Las plantaciones, los latifundios y el destino
La búsqueda del oro y de la plata fue, sin duda, el motor central de la
conquista. Pero en su segundo viaje, Cristóbal Colón trajo las primeras raíces
de caña de azúcar, desde las islas Canarias, y las plantó en las tierras que
hoy ocupa la República
Dominicana. Una vez sembradas, dieron rápidos retoños, para
gran regocijo del almirante. El azúcar, que se cultivaba en pequeña escala en
Sicilia y en las islas Madeira y Cabo verde y se compraba, a precios altos, en
Oriente, era un artículo tan codiciado por los europeos que hasta en los
ajuares de las reinas llegó a figurar como parte de la dote. Se vendía en las
farmacias, se lo pesaba por gramos. Durante poco menos de tres siglos a partir
del descubrimiento de América, no hubo, para el comercio de Europa, producto
agrícola más importante que el azúcar cultivado en estas tierras. Se alzaron
los cañaverales en el litoral húmedo y caliente del nordeste de Brasil y,
posteriormente, también las islas del caribe –Barbados, Jamaica, Haití y la Dominicana , Guadalupe,
Cuba, Puerto Rico- y Veracruz y la costa peruana resultaron sucesivos
escenarios propicios para la explotación, en gran escala, del «oro blanco».
Inmensas legiones de esclavos vinieron a África para proporcionar, al rey azúcar,
la fuerza del trabajo numerosa y gratuita que exigía: combustible humano para
quemar. Las tierras fueron devastadas por esta planta egoísta que invadió el
Nuevo Mundo arrasando los bosques, malgastando la fertilidad natural y
extinguiendo el humus acumulado por los suelos. El largo ciclo del azúcar dio
origen, en América Latina, a prosperidades tan mortales como las que
engendraron, en Potosí, Ouro Preto, Zacatecas y Guanajuato, los furores de la
plata y el oro; al mismo tiempo, impulsó con fuerza decisiva, directa e
indirectamente, el desarrollo industrial de Holanda, Francia, Inglaterra y
Estados Unidos.
La plantación, nacida de la demanda de azúcar en ultramar, era una
empresa movida por el afán de ganancia de su propietario y puesta al servicio
del mercado que Europa iba articulando internacionalmente. Por su estructura
interna, sin embargo, tomando en cuenta que se bastaba a sí misma en buena
medida, resultaban feudales algunos de sus rasgos predominantes. Utilizaba, por
otra parte, mano de obra esclava. Tres edades históricas distintas –mercantilismo,
feudalismo, esclavitud- se combinaban así en una sola unidad económica y
social, pero era el mercado internacional quien estaba en el centro de la
constelación del poder que el sistema de plantaciones integró desde temprano.
De la plantación colonial, subordinada a las necesidades
extranjeras y financiada, en muchos casos, desde el extranjero, proviene en línea
recta el latifundio de nuestros días. Este es uno de los cuellos de botella que
estrangulan el desarrollo económico de América Latina y uno de los factores
primordiales de la marginación y la pobreza de las masas latinoamericanas. El
latifundio actual, mecanizado en medida suficiente para multiplicar los
excedentes de mano de obra, dispone de abundantes reservas de brazos baratos.
Ya no depende la importación de esclavos africanos ni de la «encomienda» indígena.
Al latifundio le basta con el pago de jornales irrisorios, la retribución de
servicios en especies o el trabajo gratuito a cambio del usufructo de un
pedacito de tierra; se nutre de la proliferación de los minifundios, resultado
de su propia expansión, y de la continua migración interna de legiones de
trabajadores que se desplazan, empujados por el hambre, al ritmo de las zafras
sucesivas.
La estructura combinada de la plantación funcionaba, y así funciona
también el latifundio, como un colador armado para la evasión de las riquezas
naturales. Al integrarse al mercado mundial, cada área conoció un ciclo dinámico;
luego, por la competencia de otros productos sustitutivos, por el agotamiento
de la tierra o por la aparición de otras zonas con mejores condiciones,
sobrevino la decadencia. La cultura de la pobreza, la economía de subsistencia
y el letargo son los precios que cobra, con el transcurso de los años, el
impulso productivo original. El nordeste era la zona más rica de Brasil y hoy
es la más pobre; en Barbados y Haití habitan hormigueros humanos condenados a
la miseria; el azúcar se convirtió en la llave maestra del dominio de Cuba por
los Estados Unidos, al precio del monocultivo y del empobrecimiento implacable
del suelo. No solo el azúcar.
Esta es también la historia del cacao, que alumbró la fortuna de la
oligarquía de Caracas; del algodón de Maranhao, de súbito esplendor y súbita caída;
de las plantaciones de caucho en el Amazonas, convertidas en cementerios para
los obreros nordestinos reclutados a cambio de moneditas; de los arrasados
bosques de quebracho del norte argentino y del Paraguay; de las fincas de
henequén, en Yucatán, donde los indios yanquis fueron enviados al exterminio.
Es también la historia del café, que avanza abandonando desiertos a sus
espaldas, y de las plantaciones de frutas en Brasil, en Colombia, en Ecuador y
en los desdichados países centroamericanos. Con mejor o peor suerte, cada
producto se ha ido convirtiendo en un destino, muchas veces fugaz, para los países,
las regiones y los hombres. El mismo itinerario han seguido, por cierto, las
zonas productoras de riquezas minerales. Cuanto más codiciado por el mercado
mundial, mayor es la desgracia que un producto trae consigo al pueblo
latinoamericano que, con su sacrificio, lo crea. La zona menos castigada
por esta ley de acero, el río de la
Plata , que arrojaba cueros y luego carne y lana a las
corrientes del mercado internacional, no ha podido, sin embargo, escapar de la
jaula del subdesarrollo.
El asesinato de la tierra de Brasil
Las colonias españolas proporcionaban, en primer
lugar, metales. Muy temprano se habían descubierto, en ellas, los tesoros y las
vetas. El azúcar, relegada a un segundo plano, se cultivó en Santo Domingo,
luego en Veracruz, más tarde en la costa peruana y en Cuba. En cambio, hasta
mediados del siglo XVIII, Brasil fue el mayor productor mundial de azúcar.
Simultáneamente, la colonia portuguesa de América era el principal mercado de
esclavos; la mano de obra indígena, muy escasa, se extinguía rápidamente en los
trabajos forzados, y el azúcar exigía grandes contingentes de mano de obra para
limpiar y preparar los terrenos, plantar, cosechar y transportar la caña y, por
fin, molerla y purgarla. La sociedad colonial brasileña, subproducto del azúcar,
floreció en Bahía y Pernambuco, hasta que el descubrimiento del oro trasladó su
núcleo central a Minas Gerais.
Las tierras fueron cedidas por la corona portuguesa,
en usufructo, a los primeros grandes terratenientes de Brasil. La hazaña de la
conquista habría de correr pareja con la organización de la producción.
Solamente «doce capitanes» recibieron, por carta de donación, todo el inmenso
territorio colonial inexplorado, para explotarlo al servicio del monarca. Sin
embargo, fueron capitales holandeses los que financiaron, en mayor medida, el
negocio, que resultó, en resumidas cuentas, más flamenco que portugués. Las
empresas holandesas no solo participaron en la instalación de los ingenios y en
la importación de los esclavos; además, recogían el azúcar en bruto en Lisboa,
lo refinaban obteniendo utilidades que llegaban a la tercera parte del valor del
producto, y lo vendían en Europa.
En 1630 la Dutch West India Company invadió y conquistó la
costa nordeste de Brasil, para asumir directamente el control del producto. Era
preciso multiplicar las fuentes del azúcar, para multiplicar las ganancias, y la
empresa ofreció a los ingleses de la isla de Barbados todas las facilidades
para iniciar el cultivo en gran escala en las Antillas.
Trajo a Brasil colonos del caribe, para que allí, en
sus flamantes dominios, adquirieran los necesarios conocimientos técnicos y la
capacidad de organización. Cuando los holandeses fueron por fin expulsados del
nordeste brasileño, en 1654, ya habían echado las bases para que Barbados se
lanzara a una competencia furiosa y ruinosa.
Habían llevado negros y raíces de caña, habían
levantado ingenios y les habían proporcionado todos los implementos. Las
exportaciones brasileñas cayeron bruscamente a la mitad, y a la mitad bajaron
los precios del azúcar a fines del siglo XVII. Mientras tanto, en un par
de décadas, se multiplicó por diez la población negra de Barbados. Las Antillas
estaban más cerca del mercado europeo, Barbados proporcionaba tierras todavía
invictas y producía con mejor nivel técnico. Las tierras brasileñas se habían
cansado. La formidable magnitud de las rebeliones de los esclavos en Brasil y
la aparición del oro en el sur, que arrebataba mano de obra a las plantaciones,
precipitaron también la crisis del nordeste azucarero. Fue una crisis
definitiva. Se prolongó, arrastrándose penosamente de siglo en siglo, hasta nuestros
días.
El azúcar había arrasado el nordeste. La franja húmeda
del litoral, bien regada por las lluvias, tenía un suelo de gran fertilidad,
muy rico en humus y sales minerales, cubiertos por los bosques desde Bahía hasta Ceará. Esta región de bosques
tropicales se convirtió, como dice Josué de Castro, en una región de sabanas.
Naturalmente nacida para producir alimentos, pasó a ser una región de hambre.
Donde todo brotaba con vigor exuberante, el latifundio azucarero, destructivo y
avasallador, dejó rocas estériles, suelos lavados, tierras erosionadas. Se habían
hecho, al principio, plantaciones de naranjos y mangos, que «fueron abandonadas
a su suerte y se redujeron a pequeñas huertas que rodeaban la casa del dueño
del ingenio, exclusivamente reservadas a la familia del plantador blanco». Los
incendios que abrían tierras a los cañaverales devastaron la floresta y con
ella la fauna; desaparecieron los ciervos, los jabalíes, los tapires, los
conejos, las pacas y los tatúes. La alfombra vegetal, la flora y la fauna
fueron sacrificadas, en los altares del monocultivo, a la caña de azúcar. La
producción extensiva agotó rápidamente los suelos.
A fines del siglo XVI, había en Brasil no menos
de 120 ingenios, que sumaban un capital cercano a los dos millones de libras,
pero sus dueños, que poseían las mejores tierras, no cultivaban alimentos. Los
importaban, como importaban una vasta gama de artículos de lujo que llegaban,
desde ultramar, junto con los esclavos y las bolsas de sal. La abundancia y la
prosperidad eran, como de costumbre, simétricas a la miseria de la mayoría de la población, que vivía en estado crónico
de subnutrición. La ganadería fue relegada a los desiertos del interior, lejos
de la franja húmeda de la costa: el sertao que, con un par de reses por
kilómetro cuadrado, proporcionaba (y aún proporciona) la carne dura y sin
sabor, siempre escasa.
De aquellos tiempos coloniales nace la costumbre,
todavía vigente, de comer tierra. La
falta de hierro provoca anemia; el instinto empuja a los niños nordestinos a
compensar con tierra las sales minerales que no encuentran en su comida
habitual, que se reduce a la harina de mandioca, los frijoles y, con suerte, el
tasajo. Antiguamente, se castigaba este «vicio africano» de los niños poniéndoles
bozales o colgándolos dentro de las cestas de mimbre a la larga distancia del
suelo[1].
El nordeste de Brasil es, en la
actualidad, la región más subdesarrollada del hemisferio occidental[2]. Gigantesco campo de
concentración para treinta millones de personas, padece hoy la herencia del
monocultivo del azúcar. De sus tierras brotó el negocio más lucrativo de la
economía agrícola colonial en América Latina. En la
actualidad, menos de la quinta parte de la zona húmeda de Pernambuco está
dedicada al cultivo de la caña de azúcar, y el resto no se usa para nada: los
dueños de los grandes ingenios centrales, que son los mayores plantadores de caña,
se dan este lujo del desperdicio, manteniendo improductivos sus vastos
latifundios. No es en las zonas áridas y semiáridas del interior nordestino
donde la gente come peor, como equivocadamente se cree. El sertao,
desierto de piedra y arbustos ralos, vegetación escasa, padece hambre periódicas:
el sol rajante de la sequía se abate sobre la tierra y la reduce a un paisaje
lunar; obliga a los hombres al éxodo y siembra de cruces los bordes de los
caminos. Pero es en el litoral húmedo donde se padece hambre endémica. Allí
donde más opulenta es la opulencia, más miserable resulta, tierra de
contradicciones, la miseria: la región elegida por la naturaleza para producir
todos los alimentos, los niega todos: la franja costera todavía conocida, ironía
del vocabulario, como zona de mata, «zona del bosque», en homenaje al
pasado remoto y a los míseros vestigios de la forestación sobreviviente a los
siglos del azúcar. El latifundio azucarero, estructura del desperdicio, continúa
obligando a traer alimentos desde otras zonas, sobre todo de la región
centro-sur del país, a precios crecientes. El costo de la vida en Recife es el
más alto de Brasil, por encima del índice de Río de Janeiro. Los frijoles
cuestan más caros en el nordeste que en Ipanema, la lujosa playa de la bahía
carioca.
Medio kilo de harina de mandioca equivale al salario
diario de un trabajador adulto en una plantación de azúcar, por su jornada de
sol a sol: si el obrero protesta, el capataz manda a buscar al carpintero para
que le vaya tomando las medidas del cuerpo.
Para lo propietarios o sus administradores sigue en
vigencia, en vastas zonas, el «derecho a la primera noche» de cada muchacha. La
tercera parte de la población de Recife sobrevive marginada en las chozas de
los bajos fondos; en un barrio, Casa Amarela, más de la mitad de los niños que
nacen muere antes de llegar al año. La prostitución infantil, niñas de diez o
doce años vendidas por sus padres, es frecuente en las ciudades del nordeste.
La jornada de trabajo en algunas plantaciones se paga por debajo de los
jornales bajos de la India.
Un informe de la
FAO , organismo de las Naciones Unidas, aseguraba en 1957 que en la localidad de Vitoria, cerca de
Recife, la deficiencia de proteínas «provoca en los niños una pérdida de peso
de un 40 % más grave de lo que se observa generalmente en África». En numerosas
plantaciones subsisten todavía las prisiones privadas, «pero los responsables
de los asesinatos por subalimentación –dice René Dumont- no son encerrados en
ellas, porque son los que tienen las llaves». Pernambuco produce ahora
menos de la mitad del azúcar que produce el estado de San Pablo, y con
rendimientos menores por hectárea; sin embargo, Pernambuco vive del azúcar, y
de ella viven sus habitantes densamente concentrados en la zona húmeda,
mientras que el estado de San Pablo contiene el centro industrial más poderoso
de América Latina. En el nordeste ni siquiera el progreso resulta progresista,
porque hasta el progreso está en manos de pocos propietarios. El alimento de
las minorías se convierte en el hambre de las mayorías. A partir de 1870, la
industria azucarera se modernizó considerablemente con la creación de los
grandes molinos centrales, y entonces «la absorción de las tierras por los
latifundios progresó de modo alarmante, acentuando la miseria alimentaria de la
zona». En la década de 1950, la industrialización en auge incrementó el consumo
del azúcar en Brasil. La producción nordestina tuvo impulso, pero sin que
aumentaran los rendimientos por hectárea. Se incorporaron nuevas tierras, de
inferior calidad, a los cañaverales, y el azúcar nuevamente devoró las pocas áreas
dedicadas a la producción de alimentos. Convertido en asalariado, el campesino
que antes cultivaba su pequeña parcela no mejoró con la nueva situación, pues
no gana suficiente dinero para comprar los alimentos que antes producía. Como
de costumbre, la expansión expandió al hambre.
A paso de carga en las islas del
Caribe
Las Antillas eran las Sugar Islands, las islas
del azúcar: sucesivamente incorporadas al mercado mundial como productoras de
azúcar, al azúcar quedaron condenadas, hasta nuestros días, Barbados, las islas
de Sotavento, Trinidad Tobago, la
Guadalupe , Puerto Rico y Santo Domingo (la Dominicana y Haití).
Prisioneras del monocultivo de la caña en los latifundios de vastas tierras
exhaustas, las islas padecen la
desocupación y la pobreza: el azúcar se cultiva en gran escala y en gran escala
irradia sus maldiciones. También Cuba continúa dependiendo, en medida
determinante, de sus ventas de azúcar, pero a partir de la reforma agraria de
1959 se inició un intenso proceso de diversificación de la economía de la isla,
lo que ha puesto punto final al desempleo: ya los cubanos no trabajan apenas
cinco meses al año, durante las zafras, sino todo a lo largo de la
ininterrumpida y por cierto difícil construcción de una sociedad nueva.
«Pensaréis tal vez, señores –decía Karl Marx en
1848-, que la producción de café y azúcar es el destino natural de las Indias
Occidentales. Hace dos siglos, la naturaleza, que apenas tiene que ver con el
comercio, no había plantado allí ni el árbol del café ni la caña de azúcar». La
división internacional del trabajo no se fue estructurando por mano y gracia
del Espíritu Santo, sino por obra de los hombres, o, más precisamente, a causa
del desarrollo mundial del capitalismo.
En realidad, Barbados fue la primera isla del caribe
donde se cultivó el azúcar para la exportación en grandes cantidades, desde
1641, aunque con anterioridad los españoles habían plantado caña en la Dominicana y en Cuba.
Fueron los holandeses, como hemos visto, quienes introdujeron las plantaciones
en la minúscula isla británica; en 1666 ya había en Barbados ochocientas
plantaciones de azúcar y más de ochenta mil esclavos. Vertical y
horizontalmente ocupada por el latifundio naciente, Barbados no tuvo mejor
suerte que el nordeste de Brasil.
Antes, la isla disfrutaba el policultivo; producía,
en pequeñas propiedades algodón y tabaco, naranjas, vacas y cerdos. Los cañaverales
devoraron los cultivos agrícolas y devastaron los densos bosques, en nombre de
un apogeo que resultó efímero. Rápidamente, la isla descubrió que sus suelos se
habían agotado, que no tenía cómo alimentar a su población y que estaba
produciendo azúcar a precios fuera de competencia.
Ya el azúcar se había propagado a otras islas, hacia
el archipiélago de Sotavento, Jamaica y, en tierras continentales, las Guayanas.
A principios del siglo XVIII, los esclavos eran, en Jamaica, diez veces más
numerosos que los colonos blancos. También su suelo se cansó en poco tiempo. En
la segunda mitad del siglo, el mejor azúcar del mundo brotaba del suelo
esponjoso de las llanuras de la costa de Haití, una colonia francesa que por
entonces se llamaba Saint Domingue. Al norte y al oeste, Haití se convirtió en
un vertedero de esclavos: el azúcar exigía cada vez más brazos. En 1786,
llegaron a la colonia veintisiete mil esclavos, y al año siguiente cuarenta
mil. En el otoño de 1791 estalló la revolución. En un solo mes, septiembre,
doscientas plantaciones de caña fueron presa de las llamas; los incendios y los
combates se sucedieron sin tregua a medida que los esclavos insurrectos iban empujando
a los ejércitos franceses hacia el océano. Los barcos zarpaban cargando cada
vez más franceses y cada vez menos azúcar. La guerra derramó ríos de sangre y
devastó las plantaciones. Fue larga.
El país, en cenizas, quedó paralizado; a fines de siglo
la producción había caído verticalmente. «En noviembre de 1803 casi toda la
colonia, antiguamente floreciente, era un gran cementerio de cenizas y
escombros», dice Lepkowki. La revolución haitiana había coincidido, y no solo
en el tiempo, con la revolución francesa, y Haití sufrió también, en carne
propia, el bloqueo contra Francia de la coalición internacional. Inglaterra
dominaba los mares. Pero luego sufrió, a medida que su independencia se iba
haciendo inevitable, el bloque de Francia. Cediendo a la presión
francesa, el Congreso de los Estados Unidos prohibió el comercio con Haití en
1806.
«He aquí mi opinión sobre este país: hay que suprimir
a todos los negros de las montañas, hombres y mujeres, conservando solo a los
niños menores de doce años, exterminar la mitad de los negros de las llanuras y
no dejar en la colonia ni un solo mulato que lleve charreterras». El trópico se
vengó de Leclerc, pues murió «agarrado por el vómito negro» pese a los conjuros
mágicos de Paulina Bonaparte[3],
sin poder cumplir su plan, pero la indemnización en dinero resultó una piedra
aplastante sobre las espaldas de los haitianos independientes que habían
sobrevivido a los baños de sangre de las sucesivas expediciones militares
enviadas contra ellos. El país nació en ruinas y no se recuperó jamás: hoy es
el más pobre de América Latina.
La crisis de Haití provocó el auge azucarero de Cuba,
que rápidamente se convirtió en la primera proveedora del mundo. También la
producción cubana de café, otro artículo de intensa demanda en ultramar, recibió
su impulso de la caída de la producción haitiana, pero el azúcar le ganó la
carrera al monocultivo: en 1862 Cuba se verá obligada a importar café del
extranjero. Un miembro dilecto de la «sacarocracia» cubana llegó a escribir sobre «las fundadas
ventajas que se pueden sacar de la desgracia ajena». A la rebelión haitiana
sucedieron los precios más fabulosos de la historia del azúcar en el mercado
europeo, y en 1806 ya Cuba había duplicado, a la vez, los ingenios y la
productividad.
Castillos de azúcar sobre los
suelos quemados de Cuba
Los ingleses se habían apoderado fugazmente de La Habana en 1762. Por
entonces, las pequeñas plantaciones de tabaco y la ganadería eran las bases de
la economía rural de la isla; La
Habana , plaza fuerte militar, mostraba un considerable
desarrollo de las artesanías, contaba con una fundición importante, que
fabricaba cañones, y disponía del primer astillero de América Latina para
construir en gran escala buques mercantes y navíos de guerra. Once meses bastaron
a los ocupantes británicos para introducir una cantidad de esclavos que
normalmente hubiese entrado en quince años y desde esa época la economía cubana
fue modelada por las necesidades extranjeras del azúcar: los esclavos producirían
la codiciada mercancía con destino al mercado mundial, y su jugosa plusvalía
sería desde entonces disfrutada por la oligarquía local y los intereses
imperialistas.
Moreno Fraginals describe, con datos elocuentes, el
auge violento del azúcar en los años siguientes a la ocupación británica. El
monopolio comercial español había saltado, de hecho, en pedazos; habían quedado
deshechos además los frenos al ingreso de esclavos.El ingenio absorbía todo,
hombres y tierras.
Los obreros del astillero y la fundición y los
innumerables pequeños artesanos, cuyo aporte hubiera resultado fundamental para
el desarrollo de las industrias, se marchaban a los ingenios; los pequeños
campesinos que cultivaban tabaco en las vegas o frutas en las huertas, víctimas
del bestial arrasamiento de las tierras por los cañaverales, se incorporaban
también a la producción de azúcar. La plantación extensiva iba reduciendo la
fertilidad de los suelos; se multiplicaban en los campos cubanos las torres de
los ingenios y cada ingenio requería cada vez más tierras. El fuego devoraba
las vegas tabacales y los bosques y arrasaba las pasturas. En 1792, el tasajo,
que pocos años antes era un artículo cubano de exportación, llegaba ya en
grandes cantidades del extranjero, y Cuba continuaría importándolo en lo sucesivo[4].
Languidecían el astillero y la fundición, caía verticalmente la producción de
tabaco; la jornada de trabajo de los esclavos del azúcar se extendía a veinte horas. Sobre las tierras
humeantes se consolidaba el poder de la «sacarocracia». A fines del siglo XVIII, euforia
de la cotización internacional por las nubes, la especulación volaba: los
precios de la tierra se multiplicaban por veinte Güines; en La Habana el interés real del
dinero era ocho veces más alto que el legal; en toda Cuba la tarifa de los
bautismos, los entierros y las misas subía en proporción a la desatada carestía
de los negros y los bueyes.
Los cronistas de otros tiempos decían que podía
recorrerse Cuba, a todo lo largo, a la sombra de las palmas gigantescas y los
bosques frondosos, en los que abundaban la caoba y el cedro, el ébano y los
dagames. Se puede todavía admirar las maderas preciosas de Cuba en las mesas y
en las ventanas de El Escorial o en las puertas del palacio real Madrid, pero
la invasión cañera hizo arder, en Cuba, con varios fuegos sucesivos, los
mejores bosques vírgenes de cuantos antes cubrían su suelo. En los mismos años
en que arrasaba su propia floresta, Cuba se convertía en la principal
compradora de madera de los Estados Unidos. El cultivo extensivo de la caña,
cultivo de rapiña, no solo implicó la muerte del bosque sino también, a largo
plazo, «la muerte de la fabulosa fertilidad de la isla[5]».
Los bosques eran entregados a las llamas y la erosión no demoraba en morder los
suelos indefensos; miles de arroyos se secaron. Actualmente, el rendimiento por
hectáreas de las plantaciones azucareras de Cuba es inferior en más de tres
veces al de Perú, y cuatro veces y media menor que el de Hawai. El riesgo y la
fertilización de la tierra constituyen tareas prioritarias para la revolución
cubana. Se están multiplicando las presas hidráulicas, grandes y pequeñas,
mientras se canalizan los campos y se diseminan, sobre las castigadas tierras,
los abonos.
La «sacarocracia» alumbró su engañosa fortuna al
tiempo que sellaba la dependencia de Cuba, una factoría distinguida cuya economía
quedó enferma de diabetes. Entre quienes devastaron las tierras más fértiles
por medios brutales había personajes de refinada cultura europea, que sabían
reconocer un Brueghel auténtico y podían comprarlo; de sus frecuentes viajes a
París traían vasijas etruscas y ánforas griegas, gobelinos franceses y biombos
Ming, paisajes y retratos de los más cotizados artistas británicos. Me
sorprendió descubrir, en la cocina de una mansión de La Habana , una gigantesca caja
fuerte, con combinación secreta, que una condesa usaba para guardar la vajilla.
