UN TALISMÁN VACÍO DE PODERES
Cuando Lenin escribió, en la primavera de
1916, su libro sobre el imperialismo, el capital norteamericano abarcaba menos
de la quinta parte del total de las inversiones privadas directas, de origen
extranjero, en América Latina. En 1970, abarca cerca de las tres cuartas
partes. El imperialismo que Lenin conoció -la rapacidad de los centros
industriales a la búsqueda de mercados mundiales para la exportación de sus
mercancías; la fiebre por la captura de todas las fuentes posibles de materias
primas; el saqueo del hierro, el carbón, el petróleo; los ferrocarriles
articulando el dominio de las áreas sometidas; los empréstitos voraces de los
monopolios financieros; las expediciones militares y las guerras de conquista
era un imperialismo que regaba con sal los lugares donde una colonia o
semicolonia hubiera osado levantar una fábrica propia. La industrialización,
privilegio de las metrópolis, resultaba, para los países pobres, incompatible
con el sistema de dominio impuesto por los países ricos. A partir de la segunda
guerra mundial se consolida en América Latina el repliegue de los intereses
europeos, en beneficio del arrollador avance de las inversiones
norteamericanas. y se asiste, desde entonces, a un cambio importante en el
destino de las inversiones. Paso a paso, año tras año, van perdiendo
importancia relativa los capitales aplicados a los servicios públicos y a la
minería, en tanto aumenta la proporción de las inversiones en petróleo y, sobre
todo, en la industria manufacturera. Actualmente, de cada tres dólares invertidos
en América Latina, uno corresponde a la industria[1].
A cambio de inversiones insignificantes,
las filiales de las grandes corporaciones saltan de un solo
brinco las barreras aduaneras
latinoamericanas, paradójicamente alzadas contra la competencia extranjera, y
se apoderan de los procesos internos de industrialización. Exportan fábricas o,
frecuentemente, acorralan y devoran a las fábricas nacionales ya existentes.
Cuentan, para ello, con la ayuda entusiasta de la mayoría de los gobiernos
locales y con la capacidad de extorsión que ponen a su servicio los organismos
internacionales de crédito. El capital imperialista captura los mercados por
dentro, haciendo suyos los sectores claves de la industria local: conquista o
construye las fortalezas decisivas, desde las cuales domina al resto. La OEA describe así el proceso:
«Las empresas latinoamericanas van teniendo un predominio sobre las industrias
y tecnologías ya establecidas y de menor sofisticación, mientras la inversión
privada norteamericana, y probablemente también la proveniente de otros países
industrializados, va aumentando rápidamente su participación en ciertas
industrias dinámicas que requieren un grado de avance tecnológico relativamente
alto y que son más importantes en la determinación del curso de desarrollo
económico. Así, el dinamismo de las fábricas norteamericanas al sur del do
Bravo resulta mucho más intenso que el de la industria latinoamericana en
general.
Son elocuentes los ritmos de los tres
países mayores: para un índice 100 en 1961, el producto industrial en Argentina
pasó a ser de 112,5 en 1965, y en el mismo periodo las ventas de las empresas
filiales de los Estados Unidos subieron a 166,3. Para Brasil, las cifras
respectivas son de 109,2 y 120; para México, de 142,2 y 186,83.
El interés de las corporaciones
imperialistas por apropiarse del crecimiento industrial latinoamericano y
capitalizarlo en su beneficio no implica, desde luego, un desinterés por todas
las otras formas tradicionales de explotación. Es verdad que el ferrocarril de la United Fruit Co., en
Guatemala, ya no era rentable, y que la Electric Bond and
Share y la
International Telephone and Telegraph Corporation realizaron
espléndidos negocios cuando fueron nacionalizadas en Brasil, con
indemnizaciones de oro puro a cambio de sus instalaciones oxidadas y sus
maquinarias de museo. Pero el abandono de los servicios públicos a cambio de
actividades más lucrativas nada tiene que ver con el abandono de las materias
primas. ¿Qué suerte correría el Imperio sin el petróleo y los minerales de
América Latina? Pese al descenso relativo de las inversiones en minas, la
economía norteamericana no puede prescindir. como hemos visto en otro capítulo,
de los abastecimientos vitales y las jugosas ganancias que le llegan desde el
sur.
Por lo demás, las inversiones que
convierten a las fábricas latinoamericanas en meras piezas del engranaje
mundial de las corporaciones gigantes no alteran en absoluto la división
internacional del trabajo. No sufre la menor .modificación el sistema de vasos
comunicantes por donde circulan los capitales y las mercancías entre los países
pobres y los países ricos. América Latina continúa exportando su desocupación y
su miseria: las materias primas que el mercado mundial necesita y de cuya venta
depende la economía de la región y ciertos productos industriales elaborados,
con mano de obra barata, por filiales de las corporaciones multinacionales. El
intercambio desigual funciona como siempre: los salarios de hambre de América
Latina contribuyen a financiar los altos salarios de Estados Unidos y de
Europa. No faltan políticos y tecnócratas dispuestos a demostrar que la
invasión del capital extranjero «industrializador» beneficia las áreas donde
irrumpe. A diferencia del antiguo, este imperialismo de nuevo signo implicaría
una acción en verdad civilizadora, una bendición para los países dominados, de
modo que por primera vez la letra de las declaraciones de amor de la potencia
dominante de turno coincidiría con sus intenciones reales. Ya las conciencias
culpables no necesitarían coartadas, puesto que no serían culpables: el
imperialismo actual irradiaría tecnología y progreso, y hasta resultaría de mal
gusto utilizar esta vieja y odiosa palabra para definirlo. Cada vez que el
imperialismo se pone 'a exaltar sus propias virtudes, conviene, sin embargo,
revisarse los bolsillos. y comprobar que este nuevo modelo de imperialismo no
hace más prósperas a sus colonias aunque enriquezca a sus polos de desarrollo;
no alivia las tensiones sociales regionales, sino que las agudiza; extiende aún
más la pobreza y concentra aún más la riqueza: paga salarios veinte veces
menores que en Detroit y cobra precios tres veces mayores que en Nueva York; se
hace dueño de] mercado interno y de los resortes claves del aparato productivo;
se apropia de] progreso, decide su rumbo y le fija fronteras; dispone del
crédito nacional y orienta a su antojo el comercio exterior; no sólo
desnacionaliza la industria, sino también las ganancias que la industria
produce; impulsa el desperdicio de recursos al desviar la parte sustancial del
excedente económico hacia afuera; no aporta capitales al desarrollo sino que
los sustrae. La CEPAL
ha indicado que la hemorragia de los beneficios de las inversiones directas de
los Estados Unidos en América Latina ha sido cinco veces mayor, en estos
últimos años, que la transfusión de inversiones nuevas. Para que las empresas
puedan llevarse sus ganancias, los países se hipotecan endeudándose con la
banca extranjera y con los organismos internacionales de crédito, con lo que
multiplican el caudal de las próximas sangrías. La inversión industrial opera,
en este sentido, con las mismas consecuencias que la inversión “tradicional”.
En el marco de acero de un capitalismo
mundial integrado en torno a las grandes corporaciones norteamericanas, la
industrialización de América Latina se identifica cada vez menos con el
progreso y con la liberación nacional. El talismán fue despojado de poderes en
las decisivas derrotas del siglo pasado, cuando los puertos triunfaron sobre
los países y la libertad de comercio arrasó a la industria nacional recién
nacida. El siglo XX no engendró una burguesía industrial fuerte y creadora que
fuera capaz de reemprender la tarea y llevarla hasta sus últimas consecuencias.
Todas las tentativas se quedaron a mitad del camino. A la burguesía industrial
de América Latina le ocurrió lo mismo que a los enanos: llegó a la decrepitud
sin haber crecido. Nuestros burgueses son, hoy día, comisionistas o
funcionarios de las corporaciones extranjeras todopoderosas. En honor a la
verdad, nunca habían hecho méritos para merecer otro destino.
SON LOS CENTINELAS QUIENES ABREN LAS
PUERTAS: LA
ESTERILIDAD CULPABLE DE LA BURGUESÍA NACIONAL
La actual estructura de la industria en
Argentina, Brasil y México -los tres grandes polos de desarrollo en América
Latina- exhibe ya las deformaciones características de un desarrollo reflejo.
En los demás países, más débiles, la satelización de la industria se ha
operado, salvo alguna excepción, sin mayores dificultades. No es, por cierto,
un capitalismo competitivo el que hoy exporta fábricas además de mercancías y
capitales, penetra y lo acapara todo: ésta es la integración industrial
consolidada, en escala internacional, por el capitalismo en la edad de las
grandes corporaciones multinacionales, monopolios de dimensiones infinitas que
abarcan las actividades más diversas en los más diversos rincones del globo
terráqueo. Los capitales norteamericanos se concentran, en América Latina, más
agudamente que en los propios Estados Unidos; un puñado de empresas controla la
inmensa mayoría de las inversiones.
Para ellas, la nación no es una tarea a
emprender, ni una bandera a defender, ni un destino a conquistar: la nación, es
nada más que un obstáculo asaltar, porque a veces la soberanía incomoda, y una
jugosa fruta a devorar. Para las clases dominantes dentro de cada país,
¿constituye la nación, por el contrario, una misión a cumplir? El gran galope
del capital imperialista ha encontrado a la industria local sin defensas y sin
conciencia de su papel histórico. La burguesía se ha f asociado a la invasión
extranjera sin derramar lágrimas ni sangre; en cuanto al Estado, su influencia
sobre la economía latinoamericana, que viene debilitándose desde hace un par de
décadas, se ha reducido al mínimo gracias a los buenos oficios del Fondo
Monetario Internacional. Las corporaciones norteamericanas entraron en Europa a
paso de conquistadores y se apoderaron del desarrollo del viejo continente a
tal punto que pronto, se anuncia, la industria norteamericana allí instalada
será la tercera potencia industrial del planeta, después de Estados Unidos y de
la Unión Soviética'.
Si la burguesía europea, con toda su tradición y su pujanza, no ha podido
oponer diques a la marea, ¿cabía esperar que la burguesía latinoamericana
encabezara, a esta altura de la historia, la imposible aventura de un
desarrollo capitalista independiente? Por el contrario, en América Latina el
proceso de desnacionalización ha resultado mucho más fulminante y barato y ha
tenido consecuencias incomparablemente peores. El crecimiento fabril de América
Latina había sido alumbrado, en nuestro siglo, desde fuera. No fue generado por
una política planificada hacia el desarrollo nacional, ni coronó la maduración
de las fuerza productiva, ni resultó del estallido de los conflicto internos:
ya «superados, entre los terratenientes y ,.n artesanado nacional que había
muerto a poco de nacer. La industria latinoamericana nació del vientre mismo
del sistema agro exportador, para dar respuesta al agudo desequilibrio
provocado por la caída del : comercio exterior. En efecto, las dos guerras
mundiales y, sobre todo, la honda depresión que el capitalismo sufrió a partir
de la explosión del viernes negro de octubre de 1929, provocaron una violenta
reducción de las exportaciones de la región y, en consecuencia, hicieron caer,
también de golpe, la capacidad de importar. Los precios internos de los
artículos industriales extranjeros, súbitamente escasos, subieron
verticalmente. No surgió, entonces. una clase media industrial libre de la
dependencia tradicional: el gran impulso manufacturero provino del capital
acumulado en manos de los terratenientes y los importadores. Fueron los grandes
ganaderos quienes impusieron control de cambios en la Argentina ; el presidente
de la Sociedad Rural ,
convertido en ministro de Agricultura, declaraba en 1933: “El aislamiento en
que nos ha colocado un mundo dislocado nos obliga a fabricar en d país lo que
ya no podemos adquirir en los países que no nos compran”. Los fazendeiros del
café volcaron a la industrialización de Sao Paulo buena parte de sus capitales
acumulados en el comercio exterior: «A diferencia de la industrialización en
los países hoy desarrollados -diagnostica un documento de gobierno-, el proceso
de la industrialización brasileña no se dio paulatinamente, inserto dentro de
un proceso de transformación económica general. Antes bien, fue un fenómeno
rápido e intenso, que se superpuso a la estructura económico-social
preexistente, sin modificarla por entero, dando origen a profundas diferencias
sectoriales y regionales que caracterizan a la sociedad brasileña.
La nueva industria se -atrincheró de
entrada tras las barreras aduaneras que los gobiernos levantaron para
protegerla, y creció gracias a las medidas que el Estado adoptó para restringir
y controlar las importaciones, fijar tasas especiales de cambio, evitar
impuestos, comprar o financiar los excedentes de producción, tender caminos
para hacer posible el transporte de las materias primas y las mercancías y
crear o ampliar las fuentes de energía. Los gobiernos de Getulio Vargas
(1930-45 y 1951-54), Lázaro Cárdenas (1934-40) y Juan Domingo Perón (1946- 55),
de signo nacionalista y amplia proyección popular, expresaron en Brasil, México
y Argentina la necesidad de despegue, desarrollo o consolidación, según cada
caso y cada período, de la industria nacional. En realidad, el «espíritu de
empresa», que define una serie de rasgos característicos de la burguesía
industrial en los países capitalistas desarrollados, fue, en América Latina,
una característica del Estado, sobre todo en estos períodos de impulso
decisivo. El Estado ocupó el lugar de una clase social cuya aparición la
historia reclamaba sin mucho éxito: encarnó a la nación e impuso el acceso
político y económico de las masas populares a los beneficios de la
industrialización. En esta matriz, obra de los caudillos populistas, no se
incubó una burguesía industrial esencialmente diferenciada del conjunto de las
clases hasta entonces dominantes. Perón desató, por ejemplo, el pánico de la Unión Industrial ,
cuyos dirigentes veían, no sin razón, que el fantasma de las montoneras
provincianas reaparecía en la rebelión del proletariado de los suburbios de
Buenos Aires.
Las fuerzas de la coalición conservadora
recibieron, antes de que Perón las derrocara en las elecciones de febrero del
46, un famoso cheque del líder de los industriales; a la hora de la caída del
régimen, diez años después, los dueños de las fábricas más importantes
volvieron a confirmar que no eran fundamentales sus contradicciones con la
oligarquía de la que, mal que bien, formaban parte. En 1956, la Unión Industrial ,
la Sociedad Rural
y la Bolsa de
Comercio concertaron un frente común en defensa de la libertad de asociación,
la libre empresa, la libertad de comercio y la libre contratación del personal.
En Brasil, un importante sector de la burguesía fabril estrechó filas con las
fuerzas que empujaron a Vargas al suicidio. La experiencia mexicana tuvo, en
este sentido, características excepcionales, y por cierto prometía mucho más de
lo que finalmente aportó al proceso de cambio en América Latina. El ciclo
nacionalista de Lázaro Cárdenas fue el único que rompió lanzas contra los
terratenientes llevando adelante la reforma agraria que ya agitaba al país
desde 1910; en los demás países, y no sólo en Argentina y Brasil, los gobiernos
industrializadores dejaron intacta la estructura latifundista, que continuó
estrangulando el desarrollo del mercado interno y la producción agropecuaria[2].
Por lo general, la industria aterrizó como
un avión, sin modificar el aeropuerto en sus estructuras básicas: condicionada
por la demanda de un mercado interno previamente existente, sirvió a sus
necesidades de consumo y no llegó a ampliarlo en la honda y extensa medida que
los grandes cambios de estructura, de. haber ocurrido, hubieran hecho posible.
