allá por 1939, la refinería de la ANCAP
levantaba, exitosa, sus torres llameantes: el ente había sido mutilado
gravemente a poco de nacer, como hemos visto, pero constituía todavía un
ejemplo de desafío victorioso ante las presiones del cartel. El Jefe del
Consejo Nacional del Petróleo de Brasil, general Horta Barbosa, viajó a
Montevideo y se entusiasmo con la experiencia: la refinería uruguaya había
pagado casi la totalidad de sus gastos de instalación durante el primer año de
trabajo. Gracias a los esfuerzos del general Barbosa, sumados al fervor de
otros militares nacionalistas, Petrobrás, la empresa estatal brasileña, pudo
iniciar sus operaciones en 1953 al grito de O petróleo é nosso!
Actualmente, Petrobrás fue mutilada. El cartel le ha arrebatado dos grandes
fuentes de ganancias: en primer lugar, la distribución de la gasolina, los
aceites, el querosene y los diversos fluidos, un estupendo negocio que la Esso , la Shell y la Atlantic manejan por
teléfono sin mayores dificultades y con tan buen resultado que éste es, después
de la industria automotriz, el rubro más fuerte de la inversión norteamericana
en Brasil; en segundo lugar, la industria petroquímica, generoso manantial de
beneficios, que ha sido desnacionalizada, hace pocos años, por la dictadura del
mariscal Castelo Branco. Recientemente, el cartel desencadenó una estrepitosa
campaña destinada a despojar a Petrobrás del monopolio de la refinación. Los
defensores de Petrobrás del monopolio recuerdan que la iniciativa privada, que tenía el campo libre, no se había ocupado
de petróleo brasileño antes de 1953, y procuran devolver a la frágil memoria
del público un episodio bien ilustrativo de la buena voluntad de los
monopolios. En noviembre de 1960, en efecto, Petrobrás encomendó a dos técnicos
brasileños que encabezaran una revisión general de los yacimientos
sedimentarios del país. Como resultado de sus informes, el pequeño estado
nordestino de Sergipe pasó a la
vanguardia en la producción de petróleo.
Poco antes, en agosto, el técnico norteamericano
Walter Link, que había sido el principal geólogo de la Standard Oil de Nueva
Jersey, había recibido del Estado brasileño medio millón de dólares por una
montaña de mapas y un extenso informe que tachaba de «inexpresiva» la espesura
sedimentaria de Sergipe: hasta entonces había sido considerada de grado B, y
Link la rebajó a grado C. Después se supo que era de grado A. Según O’Connor,
Link había trabajado todo el tiempo como un agente de la Standard , de antemano
resuelto a no encontrar petróleo para que Brasil continuara dependiendo de las
importaciones de la filial de Rockefeller en Venezuela.
También en Argentina las empresas extranjeras y sus
múltiples ecos nativos sostienen siempre que el subsuelo contiene escaso
petróleo, aunque la investigación de los técnicos de YPF, Yacimientos Petrolíferos Fiscales,
han indicado con toda certidumbre que en cerca de la mitad del territorio
nacional subyace el petróleo, y que también hay petróleo abundante en la vasta
plataforma submarina de la costa atlántica. Cada vez que se pone de moda hablar
de la pobreza del subsuelo argentino, el gobierno firma una nueva concesión en
beneficio de alguno de los miembros del cartel. La empresa estatal, YPF, ha sido víctima de un continuo y
sistemático sabotaje, desde sus orígenes hasta la fecha. La Argentina fue, hasta no
hace muchos años, uno de los últimos escenarios históricos de la pugna
interimperialista entre Inglaterra, en el desesperado ocaso, y los ascendentes
Estados Unidos. Los acuerdos de cartel no han impedido que la Shell y la Standard disputaran el
petróleo de este país por medios a veces violentos: hay una serie de elocuentes
coincidencias en los golpes de Estado que se han sucedido todo a lo largo de
los últimos cuarenta años. El Congreso argentino se disponía a votar la ley de
nacionalización del petróleo, el 6 de septiembre de 1930, cuando el caudillo
nacionalista Hipólito Irigoyen fue derribado de la presidencia del país por el
cuartelazo de José Félix Uriburu. El gobierno de Ramón Castillo cayó en junio
de 1943, cuando tenía a la firma un convenio que promovía la extracción del
petróleo por los capitales norteamericanos. En septiembre de 1955, Juan Domingo
Perón marchó al exilio cuando el Congreso estaba por aprobar una concesión a la California Oil Co.