Hasta 1959 no se construían fábricas, sino castillos de azúcar: el azúcar ponía
y sacaba dictadores, proporcionaba o negaba trabajo a los obreros, decidía el
ritmo de las danzas de los millones y las crisis terribles. La ciudad de
Trinidad es, hoy, un cadáver resplandeciente. A mediados del siglo XIX, había en
Trinidad más de cuarenta ingenios, que producían 700 mil arrobas de azúcar. Los
campesinos pobres que cultivaban tabaco habían sido desplazados por la
violencia, y la zona, que había sido también ganadera, y que antes exportan
carne, comía carne traída de fuera.
Brotaron palacios coloniales, con sus portales de
sombra cómplice, sus aposentos de altos techos, arañas con lluvia de cristales,
alfombras persas, un silencio de terciopelo y en el aire las ondas del minué,
los espejos en los salones para devolver la imagen de los caballeros de peluquín
y zapatos con hebilla. Ahí está, ahora, el testimonio de los grandes esqueletos
de mármol o piedra, la soberbia de los campanarios mudos, las calesas invadidas
por el pasto. A Trinidad le dicen ahora «la ciudad de los tuvo», porque
sus sobrevivientes blancos siempre hablan de algún antepasado que tuvo
el poder y la gloria. Pero vino la crisis de 1857, cayeron los precios del azúcar
y la ciudad cayó con ellos, para no levantarse nunca más[6].
Un siglo después, cuando los guerrilleros de la Sierra Maestra
conquistaron el poder, Cuba seguía con su destino atado a la cotización del azúcar.
«El pueblo que confía su subsistencia a un solo producto, se suicida», había
profetizado el héroe nacional, José Martí. En 1920, con el azúcar a 22 centavos
la libra, Cuba batió el récord mundial de exportaciones por habitante, superando
incluso a Inglaterra, y tuvo el mayor ingreso per capita de América
Latina. Pero ese mismo año, en diciembre, el precio del azúcar cayó a cuatro
centavos, y en 1921 se desató el huracán de la crisis: quebraron numerosas
centrales azucareras, que fueron adquiridas por intereses norteamericanos, y
todos los bancos cubanos o españoles, incluyendo el propio Banco Nacional. Solo
sobrevivieron las sucursales de los bancos de Estados Unidos. Una economía tan
dependiente y vulnerable como la de Cuba no podía escapar, posteriormente, al
impacto feroz de la crisis de 1929 en Estados Unidos: el precio del azúcar llegó
a bajar a mucho menos de un centavo en 1932, y en tres años las exportaciones
se redujeron, en valor, a la cuarta parte. El índice de desempleo de Cuba en
esos tiempos «difícilmente habrá sido igualado en ningún otro país». El
desastre de 1921 había sido provocado por la caída del precio del azúcar en el
mercado de los Estados Unidos, y de los Estados Unidos no demoró en llegar un
crédito de cincuenta millones de dólares: en ancas del crédito, llegó también
el general Crowder; so pretexto de controlar la utilización de los fondos,
Crowder gobernaría, de hecho, el país. Gracias a sus buenos oficios la
dictadura de Machado llega al poder en 1924, pero la gran depresión de los años
treinta se lleva por delante, paralizada Cuba por la huelga general, a este régimen
de sangre y fuego.
Lo que ocurría con los precios, se repetía con el
volumen de las exportaciones. Desde 1948, Cuba recuperó su cuota para cubrir la
tercera parte del mercado norteamericano de azúcar, a precios inferiores a los
que recogían los productores de Estados Unidos, pero más altos y más estables
que los del mercado internacional. Ya con anterioridad los Estados Unidos habían
desgravado las importaciones de azúcar cubana a cambio de privilegios similares
concedidos al ingreso de los artículos norteamericanos en Cuba. Todos estos favores
consolidaron la dependencia. «El pueblo que compra manda, el pueblo que
vende sirve; hay que equilibrar el comercio para asegurar la libertad; el
pueblo que quiere morir vende a un solo pueblo, y el que quiere salvarse vende
a más de uno», había dicho Martí y repitió el Che Guevara en la
conferencia de la OEA ,
en Punta del este, en 1961. La producción era arbitrariamente limitada por las
necesidades de Washington. El nivel de 1925, unos cinco millones de toneladas,
continuaba siendo el promedio de los años
cincuenta: el dictador Fulgencio Batista asaltó el poder, en 1952, en ancas de
la mayor zafra hasta entonces conocida, más de siete millones, con la misión de
apretar las clavijas, y al año siguiente la producción, obediente a la demanda del norte, cayó a cuatro[7].
La revolución ante la estructura
de la impotencia
La proximidad
geográfica y la aparición del azúcar de remolacha, surgida durante las guerras
napoleónicas, en los campos de Francia y Alemania, convirtieron a los Estados
Unidos en el cliente principal del azúcar de la Antillas.
Ya en 1850 los Estados Unidos dominaban la tercera
parte del comercio de Cuba, le vendían y le compraban más que a España, aunque
la isla era una colonia española, y la bandera de las barras y las estrellas
flameaba en los mástiles de más de la mitad de los buques que llegaban allí. Un
viajero español encontró hacia 1859, campo adentro, en remotos pueblitos de
Cuba, máquinas de coser fabricadas en Estados Unidos. Las principales calles de
La Habana
fueron empedradas con bloques de granito de Boston.
Cuando despuntaba el siglo XX se leía
en el Lousina Planter: «Poco a poco, va pasando toda la isla de Cuba a manos de
ciudadanos norteamericanos, lo cual es el medio más sencillo y seguro de
conseguir la anexión a los Estados Unidos». En el Senado norteamericano se
hablaba ya de nueva estrella en la bandera; derrotada España, el general
Leonard Wood gobernaba la isla. Al mismo tiempo pasaban a manos norteamericanas
las Filipinas y Puerto Rico[8].
«Nos han sido otorgados por guerras –decía el presidente McKinley incluyendo a
Cuba-, y con la ayuda de Dios y en nombre del progreso de la humanidad y de la
civilización, es nuestro deber responder a esta gran confianza». En 1902, Tomás
Estrada Palma tuvo que renunciar a la ciudadanía norteamericana que había
adoptado en el exilio: las tropas norteamericanas de ocupación lo convirtieron
en el primer presidente de Cuba.
En 1960, el ex embajador norteamericano en Cuba, Earl
Smith, declaró ante una subcomisión del Senado: «Hasta el arribo de Castro al
poder, los Estados Unidos tenían tenían en Cuba una influencia de tal manera
irresistible que el embajador norteamericano era el segundo personaje del país,
a veces aún más importante que el presidente cubano».
Cuando cayó Batista, Cuba vendía casi todo su azúcar
en Estados Unidos. Cinco años antes, un joven abogado revolucionario había profetizado
certeramente, ante quienes lo juzgaban por el asalto al cuartel Moncada, que la
historia lo absolvería: había dicho en su vibrante alegato: «Cuba sigue siendo
una factoría productora de materia prima.
Se exporta azúcar para importar caramelo... ». Cuba
compraba en Estados Unidos no solo los automóviles y las máquinas, los
productos químicos, el papel y la ropa, sino también arroz y frijoles, ajos y
cebollas, grasas, carne y algodón. Venían helados de Miami, panes de Atlanta y
hasta cenas de lujo desde París. El país del azúcar importaba cerca de la mitad
de las frutas y las verduras que consumía, aunque solo la tercera parte de su
población activa tenía trabajo permanente y la mitad de las tierras de los
centrales azucareros eran extensiones baldías donde empresas no producían nada.
Trece ingenios norteamericanos disponían de más de 47 por ciento del área
azucarera total y ganaban alrededor de 180 millones de dólares por cada zafra.
La riqueza del subsuelo –níquel, hierro, cobre, manganeso, cromo, tungsteno-
formaba parte de las reservas estratégicas de los Estados Unidos, cuyas
empresas apenas explotaban los minerales de acuerdo con las variables urgencia
del ejército y la industria del norte. Había en Cuba, 1958, más prostitutas
registradas que obreros mineros. Un millón y medio de cubanos sufría el
desempleo total o parcial, según las investigaciones de Seuret y Pino que cita
Núñez Jiménez.
La economía del país se movía al ritmo de las zafras.
El poder de compra de las exportaciones cubanas entre 1952 y 1956 no superaba
el nivel de treinta años atrás, aunque las necesidades de divisas eran mayores.
En los años treinta, cuando la crisis consolidó la
dependencia de la economía cubana en lugar de contribuir a romperla, se había
llegado al colmo de desmontar fábricas recién instaladas para venderlas a otros
países. Cuando triunfó la revolución, el primer día de 1959, el desarrollo
industrial de Cuba era muy pobre y lento, más de la mitad de la producción
estaba concentrada en La Habana
y las pocas fábricas con tecnología moderna se teledirigían desde los Estados
Unidos. Un economista cubano, Regino Boti, coautor de las tesis económicas de
los guerrilleros de la sierra, cita el ejemplo de una filial de la Nestlé que producía leche
concentrada en Bayamo: «En caso de accidente, el técnico telefoneaba a
Connecticut y señalaba que en su sector tal o cual cosa no marchaba. Recibía en
seguida instrucciones sobre las medidas
a tomar y las ejecutaba mecánicamente... Si la operación no resultaba exitosa,
cuatro horas más tarde llegaba un avión transportando un equipo de
especialistas de alta calificación que arreglaban todo. Después de la
nacionalización ya no se podía telefonear para pedir socorro y los raros técnicos
que hubieran podido reparar los desperfectos secundario habían partido». El
testimonio ilustra cabalmente las dificultades que la Revolución encontró
desde que se lanzó a la aventurera de convertir a la colonia en patria.
Cuba tenía las piernas cortadas por el estatuto de la
dependencia y no le ha resultado nada fácil echarse a andar por su propia
cuenta. La mitad de los niños cubanos no iba a la escuela en 1958, pero la
ignorancia era, como denunciara Fidel Castro tantas veces, mucho más vasta y más
grave que el analfabetismo. La gran campaña de 1961 movilizó a un ejército de jóvenes
voluntarios para enseñar a leer y a escribir a todos los cubanos y los
resultados asombraron al mundo: Cuba ostenta actualmente, según la Oficina Internacional
de Educación de la UNESCO ,
el menor porcentaje de analfabetos y el mayor porcentaje de población escolar,
primaria y secundaria, de América Latina. Sin embargo, la herencia maldita de
la ignorancia no se supera en una noche y un día –ni en doce años. La falta de
cuadros técnicos eficaces, la incompetencia de la administración y la
desorganización del aparato productivo, el burocrático temor a la imaginación
creadora y a la libertad de decisión, continúan interponiendo obstáculos al
desarrollo del socialismo. Pero pese a todo el sistema de impotencias forjado
por cuatro siglos y medio de historia de la opresión, Cuba está naciendo, con
entusiasmo que no cesa, de nuevo: mide sus fuerzas, alegría y desmesura, ante
los obstáculos.
El azúcar era el cuchillo y el
imperio el asesino
«Edificar sobre el azúcar ¿es mejor que edificar
sobre la arena?», se preguntaba Jean- Paul-Sartre en 1960, desde Cuba.
En el muelle del puerto de Guayabàl, que exporta azúcar
a granel, vuelan los alcatraces sobre un galpón gigantesco. Entro y contemplo,
atónito, una pirámide dorada de azúcar. A medida que las compuertas se abren,
por debajo, para que las tolvas conduzcan el cargamento, sin embolsar, hacia
los buques, la rajadura del techo va dejando caer nuevos chorros de oro, azúcar
recién transportada desde los molinos de los ingenios. La luz del sol se filtra
y les arranca destellos.
Vale unos cuatro millones de dólares esta montaña
tibia que palpo y no me alcanza la mirada para recorrerla. Pienso que aquí se resume toda la euforia y el drama
de esta zafra récord de 1970 que quiso,
pero no pudo, pese al esfuerzo sobrehumano, alcanzar los diez millones de
toneladas. Y una historia mucho más larga resbala, con el azúcar, ante la
mirada. Pienso en el reino de la Francisco Sugar Co., la empresa de Allen Dulles,
donde he pasado una semana escuchando las historias del pasado y asistiendo al
nacimiento futuro: Josefina, hija de caridad Rodríguez, que estudia en un aula
que antes era celda del cuartel, en el preciso lugar donde su padre fue preso y
torturado antes de morir; Antonio Bastidas, el negro de setenta años que una
madrugada de este año se colgó con ambos puños de la palanca de la sirena
porque el ingenio había sobrepasado la meta y gritaba: «¡Carajo!», gritaba: «¡Cumplimos,
carajo!», y no había quien le sacara la palanca de las manos crispadas mientras
la sirena, que había despertado al pueblo, estaba despertando a toda Cuba;
historias de desalojos, de sobornos, de asesinatos, el hambre y los extraños
oficios que la desocupación, obligatoria durante más de la mitad de cada año,
engendraba: cazador de grillos en los plantíos, por ejemplo. Pienso que la
desgracia tenía el vientre hinchado, ahora se sabe.
No murieron en vano los que murieron: Amancio Rodríguez,
por ejemplo, acribillado a tiros por los rompehuelgas en una asamblea, que había
rechazado furioso un cheque en blanco de la empresa y cuando sus compañeros lo
fueron a enterrar descubrieron que no tenía calzoncillos ni medias para
llevarse al cajón, o por ejemplo Pedro
Plaza, que a
los veinte años fue detenido y
condujo el camión de soldados hacia las minas que él mismo había sembrado y voló
con el camión y los soldados.
Y tantos otros, en esa localidad y en todas las demás:
«Aquí las familias quieren mucho a los mártires – me ha dicho un viejo cañero-
, pero después de muertos. Antes eran puras quejas». Pienso que no resultaba
casual que Fidel Castro reclutara a las tres cuartas partes de sus guerrilleros
entre los campesinos, hombres del azúcar, ni que la provincia de Oriente fuera,
a la vez la mayor fuente de azúcar y de sublevaciones en toda la historia de
Cuba.
Me explico el rencor acumulado: después de la gran
zafra de 1961, la revolución optó por vengarse del azúcar. El azúcar era la
memoria viva de la humillación. ¿Era también, el azúcar un destino? ¿Se
convirtió luego en una penitencia? ¿Puede ser ahora una palanca, la catapulta
del desarrollo económico? Al influjo de una justa impaciencia, la revolución
abatió numerosos cañaverales y quiso diversificar, en un abrir y cerrar de
ojos, la producción agrícola: no cayó en el tradicional error de dividir los
latifundios en minifundios improductivos, pero cada finca socializada acometió
de golpe cultivos excesivamente variados. Había que realizar importaciones en
gran escala para industrializar el país, aumentar la productividad agrícola y
satisfacer muchas necesidades de consumo que la revolución, al redistribuir la
riqueza, acrecentó enormemente. Sin las grandes zafras del azúcar, ¿de dónde
obtener las divisas necesarias para esas importaciones? El desarrollo de la
minería, sobre todo el níquel, exige grandes inversiones, que se están
realizando, y la producción pesquera se ha multiplicado por ocho gracias al
crecimiento de la flota, lo cual también ha exigido inversiones gigantes; los
grandes planes de producción de cítricos están en ejecución, pero los años que
separan a la siembra de la cosecha obligan a la paciencia. La revolución
descubrió, entonces, que había confundido el cuchillo con el asesino. El azúcar,
que había sido el factor del sudesarrollo, pasó a convertirse en un instrumento
del desarrollo. No hubo más remedio que utilizar los frutos del monocultivo y
la dependencia, nacidos de la incorporación de Cuba al mercado mundial, para
romper el espinazo del monocultivo y la dependencia.
Porque los ingresos que el azúcar proporciona ya no
se utilizan en consolidar la estructura del sometimiento[9].
Las importaciones de maquinarias y de instalaciones industriales crecieron en
un cuarenta por ciento desde 1958; el excedente económico que el azúcar genera
se moviliza para desarrollar las industrias básicas y para que no queden
tierras ociosas ni trabajadores condenados a la desocupación. Cuando cayó la
dictadura de Batista, había en Cuba cinco mil tractores y trescientos automóviles.
Hoy hay cincuenta mil tractores, aunque en buena medida se los desperdicia por
las graves deficiencias de organización, y de aquella flota de automóviles, en
su mayoría modelos de lujo, no restan más que algunos ejemplares dignos del
museo de la chatarra. La industria del cemento y las plantas de electricidad
han cobrado un asombroso impulso; las nuevas fábricas de fertilizantes han
hecho posible que hoy se utilicen cinco veces más abonos que en 1958. Los
embalses, creados por todas partes, contienen hoy un caudal de agua setenta y
tres veces mayor que el total de agua embalsada en 1958 y han avanzado con
botas de siete leguas las áreas de riego. Nuevos caminos, abiertos por toda
Cuba, han roto la incomunicación de muchas regiones que parecían condenadas al
aislamiento eterno. Para aumentar la magra producción de leche del ganado cebú,
se han traído a Cuba trozos de raza Holstein con los que, mediante la
inseminación artificial, se han hecho nacer ochocientas mil vacas de cruza.
Grandes progresos se han realizado en la mecanización
del corte y el alza de la caña, en buena medida en base a las invenciones
cubanas, aunque todavía resultan insuficientes. Un nuevo sistema de trabajo se
organiza, con dificultades, para ocupar el lugar del viejo sistema
desorganizado por los cambios que la revolución trajo consigo. Los macheteros
profesionales, presidiarios del azúcar, son en Cuba una especie extinguida:
también para ellos la revolución implicó la libertad de elegir otros oficios
menos pesados, y para sus hijos, la posibilidad de estudiar, mediante becas, en
las ciudades. La redención de los cañeros ha provocado, en consecuencia, precio
inevitable, severos trastornos para la economía de la isla. En 1970 Cuba debió
utilizar el triple de trabajadores para la zafra, en su mayoría voluntarios o
soldados o trabajadores de otros sectores, con los que se perjudicaron las demás
actividades del campo y de la ciudad: las cosechas de otros productos, el ritmo
de trabajo de las fábricas. Y hay que tener en cuenta, en este sentido, que en
una sociedad socialista, a diferencia de la sociedad capitalista, los
trabajadores ya no actúan urgidos por el miedo a la desocupación ni por la
codicia. Otros motores la solidaridad, la responsabilidad colectiva, la toma de
conciencia de los deberes y los derechos que lanzan al hombre más allá del egoísmo-
deben ponerse en funcionamiento. Y no se cambia la conciencia de un pueblo
entero en un santiamén. Cuando la revolución conquistó el poder, según Fidel
Castro, la mayoría de los cubanos no era ni siquiera antiimperialista.
Los cubanos se fueron radicalizando junto con su revolución, a medida que se
sucedían los desafíos y las respuestas, los golpes y los contragolpes entre La Habana y Washington, y a
medida que se iban convirtiendo en hechos concretos las promesas de justicia
social. Se construyeron ciento setenta hospitales nuevos y otros tantos policlínicos
y se hizo gratuita la asistencia social. Se construyeron ciento setenta
hospitales nuevos y otros tantos policlínicos y se hizo gratuita la asistencia
médica; se multiplicó por tres la cantidad de estudiantes matriculados a todos
los niveles y también la educación se hizo gratuita; las becas benefician hoy a
más de trescientos mil niños y jóvenes y se han multiplicado los internados y
los círculos infantiles. Gran parte de la población no paga alquiler y ya son
gratuitos los servicios de agua, luz, teléfono, funerales y espectáculos
deportivos. Los gastos en servicios sociales crecieron cinco veces en pocos años.
Pero ahora que todos tienen educación y zapatos, las necesidades se van
multiplicando geométricamente y la producción solo puede crecer aritméticamente.
La presión del consumo, que es ahora
consumo de todos y no de pocos, también obliga a Cuba al aumento rápido
de las exportaciones, y el azúcar continúa
siendo la mayor fuente de recursos. En verdad, la revolución está
viviendo tiempos duros, difíciles, de transición y sacrificio. Los propios
cubanos han terminado de confirmar que el socialismo se construye con los
dientes apretados y que la revolución no es ningún paseo. Al fin y al cabo, el
futuro no sería de esta tierra si viniera regalado. Hay escasez, es cierto, de
diversos productos: en 1970 faltan frutas y heladeras, ropa; las colas, muy
frecuentes, no solo resultan de la desorganización de la distribución. La causa
esencial de la escasez es la nueva abundancia de consumidores: ahora el país
pertenece a todos. Se trata, por lo tanto, de una escasez de signo inverso a la
que padecen los demás países latinoamericanos.
En el mismo sentido operan los
gastos de defensa. Cuba está obligada a dormir con los ojos abiertos, y también
eso resulta, en términos económicos, muy caro. Esta revolución acosada, que ha
debido soportar invasiones y sabotajes sin tregua, no cae porque –extraña
dictadura- la defiende su pueblo en armas. Los expropiadores expropiados no se
resignan. En abril de 1961, la brigada que desembarcó en Playa Girón no estaba
formada solamente por los viejos militares y policías de Batista, sino también
por los dueños de más de 370 mil hectáreas de tierra, casi diez mil inmuebles,
setenta fábricas, diez centrales azucareros, tres barcos, cinco minas y doce
cabarets. El dictador de Guatemala, Miguel Idígoras, cedió campos de
entrenamiento a los expedicionarios a cambio de las empresas que los
norteamericanos le formularon, según él mismo confesó más tarde: dinero
constante y sonante, que nunca le pagaron, y un aumento de la cuota
gualtemalteca de azúcar en el mercado de los Estados Unidos.
En 1965, otro país azucarero, la República Dominicana ,
sufrió la invasión de unos cuarenta mil marines dispuestos «a pertenecer
indefinidamente en este país, en vista de la confusión reinante», según declaró
su comandante, el general Bruce Palmer. La caída vertical de los precios del azúcar
había sido uno de los factores que hicieron estallar la indignación popular; el
pueblo se levantó contra la dictadura militar y las tropas norteamericanas no
demoraron en restablecer el orden. Dejaron cuatro mil muertos en los combates
que los patriotas libraron, cuerpo a cuerpo, entre el río Ozama y el Caribe, en
un barrio acorralado de la ciudad de Santo Domingo[10].
Gracias al sacrificio de los
esclavos en el Caribe, nacieron la máquina de James Watt y los cañones de
Washington
El Che Guevara decía que el subdesarrollo es un enano
de cabeza enorme y panza hinchada: sus piernas débiles y sus brazos cortos no
armonizan con el resto del cuerpo. La
Habana resplandecía, zumbaban los cadillacs por sus avenidas
de lujo y en el cabaret más grande del mundo ondulaban, al ritmo de Lecuona,
las vedettes más hermosas, mientras tanto, en el campo cubano, solo uno
de cada diez obreros agrícolas bebía leche, apenas un cuatro por ciento consumía
carne y, según el Consejo Nacional de Economía, las tres quintas partes de los
trabajadores rurales ganaban salarios que eran tres o cuatro veces inferiores
al costo de la vida.
Pero el azúcar no solo produjo enanos. También
produjo gigantes o, al menos, contribuyó intensamente al desarrollo de los
gigantes. El azúcar del trópico latinoamericano aportó un gran impulso a la
acumulación de capitales para el desarrollo industrial de Inglaterra, Francia,
Holanda y, también, de los Estados Unidos, al mismo tiempo que mutiló la economía
del nordeste de Brasil y de las islas del caribe y selló la ruina histórica de África.
El comercio triangular entre Europa, África y América tuvo por viga
maestra el tráfico de esclavos con destino a las plantaciones de azúcar. «La
historia de un grano de azúcar es toda
una lección de economía política, de política y también de moral». Decía
Augusto Cochin.
Las tribus de África occidental vivían planeando
entre sí, para aumentar, con los prisioneros de guerra, sus reservas de
esclavos. Pertenecían a los dominios coloniales de Portugal, pero los
portugueses no tenían naves ni artículos industriales que ofrecer en la época
del auge de la trata de negros, y se convirtieron en meros intermediarios entre
los capitanes negreros de otras potencias y los reyezuelos africanos.
Inglaterra fue, hasta que ya no le resultó conveniente, la gran campeona de la
compra y venta de carne humana.
Los holandeses tenían, sin embargo, más larga tradición
en el negocio, porque Carlos V les había regalado el monopolio del transporte
de negros a América tiempo antes de que Inglaterra obtuviera el derecho de
introducir esclavos en las colonias ajenas.
Y en cuanto a Francia, Luis XIV, el Rey Sol, compartía
con el rey de España la mitad de las ganancias de la Compañía de Guinea,
formada en 1701 para el tráfico de esclavos hacia América, y su ministro
Colbert, artífice de la industrialización francesa, tenía motivos para afirmar
que la trata de negros era «recomendable para el progreso de la marina mercante
nacional».
Adam Smith decía que el descubrimiento de América había
«elevado el sistema mercantil a un grado de esplendor y gloria que de otro modo
no hubiera alcanzado jamás». Según Sergio Bagú, el más formidable motor de
acumulación de capital mercantil europeo fue la esclavitud americana; a su vez,
ese capital resultó «la piedra fundamental sobre la cual se construyó el
gigantesco capital industrial de los tiempos contemporáneos». La resurrección
de la esclavitud grecorromana en el Nuevo Mundo tuvo propiedades milagrosas:
multiplicó las naves, las fábricas, los ferrocarriles y los bancos de países
que no estaban en el origen ni, con excepción de los Estados Unidos, tampoco en
el destino de los esclavos que cruzaban el Atlántico. Entre los albores del
siglo XVI y la agonía del siglo XIX, varios millones de
africanos, no se sabe cuántos, atravesaron el océano; se sabe, sí, que fueron
muchos más que los inmigrantes blancos, provenientes de Europa, aunque, claro
está, muchos menos sobrevivieron. Del Potomac al río de la Plata , los esclavos
edificaron la casa de sus amos, talaron los bosques, cortaron y molieron las cañas
de azúcar, plantaron algodón, cultivaron cacao, cosecharon café y tabaco y
rastrearon los cauces en busca de oro. ¿A cuántas Hiroshimas equivalieron sus
exterminios sucesivos? Como decía un plantador inglés de Jamaica, «a los negros
es más fácil comprarlos que criarlos».
Caio Prado calcula que hasta principios del siglo XIX habían
llegado a Brasil entre cinco y seis millones de africanos; para entonces, ya
Cuba era un mercado de esclavos tan grande como lo había sido, antes, todo el
hemisferio occidental.