De la misma manera, el desarrollo industrial fue obligado a un aumento de las
importaciones de maquinarias, repuestos, combustibles y productos intermedios[3], pero
las exportaciones, fuente de las divisas, no podían dar respuesta a este
desafío porque provenían de un campo condenado, por sus dueños, al atraso. Bajo
d gobierno de Perón, el Estado argentino llegó a monopolizar la exportación de
granos; en cambio, no arañó siquiera el régimen de propiedad de la tierra, ni
nacionalizó a los grandes frigoríficos norteamericanos y británicos ni a los
exportado res de la lana. Resultó débil el impulso oficial a la industria
pesada, y el Estado no advirtió a tiempo que si no daba nacimiento a una tecnología
propia, su política nacionalista se echaría a volar con las alas cortadas. Ya
en 1953, Perón, que había llegado al poder enfrentando directamente al
embajador de los Estados Unidos, recibía con elogios la visita de Milton
Eisenhower y pedía la cooperación del capital extranjero para impulsar las
industrias dinámicas[4]. La
necesidad de «asociación» de ]a industria nacional con las corporaciones
imperialistas se hacía perentoria a medida que se iban quemando etapas en ]a
sustitución de manufacturas importadas y las nuevas fábricas requerían más
altos niveles de técnica y de organización. La tendencia iba madurando también
en el seno de] modelo industrializador de Getulio Vargas; se puso al
descubierto en la trágica decisión final del caudillo. Los oligopolios
extranjeros, que concentran la tecnología más moderna, se iban apoderando no
muy secretamente de ]a industria nacional de todos los países de América
Latina, incluido México, por medio de ]a venta de técnicas de fabricación,
patentes y equipos nuevos. Wall Street había tomado definitivamente el lugar de
Lombard Street, y fueron norteamericanas las principales empresas que se
abrieron paso hacia el usufructo de un superpoder en la región. A la
penetración en el área manufacturera se sumaba la injerencia cada vez mayor en
los circuitos bancario y comercial: el mercado de América Latina- se fue
integrando al mercado interno de las corporaciones multinacionales.
En 1965 , Roberto Campos, zar económico de
la dictadura de Castelo Branco, sentenciaba: «La era de los líderes
carismáticos, nimbados por un aura romántica, está cediendo lugar a la
tecnocracia». La embajada norteamericana había participado directamente en el
golpe de Estado que derribó al gobierno de Joao Goulart. La caída de Goulart,
heredero de Vargas en el estilo y las intenciones, señaló la liquidación d el
populismo y de la política de masas. «Somos una nación vencida, dominada,
conquistada, destruida, me escribía un amigo, desde Río de Janeiro, pocos meses
después del triunfo de la conspiración militar: la desnacionalización de Brasil
implicaba la necesidad de ejercer, con mano de hierro, una dictadura impopular.
El desarrollo capitalista ya no
le compaginaba con las grandes
movilizaciones de masas en torno a caudillos como Vargas. Había que prohibir
las huelgas, destruir los sindicatos y los partidos, encarcelar, torturar,
matar y abatir por la violencia los salarios obreros, para contener así, a
costa de la mayor pobreza de los pobres, el vértigo de la inflación. Una
encuesta, practicada en 1966 y 1967, reveló que
el 84 % de los grandes industriales de Brasil consideraba que el gobierno de Goulart había aplicado una
política económica perjudicial. Entre ellos estaban, sin duda, muchos de los
grandes capitanes de la burguesía nacional, en los que Goulart intentó apoyarse
para contener la sangría imperialista de la economía brasileña. El mismo
proceso de represión y asfixia del pueblo tuvo lugar durante el régimen del
general Juan Carlos Onganía, en la
Argentina ; había comenzado, en realidad, con la derrota
peronista de 1955, así como en Brasil se había desencadenado realmente desde el
balazo de Vargas en 1954. La desnacionalización de la industria en México
también coincidió con un endurecimiento de la política represiva del partido
que monopoliza el gobierno.
Fernando Henrique Cardoso ha señalado que
la industria liviana o tradicional, crecida a la generosa sombra de los
gobiernos populistas, exige una expansión del consumo de masas: la gente que
compra camisas o cigarrillos. Por el contrario, la industria dinámica -bienes
intermedios y bienes de capital- se dirige a un mercado restringido, en cuya
cúspide están las grandes empresas y el Estado: pocos consumidores, de gran
capacidad financiera. La industria dinámica, actualmente en manos extranjeras,
se apoya en la existencia previa de la industria tradicional y la subordina. En
los sectores tradicionales, de baja tecnología, el capital nacional conserva
alguna fuerza; cuanto menos vinculado está al modo internacional de producción
por la dependencia tecnológica o financiera, el capitalista muestra una mayor
tendencia a mirar con buenos ojos la reforma agraria y la elevación de la
capacidad de consumo de las clases populares a través de la lucha sindical. Los
más atados al exterior, representantes de la industria dinámica, simplemente
requieren, en cambio, el fortalecimiento de los lazos económicos entre las
islas de desarrollo de los países dependientes y el sistema económico mundial,
y subordinan las transformaciones internas a este objetivo prioritario. Son
estos últimos quienes llevan la voz cantante de la burguesía industrial, como
lo revela, entre otras cosas, el resultado de las recientes encuestas
practicadas en Argentina y Brasil, que sirven de materia prima al trabajo de
Cardoso. Los grandes empresarios se manifiestan en términos contundentes contra
la reforma agraria; niegan, en su mayoría, que el sector fabril tenía intereses
divergentes de los sectores rurales y consideran que nada hay más importante,
para el desarrollo de la industria, que la cohesión de todas las clases
productoras y el fortalecimiento del bloque occidental. Sólo un dos por ciento
de los grandes industriales de Argentina y Brasil considera que políticamente
hay que contar en primer lugar, con los trabajadores. Los encuestados fueron,
en su mayoría, empresarios nacionales; en su mayoría, también, atados de pies y
manos a los centros extranjeros de poder por las múltiples sogas de la
dependencia.
¿Cabía esperar, a esta altura, otro
resultado? La burguesía industrial integra la constelación de una clase
dominante que está, a su vez, dominada desde fuera. Los principales
latifundistas de la costa del Perú, hoy expropiados por el gobierno de Velasco
Alvarado, son además dueños de treinta y una industrias de transformación y de
muchas otras empresas diversas. Otro tanto ocurre en todos los demás países,
México no es una excepción: la burguesía nacional, subordinada a los grandes
consorcios norteamericanos, teme mucho más a la presión de las masas populares
que a la opresión del imperialismo, en cuyo seno se está desarrollando sin la
independencia ni la imaginación creadora que se le atribuyen, y ha multiplicado
eficazmente sus intereses[5].
En Argentina, el fundador del Jockey Club,
centro del prestigio social de los latifundistas, había sido, a la vez, el
líder de los industriales, y así se inició, a fines del siglo pasado, una
tradición inmortal: los artesanos enriquecidos se casan con las hijas de los
terratenientes para abrir, por la vía conyugal, las puertas de los salones más
exclusivos de la oligarquía o compran tierras con los mismos fines, y no son
pocos los ganaderos que, por su parte, han invertido en la industria, al menos
en los periodos de auge, los excedentes de capital acumulados en sus manos.
Faustino Fano, que hizo buena parte de su
fortuna como comerciante e industrial de textiles, se convirtió en presidente
de la Sociedad Rural
durante cuatro períodos consecutivos, hasta su muerte en 1967: «Fano destruyó
la falsa antinomia entre el agro y la. industria, proclamaban las necrológicas
que los diarios le dedicaron. El excedente industrial se convierte en vacas.
Los hermanos Di Tella, poderosos industriales, vendieron a los capitales
extranjeros sus fábricas de automóviles y heladeras, y ahora crían toros de
cabaña para las exposiciones de la Sociedad Rural. Medio siglo antes, la familia
Anchorena, dueña de los horizontes de la provincia de Buenos Aires, había
levantado una de las más importantes fábricas metalúrgicas de la ciudad.
En Europa y en Estados Unidos la burguesía
industrial apareció en el escenario histórico muy de
otra manera, y muy de otra manera creció y
consolidó su poder.
¿QUÉ BANDERA FLAMEA SOBRE LAS MÁQUINAS?
La vieja se inclinó y movió la mano para
darle viento al fuego. Así, con la espalda torcida y el cuello estirado todo
enroscado de arrugas, parecía una antigua tortuga negra. Pero aquel pobre
vestido roto no protegía, por cierto, como un caparazón, y al fin y al cabo
ella era tan lenta sólo por culpa de los años.
A sus espaldas, también torcida, su choza
de madera y lata, y más allá otras chozas semejantes del mismo suburbio de Sao
Paulo; frente a ella, en una caldera de color carbón, ya estaba hirviendo el
agua para el café. Alzó una latita hasta sus labios; antes de beber, sacudió la
cabeza y cerró los ojos. Dijo: O Brasil é nosso (“el Brasil es
nuestro”). En el centro de la misma ciudad y en ese mismo momento, pensó
exactamente lo mismo, pero en otro idioma, el director ejecutivo de la Union Carbide ,
mientras levantaba un vaso de cristal para celebrar la captura de otra fábrica
brasileña de plásticos por parte de su empresa. Uno de los dos estaba
equivocado.
Desde 1964, los sucesivos dictadores
militares de Brasil festejan los cumpleaños de las empresas del Estado
anunciando su próxima desnacionalización, a la que llaman recuperación. La Ley 56.570, promulgada el 6 de
julio de 1965, reservó al Estado la explotación de la petroquímica; el mismo
día, la ley 56.571 derogó la anterior,
abrió la explotación a las inversiones privadas. De esta manera, la Dow Chemical , la Union Carbide , la Phillips Petroleum
y el grupo Rockefeller obtuvieron, directamente o a través de la “asociación”
con el estado, el filet mignon tan codiciado: la industria de los derivados
químicos del petróleo, previsible boom de la década del setenta. ¿Qué ocurrió
durante las horas transcurridas entre una y otra ley? Cortinados que tiemblan,
pasos en los corredores, desesperados golpes a la puerta, los billetes verdes
volando por los aires, agitación en el palacio: desde Shakespeare hasta Brecht,
muchos hubieran querido imaginarlo. Un ministro del gobierno reconoce: «Fuerte,
en el Brasil, además del propio Estado, sólo existe el capital extranjero,
salvo honrosas excepciones». Y el gobierno hace lo posible para evitar esta
incómoda competencia las corporaciones norteamericanas y europeas.
El ingreso en grandes cantidades de
capital extranjero destinado a las manufacturas comenzó, en Brasil, en los años
cincuenta, y recibió un fuerte impulso del Plan de Metas (1957-60) puesto en
práctica por el presidente Juscelino Kubitschek. Aquéllas fueron las horas de
la euforia del crecimiento. Brasilia nacía, brotada de una galera mágica, en
medio del desierto donde los indios no conocían ni la existencia de la rueda;
se tendían carreteras y se creaban grandes represas; de las fábricas de
automóviles surgía un coche nuevo cada dos minutos. La industria ascendía a
gran ritmo. Se abrían las puertas, de par en par, a la inversión extranjera, se
aplaudía la invasión de los dólares, se sentía vibrar el dinamismo del
progreso.
Los billetes circulaban con la tinta
todavía fresca; el salto adelante se financiaba con inflación y con una pesada
deuda externa que sería descargada, agobiante herencia, sobre los gobiernos
siguientes. Se otorgó un tipo de cambio especial, que Kubitschek garantizó,
para las remesas de las utilidades a las casas matrices de las empresas
extranjeras y para la amortización de sus inversiones. El Estado asumía la
corresponsabilidad para el pago de las deudas contraídas por las empresas en el
exterior y otorgaba también un dólar barato para la amortización y los
intereses de esas deudas: según un informe publicado por la CEPAL , más del 80 por ciento
del total de las inversiones que llegaron entre 1955 y 1962 provenía de
empréstitos obtenidos con el aval del Estado. Es decir, que más de las cuatro
quintas partes de las inversiones de las empresas derivaban de la banca
extranjera y pasaban a engrosar la abultada deuda externa del Estado brasileño.
Además se otorgaban beneficios especiales para la importación de maquinarias[6]. Las
empresas nacionales no gozaban de estas facilidades acordadas a la General Motors o a la Volkswagen.
El resultado desnacionalizador de esta
política de seducción ante el capital imperialista se manifestó: cuando se publicaron
los datos de la paciente investigación realizada por el Instituto de Ciencias
Sociales de la Universidad
sobre los grandes grupos económicos de Brasil. Entre los conglomerados con un
capital superior a los cuatro mil millones de cruzeiros, más de la mitad eran
extranjeros y en su mayoría norteamericanos; por encima de los diez mil
millones de cruzeiros, aparecían doce grupos extranjero y sólo cinco
nacionales. «Cuanto mayor es el grupo económico, mayor es la posibilidad de que
sea extranjero», concluyó Maurício Vinhas de Queiroz en el análisis de la
encuesta. Pero tanto o más elocuente resultó que, de los veinticuatro grupos
nacionales con más de cuatro mil millones de capital, apenas nueve no estaban
ligados, por acciones, con capitales de Estados Unidos o de Europa, y aun así,
en dos de ellos aparecían entrecruzamientos con directorios extranjeros. La
encuesta detectó diez grupos económicos que ejercían un virtual monopolio en
sus respectivas especialidades. De ellos, ocho eran filiales de grandes corporaciones
norteamericanas.
Pero todo esto parece un juego de niños al
lado de lo que vino después. Entre 1964 y mediados de 1968, quince fábricas de
automotores o de piezas para autos fueron deglutidas por la Ford , Chrysler, Willys,
Simca, Volkswagen o Alfa Romeo; en el sector eléctrico y electrónico, tres
importantes empresas brasileñas fueron a parar a manos japonesas; Wyeth,
Bristol, Mead Johnson y Lever devoraron unos cuantos laboratorios, con lo que
la producción nacional de medicamentos se redujo a una quinta parte del
mercado; la Anaconda
se lanzó sobre los metales no ferrrosos, y .la Unión Carbide sobre
los plásticos, los -productos químicos y la petroquímica; Americancan, American
Machine and Foundry y otras colegas se apoderaron de seis empresas nacionales
de mecánica y metalurgia; la
Companhia de Mineraçao Geral, una de las mayores fábricas
metalúrgicas de Brasil, fue comprada a precio de ruina por un consorcio del que
participan la
Bethlehem Steel , el Chase Manhattan Bank y la Standard Oil. Resultaron
sensacionales las conclusiones de una comisión parlamentaria formada para
investigar el tema, pero el régimen militar cerró las puertas del Congreso y el
público brasileño nunca conoció estos datos[7].
Bajo el gobierno del mariscal Castelo
Branco se había firmado un acuerdo de garantía de inversiones que brindaba
virtual extraterritorialidad a las empresas extranjeras, se habían reducido sus
impuestos a la renta y se les había otorgado facilidades extraordinarias para
disfrutar del crédito, a la par que se desataban los torniquetes aplicados por
el anterior gobierno de Goulart al drenaje de las ganancias. La dictadura
tentaba a los capitalistas extranjeros ofreciéndoles el país como los
proxenetas ofrecen a una mujer, y poma el acento donde debía: «El trato a los
extranjeros en el Brasil es de los más liberales del mundo... no hay
restricciones a la nacionalidad de los accionistas... no existe limite al
porcentaje de capital registrado que puede ser remitido como beneficio... no
hay limitaciones a la repatriación de capital, y la reinversión de las
ganancias está considerada un incremento del capital original.