Arturo Frondizi desencadenó varias y muy agudas crisis militares, en las tres
armas, al anunciar el llamado a licitación que ofrecía en extraer petróleo en
agosto de 1959 la licitación fue declarada desierta. Resucitó enseguida y en
octubre de 1960 quedó sin efecto. Frondizi realizó varias concesiones en
beneficio de las empresas norteamericanas del cartel, y los intereses
británicos –decisivos en la
Marina y en el sector «colorado» del ejército- no fueron
ajenos a su caída en marzo de 1962. Arturo Illia anuló las concesiones y fue
derribado en 1966; al año siguiente, Juan Carlos Onganía promulgó una ley de
Hidrocarburos que favorecía los intereses norteamericanos en la pugna interna.
El petróleo no ha provocado, solamente golpes de
Estado en América Latina. También desencadenó una guerra, la del Chaco (1932 –
35), entre los pueblos más pobres de América del Sur: «Guerra de los soldados
desnudos», llamó Zavaleta a la feroz matanza reciproca de Bolivia Y Paraguay.
El 30 de mayo de 1934 el senador de Lousiana, Huey Long, sacudió a los Estados
Unidos con un violento discurso en el que denunciaba que la Standard Oil de Nueva
Jersey había provocado el conflicto y que financiaba al ejército boliviano para
apoderarse, por su intermedio, del Chaco paraguayo, necesario para tender un
oleoducto desde Bolivia hacia el río y, además, presumiblemente rico en
petróleo: «Estos criminales han ido más allá y han alquilado sus asesinos»»
-afirmó[12]. Los
paraguayos marchaban al matadero, por su parte, empujados por la Shell a medida que avanzaban
hacia el norte, los soldados descubrían las perforaciones de la Standard en el escenario de la discordia. Era una
disputa entre dos empresas, enemigas y a la vez socias dentro del cartel, pero
no eran ellas quienes derramaban la sangre. Finalmente, Paraguay ganó la guerra
pero perdió la paz. Spruille Barden, notorio personero de la Standard Oil ,
presidió la comisión de negociaciones que preservó para Bolivia, y para
Rockefeller, varios miles de kilómetros cuadrados que los paraguayos
reivindicaban.
Muy cerca del último territorio de aquellas batallas
están los pozos de petróleo y los vastos yacimientos de gas natural que la Gulf Oil Co., la empresa
de la familia Mellon, perdió en Bolivia en octubre de 1969. «Ha concluido para
los bolivianos el tiempo del desprecio» -clamó el general Alfredo Ovando al
anunciar la nacionalización desde los balcones del Palacio Quemado.
Quince días antes, cuando todavía no había tomado el
poder, Ovando había jurado que
nacionalizaría la Gulf ,
ante un grupo de intelectuales nacionalistas; había redactado el decreto, lo
había firmado, lo había guardado, sin fecha, en un sobre. Y cinco meses antes,
en al Cañadón del Arque, el helicóptero del general René Barrientos había
chocado contra los cables de telégrafo y se había ido a pique. La imaginación
no hubiera sido capaz de inventar una muerte tan perfecta. El helicóptero era
un regalo personal de la Gulf
Oil Co.; el telégrafo pertenece, como se sabe, al Estado.
Junto con Barrientos ardieron dos valijas llenas de
dinero que él llevaba para repartir, billete por billete, entre los campesinos,
y algunas metralletas que no bien prendieron fuego comenzaron a regar una
lluvia de balas en torno del helicóptero incendiado, de tal modo que nadie pudo
acercarse a rescatar al dictador mientras se quemaba vivo.
Además de decretar la nacionalización, Ovando derogó
el Código del Petróleo, llamado Código Davenport en homenaje al abogado
que lo había redactado en inglés. Para la elaboración del Código, Bolivia había
obtenido, en 1956, un préstamo de los Estados Unidos; en cambio, el Eximbank,
la banca privada de Nueva York y el Banco Mundial habían respondido siempre con
la negativa a las solicitudes de crédito para el desarrollo de YPFB, la empresa petrolera del Estado.
El gobierno norteamericano hacía siempre suya la causa de las corporaciones
petroleras privadas[13]. En
función del código, la Gulf
recibió, entonces, por un plazo de cuarenta años, la concesión de los campos
más ricos en petróleo de todo el país. El código fijaba una ridícula
participación del Estado en las utilidades de las empresas: por muchos años,
apenas un once por ciento. El Estado se hacía socio en los gastos del
concesionario, pero no tenía ningún control sobre esos gastos, y se llegó a la
situación extrema en materia de
ofrendas: todos los riesgos eran para YPFB, y ninguno para la Gulf. En la Carta de
Intenciones firmada por la
Gulf a fines de 1966, durante la dictadura de Barrientos, se
estableció, en efecto, que en las operaciones conjuntas con YPFB la Gulf recobraría el total de sus capitales
invertidos en la explotación de un área, si no encontraba petróleo. Si el
petróleo aparecía, los gastos serían recuperados a través de la explotación
posterior, pero ya de entrada serían cargados al pasivo de la empresa estatal.