Allá por 1562, el capitán John Hawkins había arrancado
trescientos negros de contrabando de la Guinea portuguesa. La reina Isabel se puso
furiosa: «Esta aventura –sentenció- clama venganza del cielo». Pero Hawkins le
contó que en el Caribe había obtenido, a cambio de los esclavos, un cargamento
de azúcar y pieles, perlas y jengibre. La reina perdonó al pirata y se convirtió
en su socia comercial. Un siglo después, el duque de York marcaba al hierro
candente sus iniciales, DY, sobre la nalga izquierda o el pecho de los tres mil
negros que anualmente conducía su empresa hacia las «islas del azúcar». La Real Compañía
Africana, entre cuyos accionistas figuraba el rey Carlos II, daba un
trescientos por ciento de dividendos, pese a que, de los 70 mil esclavos que
embarcó entre 1680 y 1688, solo 46 mil sobrevivieron a la travesía. Durante el
viaje, numerosos africanos morían víctima de epidemias o desnutrición, o se
suicidaban negándose a comer, ahorcándose con sus cadenas o arrojándose por la
borda al océano erizado de aletas de tiburones. Lenta pero firmemente, Inglaterra
iba quebrando la hegemonía holandesa en la trata de negros. La South Sea Company fue la
principal usufructuaria del «derecho de asiento» concedido a los ingleses por
España, y en ella estaban envueltos los más prominentes personajes de la política
y las finanzas británicas; el negocio, brillante como ninguno, enloqueció a la
bolsa de valores de Londres y desató una especulación de leyenda.
El transporte de esclavos elevó a Bristol, sede de
astilleros, al rango de segunda ciudad de Inglaterra, y convirtió a Liverpool
en el mayor puerto del mundo. Partían los navíos con sus bodegas cargadas de
armas, telas, ginebra, ron, chucherías y vidrios de colores, que serían el
medio de pago para la mercadería humana de África, que a su vez pagaría el azúcar,
el algodón, el café y el cacao de las plantaciones coloniales de América. Los
ingleses imponían su reinado sobre los mares. A fines del siglo XVIII, África y
el Caribe daban trabajo a ciento ochenta mil obreros textiles en Manchester; de
Sheffield provenían los cuchillos, y de Birmingham, 150 mil mosquetes por año.
Los caciques africanos recibían las mercancías de la industria británica y
entregaban los cargamentos de esclavos a los capitanes negreros. Disponían, así
de nuevas armas y abundante aguardiente para emprender las próximas cacerías en
las aldeas. También proporcionaban marfiles, ceras y aceite de palma. Muchos de
los esclavos provenían de la selva y no habían visto nunca el mar; confundían
los rugidos del océano con los de algunas bestias sumergida que los esperaba
para devorarlos o, según el testimonio de un traficante de la época, creían, y
en cierto modo no se equivocaban, que «iban a ser llevados como carneros al
matadero, siendo su carne muy apreciada por los europeos». De muy poco servían
los látigos de siete colas para contener la desesperación suicida de los
africanos.
Los «fardos» que sobrevivían al hambre, las
enfermedades y el hacinamiento de la travesía, eran exhibidos en andrajos, pura
piel y huesos, en la plaza pública, luego de desfilar por las calles coloniales
al son de las gaitas. A las que llegaban al caribe demasiado exhaustos se los
podía cebar en los depósitos de esclavos antes de lucirlos a los ojos de los
compradores; a los enfermos se los dejaba morir en los muelles. Los esclavos
eran vendidos a cambio de dinero en efectivo o pagarés a tres años de plazo.
Los barcos zarpaban de regreso a Liverpool llevando diversos productos
tropicales: a comienzos del siglo XVIII, las tres cuartas partes
del algodón que hilaba la industria textil inglesa provenían de las Antillas,
aunque luego Giorgia y Lousiana serían sus principales fuentes; a mediados del
siglo, había ciento veinte refinerías de azúcar en Inglaterra.
Un inglés podía vivir, en aquella época, con unas
seis libras al año; los mercaderes de esclavos de Liverpool sumaban ganancias
anuales por más de un millón cien mil libras, contando exclusivamente el dinero
obtenido en el Caribe y sin agregar los beneficios del comercio adicional. Diez
grandes empresas controlaban los dos tercios del tráfico. Liverpool inauguró un
nuevo sistema de muelles; cada vez se construían más buques, más largos y de
mayor calado. Los orfebres ofrecían «candados y collares de plata para negros y
perros», las damas elegantes se mostraban en público acompañadas de un mono
vestido con jubón bordado y un niño esclavo, con turbante y bombachudos de
seda. Un economista describía por entonces la trata de negros como «el
principio básico y fundamental de todo lo demás; como el principal resorte de
la máquina que pone en movimiento cada rueda del engranaje».
Se propagaban los bancos en Liverpool y Manchester,
Bristol, Londres y Glasgow; la empresa de seguros Lloyd’s acumulaba ganancias
asegurando esclavos, buque y plantaciones. Desde muy temprano, los avisos del London
Gazette indicaban que los esclavos fugados debían ser devueltos a Lloyd’s.
Con fondos del comercio negrero se construyó el gran ferrocarril inglés del
oeste y nacieron industrias como las fábricas de pizarras de Gales. El capital
acumulado en el comercio triangular –manufacturas, esclavos, azúcar- hizo
posible la invención de la máquina de vapor. Eric Williams lo afirma en su
documentada obra sobre el tema.
A principios del siglo XIX, Gran
Bretaña se convirtió en la principal impulsora de la campaña antiesclavista. La
industria inglesa ya necesitaba mercados internacionales con mayor poder
adquisitivo, lo que obligaba a la propagación del régimen de salarios. Además,
al establecerse el salario en las colonias inglesas del caribe, el azúcar
brasileño, producido con mano de obra
esclava, recuperaba ventajas por sus bajos costos comparativos[11].
La Armada británica
se lanzaba al asalto de los buques negreros, pero el tráfico continuaba
creciendo para abastecer a Cuba y a Brasil. Antes de que los botes ingleses
llegaran a los navíos piratas, los esclavos eran arrojados por la borda:
adentro solo se encontraba el olor, las calderas calientes y un capitán muerto
de risa en cubierta. La represión del tráfico elevó los precios y aumentó
enormemente las ganancias. A mediados del siglo, los traficantes entregaban un
fusil viejo por cada esclavo vigoroso que arrancaban del África, para luego
venderlo en Cuba a más de seiscientos dólares.
Las pequeñas islas del caribe habían sido
infinitamente más importantes, para Inglaterra, que sus colonias del norte. A
Barbados, Jamaica y Montserrat se les prohibía fabricar una aguja o una
herradura por cuenta propia. Muy diferente era la situación de Nueva
Inglaterra, y ello facilitó su desarrollo económico y, también, su independencia
política.
Por cierto que la trata de negros en Nueva Inglaterra
dio origen a gran parte del capital que facilitó la revolución industrial en
Estados Unidos de América. A mediados del siglo XVIII, los
barcos negreros del norte llevaban desde Boston, Newport o Providence barriles
llenos de ron hasta las costas de África; en África los cambiaban por esclavos;
vendían los esclavos en el Caribe y de allí traían la melaza a Massachusetts,
donde se destilaba y se convertía, para completar el ciclo, en ron. El mejor
ron de las Antillas, el West Indian Rum, no se fabricaba en las
Antillas. Con capitales obtenidos de este tráfico de esclavos, los hermanos
Brown, de Providence, instalaron el horno de fundición que proveyó de cañones
al general George Washington para la guerra de la independencia.
Las plantaciones azucareras del Caribe, condenadas
como estaban al monocultivo de la caña, no solo pueden considerarse el centro
dinámico del desarrollo delas «trece colonias» por el aliento que la trata de
negros brindó a la industria naval y a las destilerías de Nueva Inglaterra.
También constituyeron el gran mercado para el desarrollo de las exportaciones
de víveres, maderas e implementos diversos con destino a los ingenios, con lo
cual dieron viabilidad económica a la economía granjera y precozmente
manufacturera del Atlántico norte. En gran escala, los navíos fabricados por
los astilleros de los colonos del norte llevaban al caribe peces frescos y
ahumados, avena y granos, frijoles, harina, manteca, queso, cebollas, caballos
y bueyes, velas y jabones, telas, tablas de pino, roble y cedro para las cajas
de azúcar (Cuba contó con la primera sierra de vapor que llegó a la América hispánica pero no
tenía madera que cortar) y duelas, arcos, aros, argollas y clavos.
Así se iba trasvasando la sangre
por todos estos procesos. Se desarrollaban los países desarrollados de nuestros
días; se subdesarrollaban los subdesarrollados.
El arcoriris es la ruta del
retorno a Guinea.
En 1518 el licenciado Alonso Zuazo escribía a Carlos
V desde Dominicana: «Es vano el temor de que los negros puedan sublevarse:
viudas hay en las islas de Portugal muy sosegadas con ochocientos esclavos:
todo está en cómo son gobernados.
Yo hallé al venir algunos negros ladinos, otros
huidos a monte; azoté a unos, corté las orejas a otros; y ya no se ha venido más
queja». Cuatro años después estalló la primera sublevación de esclavos en América:
los esclavos de Diego Colón, hijo del descubridor, fueron los primeros en
levantarse y terminaron colgados de las horcas en los senderos del ingenio. Se
sucedieron otras rebeliones en Santo Domingo y luego en todas las islas
azucareras del Caribe. Un par de siglos después del sobresalto de Diego Colón,
en el otro extremo de la misma isla, los esclavos cimarrones huían a las
regiones más elevadas de Haití y en las montañas reconstruían la vida africana:
los cultivos de alimentación, la adoración de los dioses, las costumbres.
El arcoiris señala todavía, en la actualidad,
la ruta del retorno a Guinea para el pueblo de Haití. En una nave blanca... En la Guayana holandesa, a través
del río Courantyne, sobreviven desde hace tres siglos las comunidades de los djuntas,
descendientes de esclavos que habían huido por los bosques de Surinam. En estas
aldeas, subsisten «santuarios similares a los de Guinea, y se cumplen danzas y
ceremonias que podrían celebrarse en Ghana. Se utiliza el lenguaje de los
tambores, muy parecido a los tambores de Ashanti». La primera gran rebelión de
los esclavos de la Guayana
ocurrió cien años después de la fuga de los djukas: los holandeses
recuperaron las plantaciones y quemaron a fuego lento a los líderes de los
esclavos. Pero tiempo antes del éxodo de los djukas, los esclavos
cimarrones de Brasil habían organizado el reino negro de los Palmares, en el
nordeste de Brasil, y victoriosamente resistieron, durante todo el siglo XVIII, el
asedio de las decenas de expediciones militares que lanzaron para abatirlo, una
tras otra, los holandeses y los portugueses. Las embestidas de militares de
soldados nada podían contra las tácticas guerrilleras que hicieron invencible,
hasta 1963, el vasto refugio.
El reino independiente de los Palmares –convocatoria
a la rebelión, bandera de la libertad- se había organizado como un estado «a
semejanza de los muchos que existían en África en el siglo XVIII». Se
extendía desde las vecindades del cabo de santo Agostinho, en Pernambuco, hasta
la zona norteña del río San Francisco, en Halagaos: equivalía a la tercera
parte del territorio de Portugal y estaba rodeado por un espeso cerco de selvas
salvajes. En plena época de las plantaciones azucareras omnipotentes, Palmares
era el único rincón de Brasil donde se desarrollaba el policultivo. Guiados por
la experiencia adquirida por ellos mismos o por sus antepasados en las sabanas
y en las selvas tropicales de África, los negros cultivaban el maíz, el
boniato, los frijoles, la mandioca, las bananas y otros alimentos.
No en vano, la destrucción de los cultivos aparecería
como el objetivo principal de las tropas coloniales lanzadas a la recuperación
de los hombres que, tras la travesía del mar con cadenas en los pies, habían
desertado de las plantaciones. La abundancia de alimentos de Palmares
contrastaba con las penurias que, en plena prosperidad, padecían las zonas
azucareras del litoral. Los esclavos que habían conquistado la libertad la
defendían con habilidad y coraje porque compartían sus frutos: la propiedad de
la tierra era comunitaria y no circulaba el dinero en el estado negro. «No
figuraba en la historia universal ninguna rebelión de esclavos tan prolongada como la de Palmares. La de
Espartaco, que conmovió el sistema esclavista más importante de la antigüedad,
duró dieciocho meses». Para la batalla final, la corona portuguesa movilizó el
mayor ejército conocido hasta la muy posterior independencia de Brasil. No
menos de diez mil personas defendieron la última fortaleza de Palmares; los
sobrevivientes fueron degollados, arrojados a los precipicios o vendidos a los
mercaderes de Río de Janeiro y Buenos Aires. Dos años después, el jefe Zumbi, a
quien los esclavos consideraban inmortal, no pudo escapar a una traición. Lo
acorralaron en la selva y le cortaron la cabeza. Pero las rebeliones
continuaron. No pasaría mucho tiempo antes de que el capitán Bartolomeu Bueno
Do Prado del río das Mortes con sus trofeos de la victoria contra una nueva
sublevación de esclavos. Traía tres mil novecientos pares de orejas en las
alforjas de los caballos.
También en Cuba se sucederían las sublevaciones.
Algunos esclavos se suicidaban en grupo; burlaban al amo «con su huelga y su
inacabable cimarronería por el otro mundo», dice Fernando Ortiz. Creían que así
resucitarían castrados, mancos o decapitados, y de este modo conseguían que
muchos renunciaran a la idea de matarse. Allá por 1870, según la reciente versión
de un esclavo que en su juventud había huido a los montes de Las Villas, los negros ya no se suicidaban en
Cuba. Mediante un cinturón mágico, «se iban volando, volaban por el cielo y cogían
para su tierra», o se perdían en la sierra porque «cualquiera se cansaba de
vivir. Los que se acostumbraban tenían el espíritu flojo. La vida en el monte
era más saludable».
Los dioses africanos continuaban vivos entre los
esclavos de América como vivas continuaban, alimentadas por la nostalgia, las
leyendas y los mitos de las patrias perdidas. Parece evidente que los negros
expresaban así, en sus ceremonias, en sus danzas, en sus conjuros, la necesidad
de afirmación de una identidad cultural que el cristianismo negaba. Pero también
ha de haber influido el hecho de que la iglesia estuviera materialmente
asociada al sistema de explotación que sufrían. A comienzos del siglo XVIII, mientras
en las islas inglesas los esclavos convictos de crímenes morían aplastados
entre los tambores de los trapiches de azúcar y en las colonias francesas se
los quemaba vivos o se los sometía al suplicio de la rueda, el jesuita Antonil
formulaba dulces recomendaciones a los dueños de ingenios en Brasil, para
evitar excesos semejantes: «A los administradores no se les debe consentir de
ninguna manera dar puntapiés principalmente en la barriga de las mujeres que
andan preñadas ni dar garrotazos a los esclavos, porque en la cólera no se
miden los golpes y pueden herir en la cabeza a un esclavo eficiente, que vale
mucho dinero, y perderlo». En Cuba, los mayorales descargaban sus látigos de
cuero o cáñamo sobre las espaldas de las esclavas embarazadas que habían
incurrido en falta, pero no sin antes acostarlas boca abajo, con el vientre en
un hoyo, para no estropear la «pieza» nueva en gestación. Los sacerdotes, que
recibían como diezmo el cinco por ciento de la producción de azúcar, daban su
absolución cristiana: el mayoral castigaba como Jesucristo a los pecadores. El
misionero apostólico Juan Perpiñá y Pibernat publicaba sus sermones a los
negros: «¡Pobrecitos! No os asustéis porque sean muchas las penalidades que
tengáis que sufrir como esclavos. Esclavo puede ser vuestro cuerpo: pero libre
tenéis el alma para volar un día a la feliz mansión de los escogidos[12]».
El dios de los parias no es siempre el mismo que el dios del sistema que los
hace parias. Aunque la religión católica abarca, en la información oficial, el
94 por ciento de la oblación de Brasil, en la realidad la población negra
conserva vivas sus tradiciones africanas y viva perpetúa su fe religiosa, a
menudo camuflada tras las figuras sagradas del cristianismo. Los cultos de raíz
africana encuentran amplia proyección entre los oprimidos –cualquiera que sea
el color de su piel. Otro tanto ocurre en las Antillas. Las divinidades del vudú
de Haití, el bembé de Cuba y la umbanda y la quimbanda de
Brasil son más o menos las mismas, pese a la mayor o menor transfiguración que
han sufrido, al nacionalizarse en tierras de América, los ritos y los dioses
originales. En el Caribe y en Bahía se entonan los cánticos ceremoniales en nagó,
yoruba, congo y otras lenguas africanas. En los suburbios de las grandes
ciudades del sur de Brasil, en cambio, predomina la lengua portuguesa, pero han
brotado de la costa del oeste de África las divinidades del bien y del mal que
han atravesado los siglos para transformarse en los fantasmas vengadores de los
marginados, la pobre gente humillada que clama en las favelas de Río de
Janeiro:
Fuerza bahiana,
Fuerza africana,
Fuerza divina,
Ven acá.
Ven a ayudarnos
La venta de campesinos
En 1888 se abolió la esclavitud en Brasil. Pero no se
abolió el latifundio y ese mismo año un testigo escribía desde Ceará: «El
mercado de ganado humano no estuvo abierto mientras duró el hambre, pues compradores
nunca faltaron. Raro era el vapor que no conducía gran número de cearenses».
Medio millón de nordestinos emigraron a la Amazonia , convocados por los espejismos del
caucho, hasta el filo del siglo; desde entonces el éxodo continuó, al impulso
de las periódicas sequías que han asolado el sertao y de las sucesivas
oleadas de expansión de los latifundios azucareros de la zona de mata.
En 1900 cuarenta mil víctimas de la sequía abandonaron Ceará. Tomaban el camino
por entonces habitual: la ruta del norte hacia la selva. Después, el itinerario
cambió. En nuestros días los nordestinos emigran hacia el centro y el sur de
Brasil. La sequía de 1970 arrojó muchedumbres hambrientas sobre las ciudades
del nordeste.
Saquearon trenes y comercios; a gritos imploraban la
lluvia a San José. Los “flagelados” se lanzaron a los caminos. Un cable de
abril de 1970 informa: «La policía del estado de Pernambuco detuvo el domingo último
en el municipio de Belém de San Francisco, a 210 campesinos que serían vendidos
a propietarios rurales del estado de Minas Gerais a dieciocho dólares por
cabeza[13]».
Los campesinos provenían de Praíba y Río Grande do Norte, los dos estados más
castigados por la sequía. En junio, los teletipos trasmiten las declaraciones
del jefe de la policía federal: sus servicios aún no disponen de los medios
eficaces para poner término al tráfico de esclavos, y aunque en los últimos
meses se han iniciado diez procedimientos de investigación, continúa la venta
de trabajadores del nordeste a los propietarios ricos de otras zonas del país.
El boom del caucho y el auge del café implicaron
grandes levas de trabajadores nordestinos. Pero también el gobierno hace uso de
este caudal de mano de obra barata, formidable ejército de reserva para las
grandes obras públicas. Del nordeste vinieron, acarreados como ganado, los
hombres desnudos que en una noche y un día levantaron la ciudad de Brasilia en
el centro del desierto. Esta ciudad, la más moderna, del mundo, está hoy
cercada por un vasto cinturón de miseria: terminado su trabajo, los candangos
fueron arrojados a las ciudades satélites.
En ellas, trescientos mil nordestinos, siempre listos
para todo servicio, viven de los desperdicios de la resplandeciente capital.
El trabajo esclavo de los
nordestinos está abriendo, ahora, la gran carretera transamazónica, que cortará
Brasil en dos, penetrando la selva hasta la frontera con Bolivia. El plan
implica también un proyecto de colonización agraria para extender «las
fronteras de la civilización»: cada campesino recibirá diez hectáreas de
superficie, si sobrevive a las fiebres tropicales de la floresta. En el
nordeste hay seis millones de campesinos sin tierras, mientras que quince mil
personas son dueñas de la mitad de la superficie total. La reforma agraria no
se realiza en las regiones ya ocupadas, donde continúa siendo sagrado el
derecho de propiedad de los latifundistas, sino en plena selva. Ello significa
que los «flagelados» del nordeste abrirán el camino para la expansión del
latifundio sobre nuevas áreas. Sin capital, sin medios de trabajo, ¿qué
significan diez hectáreas a dos o tres mil kilómetros de distancia de los
centros de consumo? Muy distinto son, se deduce, los propósitos reales del
gobierno: proporcionar mano de obra a los latifundistas norteamericanos que han
comprado o usurpado la mitad de las tierras al norte del río Negro y también a la United States Steel
Co., que recibió de manos del general Garrastazú Médici los enormes yacimientos
de hierro y manganeso de la Amazonia[14].
El ciclo del caucho: Caruso inaugura
un teatro monumental en medio de la selva
Algunos autores estiman que no menos de medio millón
de nordestinos sucumbieron a las epidemias, el paludismo, la tuberculosis o el
beriberi en la época del auge de la goma. «este siniestro osario fue el precio
de la industria del caucho». Sin ninguna reserva de vitaminas, los campesinos
de las tierras secas realizaban el largo viaje hacia la selva húmeda. Allí los
aguardaba, en los pantanosos seringales, la fiebre. Iban hacinados en las
bodegas de los barcos, en tales condiciones que muchos sucumbían antes de
llegar: anticipaban, así, su próximo destino. Otros, ni siquiera alcanzaban a
embarcarse. En 1878, de los ochocientos mil habitantes de Ceará, 120 mil se
marcharon rumbo al río Amazonas, pero menos de la mitad pudo llegar; los
restantes fueron cayendo, abatidos por el hambre o la enfermedad, en los
caminos del sertao o en los suburbios de Fortaleza. Un año antes, había
comenzado una de las siete mayores sequías de cuantas azotaron el nordeste
durante el siglo pasado.
No solo la fiebre; también aguardaba, en la selva, un
régimen de trabajo bastante parecido a la esclavitud.
El trabajo se pagaba en especies –carne seca, harina
de mandioca, rapadura, aguardiente- hasta el seringueiro saldaba sus
deudas, milagros que rara vez ocurría. Había un acuerdo entre los empresarios
para no dar trabajo a los obreros que
tuvieran deudas pendientes; los guardias rurales, apostados en las márgenes de
los ríos, disparaban contra los prófugos. Las deudas se sumaban a las deudas. A
la deuda original, por el acarreo del trabajador desde el nordeste, se agregaba
la deuda por los instrumentos de trabajo, machete, cuchillos, tazones, y como
el trabajador comía, y sobre todo bebía, porque en los seringales no faltaba el
aguardiente, cuanto mayor era la antigüedad del obrero, mayor se hacía la deuda
que él acumulaba. Analfabetos, los nordestinos sufrían sin defensas los pases
de prestidigitación de la contabilidad de los administradores.
Priestley había observado, hacia 1770, que la goma
servía para borrar los trazos de lápiz sobre el papel. Setenta años después,
Charles Goodyear descubrió, al mismo tiempo que el inglés Hancock, el
procedimiento de vulcanización del caucho, que le daba flexibilidad y lo
tornaba inalterable a los cambios de temperatura. Ya en 1850, se revestían de
goma las ruedas de los vehículos. A fines de siglo surgió la industria del
automóvil en Estados Unidos y en Europa, y con ella nació el consumo de neumáticos
en grandes cantidades. La demanda mundial de caucho creció vertiginosamente. El
árbol de la goma proporcionaba a Brasil, en 1890, una décima parte de sus
ingresos por exportaciones: veinte años después, la proporción subía al 40 por
ciento, con lo que las ventas casi alcanzaban el nivel del café, pese a que el
café estaba, hacia 1910, en el cenit de su prosperidad. La mayor parte de la
producción de caucho provenía por entonces del territorio del Acre, que Brasil
había arrancado a Bolivia al cabo de una fulminante campaña militar[15].
Conquistado el Acre, Brasil disponía de la casi
totalidad de las reservas mundiales de goma; la cotización internacional estaba
en la cima y los buenos tiempos parecían infinitos. Los seringueiros no
los disfrutaban, por cierto aunque eran ellos quienes salían cada madrugada de
sus chozas, con varios recipientes atados por correas a las espaldas, y se
encaramaban a los árboles, los hevea brasiliensis gigantescos, para
sangrarlos. Les hacían varias incisiones, en el tronco y en las ramas gruesas
próximas a la copa; de las heridas manaba el látex, jugo blancuzco y pegajoso
que llenaba los jarros en un par de horas. A la noche se cocían los discos
planos de goma, que se acumularían luego en la administración de la propiedad.
El olor ácido y repelente del caucho impregnaba la ciudad de Manaus, capital
mundial del comercio del producto. En 1849 Manaus tenía cinco mil habitantes;
en poco más de medio siglo creció a setenta mil. Los magnates del caucho
edificaron allí sus mansiones de
arquitectura extravagante y plena de maderas preciosas de Oriente, mayólicas de
Portugal, columnas de mármol de Carrara y muebles de ebanistería francesa. Los
nuevos ricos de la selva se hacían traer los más caros alimentos desde Río de
Janeiro; los mejores modistos de Europa cortaban sus trajes y vestidos;
enviaban a sus hijos a estudiar a los colegios ingleses. El teatro Amazonas,
monumento barroco de bastante mal gusto, es el símbolo mayor del vértigo de
aquellas fortunas a principio de siglo: el tenor Caruso cantó para los
habitantes de Manaus la noche de la inauguración, a cambio de una suma
fabulosa, después de remontar el río a través de la selva. La Pavlova , que debía bailar,
no pudo pasar de la ciudad de Belém, pero hizo llegar sus excusas.