Argentina disputa a Brasil d papel de
plaza predilecta de las inversiones imperialistas, y su gobierno militar no se
quedaba atrás en la exaltación de las ventajas, en este mismo período: en el
discurso donde definió la política económica argentina, en 1967, el general
Juan Carlos Onganía reafirmaba que las gallinas otorgan al zorro la igualdad de
oportunidades: «Las inversiones extranjeras en Argentina serán consideradas en
un pie de igualdad con las inversiones de origen interno, de acuerdo con la
política tradicional de nuestro país, que nunca ha discriminado contra el
capital extranjero». Argentina tampoco impone limitaciones a la entrada del capital
foráneo ni a su gravitación en la economía nacional, ni a la salida de las
ganancias, ni a la repatriación del capital; los pagos de patentes, regalías y
asistencia técnica se hacen libremente. El gobierno exime de impuestos a las
empresas y les brinda tasas especiales de cambio, amén de muchos otros
estímulos y franquicias. Entre 1963 y 1968, fueron desnacionalizadas cincuenta
importantes empresas argentinas, veintinueve de las cuales cayeron en manos
norteamericanas, en sectores tan diversos como la fundición de acero, la
fabricación de automóviles y de repuestos, la petroquímica, la química, la
industria eléctrica, el papel o los cigarrillos. En 1962, dos empresas
nacionales de capital privado, Siam Di Tena e Industrias Kaiser Argentinas,
figuraban entre las cinco empresas industriales más grandes de América Latina;
en 1967 ambas habían sido capturadas por el capital imperialista. Entre las más
poderosas empresas del país, que facturan ventas por más de siete mil millones
de pesos anuales cada una, la mitad del valor total de las ventas pertenece a
firmas extranjeras, un tercio a organismos del Estado y apenas un sexto a
sociedades privadas de capital argentino. México congrega casi la tercera parte
de las inversiones norteamericanas en la industria manufacturera de América
Latina. Tampoco este país opone restricciones a la transferencia de capitales
ni a la repatriación de utilidades; las restricciones cambiarias brillan por su
ausencia. La mexicanización obligatoria de los capitales, que impone una mayoría
nacional de las acciones en algunas industrias, «ha sido bien acogida, en
términos generales, por los inversionistas extranjeros, quienes han reconocido
públicamente diversas ventajas a la creación de empresas mixtas», según
declaraba en 1967 el Secretario de Industria y Comercio del gobierno: «Cabe
hacer notar que aun empresas de renombre internacional han adoptado esta forma
de asociación de compañías que han establecido en México, y es también
importante destacar que la política de mexicanización de la industria no
solamente no ha desalentado a la inversión extranjera en México, sino que
después de que la corriente de esa inversión rompió un récord en 1965, el
volumen alcanzado en ese año fue nuevamente superado en 1966». En 1962, de las
cien empresas más importantes de México, 56 estaban total o parcialmente
controladas por el capital extranjero, veinticuatro pertenecían al Estado y
veinte al capital privado mexicano. Estas veinte empresas privadas de capital
nacional apenas participaban en poco más de una séptima parte del volumen total
de ventas de las cien empresas consideradas;". Actualmente, las grandes
firmas extranjeras dominan más de la mitad de los capitales invertidos en
computadoras, equipos de oficina, maquinarias y equipos industriales; General
Motors, Ford, Chrysler y Volkswagen han consolidado su poderío sobre la
industria de automóviles y la red de fábricas auxiliares; la nueva industria
química pertenece a la Du Pont ,
Monsanto, Imperial Chemical, Allied Chemical, Union Carbide y Cyanamid; los
laboratorios principales están en manos de la Parke Davis , Merck
& Co., Sidney Ross y Squibb; la influencia de la Celanese es decisiva en
la fabricación de fibras artificiales; Anderson Clayton y Lieber Brothers
disponen en medida creciente de los aceites comestibles, y los capitales
extranjeros participan abrumadoramente de la producción de : cemento,
cigarrillos, caucho y derivados, artículos
para d hogar y alimentos diversos.
EL BOMBARDEO DEL FONDO MONETARIO
INTERNACIONAL FACILITA EL DESEMBARCO DE LOS CONQUISTADORES
Dos de los ministros de gobierno que
declararon ante la comisión parlamentaria sobre la desnacionalización
industrial de Brasil reconocieron que las medidas adoptadas bajo el gobierno de
Castelo Branco para permitir el flujo directo del crédito externo a la empresas
habían dejado en inferioridad de condiciones a las fábricas de capital
nacional. Ambos se referían a la célebre Instrucción 289, de principios de
1965: las empresas extranjeras obtenían préstamos fuera de fronteras a un siete
u ocho por ciento, con un tipo especial de cambio que el gobierno garantizaba
en caso de devaluación del cruzeiro, mientras las empresas nacionales debían
pagar cerca de un cincuenta por ciento de intereses por los créditos que
arduamente conseguían dentro de su país. El inventor de la medida, Roberto
Campos, la explicó así: «Obviamente, el mundo es desigual. Hay quien nace
inteligente y hay quien nace tonto. Hay quien nace atleta y hay quien nace
tullido. El mundo se compone de pequeñas y grandes empresas. Unos mueren
temprano, en el primor de su vida; otros se arrastran, criminalmente, por una
larga existencia inútil. Hay una desigualdad básica fundamental en la
naturaleza humana, en la condición de las cosas. A esto no escapa el mecanismo
del crédito. Postular que las empresas nacionales deban tener el mismo acceso
que las empresas extranjeras al crédito extranjero es simplemente desconocer
las realidades básicas de la economía...»[8]. De
acuerdo con los términos de este breve pero jugoso Manifiesto capitalista,
la ley de la selva es el código que naturalmente rige la vida humana y la
injusticia no existe, puesto que lo que conocemos por injusticia no es más que
la expresión de la cruel armonía del universo: los países pobres son pobres
porque... son pobres; el destino está escrito en los astros y sólo nacemos para
cumplirlo: unos, condenados a obedecer; otros, señalados para mandar. Unos
poniendo el cuello y otros poniendo la soga. El autor fue el artífice de la
política del Fondo Monetario Internacional en Brasil.
Como en los demás países de América
Latina, la puesta en práctica de las recetas del Fondo Monetario Internacional
sirvió para que los conquistadores extranjeros entraran pisando tierra
arrasada. Desde fines de la década del cincuenta, la recesión económica, la
inestabilidad monetaria, la sequía del crédito y el abatimiento del poder
adquisitivo del mercado interno han contribuido fuertemente en la tarea de
voltear a la industria nacional y ponerla a los pies de las corporaciones
imperialistas. So pretexto de la mágica estabilización monetaria, el
Fondo Monetario Internacional, que interesadamente confunde la fiebre con la
enfermedad y la inflación con la crisis de las estructuras en vigencia, impone
en América Latina una política que agudiza los desequilibrios en lugar de
aliviarlos. Liberaliza el comercio, prohibiendo los cambios múltiples y los
convenios de trueque, obliga a contraer hasta la asfixia los créditos internos,
congela los salarios y desalienta la actividad estatal. Al programa agrega las
fuertes devaluaciones monetarias, teóricamente destinadas a devolver su valor
real a la moneda y a estimular las exportaciones. En realidad, las
devaluaciones sólo estimulan la concentración interna de capitales en beneficio
de las clases dominantes y propician la absorción de las empresas nacionales
por parte de los que llegan desde fuera con un puñado de dólares en las
maletas.
En toda América Latina, el sistema produce
mucho menos de lo que necesita consumir, y la inflación resulta de esta impotencia
estructural. Pero el FMI no ataca las causas de la oferta insuficiente del
aparato de producción, sino que lanza sus cargas de caballería contra las
consecuencias, aplastando aún más la mezquina capacidad de consumo del mercado
interno de consumo: una demanda excesiva, en estas tierras de hambrientos,
tendría la culpa de la inflación. Sus fórmulas no sólo han fracasado en la
estabilización y en el desarrollo, sino que además han intensificado el
estrangulamiento externo de los países, han aumentado la miseria de las grandes
masas desposeídas, poniendo al rojo vivo las tensiones sociales, y han
precipitado la desnacionalización económica y financiera, al influjo de los
sagrados mandamientos de la libertad de comercio, la libertad de competencia y
la libertad de movimiento de los capitales.
Los Estados Unidos, que emplean un vasto sistema
proteccionista —aranceles, cuotas, subsidios internos— jamás han merecido la
menor observación del FMI. En cambio, con América Latina, el FMI ha sido
inflexible: para eso nació. Desde que Chile aceptó la primera de sus misiones
en 1954, los consejos del FMI se extendieron por todas partes, y la mayoría de
los gobiernos sigue hoy día, ciegamente, sus orientaciones. La terapéutica
empeora al enfermo para mejor imponerle la droga de los empréstitos y las
inversiones. El FMI proporciona préstamos o da la imprescindible luz verde
para que otros los proporcionen. Nacido en Estados Unidos, con sede en Estados
Unidos y al servicio de Estados Unidos, el Fondo opera, en efecto, como un
inspector internacional, sin cuyo visto bueno la banca norteamericana no afloja
los cordones de la bolsa; el Banco Mundial, la Agencia para el Desarrollo
Internacional y otros organismos filantrópicos de alcance universal también
condicionan sus créditos a la firma y el cumplimiento de las Cartas de
intenciones de los gobiernos ante el omnipotente organismo. Todos los países
latinoamericanos reunidos no alcanzan a sumar la mitad de los votos de que
disponen los Estados Unidos para orientar la política de este supremo hacedor
del equilibrio monetario en el mundo: el FMI fue creado para institucionalizar
el predominio financiero de Wall Street sobre el planeta entero, cuando a fines
de la segunda guerra el dólar inauguró su hegemonía como moneda internacional.
Nunca fue infiel al amo.
La burguesía nacional latinoamericana
tiene, bien es cierto, vocación de rentista, y no ha opuesto diques
considerables a la avalancha extranjera sobre la industria, pero también es
cierto que las corporaciones imperialistas han utilizado toda una gama de
métodos del arrasamiento. El bombardeo previo del FMI facilitó la penetración.
Así, se han conquistado empresas mediante un simple golpe de teléfono, después
de una brusca caída en las cotizaciones de la bolsa, a cambio de un poco de
oxígeno traducido en acciones, o bien ejecutando alguna deuda por
abastecimientos o por el uso de patentes, marcas o innovaciones técnicas. Las
deudas, multiplicadas por las devaluaciones monetarias que obligan a las
empresas locales a pagar más moneda nacional por sus compromisos en dólares, se
convierten así en una trampa mortal. La dependencia en el suministro de la
tecnología se paga caro: el know-how de las corporaciones incluye una gran
pericia en el arte de devorar al prójimo. Uno. de los últimos mohicanos de la
industria nacional brasileña declaraba, hace menos de tres años, desde un
diario carioca: «La experiencia demuestra que el producto de la venta de una
empresa nacional muchas veces ni llega a Brasil, y queda rindiendo intereses en
el mercado financiero del país comprador».
Los acreedores cobraron quedándose con las
instalaciones y las máquinas de los deudores. Las cifras del Banco Central del
Brasil indican que no menos de la quinta parte de las nuevas inversiones
industriales en 1965, 1966 Y 1967 correspondió en realidad a la conversión de
las deudas impagas en inversiones.
Al chantaje financiero y tecnológico se
suma la competencia desleal y libre del fuerte frente al débil. Como las
filiales de las grandes corporaciones multinacionales integran una estructura
mundial, pueden darse el lujo de perder dinero durante un año, o dos, o el
tiempo que fuere necesario. Bajan, pues, los precios, y se sientan a esperar la
rendición del acosado. Los bancos colaboran con el sitio: la empresa nacional
no es tan solvente como parecía: se le niegan víveres. Acorralada, la empresa
no tarda en levantar la bandera blanca. El capitalista local se convierte en
socia menor o en funcionario de sus vencedores. O conquista la más codiciada de
las suertes: cobra el rescate de sus bienes en acciones de la casa matriz
extranjera y termina sus días viviendo gordamente una vida de rentista. A
propósito del dumping de precios, resulta ilustrativa la historia de la captura
de una fábrica brasileña de cintas adhesivas, la Adesite , por parte de la
poderosa Union Carbide. La
Scotch , conocida empresa con sede en Minnesota y tentáculos
universales, empezó a vender cada vez más baratas sus propias cintas adhesivas
en el mercado brasileño. Las ventas de la Adesite iban descendiendo. Los bancos le cortaron
los créditos. La Scotch
continuaba bajando sus precios: cayeron en un treinta por ciento, después en un
cuarenta por ciento. Y apareció entonces la Union Carbide en
escena: compro la fábrica brasileña a precio de desesperación. Posteriormente, la Union Carbide y la Scotch se entendieron para
repartirse el mercado nacional en dos partes: dividieron a Brasil, la mitad
para cada una. Y, de común acuerdo, elevaron el precio de las cintas adhesivas
en un cincuenta por ciento. Era la digestión. La ley antitrust, de los viejos
tiempos de Vargas, había sido derogada años atrás.
La propia Organización de Estados
Americanos reconoce que la abundancia de recursos financieros de las filiales
norteamericanas, “en momentos de muy escasa liquidez para las empresas
nacionales, ha propiciado, en ocasiones, que algunas de esas empresas
nacionales fuesen adquiridas por intereses extranjeros”. La penuria de recursos
financieros, agudizada por la contracción del crédito interno impuesta por el Fondo
Monetario, ahoga a las fábricas locales. Pero el mismo documento de la OEA informa que nada menos que
el 95,7 por ciento de los fondos requeridos por las empresas norteamericanas
para su normal funcionamiento y desarrollo en América Latina provienen de fuentes
latinoamericanas, en forma de créditos, empréstitos y utilidades reinvertidas.
Esa proporción es del ochenta por ciento en el caso de las industrias
manufactureras.
LOS ESTADOS UNIDOS CUIDAN SU AHORRO
INTERNO, PERO DISPONEN DEL AJENO: LA INVASIÓN DE LOS BANCOS
La canalización de los recursos nacionales
en dirección a las filiales imperialistas se explica en gran medida por la
proliferación de las sucursales bancarias norteamericanas que han brotado, como
los hongos después de la lluvia, durante estos últimos años, a lo largo y a lo
ancho de América Latina. La ofensiva sobre el ahorro local de los satélites
está vinculada al crónico déficit de la balanza de pagos de los Estados Unidos,
que obliga a contener las inversiones en el extranjero, y al dramático
deterioro del dólar como moneda del mundo. América Latina proporciona: la
saliva además de la comida, y los Estados Unidos se limitan a poner la boca. La
desnacionalización de la industria ha resultado un regalo.
Según el International Banking Survey,
había setenta y ocho sucursales de bancos norteamericanos al sur del río Bravo
en 1964, pero en 1967 ya eran 133. Tenían 810 millones de dó1ares de depósitos
en el 64, y en el 67 ya sumaban 1.270 millones. Luego, en 1968 y 1969, la banca
extranjera avanzó con ímpetu: el First National City Bank cuenta, en la
actualidad, nada menos que con ciento diez filiales sembradas en diecisiete
países de América Latina. La cifra incluye a varios bancos nacionales
adquiridos por el City en los últimos tiempos. El Chase Manhattan Bank, del
grupo Rockefeller, adquirió en 1962 el Banco Lar Brasileiro, con treinta y
cuatro sucursales en Brasil; en 1964, el Banco Continental, con cuarenta y dos
agencias en Perú; en 1967, el Banco del Comercio, con ciento veinte sucursales
en Colombia y Panamá, y el Banco Atlántida, con veinticuatro agencias en
Honduras; en 1968, el Banco Argentino de Comercio. La revolución cubana había
nacionalizado veinte agencias bancarias de los Estados Unidos, pero los bancos
se han recuperado con creces de aquel duro golpe: sólo en el curso de 1968, más
de setenta nuevas filiales de bancos norteamericanos fueron abiertas en América
Central, el Caribe y los países más pequeños de América del Sur.
Es imposible conocer el simultáneo aumento
de las actividades paralelas -subsidiarias, holdings, financieras, oficinas de
representación- en su magnitud exacta, pero se sabe que en igualo mayor
proporción han crecido los fondos latinoamericanos absorbidos por bancos que
aunque no operan abiertamente como sucursales, están controlados desde fuera a
través de decisivos paquetes de acciones o por la apertura de líneas externas
de crédito severamente, condicionadas.