Y la Gulf
fijaría esos gastos según su paladar. En esa misma Carta de Intenciones, la Gulf se atribuyó también, con
toda tranquilidad, la propiedad de los yacimientos de gas, que no se le habían
concedido nunca. El subsuelo de Bolivia contiene mucho más gas que petróleo. El
general Barrientos hizo un gesto de distracción: resultó suficiente. Un simple
pase de manos para decidir el destino de la principal reserva de energía de
Bolivia. Pero la función no había terminado.
Un año antes de que el general Alfredo Ovando
expropiara la Gulf
en Bolivia, otro general nacionalista, Juan Velasco Alvarado, había estatizado
los yacimientos y la refinería de la International Petroleum
Co., filial de la
Standard Oil de Nueva Jersey, en Perú. Velasco había tomado
el poder a la cabeza de un ajunta militar, y en la cresta de la ola de un gran
escándalo político: el gobierno de Fernández Belaúnde Terry había perdido
la página final del convenio de Talara, suscrito entre el Estado y la IPC.
Esa página misteriosamente evaporada, la página once,
contenía la garantía del precio mínimo que la empresa norteamericana debía pagar
por el petróleo crudo nacional en su refinería. El escándalo no terminaba allí.
Al mismo tiempo, se había revelado que la subsidiaria de la Standard había estafado a
Perú en más de mil millones de dólares, a lo largo de medio siglo, a través de
los impuestos y las regalías que había eludido y de otras formas de fraude y la
corrupción. El director de la IPC se había
entrevistado con el presidente Belaúnde en sesenta ocasiones antes de llegar al
acuerdo que provocó el alzamiento militar; durante dos años, mientras las
negociaciones con la empresa avanzaban, se rompían y comenzaban de nuevo, el
Departamento de Estado había suspendido todo tipo de ayuda a Perú[14].
Virtualmente no quedó tiempo para reanudar la ayuda, porque la claudicación
selló la suerte del presidente acosado. Cuando la empresa de Rockefeller
presentó su protesta ante la corte judicial peruana, la gente arrojó moneditas
a los rostros de sus abogados.
América Latina es una caja de sorpresas; no se agota
nunca la capacidad de asombro de esta región torturada del mundo. En los Andes,
el nacionalismo militar ha resurgido con ímpetu, como un río subterráneo
largamente escondido. Los mismos generales que hoy están llevando adelante, en
un proceso contradictorio, una política de reforma y de afirmación patriótica,
habían aniquilado poco antes a los guerrilleros. Muchas de las banderas de los
caídos han sido recogidas, así, por sus propios vencedores. Los militares
pergeños habían regado con NAPALM algunas zonas guerrilleras, en 1965, y había sido la International Petroleum
Co., filial de la
Standard Oil de Nueva jersey, quien les había proporcionado
la gasolina y el know – how para que elaboran las bombas en la base
aérea de Las Palmas, cerca de Lima.
El lago de Maracaibo en el buche de los grandes buitres de
metal.
Aunque su participación en el mercado mundial se ha reducido a la mitad
en los años sesenta, Venezuela es todavía, en 1970, el mayor exportador de
petróleo. De Venezuela proviene casi la mitad de las ganancias que los
capitales norteamericanos sustraen a toda América Latina. Este es uno de los
países más ricos del planeta y, también, uno de los más pobres y uno de los más
violentos. Ostenta el ingreso, per cápita más alto de América
Latina y posee la red de carreteras más
completas y ultramodernas; en proporción a la cantidad de habitantes, ninguna
otra nación del mundo bebe tanto whisky escocés. Las reservas de petróleo, gas,
hierro que su subsuelo ofrece no la explotación inmediata podrían multiplicar
por diez la riqueza de cada uno de los venezolanos; en sus vastas tierras
vírgenes podría caber, entera, la población de Alemania o Inglaterra. Los
taladros han extraído, en medio siglo, un arenta petrolera tan fabulosa que
duplica los recursos del Plan Marshall para la reconstrucción de Europa; desde
que el primer pozo de petróleo reventó a torrentes, la población se ha
multiplicado por tres y el presupuesto nacional por cien, pero buena parte de
la población, que disputa las sobras de la
minoría dominante, no se alimenta mejor que en la época en que el país
dependía del cacao y del café. Caracas, la capital, creció siete veces en
treinta años; la ciudad patriarcal de frescos patios, plaza mayor y catedral
silenciosa se ha erizado de rascacielos en la misma medida en que han brotado
las torres de petróleo en el lago de Maracaibo.
Ahora, es una pesadilla de aire acondicionado, supersónica y
estrepitosa, un centro de la cultura del petróleo que prefiere el consumo a la
creación y que multiplica las necesidades ratificables para ocultar las reales.