En 1913, de un solo golpe, el desastre se abatió sobre
el caucho brasileño. El precio mundial, que había alcanzado los doce chelines
tres años atrás, se redujo a la cuarta parte. En 1900 el Oriente solo había
exportado cuatro toneladas de caucho; en 1914 las plantaciones de Ceilán y de
Malasia volcaron más de setenta mil toneladas al mercado mundial, y cinco años
más tarde sus exportaciones ya estaban arañando las cuatrocientas mil
toneladas. En 1919 Brasil, que había disfrutado del virtual monopolio del
caucho, solo abastecía la octava parte del consumo mundial. Medio siglo después
Brasil compra en el extranjero más de la mitad del caucho que necesita.
¿Qué había ocurrido? Allá por 1873, Henry Wickham, un
inglés que poseía bosques de caucho en el río Tapajós y era conocido por sus
manías de botánico, había enviado dibujos y hojas de árbol de la goma al
director del jardín de Kew, en Londres. Recibió la orden de obtener una buena
cantidad de semillas, las pepitas que heveas brasiliensis alberga en sus
frutos amarillos.
Había que sacarlas de contrabando, porque Brasil
castigaba severamente la evasión de semillas, y no era fácil; las autoridades
revisaban, con pelos y señales, los barcos. Entonces, como por encanto, un
buque de la Inman Line
se internó dos mil kilómetros más de lo habitual hacia el interior de Brasil.
Al regreso, Henry Wickham aparecía
entre sus tripulantes. Había elegido las mejores semillas, después de poner los
frutos a secar en una aldea indígena, y las traía dentro de un camarote
clausurado, envueltas en hojas de plátano y suspendidas por cuerdas en el aire
para que no las alcanzaran las ratas a bordo. Todo el resto del barco iba vacío.
En Belém do Pará, frente a la desembocadura del río, Wickham invitó a las
autoridades aun gran banquete. El inglés tenía fama de chiflado; se sabía en
toda la Amazonia
que coleccionaba orquídeas. Explicó que llevaba, por encargo del rey de
Inglaterra, una serie de bulbos de orquídeas raras para el jardín de Kew. Como
eran plantas muy delicadas, explicó, las tenía en un gabinete herméticamente
cerrado, a una temperatura especial: si lo abría, se arruinaban las flores. Así,
las semillas llegaron, intactas, a los muelles de Liverpool. Cuarenta años más
tarde, los ingleses invadían el mercado mundial con el caucho malayo. Las
plantaciones asiáticas, racionalmente organizada a partir de los brotes verdes
de Kew, desbancaron sin dificultad la producción extractiva de Brasil.
La prosperidad amazónica se hizo
humo. La selva volvió a cerrarse sobre sí misma. Los cazadores de fortunas
emigraron hacia otras comarcas; el lujoso campamento de desintegró. Quedaron, sí,
sobreviviendo como podían, los trabajadores, que habían sido acarreados desde
muy lejos para ser puestos al servicio de la aventura ajena. Ajena, incluso,
para el propio Brasil, que no había hecho otra cosa que responder a los cantos
de sirena de la demanda mundial de materia prima, pero sin participar en lo más
mínimo del verdadero negocio del caucho: la financiación, la comercialización,
la industrialización, la distribución. Y la sirena se quedó muda. Hasta que,
durante la segunda guerra mundial, el caucho de la Amazonia brasileña cobró
un nuevo empuje transitorio. Los japoneses habían ocupado la malasia y las
potencias aliadas necesitaban desesperadamente abastecerse de goma.. también la
selva peruana fue sacudida, en aquellos años cuarenta, por las urgencias del
caucho. En Brasil la llamada «batalla del caucho» movilizó nuevamente a los
campesinos del nordeste. Según una denuncia formulada en el Congreso cuando la «batalla»
terminó, esta vez fueron cincuenta mil los muertos que, derrotados por las
pestes y el hambre, quedaron pudriéndose entre los seringales.
Los plantadores de cacao encendían
sus cigarros con billetes de quinientos mil reis.
Venezuela se identificó con el
cacao, planta originaria de América, durante largo tiempo. «Los venezolanos habíamos
sido hechos para vender cacao y distribuir, en nuestro suelo, las baratijas del
exterior», dice Rangel[16].
Los oligarcas del cacao, más los usureros y los comerciantes, integraban «una
Santísima Trinidad del atraso». Junto con el cacao, formando parte de su
cortejo, coexistían la ganadería de los llanos, el añil, el azúcar, el tabaco y
también algunas minas; pero Gran Cacao fue el nombre con el que el
pueblo bautizó, acertadamente, a la oligarquía esclavista de Caracas. A costa
del trabajo de los negros, esta oligarquía se enriqueció abasteciendo de cacao
a la oligarquía minera de México y a la metrópoli española. Desde 1873, se
inauguró en Venezuela una edad del café; el café exigía, como el cacao, tierras
de vertientes o valles cálidos. Pese a la irrupción del intruso, el cacao
continuó, de todos modos, su expansión, invadiendo los suelos húmedos de Carúpano.
Venezuela siguió siendo agrícola, condenada al calvario de las caídas cíclicas
de los precios del café y del cacao; ambos productos surtían los capitales que
hacían posible la vida parasitaria, puro despilfarro, de sus dueños, sus
mercaderes y sus prestamistas. Hasta que, en 1922, el país se convirtió de súbito
en un manantial de petróleo. A partir de entonces, el petróleo dominó la vida
del país. La explosión de la nueva fortuna vino a dar la razón, con más de
cuatro siglos de atraso, a las expectativas de los descubridores españoles:
buscando sin suerte al príncipe que se bañaba en oro, habían llegado a la
locura de confundir una aldehuela de Marcaibo con Venecia, espejismo al que
Venezuela debe su nombre; y Colón había creído que en el golfo de Paria nacía
el Paraíso Terrenal.
En las últimas décadas del siglo XIX se desató
la glotonería de los europeos y los norteamericanos por el chocolate. El
progreso de la industria dio un gran impulso a las plantaciones de cacao en
Brasil y estimuló la producción de las viejas plantaciones de Venezuela y
Ecuador. En Brasil, el cacao hizo su ingreso impetuoso en el escenario económico
al mismo tiempo que el caucho y, como el caucho, dio trabajo a los campesinos
del nordeste. La ciudad del Salvador, en la Bahía de Todos los Santos, había sido una de las
más importantes ciudades de América, como capital de Brasil y del azúcar, y
resucitó entonces como capital del cacao. Al sur de Bahía, desde el Recôncavo
hasta el estado del Espíritu Santo, entre las tierras bajas del litoral y la
cadena montañosa de la costa, los latifundios continúan proporcionando, en
nuestros días, la materia prima de buena parte del chocolate que se consume en
el mundo. Al igual que la caña de azúcar, el cacao trajo consigo el monocultivo
y la quema de bosques, la dictadura de la cotización internacional y la penuria
sin tregua de los trabajadores. Los propietarios de las plantaciones, que viven
en las playas de Río de Janeiro y son más comerciantes que agricultores, prohíben
que se destine una sola pulgada de tierra a otros cultivos. Sus administradores
suelen pagar los salarios en especies, charque, harina, frijoles; cuando los
pagan en dinero, el campesino recibe por un día entero de trabajo un jornal que
equivale al precio de un litro de cerveza y debe trabajar un día y medio para
poder comprar una lata de leche en polvo.
Brasil disfrutó un buen tiempo de
los favores del mercado internacional. No obstante, desde el pique encontró en África
serios competidores. Hacia la década del veinte, ya Ghana había conquistado el
primer lugar: los ingleses habían desarrollado la plantación de cacao en gran
escala, con métodos modernos, en este país que por entonces era colonia y se
llamaba Costa de Oro. Brasil cayó al segundo lugar, y años más tarde al
tercero, como proveedor mundial de cacao. Pero hubo más de un período en que
nadie hubiera podido creer que un destino mediocre aguardaba a las tierras fértiles
del sur de Bahía. Invictos todo a lo largo de la época colonial, los suelos
multiplicaban los frutos: los peones partían las bayas a golpes de facón,
juntaban los granos, los cargaban en los carros para que los burros los
condujeran hasta las artesas, y se hacía preciso talar cada vez más bosques,
abrir nuevos claros, conquistar nuevas tierras a filo de machete y tiros de
fusil. Nada sabían los peones de precios ni de mercados. Ni siquiera sabían quién
gobernaba Brasil: hasta no hace muchos años todavía se encontraban trabajadores
de las fazendas convencidos de que don Pedro II, el emperador,
continuaba en el trono. Los amos del caos se restregaban las manos: ellos sí
sabían, o creían que sabían. El consumo de cacao aumentaba y con él aumentaban
las cotizaciones y las ganancias. El puerto de Ilhéus, por donde se embarcaba
casi todo el cacao, se llamaba «la
Reina del sur», y aunque hoy languidece, allí han quedado los
sólidos palacetes que los fazendeiros amueblaron con fastuoso y pésimo
gusto. Jorge Amado escribió varias novelas sobre el tema. Así recrea una etapa
de alza de precios: «Ilhéus y la zona del cacao nadaron en oro, se bañaron en
champaña, durmieron con francesas llegadas de Río de Janeiro. En «Trianón», el
más chic de los cabarets de la ciudad, el coronel Maneca Dantas encendía
cigarros con billetes de quinientos mil reis, repitiendo el gesto de todos los fazendeiros
ricos del país en las alzas anteriores del café, del caucho, del algodón y del azúcar[17]».
Con el alza de precios, la producción aumentada; luego los precios bajaban. La
inestabilidad se hizo cada vez más estrepitosa y las tierras fueron cambiando
de dueño. Empezó el tiempo de los «millonarios mendigos»: los pioneros de las
plantaciones cedían su sitio a los exportadores, que se apoderaban, ejecutando
deudas, de las tierras.
En apenas tres años, entre 1959 y
1961, por no poner más que un ejemplo, el precio internacional del cacao
brasileño en almendra se redujo en una tercera parte.
Posteriormente, la tendencia al
alza de los precios no ha sido capaz de abrir, por cierto, las puertas de la
esperanza; la CEPAL
augura breve vida a la curva del ascenso[18].
Los grandes consumidores de cacao – Estados Unidos, Inglaterra, Alemania
Federal, Holanda, Francia- estimulan la competencia entre el cacao africano y
el que producen Brasil y Ecuador, para comer chocolate barato. Provocan, así,
disponiendo como disponen de los precios, períodos de depresión que lanzan a
los caminos a los trabajadores que el cacao expulsa. Los desocupados buscan árboles
bajo los cuales dormir y bananas verdes para engañar el estómago: no comen, por
cierto, los finos chocolates europeos que Brasil, tercer productor mundial de
cacao, importa increíblemente desde Francia y desde Suiza. Los chocolates valen
cada vez más; el cacao, en términos relativos, cada vez menos. Entre 1950 y
1960, las ventas de cacao de Ecuador aumentaron en más de un treinta por ciento
en volumen, pero solo un quince por ciento de su valor. El quince por ciento
restante fue un regalo de Ecuador a los países ricos, que en el mismo período
le enviaron, a precios crecientes, sus productos industrializados. La economía
ecuatoriana depende de las ventas de bananas, café y cacao, tres alimentos
duramente sometidos a la zozobra de los precios. Según los datos oficiales, de
cada diez ecuatorianos siete padecen desnutrición básica y el país sufre uno de
los índices de mortalidad más altos del mundo.
Brazos
baratos para el algodón
Brasil ocupa el cuarto lugar en el
mundo como productor de algodón; México, el quinto. En conjunto, de América
Latina proviene más de la quinta parte del algodón que la industria textil
consume en el mundo entero. A fines del siglo XVIII el
algodón se había convertido en la materia prima más importante de los viveros
industriales de Europa; Inglaterra multiplicó por cinco, en treinta años, sus
compras de esta fibra natural. El huso que Arkwright inventó al mismo tiempo
que Watt patentaba su máquina de vapor y la posterior creación del telar
mecánico de Cartwrigth impulsaron con decisivo vigor la fabricación de tejidos
y proporcionaron al algodón, planta nativa de América, mercados ávidos en
ultramar. El puerto de San Luis de Maranhao, que había dormido una larga siesta
tropical apenas interrumpida por un par de navíos al año, fue bruscamente
despertado por la euforia del algodón: afluyeron los esclavos negros a las
plantaciones del norte de Brasil y entre ciento cincuenta y doscientos buques
partían cada año de San Luis cargando un millón de libras de materia prima
textil. Mientras nacía el siglo pasado, la crisis de la economía minera
proporcionaba al algodón mano de obra esclava en abundancia; agotados el oro y
los diamantes del sur, Brasil parecía resucitar en el norte. El puerto floreció,
produjo poetas en medida suficiente como para que se lo llamara la Atenas de Brasil, pero el
hambre llegó, con la prosperidad, a la región de Maranhao, donde nadie se
ocupaba ya de cultivar alimentos. En algunos períodos solo hubo arroz para
comer. Como había empezado, esta historia terminó: el colapso llegó de súbito.
La producción de algodón en gran escala en las plantaciones del sur de los
Estados Unidos, con tierras de mejor calidad y medios mecánicos para desgranar
y enfardar el producto, abatió los precios a la tercera parte y Brasil quedó
fuera de competencia. Una nueva etapa de prosperidad se abrió a raíz de la Guerra de Secesión, que
interrumpió los suministros norteamericanos, pero duró poco. Ya en el siglo XX, entre
1934 y 1939, la producción brasileña de algodón se incrementó a un ritmo
impresionante: de 126 mil toneladas pasó a más de 320 mil. Entonces sobrevino
un nuevo desastre: los Estados Unidos arrojaron sus excedentes al mercado
mundial y el precio se derrumbó.
Los excedentes agrícolas
norteamericanos son, como se sabe, el resultado de los fuertes subsidios que el
Estado otorga a los productores, a precios de dumping y como parte de
los programas de ayuda exterior, los excedentes se derraman por el mundo. Así,
el algodón fue el principal producto de exportación de Paraguay hasta que la
competencia ruinosa del algodón norteamericano lo desplazó de los mercados y la
producción paraguaya se redujo, desde 1952, a la mitad. Así perdió Uruguay el
mercado canadiense para su arroz.
Así el trigo de Argentina, un país
que había sido el granero del planeta, perdió un peso decisivo en los mercados
internacionales. El dumping norteamericano del algodón no ha impedido
que una empresa norteamericana, la Anderson Clayton and Co., detente el imperio de
este producto en América Latina, ni ha impedido que, a través de ella, los
Estados Unidos compren algodón mexicano para revenderlo a otros países.
El algodón latinoamericano
continúa vivo en el comercio mundial, mal que bien, gracias a sus bajísimos costos
de producción. Incluso las cifras oficiales, máscaras de la realidad, delatan
el miserable nivel de la retribución del trabajo. En las plantaciones de
Brasil, los salarios de hambre alternan con el trabajo servil; en las de
Guatemala los propietarios se enorgullecen de pagar salarios de diecinueve
quetzales por mes (el quetzal equivale nominalmente al dólar) y, por si eso
fuera mucho, ellos mismos advierten que la mayor parte se liquida en especies
al precio de ellos fijado; en México, los jornaleros que deambulan de zafra en
zafra cobrando un dólar y medio por
jornada no solo padecen la subocupación sino también, y como consecuencia, la
subnutrición, pero mucho peor es la situación de los obreros del algodón en Nicaragua;
los salvadoreños que suministran algodón a los industriales textiles de Japón
consumen menos calorías y proteínas que los hambrientos hindúes.
Para la economía de Perú, el
algodón es la segunda fuente agrícola de divisas. José Carlos Mariátegui había
observado que el capitalismo extranjero, en su perenne búsqueda de tierras,
brazos y mercados, tendía a apoderarse de los cultivos de exportación de Perú,
a través de la ejecución de hipotecas de los terratenientes endeudados.
Cuando el gobierno nacionalistas
del general Velasco Alvarado llegó al poder de 1968, estaba en explotación
menos de la sexta parte de las tierras del país aptas para la explotación intensiva, el ingreso per cápita de la
población era quince veces
menor que el de los Estados
Unidos y el consumo de calorías
aparecía entre los más bajos del mundo, pero la producción de algodón seguía,
como la del azúcar, regida por los criterios ajenos a Perú que había denunciado
Mariátegui.
Las mejores tierras, campiñas de
la costa, estaban en manos de empresas norteamericanas o de terratenientes que
solo eran nacionales en un sentido geográfico, al igual que la burguesía
limeña.
Cinco grandes empresas – entre
ellas dos norteamericanas: la Anderson Clayton y la Grace- tenían en sus manos
la exportación de algodón y de azúcar y contaban también con sus propios
«complejos agroindustriales» de producción. Las plantaciones de azúcar y
algodón de la costa, presuntos focos de prosperidad y progreso por oposición a
los latifundios de la sierra, pagaban a los peones salarios de hambre hasta que
la reforma agraria de 1969 las expropió y las entregó, en cooperativas, a los
trabajadores. Según el Comité Interamericano de Desarrollo Agrícola, el ingreso
de cada miembro de las familias de asalariados de la costa llegaba a los cinco
dólares mensuales.
Los Anderson Clayton and Co.
conserva treinta empresas filiales en América Latina, y no solo se ocupa de
vender el algodón sino que, además, monopolio horizontal, dispone de una red
que abarca el financiamiento y la industrialización de la fibra y sus derivados
y produce también alimentos en gran escala. En México, por ejemplo, aunque no
posee tierras, ejerce de todos modos su dominio sobre la producción de algodón;
en sus manos están, de hecho, los ochocientos mil mexicanos que lo cosechan. La
empresa compra a muy bajo precio con el que ella abrE el mercado. A los
adelantos en dinero se suma el suministro de fertilizantes, semillas,
insecticidas; la empresa se reserva el derecho de supervisar los trabajos de
fertilización, siembra y cosecha. Fija la tarifa que se le ocurre para
despepitar el algodón. Usa las semillas en sus fábricas de aceites, grasas y
margarinas. En los últimos años, la
Clayton , «no conforme con dominar además el comercio de
algodón, ha irrumpido hasta en la producción de dulces y chocolates, comprando
recientemente la conocida empresa Luxus».
En la actualidad, Anderson Clayton
es la principal firma exportadora de café de Brasil. En 1950 se interesó por el
negocio. Tres años después, ya había destronado a la American Coffe
Corporation. En Brasil es además la primera productora de alimentos, y figura
entre las treinta y cinco empresas más poderosas del país.
Brazos baratos para el café
Hay quienes aseguran que el café
resulta casi tan importante como el petróleo en el mercado internacional. A
Principios de la década del cincuenta, América Latina abastecía las cuatro
quintas partes del café que se consumía en el mundo; la competencia del café
robusta, de África, de peor calidad pero de precio más bajo, ha reducido la
participación latinoamericana en los años siguientes. No obstante, la sexta
parte de las divisas que la región obtiene ene le exterior proviene,
actualmente, del café. Las fluctuaciones de los precios afectan a quince países
del sur de río Bravo.
Brasil es el mayor productor del
mundo; del café obtiene cerca de la mitad de sus ingresos por exportaciones. El
Salvador, Guatemala, Costa Rica y Haití dependen también en gran medida del
café, que además provee las dos terceras partes de las divisas de
Colombia.
El café había traído consigo la
inflación a Brasil; entre 1824 y 1854, el precio de un hombre se multiplicó por
dos. Ni el algodón del norte ni el azúcar del nordeste, agotados ya los ciclos
de la prosperidad, podían pagar aquellos caros esclavos. Brasil se desplazó hacia
el sur. Además de la mano de obra esclava, el café utilizó los brazos de los
inmigrantes europeos, que entregaban a los propietarios la mitad de sus
cosechas, en un régimen de medianería que aún hoy predomina en el interior de
Brasil.
Los turistas que actualmente atraviesan los bosques
de Tijuca para ir a nadar a las aguas de la barra ignoran que allí, en las
montañas que rodean a Río de Janeiro, hubo grandes cafetales hace más de un
siglo. Por los flancos de la sierra, las plantaciones continuaron, rumbo al estado de San Pablo, su
desenfrenada cacería del humus de nuevas tierras vírgenes. Ya agonizaba el
siglo cuando los latifundios cafetaleros, convertidos en la nueva élite social
de Brasil, afiliaron los lápices y sacaron cuentas: más baratos resultaban los
salarios de subsistencia que la compra y manutención de los escasos esclavos.
Se abolió la esclavitud en 1888, y quedaron así inauguradas formas combinadas
de servidumbre feudal y trabajo asalariado que persisten en nuestros días.
Legiones de braceros «libres» acompañarían, desde entonces, la peregrinación
del café. El valle del río Paranaíba se convirtió en la zona más rica del país,
pero fue rápidamente aniquilado por esta planta perecedera que, cultivada en un
sistema destructivo, iba dejando a sus espaldas bosques arrasados, reservas
naturales agotadas y decadencia general. La erosión arruinaba, sin piedad, las
tierras antes intactas y, de saqueo en saqueo, iba bajando sus rendimientos,
debilitando las plantas y haciéndolas vulnerables a las plagas. El latifundio
cefetalero invadió la vasta meseta purpúrea del occidente de San Pablo; con
métodos de explotación menos bestiales, la convirtió en un «mar de café» y
continuó avanzando hacia el oeste. Llegó a las riberas del Paraná; de cara a
las sabanas de Mato Grosso, se desvió hacia el sur para desplazarse, en estos
últimos años, de nuevo hacia el oeste, ya por encima de las fronteras de
Paraguay.
En la actualidad, San Pablo es el estado más
desarrollado de Brasil, porque contiene el centro industrial del país, pero en
sus plantaciones de café abundan todavía los «moradores vasallos» que pagan con
su trabajo y el de sus hijos el alquiler de la tierra.
En los años prósperos que siguieron a la primera
guerra mundial, la voracidad de los cafetaleros determinó la virtual abolición
del sistema que permitía a los trabajadores de las plantaciones cultivar
alimentos por cuenta propia. Solo pueden hacerlo, ahora, a cambio de una renta
que pagan trabajando sin cobrar. Además, el latifundista cuenta con colonos
contratistas a quienes permite realizar cultivos temporarios, pero a cambio de
que inicien cafetales nuevos en su beneficio. Cuatro años después, cuando los
granos amarillos colorean las matas, la tierra ha multiplicado su valor y
entonces llega, para el colono, el turno de marcharse.
En Guatemala las plantaciones de café pagan aún menos
que las del algodón. En la vertiente del sur, los propietarios dicen retribuir
con quince dólares mensuales el trabajo de los millares de indígenas que bajan
cada año desde el altiplano hasta el sur, para vender sus brazos en las
cosechas. Las fincas cuentan con policía privada; allí, como alguien me
explicó, «un hombre es más barato que su tumba»; y el aparato de represión se encarga de que
lo siga siendo. En la región de Alta Verapaz la situación es aún peor. Allí no
hay camiones ni carretas, porque los finqueros no los necesitan: sale más
barato transportar el café a lomo de indio.
Para la economía de El Salvador, pequeño país en
manos de un puñado de familias oligárquicas, el café tiene una importancia
fundamental: el monocultivo obliga a comprar en el exterior frijoles, única
fuente de proteínas para la alimentación popular, maíz, hortalizas, y otros
alimentos que tradicionalmente el país producía. La cuarta parte de los
salvadoreños fallecen víctimas de la avitaminosis. En cuanto a Haití, tiene la
tasa de mortalidad más alta de América Latina; más de la mitad de su población
infantil padece anemia. El salario legal pertenece, en Haití, a los dominios de
la ciencia ficción; en las plantaciones de café, el salario real oscila entre
siete y quince centavos de dólar por día.
En Colombia, territorio de vertientes, el café
disfruta de la hegemonía. Según un informe publicado por la revista Times
en 1962, los trabajadores solo reciben un cinco por ciento, a través de los
salarios, del precio total que el café obtiene en su viaje desde la mata a los
labios del consumidor norteamericano[19].
A diferencia de Brasil, el café de Colombia no se
produce, en su mayor parte, en los latifundios, sino en minifundios que tienden
a pulverizarse cada vez más. Entre 1955 y 1960, aparecieron cien mil
plantaciones nuevas, en su mayoría con extensiones ínfimas, de menos de una
hectárea. Pequeños y muy pequeños agricultores producen las tres cuartas partes
del café que Colombia exporta; el 96 por ciento de las plantaciones son
minifundios. Juan Valdés sonríe en los avisos, pero la atomización de la tierra
abate el nivel de vida de los cultivadores, de ingresos cada vez menores, y
facilita las maniobras de la Federación Nacional de Cafeteros, que representa
los intereses de los grandes propietarios y que virtualmente monopoliza la
comercialización del producto. Las parcelas de menos de una hectárea generan un
ingreso de hambre: ciento treinta dólares, como promedio, por año.
La cotización del café arroja al
fuego las cosechas y marca el ritmo de los casamientos.
¿Qué es esto? ¿El electroencefalograma de un loco? En 1889 el
café valía dos centavos y seis años después había subido a nueve; tres años más
tarde había bajado a cuatro centavos y cinco años después a dos. Este fue un
período ilustrativo. Las gráficas de los precios del café, como las de todos
los productos tropicales, se han parecido siempre a los cuadros clínicos de la
epilepsia, pero la línea cae siempre a pique cuando registra el valor del
intercambio del café frente a las maquinarias y los productos industrializados.
Carlos Lleras Restrepo, presidente de Colombia, se quejaba en 1967: ese año, su
país debió pagar cincuenta y siete bolsas de café para comprar un jeep, y en
1950 bastaban diecisiete bolsas.
Al mismo tiempo, el ministro de
Agricultura de San Pablo, Herber Levi, hacía cálculos más dramáticos: para
comprar un tractor en 1967, Brasil necesitaba trescientas cincuenta bolsas de
café, pero catorce años antes setenta bolsas habían sido suficientes. El
presidente Getulio Vargas se había partido el corazón de un balazo, en 1954, y
la cotización del café no había sido ajena a la tragedia: «Vino la crisis de la
producción del café –escribió Vargas en su testamento- y se valorizó su precio
y la respuesta fue una violenta presión sobre nuestra economía, al punto de
vernos obligados a ceder».