Toda esta invasión bancaria sirve para
desviar el ahorro latinoamericano hacia las empresas norteamericanas que operan
en la región, mientras las empresas nacionales caen estranguladas por la falta
de crédito. Los departamentos de relaciones públicas de varios bancos
norteamericanos que operan en el exterior pregonan sin rubores que su propósito
más importante consiste en canalizar el ahorro interno de los países donde
operan para el uso de las corporaciones multinacionales que son clientes de sus
casas matrices. Echemos al vuelo la imaginación: ¿podría un banco
latinoamericano instalarse en Nueva York para captar el ahorro nacional de los
Estados Unidos? La burbuja estalla en .el aire: esta insólita aventura está
expresamente prohibida. Ningún banco extranjero puede operar, en Estados
Unidos, como receptor de depósitos de los ciudadanos norteamericanos. En
cambio, los bancos de los Estados Unidos disponen a su antojo, a través de las
numerosas filiales, del ahorro nacional latinoamericano. América Latina vela
por la norteamericanización de las finanzas, tan ardientemente como los Estados
Unidos. En junio de 1966, sin embargo, el Banco Brasileiro de Descontos
consultó a sus accionistas para tomar una resolución de gran vigor
nacionalista.
Imprimió la frase Nós confiamos em Deus
en todos sus documentos. Orgullosamente, el banco hizo notar que el dólar
ostenta el lema In God We Trust.
Los bancos latinoamericanos, incluso los
invictos, no infiltrados ni copados por
los capitales extranjeros, no orientan los créditos en un sentido distinto al
de las filiales del City, el Chase o el Bank of America: ellos también
prefieren atender la demanda de las empresas industriales y comerciales
extranjeras, que cuentan con garantías sólidas y operan por volúmenes muy
amplios.
UN IMPERIO QUE IMPORTA CAPITALES
El «Programa de acción económica del
gobierno», elaborado por Roberto Campos, preveía que, como respuesta a su
política benefactora:, los capitales afluirían del exterior para impulsar el
desarrollo de Brasil y contribuir a su estabilización económica y financieras[9]. Se
anunciaron para 1965 nuevas inversiones directas, de origen extranjero, por
cien millones de dólares. Llegaron setenta. Para los años siguientes, se
aseguraba, el nivel superaría las previsiones del 65, pero las convocatorias
resultaron inútiles. En 1967 ingresaron 76 millones; la evasión por ganancias y
dividendos: asistencia técnica, patentes, royalties o regalías y uso de marcas
superó en más de cuatro veces a la inversión nueva. Y a estas sangrías habría
que agregar, aún, las remesas clandestinas. El Banco Central admite que, fuera
de las vías legales, emigraron de Brasil ciento veinte millones de dólares en
1967.
Lo que se fue es, como se ve,
infinitamente más que lo que entró. En definitiva, las cifras de nuevas
inversiones directas en los años claves de la desnacionalización industrial
-1965, 1966, 1967- estuvieron muy por debajo del nivel de 1961[10]. Las
inversiones en la industria congregan la mayor parte de los capitales
norteamericanos en Brasil, pero suman menos del cuatro por ciento del total de
las inversiones de los Estados Unidos en las manufacturas mundiales. Las de
Argentina llegan apenas al tres por ciento; las de México al tres y medio. La
digestión de los mayores parques industriales de América Latina no ha exigido
grandes sacrificios a 'Wall Street.
«Lo que caracteriza al capitalismo moderno,
en el que impera el monopolio, es la exportación de capital», había escrito
Lenin. En nuestros días, como han hecho notar Baran y Sweezy, el imperialismo
importa capitales de los países donde opera. En el período 1950-67, las nuevas
inversiones norteamericanas en América Latina totalizaron, sin incluir las
utilidades reinvertidas, 3.921 millones de dólares. En el mismo período, las
utilidades y dividendos remito dos al exterior por las empresas sumaron 12.8191
millones. Las ganancias drenadas han superado en más de tres veces el monto de
los nuevos capitales incorporados a la región[11].
Desde entonces, según la CEPAL ,
nuevamente creció la sangría de los beneficios, que en los últimos años
exceden en cinco veces a las inversiones nuevas; Argentina, Brasil y México
han sufrido los mayores aumentos de la evasión. Pero éste es un cálculo
conservador. Buena parte de los fondos repatriados por conceptos de
amortización de deuda corresponde en realidad a las utilidades de las
inversiones, y las cifras no incluyen tampoco las remesas al exterior por pagos
de patentes, royalties y asistencia técnica, ni computan otras transferencias
invisibles que suelen esconderse tras los velos del rubro «errores y omisiones»[12], ni
tienen en cuenta las ganancias que las corporaciones reciben al inflar los
precios de los abastecimientos que proporcionan sus filiales y al inflar
también, con igual entusiasmo, sus costos de operación.
La imaginación de las empresas hace otro
tanto con las inversiones mismas. En efecto, como el vértigo del progreso
tecnológico abrevia cada vez más los plazos de renovación del capital fijo en
las economías avanzadas, la gran mayoría de las instalaciones y los equipos
fabriles exportados a los países de América Latina han cumplido anteriormente
un ciclo de vida útil en sus lugares de origen. La amortización, pues, ha sido
ya hecha, en forma total o parcial. A los efectos de la inversión en el
exterior, este detalle no se toma en cuenta: el valor atribuido a las
maquinarias, arbitrariamente elevado, no seria, por cierto, ni la sombra de lo
que es, si se consideraran los frecuentes casos de desgaste previo. Por lo
demás, la casa matriz; no tiene por qué meterse en gastos para producir en
América Latina los bienes que antes le vendía desde lejos. Los gobiernos se
encargan de evitarlo, adelantando recursos a la filial que llega a instalarse y
cumplir su misión redentora: la filial tiene acceso al crédito local a partir
del momento en que clava un cartel en el terreno donde levantará su fábrica;
cuenta con privilegios cambiarios para sus importaciones —compras que la
empresa suele hacerse a sí misma— y hasta puede asegurarse, en algunos países,
un tipo de cambio especial para pagar sus deudas con el exterior, que
frecuentemente son deudas con la rama financiera de la misma corporación. Un
cálculo realizado por la revista Fichas indica que las divisas insumidas entre
1961 y 19647 por la industria automotriz en la Argentina son tres veces
y media mayores que el monto necesario para construir diecisiete centrales
termoeléctricas y deis centrales hidroeléctricas con una potencia total de más
de dos mil doscientos megawatios, y equivalen al valor de las importaciones de
maquinarias y equipos requeridas durante once años por las industrias dinámicas
para provocar un incremento anual del
2,8 por ciento en el producto por
habitante.
LOS TECNÓCRATAS EXIGEN LA BOLSA O LA VIDA CON MÁS EFICACIA QUE
LOS “MARINES”.
Al llevarse muchos más dólares de los que
traen, las empresas contribuyen a agudizar la crónica hambre de divisas de la
región; los países «beneficiados se descapitalizan en vez de capitalizarse.
Entra en acción, entonces, el mecanismo del empréstito. Los organismos
internacionales de crédito desempeñan una función muy importante en el
desmantelamiento de las débiles ciudadelas defensivas de la industria
latinoamericana de capital nacional, y en la consolidación de las estructuras
neocoloniales. La ayuda funciona como el filántropo del cuento, que le
había puesto una pata de palo a su chanchito, pero era porque se lo estaba
comiendo de a poco. El déficit de la balanza de pagos de los Estados Unidos,
provocado por los gastos militares y la ayuda extranjera, crítica espada de
Damocles sobre la prosperidad norteamericana, hace posible, al mismo tiempo,
esa prosperidad: el Imperio envía el exterior sus marines para
salvar los dólares de sus monopolios cuando corren peligro y, más eficazmente,
difunde también sus tecnócrata y sus empréstitos para ampliar los negocios y
asegurar las materias primas y los mercados.
El capitalismo de nuestros días exhibe, en
su centro universal de poder, una identidad evidente de los monopolios privados
y el aparato estatal. Las corporaciones multinacionales utilizan directamente
al Estado para acumular, multiplicar y concentrar capitales, profundizar la
revolución tecnológica, militarizar la economía y, mediante diversos
mecanismos, asegurar el éxito de la norteamericanización del mundo capitalista.
El Eximbank, Banco de Exportación e Importación, la AID , Agencia para el
Desarrollo Internacional, y otros organismos menores cumplen sus funciones en
este último sentido; también operan así algunos organismos presuntamente
internacionales en los que los Estados Unidos ejercen su incontestable
hegemonía: el Fondo Monetario Internacional
y su hermano gemelo, el Banco
Internacional de Reconstrucción y Fomento, y el BID, Banco Interamericano de
Desarrollo, que se arrogan el derecho de decidir la política económica que han
de seguir los países que solicitan los créditos. Lanzándose exitosamente al
asalto de sus bancos centrales y de sus ministerios decisivos, se apoderan de
todos los datos secreto de la economía y las finanzas, redactan e imponen leyes
nacionales, y prohíben o autorizan las medidas de los gobiernos, cuyas
orientaciones dibujan con pelos y señales.
La caridad internacional no existe;
empieza por casa, también para los Estados Unidos. La ayuda externa desempeña,
en primer lugar. una función interna: la economía norteamericana se ayuda a sí
misma. El propio Roberto Campos la definía, en los tiempos en que era embajador
del gobierno nacionalista de Goulart, como un programa de ampliación de
mercados en el extranjero destinado a la absorción de los excedentes
norteamericanos y al alivio de la superproducción en la industria de
exportación de los Estados Unidos. El Departamento de Comercio de los Estados
Unidos celebraba la buena marcha de la Alianza para el Progreso, a poco de nacida,
advirtiendo que había creado nuevos negocios y fuentes de trabajo para empresas
privadas de cuarenta y cuatro estados norteamericanos. Más recientemente, en su
mensaje al Congreso de enero de 1968, el presidente Johnson aseguró que más del
noventa por ciento de la ayuda externa norteamericana de 1969 se aplicaría a
financiar compras en los Estados Unidos, “y he intensificado personalmente y en
forma directa los esfuerzos para incrementar este porcentaje”. Los cables
trasmitieron, en octubre del 69, las explosivas declaraciones del presidente
del Comité Interamericano de la
Alianza para el Progreso, Carlos Sanz de Santamaría, quien
expresó en Nueva York que la ayuda había resultado un muy buen negocio para la
economía de los Estados Unidos, así como para la tesorería de ese país. Desde
que, a fines de la década del cincuenta, hizo crisis el desequilibrio de la
balanza norteamericana de pagos, los préstamos fueron condicionados a la
adquisición de los bienes industriales norteamericanos, por lo general más
caros que otros productos similares en otras partes del mundo. Más
recientemente se pusieron en acción ciertos mecanismos, como las «listas
negativas», para evitar que los créditos sirvan a la exportación de los
artículos que los Estados Unidos pueden colocar en el mercado mundial, en
buenas condiciones competitivas, sin recurrir al expediente de la auto
filantropía. Las posteriores «listas positivas. han hecho posible, a través de
la ayuda, la venta de ciertas manufacturas norteamericanas a precios que son
entre un treinta y un cincuenta por ciento más altos que los de otras fuentes
internacionales. La atadura del financiamiento -dice la OEA en el documento ya citado-
otorga «un subsidio general a las exportaciones norteamericanas». Las firmas
fabricantes de maquinarias sufren serias desventajas de precios en el mercado
internacional, según confiesa el Departamento de Comercio de los Estados
Unidos, «a menos que puedan aprovechar el financiamiento más liberal que se
puede obtener bajo los diversos programas de ayuda.
Cuando Richard Nixon prometió desatar la
ayuda, en un discurso de fines de 1969, sólo se refirió a la posibilidad de que
las compras pudieran efectuarse, alternativamente, en los países
latinoamericanos. Este ya era, desde antes, el caso de los préstamos que el
Banco Interamericano de Desarrollo otorga con cargo a su Fondo para Operaciones
Especiales. Pero la experiencia muestra que los Estados Unidos, o las filiales
latinoamericanas de sus corporaciones, resultan siempre los proveedores
finalmente elegidos en los contratos. Los préstamos de la AID , el Eximbank y, en su
mayoría, los del BID, exigen también que no menos de la mitad de los embarques
se realice en barcos de bandera norteamericana. Los fletes de los buques de los
Estados Unidos resultan tan caros que en algunos casos llegan hasta a duplicar
los precios de las líneas navieras más baratas disponibles en el mundo.
Normalmente, son también norteamericanas las empresas que aseguran las
mercaderías transportadas, y norteamericanos los bancos a través de los cuales
las operaciones se concretan.
América Latina proporciona la mayoría de
los recursos ordinarios de capital del Banco Interamericano de Desarrollo. Pero
los documentos del BID llevan, además de sello propio, el emblema de la Alianza para el Progreso,
y los Estados Unidos son el único país que cuenta con poder de veto en su seno;
los votos de los países latinoamericanos, proporcionales a sus aportes de
capital, no reúnen los dos tercios de mayoría necesarios para las resoluciones
importantes. “Si bien el poder de veto de los Estados Unidos sobre los
préstamos del BID no ha sido usado, la amenaza de la utilización del veto para
propósitos políticos ha influido sobre las decisiones”, reconocía Nelson
Rockefeller, en agosto de 1969, en su célebre informe a Nixon. En la mayor
parte de los préstamos que concede, el BID impone las mismas condiciones que
los organismos abiertamente norteamericanos: la obligación de utilizar los
fondos en mercancías de los Estados Unidos y transportar por lo menos la mitad
bajo la bandera de las barras y las estrellas, amén de la mención expresa de la Alianza para el Progreso
en la publicidad. El BID determina la política de tarifas y de impuestos de los
servicios que toca con su varita de hada buena; decide a cuánto debe cobrarse
el agua y fija los impuestos para el alcantarillado o las viviendas, previa
propuesta de los consultores norteamericanos designados con su venia. Aprueba
los planos de las obras, redacta las licitaciones, administra los fondos y
vigila el cumplimiento[13]. En
la tarea de reestructurar la enseñanza superior de la región de acuerdo con las
pautas del neocolonialismo cultural, el BID ha desempeñado un fructífero papel.
Sus préstamos a las universidades bloquean la posibilidad de modificar, sin su
conocimiento y su permiso, las leyes orgánicas o los estatutos, y a la vez
impone determinadas reformas docentes, administrativas y financieras. El
secretario general de la OEA
designa el árbitro en caso de controversias[14].
Los contratos de la Agencia para el Desarrollo
Internacional, AID, no sólo implican mercancías y fletes norteamericanos, sino
que, además, habitualmente prohíben el comercio con Cuba y Vietnam del Norte y
obligan a aceptar la tutela administrativa de sus técnicos. Para compensar el
desnivel de precios entre los tractores o los fertilizantes de Estados Unidos y
los que pueden obtenerse, más baratos, en el mercado mundial, imponen la
eliminación de los impuestos y aranceles aduaneros para los productos
importados con los créditos. La ayuda de la AID incluye jeeps y armas modernas destinadas a
la policía, para que el orden interior de los países pueda ser debidamente
salvaguardado. No en vano un tercio de los créditos de la AID se obtiene inmediatamente
después de su aprobación, pero los dos tercios restantes se condicionan al
visto bueno del Fondo Monetario Internacional, cuyas recetas normalmente
desatan el incendio de la agitación social. Y por si el FMI no hubiera logrado
desmontar, pieza por pieza, como se desmonta un reloj, todos los mecanismos de
la soberanía, la AID
suele exigir también, de paso, la aprobación de determinadas leyes o decretos. La AID es el vehículo principal
de los fondos de la Alianza
para el Progreso. El Comité Interamericano de la Alianza para el Progreso
obtuvo del gobierno uruguayo, por no citar más que un ejemplo de los laberintos
de la generosidad, la firma de un compromiso por el cual los ingresos y los
egresos de los entes del Estado, así como la política oficial en materia de
tarifas, salarios e inversiones, pasaron al control directo de este organismo
extranjero. Pero las condiciones más lesivas rara vez figuran en los textos de
los contratos y los compromisos públicos, y se esconden en las secretas
disposiciones complementarias. El parlamento uruguayo nunca supo que el
gobierno había aceptado, en marzo de 1968, poner un límite a las exportaciones
de arroz de ese año, para que el país pudiera recibir harina, maíz y sorgo al
amparo de la ley de excedentes agrícolas de los Estados Unidos.