Caracas ama los productos sintéticos y los alimentos enlatados; no camina
nunca, sólo se moviliza en automóvil, y ha envenado con los gases de los motores el limpio aire del valle; a Caracas
le cuesta dormir, porque no puede apagar la ansiedad de ganar y comprar,
consumir y gastar, apoderarse de todo. En las laderas de los cerros, más de
medio millón de olvidados contempla, desde sus chozas armadas de basura, el
derroche ajeno, relampaguean los millares y millares de automóviles último
modelo por las avenidas de la dorada capital. En vísperas de las fiestas, los
barcos llegan al puerto de La
Guaira atiborrados de champaña francesa, whisky de Escocia y
bosques de pinos de Navidad que vienen de Canadá, mientras la mitad de los
niños y los jóvenes de Venezuela quedan todavía, en 1970, según los censos,
fuera de las aulas de enseñanza.
Tres millones y medio de barriles de petróleo produce
Venezuela cada día para poner en movimiento la maquinaria industrial del mundo
capitalista, pero las diversas filiales de la Standard Oil , la Shell , la Gulf y la Texaco no explotan las
cuatro quintas partes de sus concesiones, que siguen siendo reservas invictas,
y más de la mitad del valor de las exportaciones no vuelve nunca al país. Los
folletos de propaganda de la Cróele
(Standard Oil) exaltan la filantropía de la corporación en Venezuela, en los
mismos términos en que proclama virtudes, a mediados del siglo XVIII, la Real Compañía
Guipuzcoana; las ganacias arrancadas a esta gran vaca lechera sólo resultan
comparables, en proporción al capital invertido, con las que en el pasado
obtenían los mercaderes de esclavos o los corsarios. Ningún país ha producido
tanto al capitalismo mundial en tan poco tiempo. Venezuela ha drenado una
riqueza que, según Rangle, excede a la que los españoles usurparon a Potosí o
los ingleses a la India. La
primera Convención Nacional de Economistas reveló que las ganancias reales de
las empresas petroleras en Venezuela habían ascendido, en 1961, al 38 por
ciento, y en 1962 al 48 por ciento, aunque las tasas de beneficio que las
empresas denunciaban en sus balances eran del 15 y el 17 por ciento
respectivamente. La diferencia corre por cuenta de la magia de la contabilidad
y las transferencias ocultas. En la complicada relojería del negocio petrolero,
por lo demás, con sus múltiples y simultáneos sistemas de preciso, resulta muy
difícil estimar el volumen de las ganancias que se ocultan detrás de la baja
artificial de la cotización del petróleo crudo, que desde el pozo a la bomba de
gasolina circula siempre por las mismas venas, y detrás del alza artificial de
los gastos de producción y muy inflados costos de propaganda. Lo cierto es que,
según las cifras oficiales, en la última década Venezuela no ha registrado el
ingreso de nuevas inversiones del exterior, sino, por el contrario, una
sistemática desinversión. Venezuela sufre la sangría de más de setecientos
millones de dólares anuales, convictos y confesos como «rentas de capital
extranjero». Las únicas inversiones nuevas provienen de las utilidades que el
propio país proporciona. Mientras tanto, los costos de extracción del petróleo
van bajando en línea vertical, porque cada vez las empresas ocupan menos mano
de obra. Sólo entre 1959 y 1962 se redujo en más de diez mil la cantidad de
obreros: quedaron poco más de treinta mil en actividad y a fines de 1970 se
redujo más ya que el petróleo ocupa nada más que veintitrés mil
trabajadores. La producción, en cambio, ha crecido mucho en esta última década.
Como consecuencia de la desocupación creciente, se agudizó la crisis de
los campesinos petroleros del lago de Maracaibo. El lago, es un bloque de
torres. Dentro de los armazones de hierro cruzados, el impecable cabeceo de los
balancines genera, desde hace medio siglo, toda la opulencia y toda la miseria
de Venezuela. Junto a los balancines arden los mechurrios, quemando impunemente
el gas natural que el país se da el lujo de regalar a la atmósfera. Se
encuentran balancines hasta en los fondos de las casas y en las esquinas de las
calles de las ciudades que brotaron a chorros, como el petróleo, en las costas
del lago: allí el petróleo tiñe de negro las calles y las ropas, los alimentos
y las paredes, y hasta las profesiones del amor llevan apodos petroleros, tales
como «La Tubería ”»
o «La Cuatro Válvulas »,
«La Cabria » o
«La Remolcadora ».
Los precios de la vestimenta y la comida son, aquí, más altos que en Caracas.
Estas aldeas modernas, tristes nacimientos pero a la vez aceleradas por la
alegría del dinero fácil, han descubierto ya que no tienen destino. Cuando se
mueren los pozos, la supervivencia se convierte en materia de milagro: quedan
los esqueletos de las casas, las aguas aceitosas de veneno matando peces y
lamiendo las zonas abandonadas. La desgracia acomete también a las ciudades que
viven de la explotación de los pozos en actividad, por los despidos en masa y
la mecanización creciente.