Vargas quiso que su sangre fuera el precio de su
rescate. Si la cosecha de café de 1964 se hubiera vendido, en el mercado
norteamericano, a los precios de 1955, Brasil hubiera recibido doscientos
millones de dólares más. La baja de un solo centavo en la cotización del café
implica una pérdida de 65 millones de dólares para el conjunto de los países
productores. Desde 1964, como el precio continuó cayendo hasta 1968, se hizo
mayor la cantidad de dólares usurpados por el país consumidor, Estados Unidos,
a Brasil, país productor. Pero, ¿en beneficio de quién? ¿Del ciudadano que bebe
el café? En julio de 1968, el precio del café brasileño en Estados Unidos había
bajado un treinta por ciento en relación con enero de 1964. Sin embargo, el
consumidor norteamericano no pagaba más barato su café, sino un trece por
ciento más caro.
Los intermediarios se quedaron,
pues, entre el 64 y el 68, con trece y con aquel treinta: ganaron a dos puntas.
En el mismo espacio de tiempo, los precios que recibieron los productores
brasileños por cada bolsa de café se redujeron a la mitad. ¿Quiénes son los
intermediarios? Seis empresas norteamericanas disponen de más de la tercera
parte del café que entra en los Estados Unidos: son las firmas dominantes en
ambos extremos de la operación. La United Fruit (que ha pasado allanarse United Brands mientras escribo estas líneas)
ejerce el monopolio de la venta de bananas desde América Central, Colombia y
Ecuador, y a la vez monopoliza la importación y distribución de bananas en
Estados Unidos. De modo semejante, son empresas norteamericanas las que manejan
el negocio del café, y Brasil solo participa como proveedor y como víctima. Es
el estado brasileño el que carga con los stocks, cuando la
sobreproducción obliga a acumular reservas.
¿Acaso no existe, sin embargo, un
Convenio Internacional del Café para equilibrar los precios en el mercado? El
Centro Mundial de Información del Café publicó en Washington, en 1970, un
amplio documento destinado a convencer a los legisladores para que los Estados
Unidos prorrogaran, en septiembre, la vigencia de la ley complementaria
correspondiente al convenio. El informe asegura que el convenio ha beneficiado
en primer lugar a los Estados Unidos, consumidores de más de la mitad del café
que se vende en el mundo. La compra del grano sigue siendo una ganga. En el
mercado norteamericano, el irrisorio aumento del precio del café (en beneficio,
como hemos visto, de los intermediarios) ha resultado mucho menor que el alza
general del costo de la vida y del nivel interno de los salarios; el valor de
las exportaciones de los Estados Unidos se elevó, entre 1960 y 1969, una sexta
parte, y en el mismo período el valor de las importaciones de café, en vez de
aumentar, disminuyó. Además, es preciso tener en cuenta que los países
latinoamericanos aplican las deterioradas divisas que obtienen por la venta del
café, a la compra de esos productos norteamericanos encarecidos.
El café beneficia mucho más a
quienes lo consumen que a quienes lo producen. En Estados Unidos y en Europa
genera ingresos y empleos y moviliza grandes capitales; en América Latina paga
salarios de hambre y acentúa la deformación económica de los países puestos al
servicio. En Estados Unidos el café proporciona trabajo a más de seiscientas
mil personas: los norteamericanos ganan salarios infinitamente más altos que
los brasileños, colombianos, guatemaltecos, salvadoreños o haitianos que
siembran y cosechan el grano en las plantaciones. Por otra parte la CEPAL nos informa que, por
increíble que parezca, el café arroja más riquezas en las arcas estatales de
los países europeos, que la riqueza que deja en manos de los países
productores. En efecto, «en 1960 y 1961, las cargas fiscales totales
impuestas por los países de la Comunidad Europea al café latinoamericano
ascendieron a cerca de setecientos millones de dólares, mientras que los
ingresos de los países abastecedores (en términos del valor f.o.b. de las
mismas exportaciones) solo alcanzaron a seiscientos millones de dólares». Los
países ricos, predicadores del comercio libre, aplican el más rígido
proteccionismo contra los países pobres: convierten todo lo que tocan en oro
para sí y en lata para los demás –incluyendo la propia producción de los países
subdesarrollados. El mercado internacional del café copia de tal manera el
modelo de un embudo, que Brasil aceptó recientemente imponer altos impuestos a
sus exportaciones de café soluble para proteger, proteccionismo al revés, los
intereses de los fabricantes norteamericanos del mismo artículo. El café instantáneo producido en Brasil es más
barato y de mejor calidad que el de la floreciente industria de los Estados
Unidos, pero en el régimen de la libre competencia, está visto, unos son más
libres que otros.
En este reino del absurdo
organizado las catástrofes naturales se convierten en bendiciones del cielo
para los países productores. Las agresiones de la naturaleza levantan los
precios y permiten movilizar las reservas acumuladas. Las feroces heladas que
asolaron la cosecha de 1969 en Brasil condenaron a la ruina a numerosos
productores, sobre todo a los más débiles, pero empujaron hacia arriba la
cotización internacional del café y aliviaron considerablemente el stock
de sesenta millones de bolsas –equivalentes a dos tercios de la deuda externa
de Brasil- que el Estado había acumulado para defender los precios. El café
almacenado, que se estaba deteriorando y perdía valor progresivamente, podía
haber terminado en la hoguera. No sería la primera vez. A raíz de la crisis de
1929, que echó abajo los precios y contrajo el consumo, Brasil quemó 78
millones de bolsas de café: así ardió en llamas el esfuerzo de doscientas mil
personas durante cinco zafras. Aquella fue una típica crisis de una
economía colonial: vino de fuera.
La brusca caída de las ganancias
de los plantadores y los exportadores del café, un incendio de la moneda. Este
es el mecanismo usual en América latina para «socializar las pérdidas» del
sector exportador: se compensa en moneda nacional, a través de las
devaluaciones, lo que se pierde en divisas.
Pero el auge de los precios no
tiene mejores consecuencias. Desencadena grandes siembras, un crecimiento de la
producción, una multiplicación del área al cultivo del producto afortunado. El
estímulo funciona como un boomerang, porque la abundancia del producto
derriba los precios y provoca el desastre. Esto fue lo que ocurrió en 1958, en
Colombia, cuando se cosechó el café sembrado con tanto entusiasmo cuatro años
antes, y ciclos semejantes se han repetido a todo lo largo de la historia de
este país. Colombia depende del café y su cotización exterior hasta tal punto
que, «en Antioquia, la curva de matrimonio responde ágilmente a la curva de los
precios del café. Es típico de una estructura dependiente: hasta el momento
propicio para una declaración de amor en una loma antioqueña se decide en la
bolsa de Nueva York»
Diez años que desangraron a
Colombia
Allá por los años cuarenta, el
prestigioso economista colombiano Luis
Eduardo Nieto Arteta escribió una apología del café. El café había logrado lo
que nunca consiguieron, en los anteriores ciclos económicos del país, las minas
ni el tabaco, ni el añil ni la quina: dar nacimiento a un orden maduro y
progresista. Las fábricas textiles y otras industrias livianas habían nacido, y
no por casualidad, en los departamentos productores de café: Antoquia, Caldas,
Valle del Cauca, Cundimarca. Una democracia de pequeños productores agrícolas,
dedicados al café, había convertido a los colombianos en «hombres moderados y
sobrios». «El supuesto más vigoroso –decía-, para la normalidad en el
funcionamiento de la vida política colombiana ha sido la consecución de una
peculiar estabilidad económica. El café la ha producido, y con ella el sosiego
y la mesura».
Poco tiempo después, estalló la
violencia. En realidad, los elogios al café no habían interrumpido, como por
arte de magia, la larga historia de revueltas y represiones sanguinarias en
Colombia. Esta vez, durante diez años, entre 1948 y 1957, la guerra campesina
abarcó los minifundios y los latifundios, los desiertos y los sembradíos, los
valles y las selvas y los páramos andinos, empujó al éxodo a comunidades
enteras, generó guerrillas revolucionarias y bandas de criminales y convirtió
al país entero en un cementerio: se estima que dejó un saldo de ciento ochenta
mil muertos.
El baño de sangre coincidió con un
período de euforia económica para la clase dominante: ¿es lícito confundir la
prosperidad de una clase como el bienestar de un país? La
violencia había empezado como un enfrentamiento entre liberales y
conservadores, pero la dinámica del odio de clases fue acentuando cada vez más
su carácter de lucha social. Jorge Eliécer Gaitán, el caudillo liberal a quien
la oligarquía de su propio partido, entre despectiva y temerosa, llamaba «el
lobo» o «el Badulaque», había ganado un formidable prestigio popular y
amenazaba el orden establecido; cuando lo asesinaron a tiros, se desencadenó el
huracán.
Primero fue una marea humana
incontenible en las calles de la capital, el espontáneo «bogotazo», y en
seguida la violencia derivó al campo, donde, desde hacía un tiempo, ya las
bandas organizadas por los conservadores venían sembrando el terror. El odio
largamente masticado por los campesinos hizo explosión, y mientras el gobierno
enviaba policías y soldados a cortar testículos, abrir los vientres de las
mujeres embarazadas o arrojar a los niños al aire para ensartarlos a puntas de
bayoneta bajo la consigna de «no dejar ni la semilla», los doctores del Partido
Liberal se recluían en sus casas sin alterar los buenos modales ni el tono
caballeresco de sus manifiestos o, en el peor de los casos, viajaban al exilio.
Fueron los campesinos quienes pusieron los muertos. La guerra alcanzó extremos
de increíble crueldad, impulsada por un afán de venganza que crecía con la
guerra misma. Surgieron nuevos estilos de la muerte: en el «corte corbata», la
lengua quedaba colgando desde el pescuezo. Se sucedían las violaciones, los
incendios, los saqueos; los hombres eran descuartizados o quemados vivos,
desollados o partidos lentamente en pedazos; los batallones arrasaban las
aldeas y las plantaciones; los ríos quedaban teñidos de rojo; los bandoleros
otorgaban el permiso de vivir a cambio de tributos en dinero o cargamentos de
café y las fuerzas represivas expulsaban y perseguían a innumerables familias
que huían a las montañas a buscar refugio: en los bosques, parían las mujeres.
Los primeros jefes guerrilleros, animados por la necesidad de revancha pero sin
horizontes políticos claros, se lanzaban a la destrucción por la desnutrición,
el deshogo a sangre y fuego sin otros objetivos. Los nombres de los
protagonistas de la violencia (Teniente Gorila, Malasombra, El Cóndor, Piel
roja, El Vampiro, Avenegra, El Terror del Llano) no sugieren una epopeya de la
revolución. Pero el acento de rebelión social se imprimía hasta en las coplas
que cantaban las bandas:
Yo soy campesino puro
y no empecé la pelea
pero si me buscan ruido
la bailan con la más fea.
Y en definitiva, el terror
indiscriminado había aparecido también, mezclado con las reivindicaciones de
justicia, en la revolución mexicana de Emiliano Zapata y Pancho Villa. En
Colombia la rabia estallaba de cualquier manera, pero no es casual que de
aquella década de violencia nacieran las posteriores guerrillas políticas que,
levantando las banderas de la revolución social, llegaron a ocupar y controlar
extensas zonas del país. Los campesinos, asediados por la represión, emigraron
a las montañas y allí organizaron el trabajo agrícola y la autodefensa. Las
llamadas «repúblicas independientes» continuaron ofreciendo refugio a los
perseguidos después de que los conservadores y los liberales firmaron, en
Madrid, le pacto de la paz. Los dirigentes de ambos partidos, en un clima de
brindis y palomas, resolvieron turnarse sucesivamente en el poder en aras de la
concordia nacional y entonces comenzaron, ya de común acuerdo, la faena de la
«limpieza» contra los focos de perturbación del sistema. En una sola de las
operaciones, para abatir a los rebeldes de Marquetalia, se dispararon un millón
y medio de proyectiles, se arrojaron veinte mil bombas y se movilizaron, por
tierra y por aire, dieciséis mil soldados.
En plena violencia había un
oficial que decía: «A mí no me traigan cuentos. Tráiganme orejas» el sadismo de
la represión y la ferocidad de la guerra ¿podrían explicarse por razones
clínicas? ¿Fueron el resultado de la maldad natural de sus protagonistas?
Un hombre que cortó las manos de
un sacerdote, prendió fuego a su cuerpo y a su casa y luego lo despedazó y lo
arrojó a un caño, gritaba, cuando ya la guerra había terminado: «Yo no soy
culpable. Yo no soy culpable. Déjenme solo» Había perdido la razón, pero en
cierto modo la tenía: el horror de la violencia no hizo más que poner de
manifiesto el horror del sistema. Porque el café no trajo consigo la felicidad
y la armonía, como había profetizado Nieto Arteta. Es verdad que gracias al café
se activó la navegación del Magdalena y nacieron líneas de ferrocarril y
carreteras y se acumularon capitales que dieron origen a ciertas industrias,
pero el orden oligárquico interno y la dependencia económica ante los centros
extranjeros de poder no solo resultaron vulnerados por el proceso ascendente
del café, sino que, por el contrario, se hicieron infinitamente más agobiantes
para los colombianos. Cuando la década de la violencia llegaba a su fin, las
Naciones Unidas publicaban los resultados de su encuesta sobre la nutrición en
Colombia. Desde entonces la situación no ha mejorado en absoluto: un 88 por
ciento de los escolares de Bogotá padecía avitaminosis, un 78 por ciento sufría
arriboflavinosis y más de la mitad tenía un peso por debajo de lo normal; entre
los obreros, la avitaminosis castigaba al 71 por ciento y entre los campesinos
del valle de Tensa, al 78 por ciento.
La encuesta mostró «una marcada
insuficiencia de alimentos protectores –leche y sus derivados, huevos, carne,
pescado, y algunas frutas y hortalizas- que aportan conjuntamente proteínas,
vitaminas y sales».
No solo a la luz de los fogonazos
de las balas se revela una tragedia social. Las estadísticas indican que
Colombia ostenta un índice de homicidios siete veces mayor que el de los
Estados Unidos, pero también indican que la cuarta parte de los colombianos en
edad activa carece de trabajo fijo. Doscientas cincuenta mil personas se asoman
cada año al mercado laboral; la industria no genera nuevos empleos y en el
campo la estructura de latifundios y minifundios tampoco necesita más brazos:
por el contrario, expulsa sin cesar nuevos desocupados hacia los suburbios de
las ciudades. Hay en Colombia más de un millón de niños sin escuela.
Ello no impide que el sistema se
dé el lujo de mantener cuarenta y una universidades diferentes, públicas o
privadas, cada una con sus diversas facultades y departamentos, para la
educación de los hijos de la élite y de la minoritaria clase media[20].
La
varita mágica del mercado mundial despierta a Centroamérica.
Las tierras de la franja centroamericana llegaron a la mitad del siglo
pasado sin que se les hubiera inflingido mayores molestias. Además de los
alimentos destinados al consumo, América Central producía la grana y el añil,
con pocos capitales, escasa mano de obra y preocupaciones mínimas. La grana,
insecto que nacía y crecía sobre la espinosa superficie de los nopales,
disfrutaba, como el añil, de una sostenida demanda en la industria textil
europea. Ambos colorantes naturales murieron de muerte sintética cuando, hacia
1850, los químicos alemanes inventaron las anilinas y otras tintas más baratas
para teñir las telas. Treinta años después de esta victoria de los laboratorios sobre la naturaleza,
llegó el turno del café. Centroamérica se transformó. De sus plantaciones
recién nacidas provenía, hacia 1880, poco menos de la sexta parte de la
producción mundial de café. Fue a través de este producto como la región quedó
definitivamente incorporada al mercado internacional.
A los compradores ingleses sucedieron los alemanes y los
norteamericanos; los consumidores extranjeros dieron vida a una burguesía
nativa del café, que irrumpió en el poder político, a través de la revolución
liberal de Justo Rufino Barrios, a principios de la década de 1870. la especialización
agrícola desde fuera, despertó el furor de la apropiación de tierras y de
hombres: el latifundio actual nació, en Centroamérica, bajo las banderas de la
libertad de trabajo.
Así pasaron a manos privadas
grandes extensiones baldías, que pertenecían a nadie o a la iglesia o al Estado
y tuvo lugar el frenético despojo de las comunidades indígenas. A los
campesinos que se negaban a vender tierras se los enganchaba, por la fuerza, en
el ejército; las plantaciones se convirtieron en pudrideros de indios;
resucitaron los mandamientos coloniales, el reclutamiento forzoso de mano de
obra y las leyes contra la vagancia. Los trabajadores fugitivos eran
perseguidos a tiros; los gobiernos liberales modernizaban las relaciones de
trabajo instituyendo el salario, pero los asalariados se convertían en
propiedad de los flamantes empresarios del café. En ningún momento, todo a lo
largo del siglo transcurrido desde entonces, los períodos de altos precios se
hicieron notar sobre el nivel de los salarios, que continuaron siendo
retribuciones de hambre sin que las mejores cotizaciones del café se tradujeran
nunca en aumentos. Este fue uno de los factores que impidieron el desarrollo de
un mercado interno de consumo en los países centroamericanos. Como en todas
partes, el cultivo del café desalentó, en su expansión sin frenos, la
agricultura de alimentos destinados al mercado interno. También estos países
fueron condenados a padecer una crónica escasez de arroz, frijoles, maíz, trigo
y carne. Apenas sobrevivió una miserable agricultura de subsistencia, en las
tierras altas y quebradas donde el latifundio acorraló a los indígenas al
apropiarse de las tierras bajas de mayor fertilidad. En las montañas,
cultivando en minúsculas parcelas el maíz y los frijoles imprescindibles para
no caerse muertos, viven durante una parte del año los indígenas que brindan
sus brazos, durante las cosechas, a las plantaciones. Estas son las reservas de
mano de obra del mercado mundial. La situación no ha cambiado: el latifundio y
el minifundio constituyen, juntos, la unidad de un sistema que se apoya sobre
la despiadada explotación de la mano de obra nativa. En general, y muy
especialmente en Guatemala, esta estructura de apropiación de la fuerza de
trabajo aparece identificada con todo un sistema del desprecio racial: los
indios padecen el colonialismo interno de los blancos y los mestizos,
ideológicamente bendito por la cultura dominante, del mismo modo que los países
centroamericanos sufren el colonialismo extranjero.
Desde principios de siglo aparecieron también, en Honduras, Guatemala y
Costa Rica, los enclaves bananeros. Para trasladar el café a los puertos,
habían nacido ya algunas líneas de ferrocarril financiadas por el capital
nacional. Las empresas norteamericanas se apoderaron de esos ferrocarriles y
crearon otros, exclusivamente para el transporte del banano desde sus
plantaciones, al tiempo que implantaban el monopolio de los servicios de luz
eléctrica, correos, telégrafos, teléfonos y, servicio público no menos
importante, también el monopolio de la política: en Honduras, «una mula cuesta
más que un diputado» y en toda Centroamérica los embajadores de Estados Unidos
presiden más que los presidentes. La United Fruit Co. deglutió a sus competidores en
la producción y venta de bananas, se transformó en la principal latifundista de
Centroamérica, y sus filiales acapararon el transporte ferroviario y marítimo;
se hizo dueña de los puertos, y dispuso de aduana y policía propias. El dólar
se convirtió, de hecho, en la moneda nacional centroamericana.
Los
filibusteros al abordaje.
En la concepción geopolítica del imperialismo, América Central no es más
que un apéndice natural de los Estados Unidos. Ni siquiera Abraham Lincoln, que
también pensó en anexar sus territorios, pudo escapar a los dictados del
«destino manifiesto» de la gran potencia sobre sus áreas contiguas.
A mediados del siglo pasado, el filibustero William Walker, que operaba
en nombre de los banqueros Morgan y Garrison, invadió Centroamérica al frente
de una banda de asesinos que se llamaban a sí mismos «la falange americana de
los inmortales». Con el respaldo oficioso del gobierno de los Estados Unidos,
Walker robó, mató, incendió y se proclamó presidente, en expediciones
sucesivas, de Nicaragua, El Salvador y Honduras.
Reimplantó la esclavitud en los territorios que sufrieron su devastadora
ocupación, continuando, así, la obra filantrópica de su país en los estados que
habían sido usurpados, poco antes, a México.
A su regreso fue recibido en los Estados Unidos como héroe nacional.
Desde entonces se sucedieron las invasiones, las intervenciones, los
bombardeos, los empréstitos obligatorios y los tratados firmados al pie de
cañón. En 1912 el presidente William H. Taft afirmaba: «No está lejano el día
en que tres banderas de barras y estrellas señalen en tres sitios equidistantes
la extensión de nuestro territorio: una en el Polo Norte, otra en el canal de
Panamá y la tercera en el Polo Sur. Todo el hemisferio será nuestro, de hecho,
como, en virtud de nuestra superioridad racial, ya es nuestro moralmente. Taft
decía que el recto camino de la justicia en la política externa de los Estados
Unidos «no incluye en modo alguno una actividad intervención para asegurar a
nuestras mercancías y a nuestros capitalistas facilidades para las inversiones
y a nuestros capitalistas facilidades para las inversiones beneficiosas». Por
la misma época, el ex presidente Teddy Roosevelt recordaba en voz alta su
exitosa amputación de tierra a Colombia: «I took the Canal», decía el flamante
Premio Nobel de la Paz ,
mientras contaba cómo había independizado a Panamá. Colombia recibiría, poco
después, una indemnización de veintiocho millones de dólares: era el precio de
un país, nacido para que los Estados Unidos dispusieran de una vía de
comunicación entre ambos océanos.
Las empresas se apoderaban de tierras, aduanas, tesoros y gobiernos: los
marines desembarcaban por todas partes para «proteger la vida y los
intereses de los ciudadanos norteamericanos», coartada igual a la que
utilizarían, en 1965, para borrar con agua bendita las huellas del crimen de la Dominicana. La
bandera envolvía otras mercaderías. El comandante Smedley D. Butler, que
encabezó muchas de las expediciones, resumía así su propia actividad, en 1935,
ya retirado: «Me he pasado treinta y tres años y cuatro meses en el servicio
activo, como miembro de la más ágil fuerza militar de este país: el Cuerpo de
Infantería de Marina. Serví en todas las jerarquías, desde teniente segundo
hasta general de división. Y durante todo ese período me pasé la mayor parte del tiempo en funciones de
pistolero de primera clase para los Grandes Negocios, para Wall Street y los
banqueros. En una palabra, fui un pistolero de primera clase... Así, por
ejemplo, en 1914 ayudé a hacer que México y en especial Tampico, resultasen una
presa fácil para los intereses petroleros norteamericanos. Ayudé a hacer que
Haití y Cuba fuesen lugares decentes para el cobro de rentas por parte del
National City Bank... En 1909 – 1912 ayudé a purificar a Nicaragua para la casa
bancaria internacional de Brown Brothers. En 1916 llevé la luz a la Republica Dominicana ,
en nombre de los intereses azucareros norteamericanos. En 1930 ayudé a
“pacificar” a Honduras en beneficio de las compañías fruteras norteamericanas».
En los primeros años del siglo, el filósofo William James había dictado una
sentencia poco conocida: «El país ha vomitado de una vez y para siempre la Declaración de
Independencia... »
Por no poner más que un ejemplo, los Estados Unidos ocuparon Haití
durante veinte años y allí, en ese país negro que había sido el escenario de la
primera revuelta victoriosa de esclavos, introdujeron la segregación racial y
el régimen de trabajos forzados, mataron mil quinientos obreros en una de sus
operaciones de represión (según la investigación del Senado norteamericano en
1922) y, cuando el gobierno local se negó a convertir el Banco Nacional en un sucursal del National City
Bank de Nueva York, suspendieron el pago de sus sueldos al presidente y a sus
ministros, para que recapacitaran.
Historias semejantes se repetían en las demás islas del Caribe y en toda
América Central, el espacio geopolítico de Mare Nostrum del Imperio, al
ritmo alternado del big stick o
de «la diplomacia del dólar».
El Corán menciona al plátano entre
los árboles del paraíso, pero la humanización de Guatemala, Honduras, Costa
Rica, panamá, Colombia y Ecuador permite sospechar que se trata de un árbol del
infierno. En Colombia, la
United Fruit se había hecho dueña del mayor latifundio del
país cuando estalló, en 1928, una gran huelga a la costa atlántica. Los obreros
bananeros fueron aniquilados a balazos, frente a una estación de ferrocarril.
Un decreto oficial había sido dictado: «Los hombres de fuerza pública quedan
facultados para castigar por las armas... » y después no hubo necesidad de
dictar ningún decreto para borrar la matanza de la memoria oficial del país[21].
Miguel Ángel Asturias narró el proceso de la conquista y el despojo de
Centroamérica.
El papa verde era Minor Keith, rey
sin corona de la región entera, padre de la United Fruit ,
devorador de países. «Tenemos muelles, ferrocarriles, tierras, edificios,
manantiales –enumeraba el presidente-; corre el dólar se habla el inglés y se
enarbola nuestra bandera...» «Chicago no podía menos que sentir orgullo de ese
hijo que marchó con una mancuerna de pistolas y regresaba a reclamar su puesto
entre los emperadores de la carne, reyes de los ferrocarriles, reyes del cobre,
reyes de la goma de mascar[22]».
En el paralelo 42 John Dos Passos trazó la rutilante biografía de Keith,
biografía de la empresa: «En Europa y Estados Unidos la gente había comenzado a
comer plátanos, así que tumbaron la selva a través de América Central para
sembrar plátanos y construir ferrocarriles para transportar los plátanos y cada
año más vapores de la
Great White Flete iban hacia el norte repleto de plátanos, y
esa es la historia del imperio norteamericano en el Caribe y del canal de
Panamá y del futuro camnal de Nicaragua y los marines y los acorazados y
las bayonetas... ».