Muchas dagas brillan bajo la capa de la
asistencia a los países pobres. Teodoro Moscoso, que fuera administrador
general de la Alianza
para el Progreso confesó: «...puede ocurrir que los Estados Unidos necesiten el
voto de un país determinado en la Organización de las Naciones Unidas, o en la OEA , y es posible que entonces
el gobierno de ese país -siguiendo la consagrada tradición de la fría
diplomacia- pida un precio a cambio. En 1962, el delegado de Haití a la Conferencia de Punta
del Este cambió su voto por un aeropuerto nuevo, y así los Estados Unidos
obtuvieron la mayoría necesaria para expulsar a Cuba de la Organización de
Estados Americanos[15]. El
ex dictador de Guatemala, Miguel Ydigoras Fuentes, ha declarado que tuvo que
amenazar a los norteamericanos con que negaría el voto de su país a las
conferencias de la Alianza
para el Progreso, para que ellos cumplieran con su promesa de comprarle más
azúcar. Podría resultar a primera vista, paradójico que Brasil haya sido el
país más favorecido por la
Alianza para el Progreso durante el gobierno nacionalista de
Joao Goulart (1961-64). Pero la paradoja cesa, no bien se conoce la
distribución interna de la ayuda recibida: los créditos de la Alanza fueron sembrados
como minas explosivas en el camino de Goulart. Carlos Lacerda, gobernador de
Guanabara y, por entonces, líder de la extrema derecha, obtuvo siete veces más
dólares que todo el nordeste: el estado de Guanabara, con sus escasos cuatro
millones de habitantes, pudo así inventar hermosos jardines para turistas en
los bordes de la bahía más espectacular del mundo, y los nordestinos siguieron
siendo la llaga viva de América Latina.
En junio de 1964, ya triunfante el golpe
de Estado que instaló en el poder a Castelo Branco, Thomas Mann, subsecretario
de Estado para asuntos interamericanos y brazo derecho del presidente Johnson,
explicó: “Los Estados Unidos distribuyeron entre los gobernadores eficientes de
ciertos estados brasileños la ayuda que era destinada al gobierno de Goulart,
pensando financiar así la democracia; Washington no dio dinero alguno para la
balanza de pagos o el presupuesto federal, porque eso podía beneficiar
directamente al gobierno central”. La administración norteamericana había
resuelto negar cualquier tipo de cooperación al gobierno de Belaúnde Terry, en
el Perú, «a menos que diera las deseadas garantías de que seguiría una política
indulgente hacia la
Internacional Petroleum Company. Belaúnde rehusó y como
resultado, a fines de 1965 no había recibido aún su parte en la Alianza para el Progreso.
Posteriormente, como se sabe, Belaúnde transó. Y perdió el petróleo y el poder:
había obedecido para sobrevivir. En Bolivia, los préstamos norteamericanos no
proporcionaron un solo centavo para que el país pudiera levantar sus propias
fundiciones de estaño, de modo que el estaño continuó viajando en bruto a
Liverpool y desde allí, ya elaborado, a Nueva York; en cambio, la ayuda dio
nacimiento a una burguesía comercial parasitaria, infló la burocracia, alzó
grandes edificios y tendió modernas autopistas y otros elefantes blancos, en un
país que disputa con Haití la más altas tasas de mortalidad infantil de América
Latina. Los créditos de los Estados Unidos o sus organismos internacionales
negaban a Bolivia el derecho de aceptar las ofertas de la Unión Soviética ,
Checoslovaquia y Polonia para crear una industria petroquímica, explotar y
fundir el cinc, el plomo y los yacimientos de hierro, e instalar hornos de
fundición de estaño y de antimonio. En cambio, Bolivia quedó obligada a
importar productos exclusivamente de los Estados Unidos. Cuando por fin cayó el
gobierno del Movimiento Nacionalista Revolucionario, devorado en sus cimientos
por la ayuda norteamericana, el Embajador de los Estados Unidos, Douglas
Henderson, comenzó a asistir puntualmente a las reuniones de gabinete del
dictador René Barrientos .
Los préstamos ofrecen indicaciones tan
precisas como las de un termómetro para evaluar el clima general de los
negocios de cada país, y ayudan a despejar los nubarrones políticos o las
tormentas revolucionarias del transparente cielo de los millonarios.
«Los Estados Unidos van a concertar su
programa de ayuda económica en los países que muestren la mayor inclinación a
favorecer el clima de inversiones, y retirar la ayuda a los otros países en que
una performance satisfactoria no sea demostrada», anunciaron, en 1963, diversos
hombres de negocios encabezados por David Rockefeller[16]. El
texto de la ley de ayuda extranjera se hace categórico al disponer la suspensión
de la asistencia a cualquier gobierno que haya “nacionalizado, expropiado o
adquirido la propiedad o el control de la propiedad perteneciente a cualquier
ciudadano de los Estados Unidos o cualquier corporación, sociedad o
asociación”, que pertenezcan a
ciudadanos norteamericanos, en una proporción no inferior a la mitad[17]. No
en vano el Comité de Comercio de la
Alianza para d Progreso cuenta, entre sus miembros más
distinguidos, con los más altos ejecutivos del Chase Manhattan y del City Bank,
la Standard Oil ,
la Anaconda
y la Grace. La
AID despeja el camino a los capitalistas norteamericanos, de múltiples maneras;
entre otras, exigiendo la aprobación de los acuerdos de garantías de las
inversiones contra las posibles pérdidas por guerras, revoluciones,
insurrecciones o crisis monetarias. En 1966, según el Departamento de Comercio
de los Estados Unidos, los inversionistas privados norteamericanos recibieron
estas garantías en quince países de América Latina, por cien proyectos que
sumaban más de trescientos millones de dólares, dentro del Programa de Garantía
de Inversiones de la AID.
ADELA no es una canción de la revolución
mexicana, sino el nombre de un consorcio internacional de inversiones. Nació
por iniciativa del First Nacional City Bank de Nueva York, la Standard Oil de Nueva
Jersey y la Ford Motor
Co. El grupo Mellon se incorporó con entusiasmo y también poderosas empresas
europeas porque, al decir del senador Jacob Javits, “América Latina proporciona una excelente
oportunidad para que los Estados Unidos, al invitar a Europa a 'entrar',
muestren que no buscan una posición de dominio o exclusividad...”. Pues bien,
en su informe anual de 1968, ADELA agradeció muy especialmente al Banco
Interamericano de Desarrollo los empréstitos concedidos para impulsar los
negocios del consorcio en América Latina, y en el mismo sentido saludó la obra
de la Corporación
para el Financiamiento Internacional, uno de los brazos del Banco Mundial. Con
ambas instituciones, ADELA está en contacto continuo para evitar la duplicación
de los esfuerzos y para evaluar las oportunidades de inversión. Múltiples
ejemplos podrían proporcionarse de otras santas alianzas parecidas. En
Argentina, los aportes latinoamericanos a los recursos ordinarios del BID han
servido para beneficiar con muy convenientes empréstitos a empresas como
Petrosur S.A.I.C, filial de la
Electric Bond and Share, con más de diez millones destinados
a la construcción de un complejo petroquímico, o para financiar una planta de
piezas de automotores a Armetal S. A., filial de Tbe Budd Co., Filadelfia, USA.
Los créditos de la AID
hicieron posible la expansión de la planta de productos químicos de la Atlántica Richfield
Co., en el Brasil, y el Eximbank proporcionó generosos préstamos a la ICOMI , filial de la Bethlehem Steel en
el mismo país. Gracias a los aportes de la Alianza para el Progreso y el Banco Mundial, la Phillips Petroleum
Co. pudo dar nacimiento en 1966, también en Brasil, al mayor complejo de
fábricas de fertilizantes de América Latina. Todo se computa con cargo a la
ayuda, y todo pesa sobre la deuda externa de los países agraciados por la diosa
Fortuna.
Cuando Fidel Castro se dirigió al Banco
Mundial y al Fondo Monetario Internacional, en los primeros tiempos de la
revolución cubana, para reconstruir las reservas de divisas extranjeras
agotadas por la dictadura de Batista, ambos organismos le respondieron que
primero debía aceptar un programa de estabilización que implicaba, como en
todas partes, el desmantelamiento del Estado y la parálisis de las reformas de
estructura. El Banco Mundial y el FMI actúan estrechamente ligados y al
servicio de fines comunes; nacieron juntos, en Bretton Woods. Los Estados
Unidos cuentan con la cuarta parte de los votos en d Banco Mundial; los
veintidós países de América Latina apenas reúnen menos de la décima parte. El
Banco Mundial responde a los Estados Unidos como el trueno al relámpago.
Según explica el Banco, la mayor parte de
sus préstamos se dedica a la construcción de carreteras y otras vías de
comunicación y al desarrollo de las fuentes de energía eléctrica, «que son una
condición esencial para el crecimiento de la empresa privada».
Estas obras de infraestructura facilitan,
en efecto, el acceso de las materias primas a los puertos y a los mercados
mundiales, y sirven al progreso de la industria, ya desnacionalizada, de los
países pobres. El Banco Mundial cree que, «en la mayor medida practicable, la
industria competitiva debería dejarse a la empresa privada. Esto no significa
que el Banco excluya absolutamente los préstamos a las industrias de propiedad
del Estado, pero sólo asumirá estos financiamientos en los casos en que el
capital privado no resulte accesible, y si se asegura a satisfacción, al cabo
de los exámenes, que la participación del gobierno resultará compatible con la
eficiencia de las operaciones y no tendrá un efecto indebidamente restrictivo
sobre la expansión de la iniciativa y la empresa privadas». Se condicionan los
préstamos a la aplicación de la receta estabilizadora del FMI y al pago puntual
de la deuda externa; los préstamos del Banco son incompatibles con la adopción
de políticas de control de las ganancias de las empresas, “tan restrictivas que
las utilidades no pueden operar sobre una base clara, y aun menos impulsar la
expansión futura”. Desde 1968, el Banco Mundial ha derivado en gran medida sus
empréstitos a la promoción del control de la natalidad, los planes de
educación, los negocios agrícolas y el turismo.
Como todas las demás máquinas
traganíqueles de las altas finanzas internacionales, el Banco constituye
también un eficaz instrumento de extorsión, en beneficio de poderes muy
concretos. Sus sucesivos presidentes han sido, desde 1946, prominentes hombres
de negocios de los Estados Unidos. Eugene R. Black, que dirigió el Banco
Mundial desde 1949 a 1962, ocupó posteriormente los directorios de numerosas
corporaciones privadas, una de las cuales, la Electric
Bond and Share, es el más poderoso
monopolio de la energía eléctrica del planeta[18].
Casualmente, el Banco Mundial obligó a Guatemala, en 1966, a aceptar un acuerdo
honroso con la Electric
Bond and Share, como condición previa para la puesta en
práctica del proyecto hidroeléctrico de Jurún-Marinalá: el acuerdo honroso
consistía en el pago de una indemnización abultada por los daños que la empresa
pudiera sufrir en una cuenca que le había sido gratuitamente otorgada pocos
años atrás, y, además, incluía un compromiso del Estado en el sentido de no
impedir que la
Bond and Share continuara fijando
libremente las tarifas de la electricidad en el país. Casualmente también, el
Banco Mundial impuso a Colombia, en 1967, el pago de treinta y seis millones de
dólares de indemnización a la Compañía Colombiana de Electricidad, filial de la Bond and Share, por sus
envejecidas maquinarias recién nacionalizadas. El Estado colombiano compró así
lo que le pertenecía, porque la concesión a la empresa había vencido en 1944.
Tres presidentes del Banco Mundial integran la constelación de poder de los
Rockefeller. John J. MCCloy presidió el
organismo entre 1947 y 1949, y poco después pasó al directorio del Chase
Manhattan Bank. Lo sucedió, al frente del Banco Mundial, Eugene R. Black, que
había hecho el camino inverso: venia del directorio del Chase. George D. Woods, otro hombre de Rockefeller, heredó a
Black en 1963. Casualmente, el Banco Mundial participa en forma directa, con un
décimo del capital y sustanciales empréstitos, de la mayor aventura de los
Rockefeller en Brasil: Petroquímica Uniao, el complejo petroquímico más
importante de América del Sur.
Más de la mitad de los préstamos que
recibe América Latina proviene, previa luz verde del FMI, de los organismos
privados y oficiales de los Estados Unidos; los bancos internacionales suman
también un porcentaje importante. El FMI Y el Banco Mundial ejercen presiones cada
vez más intensas para que los países latinoamericanos remodelen su economía y
sus finanzas en función del pago de la deuda externa. El cumplimiento de los
compromisos contraídos, clave de la buena conducta internacional, resulta cada
vez más difícil y se hace al mismo tiempo más imperioso. La región vive el
fenómeno que los economistas llaman la explosión de la deuda. Es el círculo
vicioso de la estrangulación: los empréstitos aumentan y las inversiones se
suceden y en consecuencia, crecen los pagos por amortizaciones, intereses,
dividendos y otros servicios; para cumplir con esos pagos se recurre a nuevas
inyecciones de capital extranjero, que generan compromisos mayores, y así
sucesivamente. El servicio de la deuda devora una proporción creciente de los
ingresos por exportaciones, de por sí impotentes -por obra del inflexible
deterioro de los precios- para financiar las importaciones necesarias; los
nuevos préstamos se hacen imprescindibles, como el aire al pulmón, para que los
países puedan abastecerse. Una quinta parte de las exportaciones se dedicaba,
en 1955, al pago de amortizaciones, intereses y utilidades de inversiones; la
proporción continuó creciendo y está ya próxima al estallido. En 1968, los
pagos representaron el 37 por ciento de las exportaciones. Si se siguiera
recurriendo al capital extranjero para cubrir la brecha del comercio y para
financiar la evasión de las ganancias de las inversiones imperialistas, en 1980
nada menos que el ochenta por ciento de las divisas quedaría en manos de los
acreedores extranjeros, y el monto total de la deuda llegaría a exceder en seis
veces el valor de las exportaciones. El Banco Mundial había previsto que en
1980 los pagos de servicios de deuda anularían por completo el influjo de nuevo
capital extranjero hacia el mundo subdesarrollado, pero ya en 1965, la
afluencia de nuevos préstamos y de nuevas inversiones hacia América Latina
resultó menor que el capital drenado de la región, sólo por amortizaciones el
intereses, para cumplir con: los compromisos anteriormente contraídos.