«Por aquí el petróleo nos pasó por encima», decía un poblador de
Lagunillas en 1966. Cabinas, que durante medio siglo fue la mayor fuente de
petróleo de Venezuela, y que tanta prosperidad ha regalado a Caracas y al
mundo, no tiene no siquiera cloacas. Cuenta apenas con un par de avenidas
asfaltadas.
La euforia se había desatado largos años atrás. Hacia 1917, el petróleo
coexistía ya, en Venezuela, con los latifundios tradicionales, los inmensos
campos despoblados y de tierras ociosas donde los hacendados vigilaban el
rendimiento de su fuerza de trabajo azotando a los peones o enterrándolos vivos
hasta la cintura. A fines de 1922, reventó el pozo de La Rosa que chorreaba cien mil
barriles por día, y desató la borrasca petrolera. Brotaron los taladros y las
cabrias en el lago de Maracaibo, súbitamente invadido por los aparatos extraños
y los hombres con casco de corcho; los campesinos afluían y se instalaban sobre
los suelos hirvientes, entre tablones y latas de aceite, para ofrecer sus
brazos al petróleo. Los asientos de Oklahoma y Texas resonaban por primera vez
en los llanos y en la selva, hasta en las más escondidas comarcas. Setenta y
tres empresas surgieron en un santiamén. El rey del carnaval de las concesiones
era el dictador Juan Vicente Gómez, un ganadero de los Andes que ocupó sus
veintisiete años de gobierno (1908 – 35) haciendo hijos y negocios. Mientras
los torrentes negros nacían a borbotones. Gómez extraía acciones petroleras de
sus bolsillos repletos, y con ellas recompensaba a sus amigos, a sus parientes
y a sus cortesanos, al médico que le custodiaba la próstata y a los generales
que le custodiaban las espaldas, a los poetas que cantaban a su gloria y al
arzobispo que le otorgaba permisos especiales para comer carne los viernes
santos. Las grandes potencias cubrían el pecho de Gómez con lustrosas
condecoraciones: era preciso alimentar a los automóviles que invadían los
caminos del mundo. Los favoritos del dictador vendían las concesiones a la Shell o a la Standard Oil o a la Gulf ; el tráfico de
influencias y de sobornos desató la especulación y el hambre de subsuelos. Las
comunidades indígenas fueron despojadas de sus tierras y muchas familias de
agricultores perdieron, por las buenas o por las malas, sus propiedades. La ley
petrolera de 1922 fue redactada por los representantes de tres firmas de los
Estados Unidos. Los campos de petróleo estaban cercados y tenían policía
propia. Se prohibía la entrada a quienes no portaran la ficha de
enrolamiento de las empresas; estaba
vedado hasta el tránsito por las carreteras que conducían el petróleo a los
puertos. Cuando Gómez murió, en 1935, los obreros petroleros cortaron las
alambradas de púas que rodeaban los campamentos y se declararon en huelga.
En 1948, con la caída del gobierno de Rómulo Gallegos, se cerró el ciclo
reformista inaugurado tres años antes, y los militares victoriosos rápidamente
redujeron la participación del estado sobre el petróleo extraído por las
filiales del cartel. La rebaja de impuestos se tradujo, en 1954, en más de
trescientos puestos se tradujo, en 1954, en más de trescientos millones de
dólares de beneficios adicionales para la Standard Oil. En
1953, un hombre de negocios de los Estados Unidos había declarado en Caracas:
«Aquí, usted tiene la libertad de hacer con su dinero lo que le plazca; para
mí, esa libertad vale más que toda las libertades políticas y civiles juntas».
Cuando el dictador Marcos de Pérez Jiménez fue derribado en 1958,
cárceles y cámaras de torturas, que importaba todo desde los Estados Unidos:
los automóviles y las heladeras, la leche condensada, los huevos, las lechugas,
las leyes y los decretos. La mayor de las empresas de Rockefeller, la Cróele , había declarado en
1957 utilidades que llegaban casi a la mitad de sus inversiones totales. La
junta revolucionaria de gobierno elevó el impuesto a la renta de las empresas
mayores, de un 25 a un 45 por ciento. En represalia, el cartel dispuso la
inmediata caída del precio del petróleo venezolano y fue entonces cuando
comenzó a despedir en masa a los obreros.
Tan abajo se vino el precio, que a pesar del aumento de los impuestos y
del mayor volumen de petróleo exportado; en 1958 el Estado recaudó sesenta
millones de dólares menos que en el año anterior.
Los gobiernos siguientes no nacionalizaron la industria petrolera, pero
tampoco han otorgado, hasta 1970, nuevas concesiones a las empresas extranjeras
para la extracción de oro negro. Mientras tanto, el Cercano Oriente y Canadá:
en Venezuela ha cesado virtualmente la prospección de nuevos pozos y la
exportación está paralizada. La política de negar nuevas concesiones perdió
sentido en la medida en que la Corporación Venezolana
del petróleo, el organismo estatal, no asumió la responsabilidad vacante.