Las tierras quedaban tan exhaustas
como los trabajadores: a las tierras les robaban el humus y a los trabajadores
los pulmones, pero siempre había nuevas tierras para explotar y más
trabajadores para exterminar. Los dictadores, próceres de opereta, velaban por
el bienestar de la United
Fruit con le cuchillo entre los dientes. Después, la
producción de bananas fue decayendo y la
omnipotencia de la empresa frutera sufrió varias crisis, pero América Central
continúa siendo, en nuestros días, un santuario del lucro para los aventureros
aunque el café, el algodón y el azúcar hayan derribado a los plátanos de su
sitial de privilegio. En 1970 las bananas son la principal fuente de divisas
para honduras y Panamá y, en América del Sur, para Ecuador. Hacia 1930 América
Central exportaba 38 millones anuales de racimos y la United Fruit pagaba a
Honduras un centavo de impuesto por cada racimo. No había manera de controlar
el pago del mini impuesto (que después subió un poquito), ni la hay, porque aún
hoy la United Fruit
exporta e importa lo que se le ocurre al margen de las aduanas estatales. La
balanza comercial y la balanza de pagos del país son obras de ficción a cargo
de los técnicos de imaginación pródiga.
La crisis de los años treinta: «Es
un crimen más grande matar a una hormiga que a un hombre»
El café del mercado
norteamericano, de su capacidad de consumo y de sus precios; las bananas eran
un negocio norteamericano y para norteamericanos. Y estalló, de golpe, la
crisis de 1929. El crack de la
Bolsa de Nueva York, que hizo crujir los cimientos del
capitalismo mundial, cayó en el Caribe como un gigantesco bloque de piedra en
un charquito. Bajaron verticalmente los precios del café y de las bananas, y no
menos verticalmente descendió el volumen de las ventas. Los desalojos
campesinos recrudecieron con violencia febril, el desempleo cundió en el campo
y en las ciudades, se levantó una oleada de huelgas; se abatieron bruscamente
los créditos, las inversiones y los gastos públicos, los sueldos de los
funcionarios del estadio se redujeron casi a la mitad en Honduras, Guatemala y
Nicaragua. El equipo de dictadores llegó sin demora para aplastar las tapas de
las marmitas; se abría la época de la política de la Buena Vecindad en
Washington, pero era preciso contener a sangre y fuego la agitación social que,
por todas partes, hervía. Alrededor de veinte años – unos más, otros menos-
permanecieron en el poder Jorge Ubico en Guatemala, Maximiliano Hernández
Martínez en El Salvador, Tiburcio Carías en Honduras y Anastasio Souza en Nicaragua.
La epopeya de Augusto César
Sandino conmovía al mundo. La larga lucha del jefe guerrillero de Nicaragua
había derivado a la reivindicación de la tierra y levantaba en vilo la ira
campesina. Durante siete años, su pequeño ejército en harapos peleó, a la vez,
contra los doce mil invasores norteamericanos y contra los miembros de la
guardia nacional. Las granadas se hacían con latas de sardinas llenas de
piedras, los fusiles Springfield se arrebataban al enemigo y no faltaban
machetes; el asta de la bandera era un palo sin descortezar y en vez de botas
los campesinos usaban, para moverse en las montañas enmarañadas, un atira de
cuero llamada caite. Con música de Adelita, los guerrilleros
cantaban
En
Nicaragua, señores,
le pega el
ratón al gato
Ni el poder de fuego de la Infantería de Marina ni
las bombas que arrojaban los aviones resultaban suficientes para aplastar a los
rebeldes de Las Segovias. Tampoco las calumnias que derramaban por el mundo
entero las agencias informativas. Associated Press y United Press, cuyos
corresponsales en Nicaragua eran dos norteamericanos que tenían en sus manos la
aduana del país. En 1932, Sandino presentía: «Yo no viviré mucho tiempo». Un
año después, el influjo de la política norteamericana de la Buena Vecindad , se celebraba
la paz. El jefe guerrillero fue invitado por el presidente a una reunión
decisiva en Managua. Por el camino cayó muerto en una emboscada. El asesino,
Anastasio Somoza, sugirió después que la ejecución había sido ordenada por el
embajador norteamericano Arthur Bliss Lane. Somoza, por entonces jefe militar,
no demoró mucho en instalarse en el poder. Gobernó Nicaragua durante un cuarto
de siglo y luego sus hijos recibieron, en herencia, el cargo. Antes de cruzarse
el pecho con la banda presidencial, Somoza se había condecorado a sí mismo con la Cruz del valor, la medalla de
Distinción y, la medalla Presidencial al Mérito. Ya en el poder, organizó
varias matanzas y grandes celebraciones, para las cuales disfrazaba de romanos,
con sandalias y cascos, a sus soldados; se convirtió en el mayor productor de
café del país, con 46 fincas, y también se dedicó a la cría de ganado en otras
51 haciendas. Nunca le faltó tiempo, sin embargo, para sembrar también el
terror. Durante su larga gestión de gobierno, no pasó, la verdad sea dicha,
mayores necesidades, y recordaba con cierta tristeza los años juveniles, cuando
debía falsificar monedas de oro para poder divertirse.
También en El Salvador estallaron
las tensiones como consecuencia de la crisis. Casi la mitad de los obreros
bananeros de Honduras eran salvadoreños y muchos fueron obligados a retornar a
su país, donde no había trabajo para nadie. En la región de Izalco, se produjo
un gran levantamiento campesino en 1932, que se propagó rápidamente a todo el
occidente del país. El dictador Martínez envió a los soldados, con equipos
modernos, a combatir contra los «bolcheviques». Los indios pelearon a machete
contra las ametralladoras y el episodio se cerró con diez mil muertos. Martínez, un brujo vegetariano y teósofo,
sostenía que «es un crimen más grande matar a una hormiga que a un hombre,
porque el hombre al morir reencarna, mientras que la hormiga muere
definitivamente». Decía que él estaba protegido por «legiones invisibles» que
le daban cuenta de todas las conspiraciones y mantenía comunicación telepática
directa con le presidente de los Estados Unidos.
Un reloj de péndulo le indicaba,
sobre le plato, si la comida estaba envenenada; sobre un mapa le señalaba los
lugares donde se escondían enemigos políticos y tesoros de piratas. Solía
enviar notas de condolencia a los padres de sus víctimas y en el patio de su
palacio pastaban los ciervos. Gobernó hasta 1944. Las matanzas se
sucedían por todas partes. En 1933, Jorge Ubico en Guatemala a un centenar de
dirigentes sindicales, estudiantiles y políticos, al tiempo que reimplantaba
las leyes contra «la vagancia de los indios. Cada indio debía llevar una
libreta donde constaban sus días de trabajo; si no se consideraban suficientes,
pagaba la deuda en la cárcel o arqueando la espalda sobre la tierra,
gratuitamente, durante medio año. En la insalubre costa del pacífico, los
obreros que trabajan hundidos hasta las rodillas en el barco cobraban treinta
centavos por día, y la
United Fruit demostraba que Ubico la había obligado a rebajar
los salarios. En 1944, poco antes de la caída del dictador, el Reader’s
Digest publicó un artículo ardiente de elogios: este profeta del Fondo
Monetario Internacional había evitado la inflación bajando los salarios, de un
dólar a veinticinco centavos diarios, para la construcción de la carretera
militar de emergencia, y de un dólar a cincuenta centavos diarios, para la
construcción de la carretera militar de emergencia, y de un dólar cincuenta
centavos para los trabajos de la base aérea en la capital. Por esta época,
Ubico otorgó a los señores del café y a las empresas bananeras el permiso para
matar: «Estarán exentos de responsabilidad criminal los propietarios de
fincas... ». El decreto llevaba el número 2795 y fue reestablecido en 1967,
durante el democrático y representativo gobierno de Méndez Montenegro.
Como todos los tiranos del Caribe,
Ubico se creía Napoleón. Vivía rodeado de bustos y cuadros del Emperador, que
tenía, según él, su mismo perfil. Creía en la disciplina militar: militarizó a
los empleados de correo, a los niños de las escuelas y a la orquesta sinfónica.
Los integrantes de la orquesta tocaban de uniforme, a cambio de nueve dólares
mensuales, las piezas que Ubico elegía y con la técnica y los instrumentos por
él dispuestos. Consideraba que los hospitales eran para los maricones, de modo
que los pacientes recibían asistencia en los suelos de los pasillos y los
corredores, si tenían la desgracia de ser pobres además de enfermos.
¿Quién desató la violencia en
Guatemala?
En 1944, Ubico cayó de su
pedestal, barrido por los vientos de una revolución de sello liberal que
encabezaron algunos jóvenes oficiales y universitarios de la clase media, Juan
José Arévalo, elegido presidente, puso en marcha un vigoroso plan de educación
y dictó un nuevo Código del Trabajo para proteger a los obreros del campo y de
las ciudades. Nacieron varios
sindicatos; la United
Fruit Co., dueña de vastas tierras, el ferrocarril y el
puerto, virtualmente exonerada de impuestos y libre de controles, dejó de ser
omnipotente en sus propiedades. En 1951, en su discurso de despedida, Arévalo
reveló que había debido sortear treinta y dos conspiraciones financiadas por la
empresa. El gobierno de Jacobo Arbenz continuó y profundizó el ciclo de
reformas. Las carreteras y el nuevo puerto de San José rompían el monopolio de
la frutera sobre los transportes y la exportación. Con capital nacional, y sin
tender la mano ante ningún banco extranjero, se pusieron en marcha diversos
proyectos de desarrollo que conducían a la conquista de la independencia. En
junio de 1952, se aprobó la reforma agraria, que llegó a beneficiar a más de
cien mil familias, aunque solo afectaba a las tierras improductivas y pagaba
indemnización, en bonos, a los propietarios expropiados. La United Fruit solo
cultivaba el ocho por ciento de sus tierras, extendidas entre ambos
océanos.
La reforma agraria se proponía
«desarrollar la economía capitalista campesina y la economía capitalista de la
agricultura en general», pero una furiosa campaña de propaganda internacional
se desencadenó contra Guatemala: «La cortina de hierro está descendiendo sobre
Guatemala, vociferaban las radios, los diarios y los próceres de la OEA. El coronel Castillo
Armas, graduado en Fort Leavenworth, Kansas, abatió sobre su propio país las
tropas entrenadas y pertrechadas, al efecto, en los Estados Unidos. El
bombardeo de los F-47, con aviadores norteamericanos, respaldó la invasión.
«Tuvimos que deshacernos de un gobierno comunista que había asumido el poder»,
diría nueve años más tarde, Dwight Eisenhower. Las declaraciones del embajador
norteamericano en Honduras ante una subcomisión del senado de los Estados
Unidos, revelaron el 27 de julio de 1961 que la operación libertadora de 1954
había sido realizada por un equipo del que formaban parte, además de él mismo,
los embajadores ante Guatemala, Costa Rica y Nicaragua.
Allen Dulles, que en aquella época
era el hombre número uno de la CIA ,
les había enviado telegramas de felicitación por la faena cumplida.
Anteriormente, el bueno de Allen había integrado el directorio de la United Fruit Co. Su
sillón fue ocupado, un año después de la invasión, por otro directivo de la CIA , el general Walter Bedell
Smith Foster Dulles, hermano de Allen, se había encendido de impaciencia en la
conferencia de la OEA
que dio el visto bueno a la expedición militar contra Guatemala. Casualmente,
en sus escritorios de abogado habían redactados, en tiempos del dictador Ubico
los borradores de los contratos de la United Fruit.
La caída de Arbenz marcó a fuego
la historia posterior del país. Las mismas fuerzas que bombardearon la ciudad
de Guatemala, Puerto Barrios y el puerto
de San José al atardecer del 18 de junio de 1954, están hoy en el poder. Varias
dictaduras feroces sucedieron a la intervención extranjera, incluyendo el
período de Julio César Méndez Montenegro (1966 – 1970), quien proporcionó a la
dictadura el decorado de un régimen democrático, Méndez Montenegro había
prometido una reforma agraria, pero se limitó a firmar la autorización para que
los terratenientes portaran armas, y las usaran.
La reforma agraria de Arbenz había
saltado en pedazos cuando Castillo Armas cumplió su misión devolviendo las
tierras a la United Fruit
y a los otros terratenientes expropiados.
1967 fue el peor de los años del
ciclo de la violencia inaugurando en 1954. un sacerdote católico norteamericano
expulsado de Guatemala, el padre Thomas Melville, informaba al National
Catholic Reporter en enero de 1968: en poco más de un año, los grupos
terroristas de la derecha habían asesinado a más de dos mil ochocientos
intelectuales, estudiantes, dirigentes sindicales y campesinos que habían
«intentado combatir las enfermedades de la sociedad guatemalteca» El cálculo
del padre Melville se hizo en base a la información de la prensa, pero de la
mayoría de los cadáveres nadie informó nunca, eran indios sin nombre ni origen
conocidos, que el ejército incluía, algunas veces, solo como números, en las
partes de las victorias contra la subversión. La represión indiscriminada formaba
parte de la campaña militar de «cerco y aniquilamiento» contra movimientos
guerrilleros. De acuerdo con el nuevo código en vigencia, los miembros de los
cuerpos de seguridad no tenían responsabilidad penal por homicidios, y los
partes policiales o militares se consideraban plena prueba en los juicios. Los
finqueros y sus administradores fueron legalmente equiparados a la calidad de
autoridades locales, con derecho a portar armas y formar cuerpos represivos. No
vibraron los teletipos del mundo con las primicias de la sistemática
carnicería, no llegaron a Guatemala los periodistas ávidos de noticias, no se
escucharon voces de condenación. El mundo estaba de espaldas, pero Guatemala
sufría una larga noche de San Bartolomé. La aldea Cajón del Río quedó sin hombres,
y a los de la aldea Tituque les revolvieron las tripas a cuchillo y a los de
Piedra Parada los desollaron vivos y quemaron vivos a los de Agua Blanca de
Ipala, previamente baleados en las piernas; en el centro de la plaza de San
Jorge clavaron en una pica la cabeza de un campesino rebelde. En Cerro Gordo,
llenaron de alfileres las pupilas de Jaime Velásquez, el cuerpo de Ricardo
Miranda fue encontrado con treinta y ocho perforaciones y la cabeza de Haroldo
Silva, sin el cuerpo de Haroldo Silva, la borde de la carretera a San Salvador;
en Los Mixcos cortaron la lengua de Ernesto Chinchilla; en la fuente del Ojo de
Agua, los hermanos Oliva Aldana fueron cosidos a tiros con las manos atadas a
la espalda y los ojos vendados; el cráneo de José Guzmán se convirtió en un
rompecabezas de piezas minúsculas arrojadas al camino; de los pozos de San
Lucas Sacatepequez emergían muertos en vez de agua; los hombres amanecían sin
manos ni pies en la finca Miraflores. A las amenazas sucedían las ejecuciones o
la muerte acometía, sin aviso, por la nuca; en las ciudades se señalaban con
cruces negras las puertas de los sentenciados. Se los ametrallaba al salir, se
arrojaban los cadáveres a los barrancos.
Después no cesó la violencia. Todo
a lo largo del tiempo del desprecio y de la cólera inaugurado en 1954, la
violencia ha sido y sigue siendo una transpiración natural de Guatemala.
Continuaron apareciendo, uno cada cinco horas, los cadáveres en los ríos o al
borde de los caminos, los rostros sin rasgos, desfigurados por la tortura, que
no serán identificados jamás. También continuaron, y en mayor medida, las
matanzas más secretas: los cotidianos genocidios de la miseria. Otro sacerdote
expulsado, el padre Blase Bonpane, denunciaba en le Washington Post, en 1968, a
esta sociedad enferma: «De las setenta mil personas que cada año mueren en
Guatemala, treinta mil son niños. La tasa de mortalidad infantil en Guatemala
es cuarenta veces más alta que la de los Estados Unidos».
La
primera Reforma Agraria de América Latina: un siglo y medio de derrotas para
José Artigas.
A carga de lanza de machete, habían sido los
desposeídos quienes realmente pelearon, cuando despuntaba el siglo XIX, contra
el poder español en los campos de América. La independencia no los recompensó:
traicionó las esperanzas de los que habían derramado su sangre. Cuando la paz
llegó, con ella se reabrió el tiempo de la decadencia. Los dueños de la tierra
y los grandes mercaderes aumentaron sus fortunas, mientras se extendía la
pobreza de las masas populares. Al mismo tiempo, y la ritmo de las intrigas de
los nuevos dueños de América Latina, los cuatro virreinatos del imperio español
saltaron en pedazos y múltiples países nacieron como esquirlas de la unidad
nacional pulverizada. La idea de «nación» que el patriciado latinoamericano
engendró se parecía demasiado a la imagen de un puerto activo, habitado por la
clientela mercantil y financiera del imperio británico, con latifundios y
socavones a la retaguardia. La legión de parásitos que había recibido los pares
de la guerra de independencia bailando minué en los salones de las ciudades,
brindaba por la libertad de comercio en copas de cristalería británica. Se
pusieron de moda las más altisonantes consignas republicanas de la burguesía
europea: nuestros países se ponían al servicio de los industriales ingleses y
de los pensadores franceses. ¿Pero por qué «burguesía nacional» era la nuestra,
formada por los terratenientes, los grandes traficantes, comerciantes y
especuladores, los políticos de levita y los doctores sin arraigo? América
Latina tuvo pronto sus constituciones burguesas, muy barnizadas de liberalismo,
pero no tuvo, en cambio, una burguesía creadora, al estilo europeo o
norteamericano, que se propusiera como misión histórica el desarrollo de un
capitalismo nacional pujante. Las burguesías de estas tierras habían nacido
simples como instrumentos del
capitalismo internacional, prósperas piezas del engranaje mundial que sangraba
a las colonias y a las semicolonias. Los burgueses de mostrador, usureros y comerciantes,
que acapararon el poder político, no tenían el menor interés en impulsar el
ascenso de las manufacturas locales, muertas en el huevo cuando el libre cambio
abrió las puertas a la avalancha de las mercancías británicas. Sus socios, los
dueños de la tierra, no estaban, por su parte, interesados en resolver « la
cuestión agraria», sino a la medida de sus propias conveniencias. El latifundio
se consolidó sobre el despojo, todo a lo largo del siglo XX. La
reforma agraria fue, en la región, una bandera temprana.
Frustración económica, frustración social,
frustración nacional: una historia de traiciones sucedió a la independencia, y
América Latina, desgarrada por sus nuevas fronteras, continuó condenada al
monocultivo y a la dependencia. En 1824, Simón Bolívar dictó el decreto de
Trujillo para proteger a los indios de Perú y reordenar allí el sistema de la
propiedad agraria: sus disposiciones legales no hirieron en absoluto los
privilegios de la oligarquía peruana, que permanecieron intactos, pese a los
buenos propósitos del Libertador, y los indios continuaron tan explotados como
siempre. En México, Hidalgo y Morelos habían caído derrotados tiempo antes y
transcurriría un siglo antes de que rebotaran los frutos de su prédica por la
emancipación de los humildes y la reconquista de las tierras usurpadas. Al sur,
José Artigas encarnó la revolución agraria. Este caudillo, con tanta saña
calumniado y tan desfigurado por la historia oficial, encabezó a las masas
populares de los territorios que hoy ocupan Uruguay y las provincias argentinas
de Santa Fe, Corrientes, Entre Ríos, y
Córdoba, en el ciclo heroico de 1811 a 1820.
Artigas quiso echar las bases económicas, sociales y
políticas de una Patria Grande en los límites del antiguo Virreinato del Río de la Plata , y fue el más
importante y lúcido de los jefes federales que pelearon contra el centralismo
aniquilador del puerto de Buenos Aires. Luchó contra los españoles y los
portugueses y finalmente sus fuerzas fueron trituradas por el juego de pinzas
de Río de Janeiro y Buenos Aires, instrumentos del Imperio británico, y por la
oligarquía que, fiel a su estilo, lo traicionó no bien se sintió, a su vez,
traicionada por el programa de reivindicaciones sociales del caudillo.
Seguían a Artigas, lanza en mano, los patriotas. En
su mayoría eran paisanos pobres, gauchos montaraces, indios que recuperaban en
la lucha el sentido de la dignidad; esclavos que ganaban la libertad
incorporándose al ejército de la Independencia. La revolución de los jinetes
pastores incendiaba la pradera. La traición de Buenos Aires, que dejó en manos
del poder español y las tropas portuguesas, en 1811, el territorio que hoy
ocupa Uruguay, provocó el éxodo masivo de la población hacia el norte.
El pueblo en armas se hizo pueblo en marcha; hombres
y mujeres, viejos y niños, lo abandonaban todo tras las huellas del cuadillo,
en una caravana de peregrinos sin fin. En el norte, sobre el río Uruguay,
acampó Artigas,, con las caballadas y las carretas y en el norte establecería,
poco tiempo después, su gobierno. En 1815 Artigas controlaba vastas comarcas
desde su campamento de Purificación, en Paysandú. «¿Qué les parece que vi?
–narraba un viajero inglés-. ¡El
Excelentísimo Señor Protector de la mitad del Nuevo Mundo estaba sentado en una
cabeza de buey, junto a un fogón encendido en el suelo fangoso de su rancho,
comiendo carne del asador y bebiendo ginebra en un cuerno de vaca! Lo rodeaba
una docena de oficiales andrajosos... » De todas partes llegaban, al galope,
soldados, edecanes y exploradores. Paseándose con las manos en la espalda,
Artigas dictaba los decretos revolucionarios de su gobierno. Dos secretarios
–no existía el papel carbón- tomaban nota. Así nació la primera reforma agraria
de América Latina, que se aplicaría durante un año en la «Provincia Oriental»,
hoy Uruguay, y que sería hecha trizas por una nueva invasión portuguesa, cuando
la oligarquía abriera las puertas de Montevideo al general Lecor y lo saludara
como a un libertador y lo condujera bajo palio a un solemne Tedéum, honor al
invasor, ante los altares de la catedral. Anteriormente, Artigas había
promulgado también un reglamento aduanero que gravaba con un fuerte impuesto la
importación de mercaderías extranjeras competitivas de las manufacturas y
artesanías de tierra adentro, de considerable desarrollo en algunas regiones
hoy argentinas comprendidas en los dominios del caudillo, a la par que liberaba
la importación de los bienes de producción necesarios al desarrollo económico y
adjudicaba un gravamen insignificante a los artículos americanos, como la yerba
y el tabaco de Paraguay. Los sepultureros de la revolución también enterrarían
el reglamento aduanero.
El código agrario de 1815 –tierra libre, hombres
libres- fue «la más avanzada y gloriosa constitución» de cuantas llegarían a
conocer los uruguayos. Las ideas de Capomanes y Jovellanos en el ciclo
reformista de Carlos III influyeron sin duda sobre el reglamento de Artigas,
pero este surgió, en definitiva, como una respuesta revolucionaria a la
necesidad nacional de recuperación económica y de justicia social. Se decretaba
la expropiación y el reparto de las tierras de los «malos europeos y peores
americanos» emigrados a raíz de la revolución y no indultados por ella. Se
denominaba la tierra de los enemigos sin indemnización alguna, y a los enemigos
pertenecía, dato importante, la inmensa mayoría de los latifundios. Los hijos
no pagaban la culpa de los padres: el reglamento les ofrecía lo mismo que a los
patriotas pobres. Las tierras se repartían de acuerdo con el principio de que
«los más infelices serán los más privilegiados». Los indios tenían en la
concepción de Artigas, «el principal derecho». El sentido esencial de esta
reforma agraria consistía en asentar sobre la tierra a los pobres del campo,
convirtiendo en paisano al gaucho acostumbrado a la vida errante de la guerra y
a las faenas clandestinas y el contrabando en tiempos de paz. Los gobiernos
posteriores de la cuenca del Plata reducirán a sangre y fuego al gaucho,
incorporándolo por la fuerza a las peonadas de las grandes estancias, pero
Artigas había querido hacerlo propietario: «Los gauchos alzados comenzaban a
gustar del trabajo honrado, levantaban ranchos y corrales, plantaban sus
primeras sementeras».
La intervención extranjera terminó con todo. La
oligarquía levantó cabeza y se vengó. La legislación desconoció, en lo
sucesivo, la validez de las donaciones de tierras realizadas por Artigas. Desde
1820 hasta fines del siglo fueron desalojados, a tiros, los patriotas pobres
que habían sido beneficiados por la reforma agraria. No conservarían «otra
tierra que la de sus tumbas». Derrotado, Artigas se había marchado a Paraguay,
a morirse solo al cabo de un largo exilio de austeridad y silencio. Los títulos
de propiedad por él expedidos no valían nada: el fiscal de gobierno, Bernardo
Bustamante, afirmaba, por ejemplo, que se advertía a primera vista «la
despreciabilidad que caracterizaba a los indicados documentos».
Mientras tanto, su gobierno se aprestaba a celebrar,
ya restaurado el «orden», la primera constitución de un Uruguay independiente,
desgajado de la patria grande por la que Artigas había, en vano, peleado.
El reglamento de 1815 contenía disposiciones
especiales para evitar la acumulación de tierras en pocas manos. En nuestros
días, el campo uruguayo ofrece el espectáculo de un desierto: quinientas
familias monopolizan la mitad de la tierra total y, constelación del poder,
controlan también las tres cuartas partes del capital invertido en la industria
y en la banca. Los proyectos de reforma agraria se acumulan, unos sobre otros,
en el cementerio parlamentario, mientras el campo se despuebla: los desocupados
se suman a los desocupados y cada vez hay menos personas dedicadas a las tareas
agropecuarias, según el dramático registro de los censos sucesivos. El país
vive de la lana y de la carne, pero en sus praderas pastan, en nuestros días,
menos ovejas y menos vacas que a principios de siglo. El atraso de los métodos
de producción se refleja en los bajos rendimientos de la ganadería –librada a
la pasión de los toros y los carneros en primavera, a las lluvias periódicas y
a la fertilidad natural del suelo- y también en la pobre productividad de los
cultivos agrícolas. La producción de carne por animal no llega ni a la mitad de
la que obtienen Francia o Alemania, y otro tanto ocurre con la leche en
comparación con Nueva Zelanda, Dinamarca y Holanda; cada oveja rinde un kilo
menos de lana que en Australia. Los rendimientos de trigo por hectárea son tres
veces menores que los de Francia, y en el maíz, los rendimientos de los Estados
Unidos superan en siete veces a los de Uruguay. Los grandes propietarios, que
evaden sus ganancias al exterior, pasan sus veranos en Punta del Este., y
tampoco en invierno, de acuerdo con su propia tradición, residen en sus
latifundios, a los que vistan de vez en cuando en avioneta: hace un siglo,
cuando se fundó la
Asociación Rural , dos terceras partes de sus miembros tenían
ya su domicilio en la capital. La producción extensiva, obra de la naturaleza y
los peones hambrientos, no implica mayores dolores de cabeza.