El intercambio de mercancías constituye,
junto a las inversiones directas en el exterior y los empréstitos, la camisa de
fuerza de la división internacional del trabajo. Los países del llamado Tercer
Mundo intercambian entre sí poco más de la quinta parte de sus exportaciones, y
en cambio dirigen las tres cuartas partes del total de sus ventas exteriores
hacia los centros imperialistas de los que son tributarios. En su mayoría, los
países latinoamericanos se identifican, en el mercado mundial, con una sola
materia prima o con un solo alimento. América Latina dispone de lana, algodón y
fibras naturales en abundancia, y cuenta con una industria textil ya
tradicional, pero apenas participa en un 0,6 por ciento de las compras de
hilados y tejidos de Europa y Estados Unidos. La región ha sido condenada a
vender sobre todo productos primarios, para dar trabajo a las fábricas
extranjeras, y ocurre que esos productos «son exportados, en su gran mayoría,
por fuertes consorcios con vinculaciones internacionales, que disponen de las
relaciones necesarias en los mercados mundiales para colocar sus productos en
las condiciones más convenientes»[19],
pero en las más convenientes para ellos, que por lo general expresan los
intereses de los países compradores: es decir, a los precios más baratos. Hay
en los mercados internacionales un virtual monopolio de la demanda de materias
primas y de la oferta de productos industrializados; a la inversa, operan
dispersos los ofertantes de productos básicos, que son también compradores de
bienes terminados: los unos, fuertes, actúan congregados en torno a la potencia
dominante, Estados Unidos, que consume casi tanto como todo el resto del
planeta; los otros, débiles, operan aislados, compitiendo los oprimidos contra
los oprimidos. Nunca ha existido en los llamados mercados internacionales el
llamado libre juego de la oferta y la demanda, sino la dictadura de una sobre
la otra, siempre en beneficio de los países capitalistas desarrollados. Los
centros de decisión donde los precios se fijan se encuentran en Washington,
Nueva York, Londres, París, Amsterdam, Hamburgo; en los consejos de ministros y
en la bolsa. De poco o nada sirve que se hayan suscrito, con pompa y estrépito,
acuerdos internacionales para proteger los precios del trigo (1949), del azúcar
(1953), del estaño (1956), del aceite de oliva (1956), y del café (1962). Basta
contemplar la curva descendente del valor relativo de estos productos, para
comprobar que los acuerdos no han sido más que simbólicas excusas que los
países fuertes han presentado a los países débiles cuando los precios de sus
productos habían alcanzado niveles escandalosamente bajos. Cada vez vale menos
lo que América Latina vende y, comparativamente, cada vez es más caro lo que
compra.
Con el producto de la venta de veintidós
novillos, Uruguay podía comprar un tractor Ford Major en
1954; hoy, necesita más del doble. Un
grupo de economistas chilenos que realizó un informe para la central sindical
estimó que, si el precio de las exportaciones latinoamericanas hubiera crecido
desde 1928 al mismo ritmo que ha crecido el precio de las importaciones,
América Latina hubiera obtenido, entre 1958 y 1967, cincuenta y siete mil
millones de dólares más de lo que recibió, en ese período, por sus ventas al
exterior. Sin remontarse tan lejos en el tiempo, y tomando como base los
precios de 1950, las Naciones Unidas estiman que América Latina ha perdido, a
causa del deterioro del intercambio, más de dieciocho mil millones de dólares
en la década transcurrida entre 1955 y 1964. Posteriormente, la caída continuó.
La brecha de comercio -diferencia entre las necesidades de importación y los
ingresos que se obtienen de las exportaciones- será cada vez más ancha si no
cambian las actuales estructuras del comercio exterior: cada año que pasa, se
cava más profundamente este abismo para América Latina. Si la región se
propusiera lograr, en los próximos tiempos, un ritmo de desarrollo ligeramente
superior al de los últimos quince años, que ha sido bajísimo, enfrentaría
necesidades de importación que excederían largamente el previsible crecimiento
de sus ingresos de divisas por exportaciones.
Según los cálculos del ILPES, la brecha de
comercio ascendería, en 1975, a 4.600 millones de dólares, y en 1980 llegaría a
los 8.300 millones. Esta última cifra representa nada menos que la mitad del
valor de las exportaciones previstas para ese año. Así, sombrero en mano, los
países latinoamericanos golpearán cada vez más desesperadamente a las puertas
de los prestamistas internacionales.
A. Emmanuel sostiene que la maldición
de los precios bajos no pesa sobre determinados productos, sino sobre
determinados países. Al fin y al cabo, el carbón, uno de los principales
productos de exportación de Inglaterra hasta no hace mucho, no es menos
primario que la lana o el cobre, y el azúcar contiene más elaboración que el
whisky escocés o los vinos franceses; Suecia y Canadá exportan madera, una
materia prima, a precios excelentes. El mercado mundial funda la desigualdad
del comercio, según Emmanuel , en el intercambio de más horas de trabajo de
los países pobres por menos horas de trabajo de los países ricos: la clave de
la explotación reside en que existe una enorme diferencia en los niveles de
salarios de unos y otros países, y que esa diferencia no está asociada a
diferencias de la misma magnitud en la productividad del trabajo. Son los
salarios bajos los que, según Emmanuel, determinan los precios bajos, y no a la
inversa: los países pobres exportan su pobreza, con lo que se empobrecen cada
vez más, al tiempo que. los países ricos obtienen el resultado inverso. Según
las estimaciones de Samir Amin, si los productos exportados por los países
subdesarrollados en 1966 hubieran sido producidos por los países desarrollados
con las mismas técnicas pero con sus mucho mayores niveles de salarios, los
precios hubieran variado a tal punto que los países subdesarrollados hubieran
recibido catorce mil millones de dólares más.
Por cierto que los países ricos han
utilizado y utilizan las barreras aduaneras para proteger sus altos salarios
internos en los renglones en que no podría competir con los países pobres. Los
Estados Unidos emplean al Fondo Monetario, al Banco Mundial y los acuerdos
arancelarios del GATT, para imponer en América Latina la doctrina del comercio
libre y la libre competencia, obligando al abatimiento de los cambios
múltiples, del régimen de cuotas y permisos de importación y exportación, y de
los aranceles y gravámenes de aduana, pero no predican en modo alguno con el
ejemplo. Del mismo modo que desalientan fuera de fronteras la actividad del
Estado, mientras dentro de fronteras el Estado norteamericano protege a los
monopolios mediante un vasto sistema de subsidios y precios privilegiados, los
Estados Unidos practican también un agresivo proteccionismo, con tarifas altas
y restricciones rigurosas, en su comercio exterior. Los derechos de aduana se
combinan con otros impuestos y con las cuotas y los embargos. ¿Qué ocurriría
con la prosperidad de los ganaderos del Medio Oeste si los Estados Unidos
permitieran el acceso a su mercado interno, sin tarifas ni imaginativas
prohibiciones sanitarias, de la carne de mejor calidad y menor precio que
producen Argentina y Uruguay?
El hierro ingresa libremente en el mercado
norteamericano, pero si se ha convertido en lingotes, paga 16 centavos por
tonelada, y la tarifa sube en proporción directa al grado de elaboración otro
tanto ocurre con el cobre y con una infinidad de productos: alcanza con secar
las bananas, cortar el tabaco, endulzar el cacao, aserrar la madera o extraer
el carozo a los dátiles para que los aranceles se descarguen implacablemente
sobre estos productos. En enero de 1969, el gobierno de los Estados Unidos dispuso
la virtual suspensión de las compras de tomates en México, que dan trabajo a
170 mil campesinos del estado de Sinaloa, hasta que los cultivadores
norteamericanos de tomate de la
Florida consiguieron que los mexicanos aumentasen d precio
para evitar la competencia.
Pero la más quemante contradicción entre
la teoría y la realidad del comercio mundial estalló cuando la guerra del café
soluble cobró, en 1967, estado público. Entonces se puso en evidencia que sólo
los países ricos tienen el derecho de explotar en su beneficio las «ventajas
naturales comparativas» que determinan, en teoría, la división internacional
del trabajo. El mercado mundial del café soluble, de asombrosa expansión,
está en manos de la Nestlé
y la General Foods ;
se estima que no pasará mucho tiempo antes de que estas dos grandes empresas
abastezcan más de la mitad del café que se consume en el mundo. Estados Unidos
y Europa compran el café en granos a Brasil y Africa; lo concentran en sus
plantas industriales y lo venden, convertido en café soluble, a todo el mundo.
Brasil, que es el mayor productor mundial de café, no tiene, sin embargo, d
derecho de competir exportando su propio café soluble, para aprovechar sus
costos más bajos y para dar destino a los excedentes de producción que antes
destruía y ahora almacena en los depósitos del Estado. Brasil sólo tiene el
derecho de proporcionar la materia prima para enriquecer a las fábricas del
extranjero. Cuando las fábricas brasileñas -apenas cinco
en un total de ciento diez en el mundo- comenzaron
a ofrecer café soluble en el mercado internacional, fueron acusadas de
competencia desleal. Los países ricos pusieron el grito en el cielo, y Brasil
aceptó una imposición humillante: aplicó a su café soluble un impuesto interno
tan alto como para ponerlo fuera de combate en el mercado norteamericano.
Europa no se queda atrás en la aplicación
de barreras arancelarias, tributarias y sanitarias contra los productos
latinoamericanos. El Mercado Común descarga impuestos de importación, para
defender los altos precios internos de sus productos agrícolas, y a la vez
subsidia esos productos agrícolas para poderlos exportar a precios
competitivos: con lo que obtiene por los impuestos financia los subsidios.
Así, los países pobres pagan a sus compradores ricos para que les hagan la
competencia. Un kilo de carne de 'lomo de novillo vale, en Buenos Aires o
en Montevideo, cinco veces menos que cuando cuelga de un gancho en una
carnicería de Hamburgo o Munich. «Los países desarrollados quieren permitir que
les vendamos jets y computadoras, pero nada que estemos en condiciones de
producir con ventaja», se quejaba, con razón, un representante del gobierno
chileno en una conferencia internacional.
Las inversiones imperialista s en el área
industrial de América Latina no han modificado en absoluto los términos de su
comercio internacional. La región continúa estrangulándose en el intercambio
de sus productos por los productos de las economías centrales. La expansión
de las ventas de las empresas norteamericanas radicadas al sur del río Bravo se
concentra en los mercados locales y no en la exportación. Por el contrario la
proporción correspondiente a la exportación tiende a disminuir: según la OEA , las filiales
norteamericanas exportan un diez por ciento de sus ventas totales en 1962, y
sólo un siete y medio por ciento tres años más tarde[20]. El
comercio de los productos industrializados por América Latina sólo crece dentro
de América Latina: en 1955, las manufacturas comprendían una décima parte del
intercambio entre los países del área, y en 1966 la proporción había subido al
treinta por ciento.
El jefe de una misión técnica
norteamericana Brasil, John Abbink, había anticipado, proféticamente, en 1950:
«Los Estados Unidos deben estar preparados para guiar la inevitable industrialización
de los países no desarrollados, si se desea evitar el golpe de un desarrollo
económico intensísimo fuera de la égida norteamericana... La industrialización,
si no es controlada de alguna manera, llevarla a una sustancial reducción de
los mercados estadounidenses de exportación. En efecto, ¿acaso la
industrialización, aunque sea teleguiada desde fuera, no sustituye con
producción nacional las mercaderías que antes cada país debía importar del
exterior? Celso Furtado advierte que, a medida que América Latina avanza en la
sustitución de importaciones de productos más complejos, «la dependencia de in
sumos provenientes de la matrices tiende a aumentar. Entre 1957 y 1964 se
duplicaron las ventas de las filiales norteamericanas, en tanto sus importaciones,
sin incluir los equipamientos, se multiplicaron por más de tres. «Esa tendencia
parecería indicar que la eficacia sustitutiva es una función decreciente de la
expansión industrial controlada por compañías extranjeras.
La dependencia no se rompe, sino que
cambia de calidad: los Estados Unidos venden, ahora, en América Latina, una
proporción mayor de productos más sofisticados y de alto nivel tecnológico. «A
largo plazo -opina el Departamento de Comercio, a medida que crece la
producción industrial mexicana, se crean
mayores oportunidades para exportaciones adicionales de los Estados
Unidos...». Argentina, México y Brasil son muy buenos compradores de maquinaria
industrial, maquinaria eléctrica, motores, equipos y repuestos de origen
norteamericano. Las filiales de las grandes corporaciones se abastecen en sus
casas matrices, a precios deliberadamente caros. Refiriéndose a los costos de
instalación de la industria automotriz extranjera en Argentina, Viñas y
Gastiazoro dicen, en este sentido: “Pagando estas importaciones a precios muy
elevados, giraban fondos hacia el exterior.
En muchos casos, estos pagos eran tan
importantes que las empresas no sólo daban pérdidas [a pesar del precio a que
se vendían los automotores] sino que comenzaron a quebrar, esfumándose
rápidamente el valor de las acciones colocadas en el país... El resultado fue
que de las veintidós empresas 'radicadas' quedan actualmente diez, algunas al
borde de la quiebra ...”.
Para mayor gloria del poder mundial de las
corporaciones, las subsidiarias disponen así de las escasas divisas de los
países latinoamericanos. El esquema de funcionamiento de la industria
satelizada, en relación con sus lejanos centros de poder, no se distingue mucho
del tradicional sistema de explotación imperialista de los productos primarios.
Antonio García sostiene que la exportación “colombiana” de petróleo crudo ha
sido siempre, estrictamente, una transferencia física de aceite crudo desde un
campo norteamericano de extracción hasta unos centros industriales de refinado,
comercialización y consumo en Estados Unidos, y la exportación “hondureña” o
“guatemalteca” de plátano, ha tenido el carácter de una transferencia de
alimentos que efectúan unas compañías norteamericanas desde unos campos
coloniales de cultivo hasta unas áreas norteamericanas de comercialización y
consumo. Pero las fábricas “argentinas”, “brasileñas” o “mexicanas” , por no
citar más que las más importantes, también integran un espacio econ6mico que
nada tiene que ver con su localización geográfica. Forman, como muchos
otros hilos, la urdimbre internacional de las corporaciones, cuyas casas
matrices trasladan las utilidades de un país a otro, facturando las ventas por
encima o por debajo de los precios reales, según la dirección en que desean
volcar las ganancias[21].
Resortes fundamentales del comercio exterior quedan así en manos de empresas
norteamericanas o europeas que orientan la política comercial de los países
según el criterio de gobiernos y directorios ajenos a América Latina. Así como
las filiales de Estados Unidos no exportan cobre a la URSS ni a China ni venden
petróleo a Cuba, tampoco se abastecen de materias primas y maquinarias en las
fuentes internacionales más baratas y convenientes.
Esta eficiencia en la coordinación de las
operaciones en escala mundial, por completo al margen del «libre juego de las
fuerzas del mercado», no se traduce, claro está, en precios más bajos para los
consumidores nacionales, sino en utilidades mayores para los accionistas
extranjeros. Es elocuente el caso de los automóviles. Dentro de los países
latinoamericanos, las empresas disponen de una mano de obra abundante y muy,
pero muy, barata, además de una política oficial en todos los sentidos
favorable a la expansión de las inversiones: donaciones de terrenos, tarifas
eléctricas privilegiadas, redescuentos del Estado para financiar las ventas a
plazos, dinero fácilmente accesible y, por si fuera poco, d auxilio ha llegado
en algunos países hasta el extremo de eximir a las empresas del pago de los
impuestos a la renta o a las ventas. El control del mercado resulta, por otra
parte, de antemano facilitado por el prestigio mágico que, ante los ojos de la
clase media, irradian las marcas y los modelos promovidos por gigantescas
campañas mundiales de publicidad. Sin embargo, todos estos factores no impiden,
sino que determinan, que los autos producidos en la región resulten mucho más
caros que en los países de origen de las mismas empresas. Las dimensiones de
los mercados latinoamericanos son mucho menores, bien es cierto, pero
también es cierto que en estas tierras el afán de ganancias de las
corporaciones se excita como en ninguna otra parte. Un Ford Falcon construido
en Chile cuesta tres veces más que en Estados Unidos, un Valiant o un Fíat
fabricados en la Argentina
tienen precios de venta que duplican con creces los de Estados Unidos o Italia,
y otro tanto ocurre con el Volkswagen de Brasil en relación con el precio en
Alemania.