Mientras tanto, el fuerte impulso industrializador había cobrado cuerpo
y fuerza desde hacía dos décadas muestra ya visibles síntomas de agotamiento, y
vive una impotencia muy conocida en América Latina: el mercado interno,
limitado por la pobreza de las mayorías, no es capaz de sustentar el desarrollo
manufacturero más allá de ciertos límites. La reforma agraria, por otra parte,
inaugurada por el gobierno de Acción Democrática, se ha quedado a menos de la
mitad del camino que se proponía, en las promesas de sus creadores, recorrer,
Venezuela compra al extranjero, y sobre todo a Estados Unidos, buena parte de
los alimentos que consume. El plato nacional, por ejemplo, que es el frijol
negro, llega en grandes cantidades desde el norte, en bolsas que lucen la
palabra «beans».
Salvador Garmendia, el novelista que reinventó el infierno prefabricado
de toda esta cultura de conquista, la cultura del petróleo, me escribía en una
carta, a mediados del 69: «¿Has visto un balancín, el aparato que extrae el
petróleo crudo? Tiene la forma de un gran pájaro negro cuya cabeza puntiaguda
sube y baja pesadamente, día y noche, sin detenerse un segundo: es el único
buitre que no come mierda. ¿Qué pasará cuando oigamos el ruido característico
del sorbedor al acabarse el líquido? La obertura grotesca ya empieza a
escucharse en el lago Maracaibo, donde de la noche a la mañana brotaron pueblos
fabulosos con cinematógrafos, supermercados, dancings, hervideros de
putas y garitos, donde el dinero no tenía valor. Hace poco hice un recorrido
por ahí y sentí una garra en el estómago. El olor a muerto y a chatarra es más
fuerte que el del aceite. Los pueblos están semidesiertos, carcomidos, todos
ulcerados por la ruina, las calles enlodadas, las tiendas en escombros. Un
antiguo buzo de las empresas se sumerge a diario, armado de una ceguera, para
cortar trozos de tuberías abandonadas y venderlas como hierro viejo. La gente
empieza a hablar de las compañías como quien evoca una fábula dorada. Se vive
de un pasado mítico y funambulesco de fortunas derrochadas en un golpe de dados
y borracheras de siete días. Entre tanto, los balancines siguen cabeceando y la
lluvia de dólares cae en Miraflores, el palacio de gobierno, para transformarse
en autopista y demás monstruos de cemento armado. Un setenta por ciento del
país vive marginado de todo. En las ciudades prospera una atolondrada clase
media con altos sueldos, que se atiborra de objetos inservibles, vive aturdida
por la publicidad y profesa la imbecilidad y el mal gusto en forma estridente.
Hace poco el gobierno anunció con gran estruendo que había exterminado el
analfabetismo. Resultado: en la pasada fiesta electoral, el censo de inscritos
arrojó un millón de analfabetos entre los dieciocho y los cincuenta años de
edad».
[1] El
gobierno de México advirtió a tiempo, en cambio, que el país, uno de los
principales exportadores mundiales de azufre, se estaba vaciando. La Texas Gulf Sulphur Co.
y la Pan American
Sulfur habían asegurado que las reservas con que todavía contaban sus
concesiones eran seis veces más abundantes de lo que eran en realidad, y el
gobierno resolvió, en 1965, limitar las ventas al exterior.
[2] Arthur
Davis, presidente de la
Aluminium Co. durante largo tiempo, murió en 1962 y dejó
trescientos millones de dólares en herencia a las fundaciones de caridad, con
la expresa condición de que no gastaran los fondos fuera del territorio de los
Estados Unidos. Ni siquiera por esta vía pudo Guyana rescatar aunque fuera una
parte de la riqueza que la empresa le ha arrebatado. (Philip Reno, Aluminium
Profits and Caribbean People, en Monthly Review, Nueva York, octubre
de 1963, y del mismo autor, El drama de la Guayana Británica.
Un pueblo desde la esclavitud a la lucha por el socialismo, en Monthly
Review, selecciones en castellano, Buenos Aires, enero-febrero de 1965).
[3] Ernst Samhaber,
Sudamérica, biografía de un continente, Buenos Aires, 1946. Las aves
guaneras son las más valiosas del mundo, escribía Robert Cushman Murphy mucho
después del auge, “por su rendimiento en dólares por cada digestión”. Están por
encima, decía, del ruiseñor de Shakespeare que cantaba en el balcón de Julieta,
por encima de la paloma que voló sobre el arca de Noé y, desde luego, de la
triste golondrina de Bécquer.