Y por cierto que brinda ganancias. Las rentas y las
ganancias de los capitalistas ganaderos suman no menos de 75 millones de
dólares por año en la actualidad[23].
Los rendimientos productivos son bajos, pero los beneficios muy altos, a causa
de los bajísimos costos. Tierra sin hombres, hombres sin tierra: los mayores
latifundios ocupan, y no todo el año, apenas dos personas por cada mil
hectáreas. En los rancheríos, al borde de las estancias, se acumulan,
miserables, las reservas siempre disponibles de mano de obra. El gaucho de las
estampas folklóricas, tema de cuadros y poemas, tiene poco que ver con el peón
que trabaja, en la realidad, las tierras anchas y ajenas. Las alpargatas
bigotudas ocupan el lugar de las botas de cuero; un cinturón común, o a veces
una simple piola, sustituye los anchos cinturones con adornos de oro y plata.
Quienes producen la carne han perdido el derecho de comerla: los criollos muy
rar vez tienen acceso al típico asado criollo, la carne jugosa y tierna
dorándose a las brasas. Aunque las estadísticas internacionales sonríen
exhibiendo promedios engañosos, la verdad es que el “ensopado”, guiso de fideos
y achuras de capón, constituye la dieta básica, falta de proteínas, de los
campesinos en Uruguay.
Artemio Cruz y la segunda muerte
de Emilio Zapata
Exactamente un siglo después del reglamento de
tierras de Artigas, Emiliano Zapata puso en práctica, en su comarca
revolucionaria del sur de México, una profunda reforma agraria.
Cinco años antes, el dictador Porfirio Díaz había
celebrado con grandes fiestas, el primer centenario del grito de Dolores: los
caballeros de levita, México oficial, olímpicamente ignoraban el México real
cuya miseria alimentada sus esplendores. En la república de los parias, los
ingresos de los trabajadores. En la república de los parias, los ingresos de
los trabajadores no habían aumentado en un solo centavo desde el histórico
levantamiento del cura Miguel Hidalgo. En 1910, poco más de ochocientos
latifundistas, muchos de ellos extranjeros, poseían casi todo el territorio
nacional.. eran señoritos de ciudad, que vivían en la capital o en Europa y muy
de vez en cuando visitaban los cascos de los latifundios, donde dormían
parapetados tras altas murallas de piedra oscura sostenidas por robustos
contrafuertes.
Al otro lado de las murallas, en las cuadrillas, los
peones se amontonaban en cuartuchos de adobe. Doce millones de personas
dependían, en una población total de quince millones, de los salarios rurales;
los jornales se pagaban casi por entero en las tiendas de raya de las
haciendas, traducidos, a precios de fábula, en frijoles, harina y aguardiente.
La cárcel, el cuartel y la sacristía tenían a su cargo la lucha contra los
defectos naturales de los indios, quienes, al decir de un miembro de una
familia ilustre de la época, nacían «flojos, borrachos y ladrones». La
esclavitud, atado el obrero por deudas que se heredaban o por contrato legal,
era el sistema real de trabajo en las plantaciones de henequén de Yucatán, en
las vegas de tabaco del valle Nacional, en los bosques de madera y frutas de
Chiapas y Tabasco y en las plantaciones de caucho, café, caña de azúcar, tabaco
y frutas de Veracruz, Oaxaca y Morelos. John Kenneh Turner, escritor
norteamericano, denunció en le testimonio de su visita. Que «los Estados Unidos
han convertido virtualmente a Porfirio Díaz en un vasallo político y, en
consecuencia, han transformado a México en una colonia esclava». Los capitales
norteamericanos obtenían, directamente o indirectamente, jugosas utilidades de
su asociación con la dictadura. «La norteamericanización de México, de la que
tanto se jacta Wall Street – decía Turner-, se está ejecutando como si fuera
una venganza».
En 1845 los Estados Unidos se habían anexado los
territorios mexicanos de Texas y California, donde restablecieron la esclavitud
en nombre de la civilización, y en la guerra México perdió también los actuales
estados norteamericanos de Colorado, Arizona, Nuevo México, Nevada y Utah. Más
de la mitad del país. El territorio usurpado equivalía a la extensión actual de
Argentina. «¡Pobrecito México! –se dice desde entonces- tan lejos de Dios y tan
cerca de los Estados Unidos». El resto de su territorio mutilado, sufrió
después de la invasión de las inversiones norteamericanas en el cobre, en el
petróleo, en el caucho, en el azúcar, en la banca y en los transportes. El
American Cordage Trust, filial de la Standard Oil , no resultaba en absoluto ajeno al
exterminio de los indios mayas y yanquis en las plantaciones del henequén de
Yucatán, campos de concentración donde los hombres y los niños eran comprados y
vendidos como bestias, porque esta era la empresa que adquiría más de la mitad
del henequén producido y le convenía disponer de la fibra a precios baratos.
Otras veces, la explotación de la mano de obra esclava era, como descubrió
Turner, directa. Un administrador norteamericano le contó que pagaba los lotes
de peones enganchados a cincuenta pesos por cabeza, «y los conservamos mientras
duran... En menos de tres meses enterramos a más de la mitad[24]».
En 1910 llegó la hora del desquite. México se alzó en
armas contra Porfidio Díaz. Un caudillo agrarista encabezó desde entonces la
insurrección en el sur: Emiliano Zapata, el más puro de los líderes de la
revolución, el más leal a la causa de los pobres, el más fervoroso en su
voluntad de redención social.
Las últimas décadas del siglo XIX habían
sido tiempos de despojo feroz para las comunidades agrarias de todo México; los
pueblos y las aldeas de Morelos sufrieron la febril cacería de tierras, aguas y
brazos que las plantaciones de caña de azúcar devoraban en su expansión. Las
haciendas azucareras dominaban la vida del estado y su prosperidad había hecho
nacer ingenios modernos, grandes destilerías y ramales ferroviarios para transportar
el producto. En la comunidad de Anenecuilco, donde vivía Zapata y a la que en
cuerpo y alma pertenecía, los campesinos indígenas despojados reivindicaban
siete siglos de trabajo continuo sobre su suelo: estaban allí desde antes de
que llegara Hernán Cortés.
Los que se quejaban en voz alta marchaban a los
campos de trabajos forzados en Yucatán. Como en todo el estado de Morelos,
cuyas tierras buenas estaban en manos de diecisiete propietarios, los
trabajadores vivían mucho peor que los caballos de polo que los latifundistas
mimaban en sus establos de lujo. Una ley de 1909 determinó que nuevas tierras
fueran arrebatadas a sus legítimos dueños y puso al rojo vivo las ya ardientes
contradicciones sociales. Emiliano Zapata, el jinete parco en palabras, famoso
porque era el mejor domador del estado y unánimemente respetado por su
honestidad y coraje, se hizo guerrillero. «pegados a la cola del caballo del
Jefe Zapata», los hombres del sur formaron rápidamente un ejército libertador.
Cayó Díaz, y Francisco Madero, en ancas de la
revolución, llegó el gobierno. Las promesas de reforma agraria no demoraron en
disolverse en una nebulosa institucionalista. El día de su matrimonio, Zapata
tuvo que interrumpir las fiestas: el gobierno había enviado a las tropas del
general Victoriano Huerta para aplastarlo. El héroe se había convertido en
«bandido», según los doctores de la ciudad. En noviembre de 1911, Zapata
proclamó su Plan de Ayala, al tiempo que anunciaba: «Estoy dispuesto a luchar
contra todo y contra todos». El plan advertía que «la inmensa mayoría de los
pueblos y ciudadanos mexicanos no son más dueños que del terreno que pisan» y
propugnaba la nacionalización total de los bienes enemigos de la revolución, la
devolución a sus legítimos propietarios de las tierras usurpadas por la
avalancha latifundista y la expropiación de una tercera parte de las tierras de
los hacendados restantes. El plan de Ayala se convirtió en un imán irresistible
que atraía a millares de campesinos a las filas del caudillo agrarista. Zapata
denunciaba «la infame pretensión» de reducirlo todo a un simple cambio de
personas en el gobierno: la revolución no se hacía para eso.
Cerca de diez años duró la lucha. Contra Díaz, contra
Madero, luego contra Huerta, el asesino, y más tarde contra Venustiano
Carranza. El largo tiempo de la guerra fue también un período de intervenciones
norteamericanas continuas: los marines tuvieron a su cargo dos
desembarcos y varios bombardeos, los agentes diplomáticos urdieron conjuntas
políticas diversas y el embajador Henry Lane Wilson organizó con éxito el
crimen del presidente Madero y su vice. Los cambios sucesivos en el poder no
alteraban, en todo caso, la furia de las agresiones contra Zapata y sus
fuerzas, porque ellas eran la expresión no enmascarada de la lucha de clases,
en lo hondo de la revolución nacional: el peligro real. Los gobiernos y los
diarios bramaban contra «las hordas vandálicas» del general Morelos. Poderosos
ejércitos fueron enviados, uno tras otro, contra zapata. Los incendios, las
matanzas, la devastación de los pueblos, resultaron, una y otra vez, inútiles.
Hombres, mujeres y niños morían fusilados o ahorcados como «espías zapatistas» y a las carnicerías
seguían los anuncios de victoria: la limpieza ha sido un éxito.
Pero al poco tiempo volvían a encenderse las hogueras
en los trashumantes campamentos revolucionarios de las montañas del sur. En
varias oportunidades, las fuerzas de Zapata contraatacaban con éxito hasta los
suburbios de la capital. Después de la caída de régimen de Huerta, Emiliano
Zapata y Pancho Villa, el «Atila del Sur» y el «Centauro del Norte», entraron
en la ciudad de México a paso de vencedores y fugazmente compartieron el poder.
A fines de 1914, se abrió un breve ciclo de paz que permitió a Zapata poner en práctica, en Morelos, una reforma
agraria aún más radical que la anunciada en el Plan de Ayala.
El fundador del partido Socialista y algunos
militantes anarcosindicalistas influyeron mucho en este proyecto: radicalizaron
la ideología del líder del movimiento, sin herir sus raíces tradicionales, y le
proporcionaron una imprescindible capacidad de organización.
La reforma agraria se proponía «destruir de raíz y
para siempre el injusto monopolio de la tierra, para realizar un estado social
que garantice plenamente el derecho natural que todo hombre tiene sobre la
extensión de tierra necesaria a su propia subsistencia y a la de su familia».
Se distribuían las tierras a las comunidades e individuos despojados a partir
de la ley de desamortización de 1856, se fijaban límites máximos a los terrenos
según el clima y la calidad natural, y se declaraban de propiedad nacional los
predios de los enemigos de la revolución. Esta última disposición política
tenía, como en la reforma agraria de Artigas, un claro sentido económico: los
enemigos eran los latifundistas. Se formaron escuelas de técnicos, fábricas de
herramientas y un banco de crédito rural; se nacionalizaron los ingenios y las
destilerías, que se convirtieron en servicios públicos. Un sistema de democracia
locales colocaba en manos del pueblo las fuentes del poder político y el
sustento económico. Nacían y se difundían las escuelas zapatistas, se
organizaban juntas populares para la defensa y la promoción de los principios
revolucionarios, una democracia auténtica cobraba forma y fuerza. Los
municipios eran unidades nucleares de gobierno y la gente elegía sus
autoridades, sus tribunales y su policía. Los jefes militares debían someterse
a la voluntad de los burócratas y los generales la que imponía los sistemas de
producción y de vida. La revolución se enlazaba con la tradición y operaba «de
conformidad con la costumbre y usos de cada pueblo..., es decir, que si
determinado pueblo pretende el sistema comunal así se llevará a cabo, y si otro
pueblo desea el fraccionamiento de la tierra para reconocer su pequeña
propiedad, así se hará.».
En la primavera de 1915, ya todos los campos de
Morelos estaban bajo cultivo, principalmente con maíz y otros alimentos. La
ciudad de México padecía, mientras tanto, por falta de alimentos, la inminente
amenaza del hambre. Venustiano Carranza había conquistado la presidencia y
dictó, as u vez, una reforma agraria, pero sus jefes no demoraron en apoderarse
de sus beneficios: en 1916 se abalanzaron, con buenos dientes, sobre Cuernavaca,
capital de Morelos, y las demás comarcas zapatistas. Los cultivos, que habían
vuelto a dar frutos, los minerales, las pieles y algunas maquinarias,
resultaron un botín excelente para los oficiales que avanzaban quemando todo a
su paso y proclamando, a la vez, «una obra de reconstrucción y progreso».
En 1919 una estratagema y una traición terminaron con
la vida de Emiliano Zapata. Mil hombres emboscados descargaron los fusiles
sobre su cuerpo. Murió a la misma edad que el Che Guevara. Lo sobrevivió la
leyenda: el caballo alazán que galopaba solo, hacia el sur, por las montañas.
Pero no solo la leyenda. Todo Morelos se dispuso a «consumar la obra del
reformador, vengar la sangre del mártir y seguir el ejemplo del héroe», y el
país entero le prestó eco. Pasó el tiempo, y con la presidencia de Lázaro
Cárdenas (1934 –1940) las tradiciones zapatistas recobraban vida y vigor a
través de la puesta en práctica, por todo México, de la reforma agraria. Se
expropiaron, sobre todo bajo su período de gobierno, 67 millones de hectáreas
en poder de empresas extranjeras o nacionales y los campesinos recibieron,
además de la tierra, créditos, educación y medios de organización para el
trabajo. La economía y la población del país habían comenzado su acelerado
ascenso; se multiplicó la producción agrícola al tiempo que el país entero se
modernizaba y se industrializaba. Crecieron las ciudades y se amplió, en
extensión y en profundidad, el mercado de consumo.
Pero el nacionalismo mexicano no derivó al socialismo
y, en consecuencia, como ha ocurrido en otros países que tampoco dieron el
salto decisivo, no realizó cabalmente sus objetivos de independencia económica
y justicia social. Un millón de muertos habían tributado su sangre, en los
largos años de revolución y guerra, «a un zhuitzilopochtli más cruel,
duro e insaciable que aquel adorado por nuestros antepasados: el desarrollo
capitalista de México, en las condiciones impuestas por la subordinación al
imperialismo». Diversos estudiosos han investigado los signos del deterioro de
las viejas banderas. Edmundo Flores afirma, en una publicación reciente, que,
«actualmente, el 60 por 100 de la población total de México tiene un ingreso
menor de 120 dólares al año y pasa hambre». Ocho millones de mexicanos no
consumen prácticamente otra cosa que frijoles, tortillas de maíz y chile
picante. El sistema no revela sus hondas contradictorias solamente cuando caen
quinientos estudiantes muertos en la matanza de Tlatelolco. Recogiendo cifras
oficiales, Alonso Aguilar llega a la conclusión de que hay en México unos dos
millones de campesinos sin tierra, tres millones de niños que no reciben
educación, cerca de once millones de campesinos sin tierra, once millones
de analfabetos y cinco millones de personas descalzas. La propiedad colectiva
de los ejidatarios pulveriza continuamente, y junto con la multiplicación de
los minifundios, que se fragmentan a sí mismos, ha hecho su aparición un
latifundismo de nuevo cuño y una nueva burguesía agraria dedicada a la
agricultura comercial en gran escala. Los terratenientes e intermediarios
nacionales que han conquistado una posición dominante trampeando el texto y el
espíritu de las leyes son, a su vez, dominados, y en un libro reciente se los
considera incluidos en los términos «and company» de la empresa Anderson
Clayton. En el mismo libro, el hijo de Lázaro Cárdenas dice que «los
latifundios simulados se han constituido, preferentemente, en las tierras de
mejor calidad, en las más productivas».
El novelista Carlos Fuentes ha reconstruido, a partir
de la agonía, la vida de un capitán del ejército de Carranza que se va abriendo
paso, a tiros y a fuerza de astucia, en la guerra en la paz. Hombre de muy
humilde origen, Artemio Cruz va dejando atrás, con le paso de los años, el
idealismo y el heroísmo de la juventud: usurpa tierras, funda y multiplica
empresas, se hace diputado y trepa, en rutilante carrera, hacia las cumbres
sociales, acumulando fortuna, poder y prestigio en base a los negocios, los
sobornos, la especulación, los grandes golpes de audacia y la represión a
sangre y fuego de la indiada. El proceso del personaje se parece al proceso del
partido que, poderosa impotencia de la revolución mexicana, virtualmente
monopoliza la vida política del país en nuestros días. Ambos han caído hacia
arriba.
El latifundio multiplica las bocas
pero no los panes.
La producción agropecuaria por habitante de América
latina es hoy menor que en la víspera de la segunda guerra mundial. Treinta
años largos han trascurrido, en el mundo, la producción de alimentos creció en
este período, en la misma proporción en que, en nuestras tierras, disminuyó. La
estructura del atraso del campo latinoamericano opera también como una
estructura de desperdicio: desperdicios de la fuerza de trabajo, de la tierra disponible,
de los capitales, del producto y, sobre todo, desperdicio de las huidizas
oportunidades históricas del desarrollo. El latifundio, en casi todos los
países latinoamericanos, el cuello de la botella que estrangula el crecimiento
agropecuario y el desarrollo de la economía toda. El régimen de propiedad
imprime su sello al régimen de producción: el uno y medio por ciento de los
propietarios agrícolas latinoamericanos posee la mitad de las tierras
cultivables y América Latina gasta, anualmente, más de quinientos millones de
dólares en comprar al extranjero alimentos que podría producir sin dificultad
en sus inmensas y fértiles tierras. Apenas un cinco por ciento de la superficie
total se encuentra bajo cultivo: la proporción más baja del mundo y, en consecuencia,
el desperdicio más grande. En las escasas tierras cultivadas, los
rendimientos son, además muy bajos. En numerosas regiones, los arados de palo
abundan más que los tractores. No se emplean, más que por excepción, las
técnicas modernas, cuya difusión no solo implicaría la mecanización de las
faenas agrícolas, sino también el auxilio
y el estímulo a los suelos a través de los abonos, los herbicidas, las
semillas genéticas, los pesticidas, el riego artificial. El latifundio integra
a veces como Rey Sol, una constelación de poder que, para usar la feliz
expresión de Maza Zavala, multiplica los hambrientos pero no los panes. En vez
de absorber mano de obra el latifundio la expulsa: en cuarenta años, los
trabajadores latinoamericanos del campo se han reducido en más de un veinte por
ciento. Sobran tecnócratas dispuestos a afirmar, aplicando mecánicamente
recetas hachas, que este es un índice de progreso: la urbanización acelerada,
el traslado masivo de la población campesina. Los desocupados, que el sistema
vomita sin descanso, afluyen, en efecto, a las ciudades y extienden sus
suburbios. Pero las fábricas que también segregan desocupados a medida que se
modernizan, no brindan refugio a esta mano de obra excedente y no especializada. Los adelantos
tecnológicos del campo, cuando ocurren, agudizan el problema. Se incrementan
las ganancias de los terratenientes al incorporar medios más modernos de la
explotación de sus propiedades pero más brazos quedan sin actividad y se hace
más ancha la brecha que separa a ricos y pobres. La introducción de los equipos
motorizados, por ejemplo, elimina más empleos rurales de los que crea. Los
latinoamericanos que producen en jornadas de sol a sol, los alimentos, sufren
normalmente desnutrición: sus ingresos son miserables, la renta que el campo
genera se gasta en las ciudades o emigran al extranjero. Las mejores
técnicas que aumentan los rendimientos magros del suelo pero dejan intacto el
régimen de propiedad vigente no resultan, por cierto, aunque contribuyan al
progreso general, una bendición para los campesinos. No crecen sus salarios ni
su participación en las cosechas. El campo irradia pobreza para muchos y
riqueza para muy pocos. Las avionetas privadas sobrevuelan los desiertos
miserables, se multiplica el lujo estéril en los grandes balnearios y Europa
hierve de turistas latinoamericanos rebosantes de dinero, que descuidan el
cultivo de sus tierras pero no descuidan faltaba más, el cultivo de sus
espíritus.
Paul Bairoch atribuye la debilidad principal de la
economía del Tercer Mundo al hecho de que su productividad agrícola media solo
alcance a la mitad del nivel alcanzado en vísperas de la revolución industrial,
por los países hoy desarrollados. En efecto, la industria, para expandirse
armoniosamente, requeriría un aumento mayor de la producción de alimentos,
porque las ciudades crecen y comen materias primas, para las fábricas y para la
exportación, de manera de disminuir las importaciones agrícolas y aumentar las
ventas al exterior generando las divisas que el desarrollo requiere. Por otra
parte, el sistema de latifundios y minifundios implica el raquitismo del
mercado interno de consumo, sin cuya expansión la industria naciente pierde
pie. Los salarios de hambre en el campo y el ejército de reserva cada vez más numeroso
de los desocupados, conspiran en este sentido: los emigrantes rurales que
vienen a golpear a las puertas de las ciudades, empujan a la baja el nivel
general de las retribuciones obreras. Desde que la Alianza para el Progreso proclamó, a los cuatro vientos,
la necesidad de la reforma agraria, la oligarquía y la tecnocracia no han
cesado de elaborar proyectos.
Decenas de proyectos, gordos, flacos, anchos,
angostos, duermen en las estanterías de los parlamentos de todos los países
latinoamericanos. Ya no es un tema maldito la reforma agraria: los políticos
han aprendido que la mejor manera de no hacerla consiste en invocarla de
continuo. Los procesos simultáneos de concentración y pulverización de la
propiedad de la tierra continúan, olímpicos, su curso en la mayoría de los
países. No obstante, las excepciones empiezan a abrirse paso. Porque el
campo no es solamente un semillero de pobreza: es también, un semillero de
rebeliones, aunque las tensiones sociales agudas se oculten a menudo,
enmascaradas por la resignación aparente de las masas.
El nordeste de Brasil, por ejemplo, impresiona a
primera vista como un bastión del fatalismo, cuyos habitantes aceptan morirse
de hambre tan pasivamente como aceptan la llegada de la noche al cabo del día.
Pero no está tan lejos en el tiempo, al fin y al cabo, la explosión mística de
los nordestinos que pelearon junto a sus mesías, apóstoles extravagantes,
alzando la cruz y los fusiles contra los ejércitos, para traer a esta tierra el
reino de los cielos, ni las furiosas oleadas de violencia de los cangaceiros:
los fanáticos y los bandoleros, utopía y venganza, dieron cauce a la protesta
social ciega todavía, de los campesinos desesperados. Las ligas campesinas
recuperarían más tarde, profundizándolas, estas tradiciones de lucha.
La dictadura militar que usurpó el poder en Brasil en
1964 no demoró en anunciar su reforma agraria. El Instituto Brasileño de
Reforma Agraria es, como ha hecho notar Paulo Schilling, un caso único en el
mundo: en vez de distribuir tierra a los campesinos, se dedica a expulsarlos,
par restituir a los latifundistas las extensiones espontáneamente invadidas o
expropiadas por gobiernos anteriores. En 1966 y 1967, antes de que la censura
de prensa se alzara con mayor rigor, los diarios solían dar cuenta de los
despojos, los incendios y las persecuciones que las tropas de la policía
militar llevaban a cabo por orden del atareado Instituto. Otra reforma agraria
digna de una antología es la que se promulgó en Ecuador en 1964 en 1964. El
gobierno solo distribuyó tierras improductivas a la par que facilitó la
concepción de las tierras de mejor calidad en manos de los grandes
terratenientes. La mitad de las tierras distribuidas por la reforma agraria de
Venezuela, a partir de 1960, eran de propiedad pública; las grandes
plantaciones comerciales no fueron tocadas y los latifundistas expropiados
recogieron indemnizaciones tan altas que obtuvieron espléndidas ganancias y
compraron nuevas tierras en otras zonas.
El dictador argentino Juan Carlos Onganía estuvo a
punto de anticipar en dos años su caída, cuando en 1968 intentó aplicar un nuevo régimen a la propiedad rural. El
proyecto intentaba gravar las improductivas «llanuras peladas» más severamente
que las tierras productivas. La oligarquía vacuna puso el grito en el cielo,
movilizó sus propias espadas en el estado mayor y Onganía tuvo que olvidar sus
heréticas intenciones. La
Argentina dispone, como el Uruguay, de praderas naturalmente
fértiles que, al influjo de un clima
benigno, le han permitido disfrutar de una prosperidad relativa en América
Latina. Pero la erosión va mordiendo sin piedad las inmensas llanuras
abandonadas que no se aplican al cultivo ni al pastoreo, y otro tanto ocurre
con gran parte de los millones de hectáreas dedicadas a la explosión extensiva
del ganado. Como en el caso de Uruguay, aunque en menor grado, esa explotación
extensiva está en el trasfondo de la crisis que ha sacudido a la economía
argentina en los años sesenta. Los latifundistas argentinos no han mostrado
suficiente interés por introducir innovaciones técnicas en sus campos. La
productividad es todavía baja, porque conviene que lo sea; la ley de la
ganancia puede más que todas las leyes. La extensión de las propiedades, a
través de la compra de nuevos campos, resulta más lucrativa y menos riesgosa
que la puesta en práctica de los medios que la tecnología moderna proporciona
para la producción intensiva[25].
En 1931, la Sociedad Rural oponía el caballo al tractor: «Agricultores ganaderos! -
proclamaban sus dirigentes- ¡Trabajar con caballos en las faenas agrícolas es proteger sus propios intereses y los del
país!».
Veinte años después, insistía en sus publicaciones:
«Es más fácil – ha dicho un conocido militar- que llegue pasto al estómago de
un caballo que nafta al tanque de un pesado camión». Según los datos de la CEPAL , Argentina tiene, en
proporción a las hectáreas de superficie arable, dieciséis veces menos
tractores que Francia, y diecinueve veces menos tractores que el Reino Unido.