Wright Patman. el conocido parlamentario
norteamericano, considera que el cinco por ciento de las acciones de una gran
corporación puede resultar suficiente, en muchos casos, para su control liso y
llano por parte de un individuo, una familia o un grupo económico. Si un cinco
por ciento basta para la hegemonía en el seno de las empresas todopoderosas de
los Estados Unidos, ¿qué porcentaje de acciones se requiere para dominar una
empresa latinoamericana? En realidad, alcanza incluso con menos: las sociedades
mixtas, que constituyen uno de los pocos orgullos todavía accesibles a 1a
burguesía latinoamericana, simplemente decoran el poder extranjero con la
participación nacional de capitales que pueden ser mayoritarios, pero nunca
decisivos frente a la fortaleza de los cónyuges de fuera. A menudo, es el
Estado mismo quien se asocia a la empresa imperialista, que de este modo.
obtiene, ya convertida en empresa nacional, todas las garantías
deseables y un clima general de cooperación y hasta de cariño. La participación
«minoritaria» de los capitales extranjeros se justifica, por lo general, en
nombre de las necesarias transferencias de técnicas y patentes. La burguesía
latinoamericana, burguesía de mercaderes sin sentido creador, atada por el
cordón umbilical al poder de la tierra, se hinca ante los altares de la diosa
Tecnología. Si se tomaran en cuenta, como una prueba de desnacionalización,
las acciones en poder extranjero, aunque sean pocas, y las dependencia
tecnológica, que muy rara vez es poca, ¿cuántas fábricas podrían ser
consideradas realmente nacionales en América Latina? En México, por ejemplo, es frecuente que los
propietarios extranjeros de la tecnología exijan una parte del paquete
accionario de las empresas, además de decisivos controles técnicos y
administrativos y de la obligación de vender el producción a determinados
intermediarios también extranjeros, y de importar la maquinaria y otros bienes
desde sus casas matrices, a cambio de los contratos de trasmisión de
patentes o know-how. No sólo en México. Resulta ilustrativo que los
países del llamado Grupo Andino (Bolivia, Colombia, Chile, Ecuador y Perú)
hayan elaborado un proyecto para un régimen común de tratamiento de los
capitales extranjeros en el área, que hace hincapié en el rechazo de los
contratos de transferencia de tecnología que contengan condiciones como éstas.
El proyecto propone a los países que se nieguen a aceptar, además, que las
empresas extranjeras dueñas de las patentes fijen los precios de los
productos con ellas elaborados o que prohíban su exportación a determinados
países.
El primer sistema de patentes para
proteger la propiedad de las invenciones fue creado, hace casi cuatro siglos,
por sir Francis Bacon. A Bacon le gustaba decir: «El conocimiento es poder», y
desde entonces se supo que no le faltaba razón. La ciencia universal poco tiene
de universal; está objetivamente confinada tras los limites de las naciones
avanzadas. América Latina no aplica en su propio beneficio los resultados de la
investigación científica, por la sencilla razón de que no tiene ninguna, y en
consecuencia se condena a padecer la tecnología de los poderosos, que castiga y
desplaza a las materias primas naturales. América Latina ha sido hasta ahora
incapaz de crear una tecnología propia para sustentar y defender su propio
desarrollo. El mero trasplante de la tecnología de los países adelantados no
sólo implica la subordinación cultural y, en definitiva, también la
subordinación económica, sino que, además, después de cuatro siglos y medio de
experiencia en la multiplicación de los oasis de modernismo importado en medio
de los desiertos del atraso y de la ignorancia, bien puede afirmarse que
tampoco resuelve ninguno de los problemas del subdesarrollo. Esta vasta región
de analfabetos invierte en investigaciones tecnológicas una suma doscientas
veces menor la que los Estados Unidos destinan a esos fines. Hay menos de mil
computadoras en América Latina y cincuenta mil en Estados Unidos, en 1970. Es
en el norte, por supuesto, donde se diseñan los modelos electrónicos y se crean
los lenguajes de programación que América Latina importa. El subdesarrollo
latinoamericano no es un tramo en el camino del desarrollo, aunque se
«modernicen» sus deformidades; la región progresa sin liberarse de la
estructura de su atraso y de nada vale, señala Manuel Sadosky, la ventaja
de no participar en el progreso con programas y objetivos propios[22]. Los
símbolos de la prosperidad son los símbolos de la dependencia. Se recibe la
tecnología moderna como en el siglo pasado se recibieron los ferrocarriles, al
servicio de los intereses extranjeros que modelan y remodelan el estatuto
colonial de estos países. «Nos ocurre lo que a un reloj que se atrasa y no
es arreglado –dice Sadosky–. Aunque sus manecillas sigan andando hacia
adelante, la diferencia entre la hora que marque y la hora verdadera será
creciente».
Las universidades latinoamericanas forman,
en pequeña escala, matemáticos, ingenieros y programadores que de todos modos
no encuentran trabajo sino en el exilio: nos damos el lujo de proporcionar a
los Estados Unidos nuestros mejores técnicos y los científicos más capaces, que
emigran tentados por los altos sueldos y las grandes posibilidades abiertas, en
el norte, a la investigación. Por otra parte, cada vez que una universidad o un
centro de cultura superior intenta, en América Latina, impulsar las ciencias
básicas para echar las bases de una tecnología no copiada de los moldes y los
intereses extranjeros, un oportuno golpe de Estado destruye la experiencia bajo
el pretexto de que as! se incuba la subversión. Este fue el caso, por ejemplo,
de la Universidad
de Brasilia, abatida en 1964, y la verdad es que no se equivocan los arcángeles
blindados que custodian el orden establecido: la política cultural autónoma
requiere y promueve, cuando es auténtica, profundice cambios en todas las
estructuras vigentes. La alternativa consiste en descansar en las fuentes
ajenas: la copia simiesca de los adelantos que difunden las grandes
corporaciones, en cuyas manos es monopolizada la tecnología más moderna, para
crear nuevos productos y para mejorar la calidad o reducir el costo de los
productos existentes. El cerebro electrónico aplica infalibles métodos de
cálculo para estimar costos y beneficios, y así, América Latina importa
técnicas de producción diseñadas para economizar mano de obra, aunque le sobra
la fuerza de trabajo y los desocupados van en camino de constituir una
aplastante mayoría en varios países; así, también, la propia impotencia
determina que la región dependa, para su progreso, de la voluntad de los
inversionistas extranjeros. Al controlar las palancas de la tecnología, las
grandes corporaciones multinacionales manejan también, por obvias razones,
otros resortes claves de la economía latinoamericana. Por supuesto, las casas
matrices nunca proporcionan a sus filiales las innovaciones más recientes, ni
impulsan, tampoco, una independencia que no les convendría. Una encuesta de
Business International, realizada por encargo del BID, llegó a la conclusión de
que «es evidente que las subsidiarias de las corporaciones internacionales que
operan en la región no realizan esfuerzos significativos en materia de
'investigación y desarrollo'. En efecto, la mayoría de ellas carece de un
departamento con esa finalidad y en casos muy contados llevan a cabo labores de
adaptación de tecnología, en tanto que otra minoría de empresas –situadas casi
invariablemente en Argentina, Brasil y México– realiza modestas actividades de
investigación». Raúl Prebisch advierte que «las empresas norteamericanas en
Europa instalan laboratorios y realizan investigaciones que contribuyen a
fortalecer la capacidad científica y técnica de esos países, lo que no ha
sucedido en América Latina, y denuncia un hecho muy grave: “La inversión
nacional –dice–, por su falta de conocimiento especializado [know - how],
realiza la mayor parte de su transferencia de tecnología recibiendo técnicas
que son del dominio público" que se importan como licencias de
conocimiento especializado...”.
Es altísimo, en varios sentidos, el costo
de la dependencia tecnológica: también lo es en dólares constantes y sonantes,
aunque las estimaciones no resultan nada fáciles por los múltiples escamoteos
que las empresas practican en sus declaraciones de remesas al exterior, Las
cifras oficiales indican, no obstante, que el drenaje de dólares por asistencia
técnica se multiplicó por quince, en México, entre 1950 y 1964. Y en el mismo
período las nuevas inversiones no llegaron siquiera a duplicarse. Las tres
cuartas partes del capital extranjero en México aparecen, hoy, destinadas a la
industria manufacturera; en 1950, la proporción era de la cuarta parte. Esta
concentración de recursos en la industria sólo implica una modernización
refleja, con tecnología de segunda mano, que el país paga como si fuera de
primerísima. La industria automotriz ha drenado de México mil millones de
dólares, de una u otra manera, pero un funcionario del sindicato de los
automóviles en Estados Unidos recorrió la nueva planta de la General Motors en
Toluca, y escribió después: “Fue peor que arcaico. Peor, porque fue
deliberadamente arcaico, con lo obsoleto cuidadosamente planeado... Las plantas
mexicanas son equipadas deliberadamente con maquinaria de baja productividad”[23].
¿Qué decir de la gratitud que América
Latina debe a la Coca Cola ,
la Pepsi o la Crush , que cobran carísimas
licencias industriales a sus concesionarios para proporcionarles una pasta que
se disuelve en agua y se mezcla con azúcar y gas?
Grow with
Brazil. Grandes avisos en los diarios de Nueva
York exhortan a los empresarios norteamericanos a sumarse al impetuoso
crecimiento del gigante de los trópicos. La ciudad de Sao Paulo duerme con los
ojos abiertos; aturden sus oídos las crepitaciones del desarrollo; surgen
fábricas y rascacielos, puentes y caminos, como brotan, de súbito, ciertas
plantas salvajes en las tierras calientes. Pero la traducción correcta de aquel
eslogan publicitario sería, bien se sabe: «Crezca a costa del Brasil». El
desarrollo es un banquete con escasos invitados, aunque sus resplandores
engañen, y los platos principales están reservados a las mandíbulas
extranjeras. Brasil tiene ya más de noventa millones de habitantes, y duplicará
su población antes del fin del siglo, pero las fábricas modernas ahorran mano
de obra y el intacto latifundio también niega, tierra adentro, trabajo. Un niño
en harapos contempla, con brillo en la mirada, el túnel más largo del mundo,
recién inaugurado en Río de Janeiro. El niño en harapos está orgulloso de su
país, y con razón, pero él es analfabeto y roba para comer.
En toda América Latina, la irrupción del
capital extranjero en el área manufacturera, recibida con tanto entusiasmo, ha
puesto aún más en evidencia las diferencias entre los «modelos clásicos» de
industrialización, tal como se leen en la historia -de los países hoy desarrollados,
y las características que el proceso muestra en América Latina. El sistema
vomita hombres, pero la industria se da el lujo de sacrificar mano de obra en
una proporción mayor que la de Europa[24].
No existe ninguna relación coherente entre
la mano de obra disponible y la tecnología que se aplica, como no sea la que
nace de la conveniencia de usar una de las fuerzas de trabajo más baratas del
mundo. Tierras ricas, subsuelos riquísimos, hombres muy pobres en este reino de
la abundancia y el desamparo: la inmensa marginación de los trabajadores que el
sistema arroja a la vera del camino frustra el desarrollo del mercado interno y
abate el nivel de los salarios. La perpetuación del vigente régimen de tenencia
de la tierra no sólo agudiza el crónico problema de la baja productividad
rural, por el desperdicio de tierra y capital en las grandes haciendas
improductivas y el desperdicio de mano de obra en la proliferación de los
minifundios, sino que además implica un drenaje caudaloso y creciente de
trabajadores desocupados en dirección a las ciudades. El subempleo rural se
vuelca en el subempleo urbano. Crecen la burocracia y las poblaciones
marginales, donde van a parar, vertedero sin fondo, los hombres despojados del
derecho de trabajo. Las fábricas no brindan refugio a la mano de obra
excedente, pero la existencia de este vasto ejército de reserva siempre
disponible permite pagar salarios varias veces más bajos que los que ganan los
obreros norteamericanos o alemanes. Los salarios pueden continuar siendo bajos
aunque aumente la productividad, y la productividad aumenta a costa de la
disminución de la mano de obra. La industrialización «satelizada» tiene un
carácter excluyente: las masas se multiplican a ritmo de vértigo, en esta
región que ostenta el más alto índice de crecimiento demográfico del planeta,
pero el desarrollo del capitalismo dependiente –un viaje con más náufragos que
navegantes– margina mucha más gente que la que es capaz de integrar. La
proporción de trabajadores de la industrie manufacturera dentro del total de la
población activa latinoamericana disminuye en vez de aumentar: había un 14,5 %
de .trabajadores en la década del cincuenta; hoy sólo hay un once y medio por
ciento. En Brasil, según un estudio reciente, «el número total de nuevos empleos
que deberán crearse promediarán un millón y medio por año durante la
próxima década». Pero el total de trabajadores empleados por las fábricas de
Brasil, el país más industrializado de América Latina, suma, sin embargo apenas
dos millones y medio.
Es multitudinaria la invasión de los
brazos provenientes de las zonas más pobres de cada país; las ciudades excitan
y defraudan las expectativas de trabajo de familias enteras atraídas por la
esperanza de elevar su nivel de vida y conseguirse un sitio en el gran circo
mágico de la civilización urbana.
Una escalera mecánica es la revelación del
Paraíso, pero el deslumbramiento no se come: la ciudad hace aún más pobres a
los pobres, porque cruelmente les exhibe espejismos de riquezas a las que nunca
tendrán acceso, automóviles, mansiones, máquinas poderosas como Dios y como el
Diablo, y en cambio les niega una ocupación segura y un techo decente bajo el
cual cobijarse, platos llenos en la mesa para cada mediodía. Un organismo de
las Naciones Unidas estima que por lo menos la cuarta parte de la población de
las ciudades latinoamericanas habita «asentamientos que escapan a las normas
modernas de construcción urbana», extenso eufemismo de los técnicos para
designar los tugurios conocidos como favelas en Río de Janeiro, callampas
en Santiago de Chile, jacales en México, barrios en Caracas y barriadas
en Lima, villas miseria en Buenos Aires y cantegriles en
Montevideo. En las viviendas de lata, barro y madera que brotan antes de cada
amanecer en los cinturones de las ciudades, se acumula la población marginal
arrojada a las ciudades por la miseria y la esperanza. Huaico significa, en
quechua, deslizamiento de tierra, y huaico llaman los peruanos a la avalancha
humana descargada desde la sierra sobre la capital en la costa: casi el setenta
por ciento de los habitantes de Lima proviene de las provincias. En Caracas los
llaman toderos, porque hacen de todo: los marginados viven de «changas»,
mordisqueando trabajo de a pedacitos y de cuando en cuando, o cumplen tareas s6rdidas
o prohibidas: son sirvientas, picapedreros o albañiles ocasionales, vendedores
de limonada o de cualquier cosa, ocasionales electricistas o sanitarios o
pintores de paredes, mendigos, ladrones, cuidadores de autos, brazos
disponibles para lo que venga. Como los marginados crecen más rápidamente que
los «integrados», las Naciones Unidas presienten, en el estudio citado, que de
aquí a pocos años «los asentamientos irregulares albergarán a una mayoría de la
población urbana». Una mayoría de derrotados. Mientras tanto, el sistema opta
por esconder la basura bajo la alfombra. Va barriendo, a punta de
ametralladora, las favelas de los morros de la bahía y las villas miseria de la
capital federal; arroja a los marginados, por millares y millares, lejos de la
vista. Río de Janeiro y Buenos Aires escamotean el espectáculo de la miseria
que el sistema produce; pronto no se verá más que la masticación de la
prosperidad,
pero no sus excrementos, en estas ciudades
donde se dilapida la riqueza que Brasil y Argentina, enteros, crean.