[4] Perú
perdió la provincia salitrera de Tarapacá y algunas importantes guaneras, pero
conservó los yacimientyo de guano de la costa norte. El guano seguía siendo el
fertilizante principal de la agriculatura peruana, hasta que a apartir de 1960
el auge de la harina de pescado aniquiló a los alcatraces y a las gaviotas. Las
empresas pesqueras, en su mayoría norteamericanas, arrasaron rápidamente los
bancos de anchovetas cercanos a la costa, para alimentar con harina peruana a
los cerdos y aves de Estados Unidos y Europa, y los pájaros guaneros salían a
perseguir a los pescadores, cada vez más lejos, mar afuera. Sin resistencia
para el regreso, caían al mar. Otros no se iban, y así podían verse, en 1962 y
en 1963, las bandadas de alcatraces persiguiendo comida por la avenida
principal de Lima: cuando ya no podían levantar vuelo, los alcatraces quedaban
muertos en las calles.
[5] El
congreso encabezaba la oposición al presidente, y era notoria la debilidad que
muchos de sus miembros sentían por las libras esterlinas. El soborno de
chilenos era, según los ingleses, “una costumbre del país”. Así lo definió en
1897 Robert Harvey, el socio de North, durante el juicio que algunos pequeños
accionistas entablaron contra él y otros directores de The Nitrate Railways Co.
Explicando el desembolso de cien mil libras con fines de soborno, dijo Harvey:
“La administración pública en Chile, como Ud. sabe, es muy corrompida ... No
digo que sea necesario cohechar jueces, pero creo que muchos miembros del
Senado, escasos de recursos, sacaron algún beneficio de parte de ese dinero a
cambio de sus votos; y que sirvió para impedir que el gobierno se negara en
absoluto a oír protestas y reclamaciones ...” (Hernán Ramírez Necochea, Balmaceda
y la contrarrevolución de 1891, Santiago de Chile, 1969).
[6] Las mismas
empresas industrializaban el mineral chileno en sus fábricas lejanas. Anaconda
American Brass, Anaconda Wire and Cable y Kennecott Wire and Cable figuran
entre las principales fábricas de bronce y alambre del mundo entero. José
Cademartori. La economía chilena, Santiago de Chile, 1968.
[7] El New
York Times del 13 de agosto de 1969 lo definía en esos términos, al describir
en éxtasis las vacaciones del duque y la duquesa de Windsor en el castillo del
siglo XVI que Patiño posee en los alrededores de Lisboa. “Nos gusta dar a los
sirvientes algo de calma y de paz”, confesaba la señora, mientras explicaba a
Charlotte Curtis su programa del día.
Después, es el tiempo de las
vacaciones de montaña en Suiza; los fotógrafos y los periodistas se abalanzaban
sobre los condes y los artistas de moda en Saint Moritz. Una millonaria de cincuenta
años acaba de perder a su segundo marido, vicepresidente de la Ford , y sonríe ante los
falsees: anuncia su próximo matrimonio con un jovencito que la toma del brazo y
mira con ojos asustados. Al lado, otra pareja del gran mundo. Él es un hombre
de baja estatura y rasgos de indio; cejas espesas, ojos duros, nariz aplastada,
pómulos salientes. Antenor Patiño continúa pareciendo boliviano. En una
revista, Antenor aparece disfrazado de príncipe oriental, con turbante y todo,
entre varios príncipes auténticos que se han reunido en el palacio del barón
Alexis de Rédé: la princesa Margarita de Dinamarca, el príncipe Enrique, María
Pía de Saboya y su primo el príncipe Miguel de Borbón-Parma. El príncipe
Lobckowitz y otros trabajadores.
[8] Cuando el
general Alfredo Ovando anunció , en julio de 1966, que había llegado a un
acuerdo con la empresa alemana Klochner para instalar los hornos estatales,
dijo que tendrían un nuevo destino “esas pobres minas que solamente han
servido, hasta ahora, para abrir socavones en los pulmones de nuestros hermanos
mineros”. Esos hombres que dan su vida por el mineral, escribía Sergio Almaraz
(El poder y la caída. Es estaño en la historia de Bolivia, La Paz – Cochabamba, 1967), “no
lo poseen. Nunca lo poseyeron; ni antes ni después de 1952. Porque lo que
sucede es que el estaño nada vale en cuanto a aprovechamiento inmediato si no
es bajo el brillante aspecto de un lingote. El mineral, polvo pesado de terroso
aspecto, ciertamente n sirve para nada que no sea para volcarlo en la boca de
los hornos”.
Almaraz contó la historia de
un industrial, Mariano Peró, que libró una guerra solitaria, a lo largo de más
de treinta años, para que el estaño boliviano se refinara en Oruro y no en
Liverpool. En 1946, pocos días después de la caída del presidente nacionalista
Gualberto Villarroel, Peró entró en el Palacio Quemado. Iba a recoger dos
lingotes de estaño. Eran los primeros lingotes producidos en su fundición de
Oruro, y ya no tenía sentido que aquel par de símbolos, que encarnaban a la
nación, continuaran adornando el escritorio del presidente de la república.