El país consume, también en proporción, ciento cuarenta veces menos
fertilizantes que Alemania Occidental. Los rendimientos de trigo, maíz y
algodón de la agricultura argentina son bastante más bajos que los rendimientos
de esos cultivos en los países desarrollados.
Juan Domingo Perón había desafiado los intereses de
la oligarquía terrateniente de la
Argentina , cuando impuso el estatuto del peón y el
cumplimiento del salario mínimo rural. En 1944, la Sociedad Rural
afirmaba: «En la fijación de los salarios es primordial determinar el estándar
de vida del peón común. Son a veces tan limitadas sus necesidades materiales
que un remanente trae destinos socialmente poco interesantes. La Sociedad Rural
continúa hablando de los peones como si fueran animales, y la honda meditación
a propósito de las cortas necesidades de consumo de los trabajadores brinda,
involuntariamente, un buena clave para comprender las limitaciones del
desarrollo industrial argentino: el mercado interno no se extiende ni se
profundiza en medida suficiente. La política de desarrollo económico que
impulsó el propio Perón no rompió nunca la estructura del subdesarrollo
agropecuario. En junio de 1952, en un discurso que pronunció desde el Teatro
Colón, perón desmintió que tuviera el propósito de realizar una reforma agraria,
y la Sociedad Rural
comentó, oficialmente: «Fue una magistral disertación».
En Bolivia, gracias a la reforma agraria de 1952, ha
mejorado visiblemente la alimentación en vastas zonas rurales del altiplano,
tanto que hasta se han comprobado cambios de estura en los campesinos. Sin
embargo, el conjunto de la población boliviana consume todavía apenas un
sesenta por ciento de las proteínas y un quinta parte del calcio necesario en
la dieta mínima, y en las áreas rurales el déficit es aún más agudo que estos
promedios. No puede decirse en modo algunos que la reforma agraria haya
fracasado, pero la división de las tierras altas no ha bastado para impedir que
Bolivia gaste, en nuestros días, la quinta parte de sus divisas en importar
alimentos del extranjero.
La reforma agraria que ha puesto en practica, desde
1969, el gobierno militar de Perú, está asomando como una experiencia de cambio
en profundidad. Y en cuanto a la expropiación de algunos latifundios chilenos
por parte del gobierno de Eduardo Frei, es de justicia reconocer que abrió el
cauce a la reforma agraria radical que el nuevo presidente, salvador Allende,
anuncia mientras escribo estas páginas.
Las trece colonias del norte y la
importancia de no nacer importante.
La apropiación privada de la tierra siempre se
anticipó, en América Latina, a su cultivo útil. Los rasgos más retrógrados del
sistema de tenencia actualmente vigente no provienen de las crisis, sino que
han nacido durante los períodos de mayor prosperidad; a la inversa, los períodos
de depresión económica han apaciguado la voracidad de los latifundistas por la
conquista de nuevas extensiones. En Brasil, por ejemplo, la decadencia del
azúcar y la virtual desaparición del oro y los diamantes hicieron posible,
entre 1820 y 1850, una legislación que aseguraba la propiedad de la tierra a
quien la ocupara y la hiciera producir. En 1850 el ascenso del café como nuevo
«producto rey» determinó la sensación de la Ley de Tierras, cocinada según el paladar de los
políticos y los militares del régimen oligárquico, para negar la propiedad de
la tierra a quienes le trabajan, a medida que se iban abriendo, hacia el sur y
hacia el oeste, los gigantescos espacios interiores del país. Esta ley «fue
reforzada y ratificada desde entonces por una copiosísima legislación, que
establecía la compra como única forma de acceso a la tierra y creaba un sistema
notarial de registro que haría casi impracticable que un labrador pudiera
legalizar su posesión...»
La legislación norteamericana de la misma época se
propuso el objetivo opuesto, para promover la colonización interna de los
Estados Unidos. Crujían las carretas de los pioneros que iban extendiendo la
frontera, a costa de las matanzas de los indígenas, hacia las tierras vírgenes
del oeste: la Ley Lincoln
de 1862, el Meted Act, aseguraba a cada familia la propiedad de lotes de 65
hectáreas. Cada beneficiario se comprometía a cultivar su parcela por un
período no menor de cinco años. El dominio público se colonizó con rapidez
asombrosa; la población aumentaba y se propagaba como un enorme mancha de
aceite sobre el mapa.
La tierra accesible, fértil y casi gratuita, atraía a
los campesinos europeos con un imán irresistible: cruzaban el océano y también
los Apalaches rumbo a las praderas abiertas. Fueron granjeros libres, así,
quienes ocuparon los nuevos territorios del centro y del oeste. Mientras el
país crecía en superficie y en población, se creaban fuentes de trabajo
agrícola y al mimo tiempo se generaba un mercado interno con gran poder
adquisitivo, la enorme masa de los granjeros propietarios, para sustentar la
pujanza del desarrollo industrial.
En cambio, los trabajadores rurales que, desde hace
más de un siglo, han movilizado con ímpetu la frontera interior de Brasil, no
han ido no son familias de campesinos libres en busca de un trozo de tierra
propia, como se observa en Ribeiro, sino braceros contratados para servir a los
latifundistas que previamente han tomado posesión de los grandes espacios
vacíos. Los desiertos interiores nunca fueron accesibles, como no fuera de esta
manera, a la población rural. En provecho ajeno, los obreros han ido abriendo
el país, a golpes de machete, a través de la selva. La colonización resulta una
simple extensión del área latifundista. Entre 1930 y 1950, 65 latifundios brasileños
absorbieron la cuarta parte de las nuevas tierras incorporadas a la
agricultura.
Estos dos opuestos sistemas de colonización interior
muestran una de las diferencias más importantes entre los modelos de desarrollo
de los Estados Unidos y de América Latina. ¿Por qué el norte es rico y el sur
pobre? El río Bravo señala mucho más que una frontera geográfica. El hondo
desequilibrio de nuestros días, que parece confirmar la profecía de Hegel sobre
la inevitable guerra entre una y otra América, ¿nació de la expansión
imperialista de los Estados Unidos o tiene raíces más antiguas? En realidad, al
norte y al sur se habían generado, ya en la matriz colonial, sociedades muy
poco parecidas y al servicio de fines que no eran los mismos. Los peregrinos de
Mayflower no atravesaron el mar para conquistar tesoros legendarios ni
para atrasar las civilizaciones indígenas existentes en el norte, sino para
establecerse con sus familias y reproducir, en el Nuevo Mundo, el sistema de
vida y de trabajo que practicaban en Europa. No eran soldados de fortuna, sino
pioneros; no venían a conquistar, sino a colonizar: fundaron «colonias de
poblamientos». Es cierto que el proceso posterior desarrolló, al sur de la
bahía de Delaware, una economía de plantaciones esclavistas semejantes a la que
surgió en América Latina, pero con la diferencia de que en Estados Unidos el
centro de gravedad estuvo desde el principio radicado en las granjas y los
talleres de Nueva Inglaterra, de donde saldrían los ejércitos vencedores de la Guerra de Secesión en el
siglo XIX. Los colonos de Nueva Inglaterra, núcleo original de la
civilización norteamericana, no actuaron nunca como agentes coloniales de la
acumulación capitalista europea; desde el principio, vivieron al servicio de su
propio desarrollo y del desarrollo de su tierra nueva. Las trece colonias del
norte sirvieron de desembocadura al ejército de campesinos y artesanos europeos
que el desarrollo metropolitano iba lanzando fuera del mercado de trabajo.
Trabajadores libres formaron la
base de aquella nueva sociedad de este lado del mar.
España y Portugal contaron, en cambio, con una gran
abundancia de mano de obra servil en América Latina. A la esclavitud de
los indígenas sucedió el trasplante en masa de los esclavos africanos. A lo
largo de los siglos, hubo siempre una legión enorme de campesinos desocupados
disponibles para ser trasladados a los centros de producción: las zonas
florecientes coexistieron siempre con las decadentes, al ritmo de los auges y
las caídas de las exportaciones de metales preciosos o azúcar, y las zonas de
decadencia surtían de mano de obra a las zonas florecientes. Esta estructura
persiste hasta nuestros días, y también en la actualidad implica un bajo nivel
de salarios, por la presión que los desocupados ejercen sobre el mercado de
trabajo, y frustra el crecimiento del mercado interno de consumo. Pero además,
a diferencia de los puritanos del norte, las clases dominantes de la sociedad
colonial latinoamericana no se orientaron jamás al desarrollo económico
interno. Sus beneficios provenían de fuera; estaban más vinculados al mercado
extranjero que a la propia comarca. Terratenientes y mineros y mercaderes
habían nacido para cumplir esa función: abastecer a Europa de oro, plata y
alimentos. Los caminos trasladaban la carga en un solo sentido: hacia el puerto
y los mercaderes de ultramar. Esta es también la clave que explica la expansión
de los Estados Unidos como unidad nacional y la facturación de América Latina:
nuestros centros de producción no estaban conectados entre sí, sino que
formaban un abanico con el vértice muy lejos.
Las trece colonias del norte tuvieron, bien pudiera decirse,
la dicha de la desgracia. Su experiencia histórica mostró la tremenda
importancia de no nacer importante. Porque al norte de América no había oro no
había plata, ni civilizaciones indígenas con densas concentraciones de
población ya organizada para el trabajo, ni suelos tropicales de fertilidad
fabulosa en la franja costera que los peregrinos ingleses colonizaron. La naturaleza se había mostrado
avara, y también la historia: faltaban los metales y la mano de obra esclava
para arrancar los metales del vientre de la tierra. Fue una suerte. Por lo
demás, desde Maryland hasta Nueva Escocia, pasando por Nueva Inglaterra, las
colonias del norte producían, en virtud del clima y por las características de
los suelos, exactamente los mismo que la agricultura británica, es decir, que
no ofrecían a la metrópoli, como advierte Bagú, una producción complementaria.
Muy distinta era la situación de las
Antillas y de las colonias ibéricas de tierra firme. De las tierras tropicales
brotaban el azúcar, el tabaco, el algodón, el añil, la trementina, una pequeña
isla del Caribe resultaba más importante para Inglaterra, desde el punto de
vista económico, que las trece colonias matrices de los Estados Unidos.
Estas circunstancias explican el ascenso y la
consolidación de los Estados Unidos, como un sistema económicamente autónomo,
que no drenaba hacia fuera la riqueza
generada en su seno. Eran muy flojos los lazos que ataban la colonia a la
metrópoli; en Barbados o Jamaica, en cambio, solo se reinvertían los capitales
indispensables para reponer los esclavos a medida que se iban gestando. No
fueron factores raciales, como se ve, los que decidieron el desarrollo de unos
y el subdesarrollo de otros; las islas británicas de la Antillas no tenían nada
de españolas ni de portuguesas. La verdad es que la insignificancia económica
de las trece colonias permitió la temprana diversificación de sus exportaciones
y alumbró al impetuoso desarrollo de las manufacturas. La
industrialización norteamericana contó,
desde antes de la independencia, con estímulos y protecciones oficiales.
Inglaterra se mostraba tolerante, al mismo tiempo que prohibía estrictamente
que sus islas fabricaran siquiera un alfiler.
[1] Un viajero
inglés, Henry Koster, atribuía la costumbre de comer tierra al contacto de los
niños blancos con los negritos, “que contagian este vicio africano”.
[2] El
nordeste padece, por varias vías, una suerte de colonialismo interno en
beneficio del sur industrializado. Dentro del nordeste, a la vez, la región del
sertao está subordinada a la zona azucarera a la cual abastece, y los
latifundios azucareros dependen de las plantas industrializadoras del producto.
La vieja institución del señor de engenho está en crisis: los molinos
centrales han devorado a las plantaciones.
[3] Hay una
novela espléndida de Alejo Carpentier, el reino de este mundo
(Montevideo, 1966), sobre este alucinante período de la vida de Haití. Contiene
una recreación perfecta de las andanzas de Paulina y su marido por el Caribe.
[4] Ya habían
irrumpido los saladeros en el río de la Plata. Argentina
y Uruguay, que por entonces no existían por separado ni se llamaban así, habían
adaptado sus economías a la exportación en gran escala de carne seca y salada,
cueros, grasas y sebos. Brasil y Cuba, los dos grandes centros esclavistas del
siglo XIX, fueron excelentes mercados para el tasajo, un alimento muy barato,
de fácil transporte y no menos fácil almacenamiento, que no se descomponía al
calor del trópico. Los cubanos llaman todavía “Montevideo” al tasajo, pero Uruguay
dejó de venderlo en 1965, sumándose así al bloqueo dispuesto por la OEA contra Cuba. Des esta
manera Uruguay perdió, estúpidamente, el último mercado que le restaba para
este producto. Había sido Cuba, a fines del siglo XVIII, el primer mercado que se
abrió a la carne uruguaya, embarcada en
delgadas lonjas secas. José Pedro Brrán y Benjamín Nahum, Historia rural del
Uruguay moderno (1851 – 1885), Montevideo, 1967.
[5] Manuel
Moreno Fraginals, op. cit. Hasta hace poco tiempo, navegaban por el río
Sagua los palanqueros. “Llevan una larga vara con una punta de hierro.
Con ella van hiriendo el lecho del río hasta que clavan un madero ... Así, día
a día, extraen del fondo del río los restos de árboles que el azúcar talara.
Viven de los cadáveres del bosque.
[6] Moreno
Fraginals ha observado, agudamente, que los nombres de los ingenios nacidos en
el siglo XIX reflejaban las alzas y las bajas de la curva azucarera: Esperanza,
Nueva Esperanza, Atrevido, Casualidad, Aspirante, Conquista, Confianza, El Buen
Suceso, Apuros, Angustia, Desengaño. Había cuatro ingenios llamados,
premonitoriamente, Desengaño.
[7] El
director del programa de azúcar en el Ministerio de Agricultura de los Estados
Unidos declaró tiempo después de la Revolución : “Desde que Cuba ha dejado la escena,
nosotros no contamos con la protección de este país, el más grande exportador
mundial, ya que disponía siempre de reservas para atender, cuando era preciso,
a nuestro mercado”. Enrique Ruiz García, América Latina: anatomía de una
revolución, Madrid, 1966.
[8] Puerto
Rico, otra factoría azucarera, quedó prisionero. Desde el punto de vista
norteamericano, los puertorriqueños no son suficientemente buenos para vivir en
una patria propia, pero en cambio sí lo son para morir en el frente de Vietnam
en nombre de una patria que no es suya. En un cálculo proporcional a la
población, el “estado libre asociado” de Puerto Rico tiene más soldados
peleando en el sudeste asiático que cualquier otro estado de los Estados
Unidos. A los puertorriqueños que
resisten el servicio militar en Vietnam se les envía por cinco años a las
cárceles de Atlanta. Al servicio militar en filas norteamericanas se agrega
otras humillaciones heredadas de la invasión de 1898 y benditas por ley (por
ley del Congreso de los Estados Unidos). Puerto Rico cuenta con representantes
simbólicos en el Congreso norteamericano, sin voto y prácticamente sin voz. A
cambio de este derecho, un estatuto colonial: Puerto Rico tenía, hasta la
ocupación norteamericana, una moneda propia y mantenían un próspero comercio
con los principales mercados. Hoy la moneda es el dólar y los aranceles de sus
aduanas se fijan en Washington, donde se decide todo lo que tiene que ver con
el comercio exterior e interior de la isla. Lo mismo ocurre con las relaciones
exteriores, el transporte, las comunicaciones, los salarios y las condiciones
de trabajo. Es la Corte
federal de los Estados Unidos la que juzga a los puertorriqueños; el ejército
local integra el ejército del norte. La industria y el comercio están en manos
de intereses norteamericanos privados. La desnacionalización quiso hacerse
absoluta por la vía de la emigración: la miseria empujó a más de un millón de
puertorriqueños a buscar mejor suerte en Nueva York, al precio de la fractura
de su identidad nacional. Allí, forman un sunproletariado que se aglomera en
los barrios más sórdidos.
[9] El precio
estable del azúcar, garantizado por los países socialistas, ha desempeñado un
papel decisivo en este sentido. También la ruptura del bloqueo dispuesto por
los Estados Unidos, que se hizo añicos a través del tráfico comercial intenso
con España y otros países de Europa occidental. Un tercio de las exportaciones
cubanas proporciona dólares, es decir, divisas convertibles, al país; el resto
se aplica al trueque con la Unión Soviética y
la zona del rublo. Este sistema de comercio implica también ciertas
dificultades: las turbinas soviéticas para las centrales termoeléctricas son de
excelente calidad, como todos los equipos pesados que la URSS produce, pero no ocurre
lo mismo con los artículos de consumo de la industria ligera o mediana.
[10] Ellswrth
Bunker, presidente de la
National Sugar Refining Co., fue el enviado especial de
lindón Jonson a la
Dominicana después de la intervención militar. Los intereses
de la national Sugar en este pequeño país fueron salvaguardados bajo la atenta
mirada de Bunker: las tropas de ocupación se retiraron para dejar en el poder,
al cabo de muy democráticas elecciones, a Joaquín Balaguer, que había sido el
brazo derecho de Trujillo todo a lo largo de su feroz dictadura. La población
de Santo Domingo había peleado en las calles y en las azoteas, con palos,
machetes y fusiles, contra los tanques, las bazukas y los helicópteros de las
fuerzas extranjeras, reinvindicando el retorno al poder del presidente constitucional
electo, Juan Bosch, que había sido derribado por un golpe militar. La historia,
burlona, juega con las profecías. El día que Juan Bosch inauguró su breve
presidencia, al cabo de treinta años de tiranía de Trujillo, Lindón Jonson, que
era por entonces vicepresidente de los Estados Unidos, llevó a Santo Domingo el
obsequio oficial de su gobierno: era una ambulancia.
[11] La primera
ley que expresamente prohibió la esclavitud en Brasil no fue brasileña. Fue, y
no por casualidad, inglesa. El Parlamento británico la votó el 8 de agosto de
1845. Osny Duarte Pereira, Quem fax as leis bo Brasil?, Río de Janiero,
1963.
[12] Manuel
Moreno Fraginals, op. cit. Un jueves santo, el conde de Casa Bayona
decidió humillarse ante sus esclavos. Inflamado de fervor cristiano, lavó lso
pies a doce negros y los sentó a comer, con él, a su mesa. Fue la última cena
propiamente dicha. Al día siguiente, los esclavos se sublevaron y prendieron
fuego al ingenio. Sus cabezas fueron clavadas sobre doce lanzas, en el centro
del batey
[13] France
Presse, 21 de abril de 1970. En 1938, la peregrinación de un vaquero por
los calcinados caminos del sertao había dado origen a una de la mejores
novelas de la historia literaria de Brasil. El azote de la sequía sobre los
latifundios ganaderos del interior, subordinados a los ingenios de azúcar del
litoral, no ha cesado, y tampoco han variado sus consecuencias. El mundo de Vidas
secas continúa intacto: el papagayo imitaba el ladrido del perro, porque
sus dueños ya casi no hacían uso de la voz humana. Graciliano Ramos, Vidas
secas, la Habana
1964.
[14] Paulo
Schilling, Un nuevo genocidio, en Marcha, número 1.501,
Montevideo, julio 10 de 1970. En octubre de 1970, los obispos de Pará
denunciaron ante el presidente de Brasil la explotación brutal de los trabajadores
nordestinos por parte de las empresas que están construyendo la carretera
transamazónica. El gobierno la llama “la obra del siglo”.
[15] Bolivia
fue mutilada en casi doscientos kilómetros cuadrados. En 1902 recibió una
indemnización de dos millones de libras esterlinas y una línea férrea que le
abriría el acceso a los ríos Madeira y Amazonas.
[16] A
principios de siglo, las montañas con bosques de caucho también habían ofrecido
a Perú las promesas de un nuevo Eldorado. Francisco García Calderón escribía en
El Perú contemporáneo, hacia 1908, que el caucho era la gran riqueza del
porvenir. En su novela La casa verde (Barcelona, 1966), Mario Vargas
Llosa reconstruye la atmósfera febril en Iquitos y en la selva donde los
aventureros despojaban a los indios y se despojaban entre sí. La naturaleza se
vengaba; disponía de la lepra y otras armas
[17] El título
de “coronel” se otorga en Brasil, con facilidad, a los latifundistas
tradicionales y, por extensión, a todas las personas importantes. El párrafo
proviene de la novela de Jorge Amado, Sao Jorge dos Ilhéus (Montevideo,
1946). Mientras tanto, “ni los chicos tocaban los frutos del cacao. Sentían
miedo de aquellos cocos amarillos, de carozos dulces, que los tenían presos a
esa vida de frutos de jaca y carne seca”. Porque, en el fondo, “el cacao era el
gran señor a quien hasta el coronel temía” (Jorge Amado, Cacao,
Buenos Aires, 1935). En otra novela, Gabriela, clavo y canela, Buenos
Aires, 1969, un personaje habla de Ilhéus en 1925, alzando un dedo categórico:
“No existe en la actualidad, en el norte del país, una ciudad de progreso más
rápido”. Actualmente, Ilhéus no es ni la sombra.
[18]
Refiriémdose a los aumentos de precios del cacao y del café, la Comisión Económica
para América Latina (CEPAL) de las Naciones Unidas dice que “tiene un carácter
relativamente transitorio” y que obedecen “en gran parte a contratiempos
ocasionales en las cosechas”. CEPAL, Estudio Económico de América Latina,
1969, tomo II: La economía de América Latina en 1969, Santiago de Chile,
1970.
[19] Mario
Arrubla, Estudio sobre el subdesarrollo colombiano, Medellín, 1969. El
precio se descompone así: 40 por 100 para los intermediarios, exportadores e
importadores; 10 por 100 para los impuestos de ambos gobiernos; 10 por 100 para
los transportadores; 5 por 100 para la propaganda de la Oficina Panamericana
del Café, en Washington: 30 por 100 para los dueños de las plantaciones, y 5
por 100 para los salarios obreros.
[20] El
profesor Germán Rama encontró que algunas de estas venerables casas académicas tienen
en sus bibliotecas, como acervo más importante, la colección encuadernada de Selecciones
del Reader’s Digest
[21] Éste es el
tema de la novela de Álvaro Cepeda Samudio, La casa grande (Buenos
Aires, 1967), y también integra uno de los capítulos de Cien años de soledad
(Buenos Aires, 1967) de Gabriel García Márquez: “Seguro que fue un sueño”,
insistían los oficiales.
[22] El ciclo
comprende las novelas Viento Fuerte, El papa verde y Los ojos de los
enterrados, trilogía publicada en Buenos Aires en la década del 50. En Viento
fuerte, uno de los personajes, Mr. Pyle, dice proféticamente: “Si en lugar
de efectuar nuevas plantaciones, nosotros compramos a los productores
particulares su fruta, se ganará mucho hacia el futuro”. Esto es lo que
actualmente ocurre eb Guatemala: la United Fruti ¾ahora United Brands¾ ejerce su monopolio bananero a través de mecanismos de
comercialización, más eficaces y menos riesgosos que la producción directa.
Cabe notar que la producción de bananas cayó verticalmente en la década del
sesenta, a partir del momento en que la United Fruti decidió vender y/o arrendar sus
plantaciones de Guatemala, amenzadas por los hervores de la agitación social.
[23] Instituto
de Economía, El proceso económico del Uruguay, Contribución al estudio de su
evolución y perspectivas, Montevideo, 1969. En las épocas del auge de la
industria nacional, fuertemente subsidiada y protegida por el Estado, buena
parte de las ganancias del campo derivó hacia las fábricas nacientes. Cuando la
industria entró en su agónico ciclo de crisis, los excedentes de capital de la
ganadería se volcaron en otras direcciones. Las más inútiles y lujosas
mansiones de Punta del Este brotaron de la desgracia nacional; la
especulación financiera desató, después, la fiebre de los pescadores en el río
revuelto de la inflación. Pero, sobre todo, los capitales huyeron: los
capitales y las ganancias que, año tras año, el país produce. Entre 1962 y
1966, según los datos oficiales, 250 millones de dólares volaron del Uruguay
rumbo a los seguros bancos de Suiza y Estados Unidos. También los hombres, los
hombres jóvenes, bajaron del campo a la ciudad, hace veinte años, a ofrecer sus
brazos a la industria en desarrollo, y hoy se marchan, por tierra o por mar,
rumbo al extranjero. Claro está, su suerte es distinta. Los capitales son
recibidos con los brazos abiertos; a los peregrinos les aguarda un destino
difícil, el desarraigo y la interperie, la aventura incierta. El Uruguay de
1970, estremecido por una crisis feroz, no es ya el mitológico oasis de paz y
progreso que se prometía a los inmigrantes europeos, sino un país turbulento
que condena al éxodo a sus propios habitantes. Produce violencia y exporta
hombres, tan naturalmente como produce y exporta carne y lana.
[24] John Kenneth Turner, op. cit. México era
el país preferido por las inversiones norteamericanas: reunía a fines de siglo
poco menos de la tercera parte de los capitales de Estados Unidos invertidos en
el extranjero. En el estado de Chihuahua y otras regiones del norte, William
Randolph Hearst, el célebre Citizen Kane del film de Welles, poseía más
de tres millones de hectáreas. Fernando Carmona, El drama de América Latina.
El caso de México, México, 1964.
[25] La pradera
artificial representa, desde el punto de vista del capital ganadero, un traslado
de capital hacia una inversión más cuantiosa, más riesgosa y simultáneamente
menos rentable que la inversión tradicional en ganadería extensiva. Así, el
interés privado del productor entra en contradicción con el interés de la
sociedad en su conjunto: la calidad del ganado y sus rendimientos sólo puede
incrementarse, a partir de ciertos puntos, a través del aumento del poder
nutritivo del suelo. El país necesita que las vacas produzcan más carne y las
ovejas más lana, pero los dueños de la tierra ganan más que suficiente al nivel
de los rendimientos actuales. Las conclusiones del Instituto de Economía de
Universidad de Uruguay (op. cit.) son, en cierto sentido, también
aplicables a la Argentina.
Por Eduardo Galeano
cualquier parecido con la realidad venezolana... sera coincidencia... interesante...
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