Villarroel había sido ahorcado en un farol de la Plaza Murillo y el
poder de la rosca oligárquica era restaurado a partir de su caída.
Mariano Peró recogió los lingotes y se fue con ellos. Estaban manchados de
sangre seca.
[9] “Cuando me
siento, borracho estoy. Tres, cuatro, veo a la gente. No puedo comer solo. Una
huahua soy, pues. Un niño”. Saturnino Condori, viejo albañil del campamento
minero de Siglo XX, está tendido desde hace más de tres años en una cama del
hospital de Catavi. Es una de las víctimas de la matanza de la noche de san
Juan, en 1967. Ni siquiera había festejado nada. Por trabajar el sábado 24, le
habían ofrecido pagarle triple, así que decidió no sumergirse, a diferencia de
todos los demás, en el delirio de la chicha y la farra. Se acostó temprano. Esa
noche soñó con que un caballero le arrojaba espinas al cuerpo: “Espinas grandes
me ha empujado”. Se despertó varias veces, porque la lluvia de balas se
desencadenó sobre el campamento desde las cinco de la mañana. “Mi cuerpo se ha
deshecho, se ha descomponido, medio templación me ha agarrado, y yo asustado, y
yo asustado, así, he estado. Mi señora me ha dicho: anda, escápate. Pero yo
¿qué había hecho? A ninguna parte ne he salido. Amdate, andate, me ha dicho.
Tiroteos había de noche, qué será eso, que será, pap-pap-pap-pap-pap-pap. Y yo
mismo despertando y durmiendo así de a ratos, y ni asimismo me he escapado, mi
señora me ha dicho: pues andate, pues andate, escapa. Qué me van a hacer, le
digo, yo soy un albañil particular, que me van a ahecr”. Se despertó a eso de
las ocho de la mañana. Se irguió sobre la cama. La bala atravesó el sombrero de
su mujer y se le metió en el cuerpo y le reventó la columna vertebral.
[10] Véanse las
declaraciones ante el Comité de Asuntos Exteriores de la Cámara de Representantes de
los Estados Unidos, citadas por Harry Magdoff, op. cit., y el revelador
artículo de Eugene Methvin en Selecciones de Reader’s Digest en español,
de diciembre de 1966: según Methvin, gracias a los buenos ervicios del
Instituto Americano para el Desarrollo del Sindicalismo Libre, con sede en
Washington, los golpistas brasileños pudieron coordinar por cable sus
movimientos de tropa, y el nuevo régimen militar recompensó al IADSL designando
a cuatro de sus graduados “para que hicieran una limpieza en los sindicatos
dominados por los rojos ...”
[11] Harvey
O’Conner, La crisis mundial del petróleo, Buenos Aires, 1963. Este
fenómeno sigue siendo usual en varios países. En Colombia, por ejemplo, donde
el petróleo se exporta libremente y sin pagar impuesto, la refinería estatal
compra a las compañias extranjeras el petróleo colombiano con un recargo de 37
% sobre el precio internacional, y lo tiene que pagar en dólares.
[12] El senador
Long no ahorró ningún adjetivo a la Standard Oil : la llamó criminal, malhechora,
facinerosa, asesina doméstica, asesina extranjera, conspiradora internacional,
hato de salteadores y ladrones rapaces, conjunto de vándalos y ladrones. Reproducido
de la revista Guarania, Buenos Aires, noviembre de 1934.
[13] Los
ejemplos abundan en la historia, reciente o lejana. Irving Florman, embajador
de los Estados Unidos en Bolivia, informaba a Donald Dawson, de la Casa Blanca , el 28 de
diciembre de 1950: “Desde que he llegado aquí, he trabajado diligentemente en
el proyecto de abrir ampliamente la industria petrolera de Bolivia a la
penetración de la empresa privada norteamericana, y ayudar a nuestro programa
de defensa nacional en vasta escala”. Y también: “Sabía que a Ud. le interesaría
escuchar que la industria petrolera de Bolivia y esta tierra entera están ahora
bien abiertas a la libre iniciativa norteamericana. Bolivia es, por lo tanto,
el primer país del mundo que ha hecho una desnacionalización, o una
nacionalización a la inversa, y yo me siento orgulloso de haber sido capaz de
cumplir esta tarea para mi país y la administración”. La copia fotostática de
esta carta, extraída de la biblioteca de Harry Truman, fue reproducida por
ANCLA Newsletter, Nueva York, fenrero de 1969.
[14] Cuando el
escándalo estalló, la embajada de los Estados Unidos no guardó un prudente
silencio. Uno de sus funcionarios llegó a afirmar que no existía ningún
original del contrato de Talara.
Por Eduardo Galeano
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