Dentro de cada país se reproduce el
sistema internacional de dominio que cada país padece. La concentración de la
industria en determinadas zonas refleja la concentración previa de la demanda
en los grandes puertos o zonas exportadoras. El ochenta por ciento de la
industria brasileña está localizado en el triángulo del sudeste –Sáo Paulo, Río
de Janeiro y Belo Horizonte– mientras el nordeste famélico tiene una
participación cada vez menor en el producto industrial nacional; dos tercios de
la industria argentina están en Buenos Aires y Rosario; Montevideo abarca las
tres cuartas partes de la industria uruguaya, y otro tanto ocurre con Santiago
y Valparaíso en Chile; Lima y su puerto concentran el sesenta por ciento de la
industria peruana. El creciente atraso relativo de las grandes áreas del
interior, sumergidas en la pobreza, no se debe a su aislamiento, como sostienen
algunos, sino que, por el contrario, es el resultado de la explotación, directa
o indirecta, que sufren por parte de los viejos centros coloniales convertidos,
hoy, en centros Industriales. «Un siglo y medio de historia nacional –proclama
un líder sindical argentino– ha presenciado la violación de todos los pactos
solidarios, la quiebra de la fe jurada en los himnos y las constituciones, el
dominio de Buenos Aires sobre las provincias. Ejércitos y aduanas, leyes hechas
por pocos y soportadas por muchos, gobiernos que con algunas excepciones han
sido agentes del poder extranjero, edificaron esta orgullosa metrópoli que
acumula la riqueza y el poder. Pero si buscamos la explicación de esa grandeza
y la condena de ese orgullo, las hallaremos en los yerbates misioneros, en los
pueblos muertos de la
Forestal , en la desesperación de los ingenios tucumanos y las
minas de Jujuy, en los puertos abandonados del Paraná, en el éxodo de Berisso:
todo un mapa de miseria rodeando un centro de opulencia afirmado en el
ejercicio de un dominio interno que ya no se puede disimular ni consentir». En
su estudio del desarrollo del subdesarrollo en Brasil, André Gunder Frank
observó que, siendo Brasil un satélite de los Estados Unidos, dentro de Brasil
el nordeste cumple a su vez una función satélite de la «metrópoli interna»
radicada en la zona sudeste. La polarización se hace visible a través de rasgos
numerosos: no sólo porque la inmensa mayoría de las inversiones privadas y
públicas se ha concentrado en Sáo Paulo, sino además porque esta ciudad gigante
se apropia también, por medio de un vasto embudo, de los capitales generados
por todo el país a través de un intercambio comercial desventajoso, de una
política arbitraria de precios, de escalas privilegiadas de impuestos internos
y de la apropiación en masa de cerebros y mano de obra capacitada.
La industrialización dependiente agudiza
la concentración de la renta, desde un punto de vista regional y desde un punto
de vista social. La riqueza que genera no se irradia sobre el país entero ni
sobre la sociedad entera, sino que consolida los desniveles existentes e
incluso los profundiza. Ni siquiera sus propios obreros, los «integrados»
cada vez menos numerosos, se benefician en medida pareja del crecimiento
industrial; son los estratos más altos de la pirámide social los que recogen
los frutos, amargos para muchos, de los aumentos de la productividad. Entre 1955
y 1966, en Brasil, la industria mecánica, la de materiales eléctricos, la de
comunicaciones y la industria automotriz elevaron su productividad en cerca de
un ciento treinta por ciento, pero en ese mismo período los salarios de los
obreros por ellas ocupados sólo crecieron en valor real, en un seis por ciento.
América Latina ofrece brazos baratos: en 1961, el salario-hora promedio en
Estados Unidos se elevaba a dos dólares; en Argentina era de 32 centavos y en
Brasil de 28; en Colombia, 17; en México, 16; y en Guatemala apenas llegaba a
diez centavos. Desde entonces, la brecha creció. Para ganar lo que un obrero
francés percibe en una hora, el brasileño tiene que trabajar, actualmente, dos
días y medio. Con poco más de diez horas de servicio el obrero estadounidense
gana, en equivalencia, un mes de trabajo del carioca. Y para recibir un salario
superior al correspondiente a una jornada de ocho horas del obrero de Río de
Janeiro, es suficiente que el inglés y el alemán trabajen menos de treinta
minutos. El bajo nivel de salarios de América Latina solo se traduce en
precios bajos en los mercados internacionales, donde la región ofrece sus
materias primas a cotizaciones exiguas para que se beneficien los consumidores
de los países ricos; en los mercados internos, en cambio, donde la industria
desnacionalizada vende manufacturas, los precios son altos, para que resulten
altísimas las ganancias de las corporaciones imperialistas.
Todos los economistas coinciden en
reconocer la importancia del crecimiento de la demanda como catapulta del
desarrollo industrial. En América Latina, la industria, extranjerizada, no
muestra el menor interés por ampliar, en extensión y en profundidad, el mercado
de masas que sólo podría crecer horizontal y verticalmente si se impulsara la
puesta en práctica de hondas transformaciones en toda la estructura
económico-social, lo que implicaría el estallido de inconvenientes tormentas
políticas. El poder de compra de la población asalariada, ya intervenidos o
aniquilados o domesticados los sindicatos de las ciudades más industrializadas,
no crece en medida suficiente, y tampoco bajan los precios de los artículos
industriales: ésta es una región gigantesca, con un mercado potencial enorme y
un mercado real reducido por la pobreza de sus mayorías. Virtualmente, la
producción de las grandes fábricas de automóviles o refrigeradores se dirige al
consumo de apenas un cinco por ciento de la población latinoamericana.
Apenas uno de cada cuatro brasileños puede considerarse un consumidor real.
Cuarenta y cinco millones de brasileños suman la misma renta total que
novecientos mil privilegiados ubicados en el otro extremo de la escala social[25].
Hay ángeles que todavía creen que todos
los países terminan al borde de sus fronteras. Son los que afirman que los
Estados Unidos poco o nada tienen que ver con la integración latinoamericana,
por la sencilla razón de que los Estados Unidos no forman parte de la Asociación
Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC) ni del Mercado
Común Centroamericano. Como quería el libertador Simón Bolívar, dicen, esta
integración no va más allá del límite que separa a México de su poderoso vecino
del norte. Quienes sustentan este criterio seráfico olvidan, interesada
amnesia, que una legión de piratas, mercaderes, banqueros, marines,
tecnócratas, boinas verdes, embajadores y capitanes de empresa norteamericanos
se han apoderado, a lo largo de una historia negra, de la vida y el destino de
la mayoría de los pueblos del sur, y que actualmente también la industria de
América Latina yace en el fondo del aparato digestivo del Imperio. «Nuestra»
unión hace «su» fuerza, en la medida en que los países, al no romper
previamente con los moldes del subdesarrollo y la dependencia, integran sus
respectivas servidumbres.
En la documentación oficial de la ALALC se suele exaltar la
función del capital privado en el desarrollo de la integración. Ya hemos visto,
en los capítulos anteriores, en qué manos está ese capital privado. A mediados
de abril de 1969, por ejemplo, se reunió en Asunción la Comisión Consultiva
de Asuntos Empresariales. Entre otras cosas, reafirmó «la orientación de la
economía latinoamericana, en el sentido de que la integración económica de la Zona ha de lograrse con base
en el desarrollo de la empresa privada fundamentalmente». Y recomendó que los
gobiernos establezcan una legislación común para la formación de «empresas
multinacionales, constituidas predominantemente [sic] por capitales y
empresarios de los países miembros». Todas las cerraduras se entregan al
ladrón: en la Conferencia
de Presidentes de Punta del Este, en abril de 1967, se llegó a propugnar, en la
declaración final que el propio Lyndon Johnson cerró con sello de oro, la
creación de un mercado común de las acciones, una especie de integración de las
bolsas, para que desde cualquier lugar de América Latina se puedan comprar
empresas radicadas en cualquier punto de la región y se llega más lejos en los
documentos oficiales: hasta se recomienda lisa y llanamente la
desnacionalización de las empresas públicas. En abril de 1969, se realizó en
Montevideo la primera reunión sectorial de la industria de la carne en la ALALC : resolvió «solicitar a
los gobiernos... que estudien las medidas adecuadas para lograr una progresiva
transferencia de los frigoríficos estatales al sector privado».
Simultáneamente, el gobierno de Uruguay, uno de cuyos miembros había presidido
la reunión, pisó a fondo el acelerador en su política de sabotaje contra el
Frigorífico Nacional, de propiedad del Estado, en provecho de los frigoríficos
privados extranjeros.
El desarme arancelario. que va liberando
gradualmente la circulación de mercancías dentro del área de la ALALC , está destinado a
reorganizar, en beneficio de las grandes corporaciones multinacionales, la
distribución de los centros de producción y los mercados de América Latina. Reina la
«economía de escala»: en la primera fase, cumplida en estos últimos años, se ha
perfeccionado la extranjerización de las plataformas de lanzamiento -las
ciudades industrializadas- que habrán de proyectarse sobre el mercado regional
en su conjunto. Las empresas de Brasil más interesadas en la integración
latinoamericana son, precisamente, las empresas extranjeras, y sobre todo las más
poderosas. Más de la mitad de las corporaciones multinacionales, en su mayoría
norteamericanas, que contestaron una encuesta del Banco Interamericano de
Desarrollo en toda América Latina, estaban planificando o se proponían
planificar, en la segunda mitad de la década del 60, sus actividades para el
mercado ampliado de la ALALC ,
creando o robusteciendo, a tales efectos, sus departamentos regionales[26]. En
septiembre de 1969, Henry Ford anunció, desde Río de Janeiro, que deseaba
incorporarse al proceso económico de Brasil, «porque la situación está muy
buena. Nuestra participación inicial consistió en la compra de la Willys Overland do
Brasil” según declaró en conferencia de prensa, y afirmó que exportará
vehículos brasileños para varios países de América Latina. Caterpillar, “una
firma que ha tratado siempre al mundo como a un solo mercado”, dice Business
International, no demoró en aprovechar las reducciones de tarifas tan pronto
como se fueron negociando, y en 1965 ya suministraba niveladoras y repuestos de
tractores, desde su planta de Sao Paulo, a varios países de América del Sur.
Con la misma celeridad, Union Carbide irradiaba productos de electrotecnia
sobre varios países latinoamericanos, desde su fábrica de México, haciendo uso
de las exoneraciones de derechos aduaneros, impuestos y depósitos previos para
los intercambios en el área de la
ALALC.
Empobrecidos, incomunicados,
descapitalizados y con gravísimos problemas de estructura dentro de cada
frontera, los países latinoamericanos abaten progresivamente sus barreras
económicas, financieras y fiscales para que los monopolios, que todavía
estrangulan a cada país por separado, puedan ampliar sus movimientos y
consolidar una nueva división del trabajo, en escala regional, mediante la
especialización de sus actividades por países y por ramas, la fijación de
dimensiones óptimas para sus empresas filiales, la reducción de los costos, la
eliminación de los competidores ajenos al área y la estabilización de los
mercados. Las filiales de las corporaciones multinacionales sólo pueden apuntar
a la conquista del mercado latinoamericano, en determinados rubros y bajo
determinadas condiciones que no afectan la política mundial trazada por sus
casas matrices. Como hemos visto en otro capítulo, la división internacional del
trabajo continúa funcionando, para América Latina, en los mismos términos de
siempre. Sólo se admiten novedades dentro de la región. En la reunión de Punta
del Este, los presidentes declararon que «la iniciativa privada extranjera
podrá cumplir una función importante para asegurar el logro de los objetivos de
la integración., y acordaron que el Banco Interamericano de Desarrollo
aumentara “los montos disponibles para créditos de exportación en el comercio
intralatinoamericano”.
La revista Fortune evaluaba en 1967 las
«seductoras oportunidades nuevas» que el mercado común latinoamericano abre a
los negocios del norte: «En más de una sala de directorio, el mercado común se
está convirtiendo en un serio elemento para los planes de futuro. Ford Motor do
Brasil, que hace los Galaxies, piensa tejer una linda red con la Ford de Argentina, que hace
los Falcons, y alcanzar economías de escala produciendo ambos automóviles para
mayores mercados. Kodak, que ahora fabrica papel fotográfico en Brasil,
gustaría producir películas exportables en México y cámaras y proyectores en
Argentina. Y citaba otros ejemplos de «racionalización de la producción y
extensión del área de operaciones de otras corporaciones, como l. T .T .,
General Electric, Remington Rand, Otis Elevator, Worthington, Firestone, Deere,
Westinghouse y American Machine and Foundry. Hace nueve años, Raúl Prebisch,
vigoroso abogado de la ALALC ,
escribía: “Otro argumento que escucho con frecuencia desde México hasta Buenos
Aires, pasando por San Pablo y Santiago, es que el mercado común va a ofrecer a
la industria extranjera oportunidades de expansión que hoy día no tiene en
nuestros mercados limitados... Existe el
temor de que las ventajas del mercado común se aprovechen principalmente por
esa industria extranjera y no por las industrias nacionales... Compartí ese
temor, y lo comparto, no por mera imaginación, sino porque he comprobado en la
práctica la realidad de ese hecho...”. Esta comprobación no le impidió
suscribir, algún tiempo después, un documento en el que se afirma que «al
capital extranjero corresponde, sin duda, un papel importante en el desarrollo
de nuestras economías, a propósito de la integración en marcha, proponiendo la
constitución de sociedades mixtas en las que «el empresario latinoamericano
participe eficaz y equitativamente. ¿Equitativamente? Hay que salvaguardar, es
cierto, la igualdad de oportunidades. Bien decía Anatole France que la
ley, en su majestuosa igualdad, prohíbe tanto al rico como al pobre dormir bajo
los puentes, mendigar en las calles y robar pan. Pero ocurre que en este
planeta y en este tiempo una sola empresa, la General Motors ,
ocupa tantos trabajadores como todos los que forman la población activa de
Uruguay, y gana en un solo año una cantidad de dinero cuatro veces mayor que el
íntegro producto nacional bruto de Bolivia.
Las corporaciones conocen ya, por
anteriores experiencias de integración, las ventajas de actuar como insiders
en el desarrollo capitalista de otras comarcas. No en vano el total de las
ventas de las filiales norteamericanas diseminadas por d mundo es seis veces
mayor que él valor de las exportaciones de los Estados Unidos. En América
Latina, como en otras regiones, no rigen las incómodas leyes antitrusts de los
Estados Unidos. Aquí los países se convierten, con plena impunidad, en
seudónimos de las empresas extranjeras que los dominan. El primer acuerdo de
complementación en la ALALC
fue firmado, en agosto de 1962, por Argentina, Brasil, Chile y Uruguay; pero en
realidad fue firmado entre la IBM ,
la IBM , la IBM y la IBM. El acuerdo eliminaba derechos de importación para el
comercio de maquinarias estadísticas y sus componentes entre los cuatro países,
a la par que alzaba los gravámenes a la importación de esas maquinarias desde
fuera del área la IBM World
Trade “sugirió a los gobiernos que si eliminaban los derechos para comerciar
entre sí construiría plantas en Brasil y Argentina”. Al segundo acuerdo,
firmado entre los mismos países, se agregó México: fueron la RCA y la Philips of Eindhoven
quienes promovieron la exoneración para el intercambio de equipos destinados a
radio y televisión y así sucesivamente. En la primavera de 1969, el noveno
acuerdo consagró la división del mercado latinoamericano de equipos de
generación, trasmisión y distribución de electricidad, entre la Union Carbide , la General Electric
y la Siemens. El
Mercado Común Centroamericano, por su parte, esfuerzo de conjunción de las
economías raquíticas y deformes de cinco países, no ha servido más que para
derribar de un soplo a los débiles productores nacionales de telas, pinturas,
medicinas, cosméticos o galletas, y para aumentar las ganancias y la órbita de
negocios de la General
Tire and Rubber Co., Procter and Gamble, Grace and Co.,
Colgate Palmolive, Sterling Products o National Biscuits, La liberación de
derechos aduaneros ha corrido .también pareja, en Centroamérica, con la
elevación de las barreras contra la competencia extranjera externa
(por decirlo de alguna manera), de modo que las empresas extranjeras
internas puedan vender más caro y con mayores beneficios: «Los subsidios
recibidos a través de la protección tarifarias exceden el valor total agregado
por el proceso doméstico de producción, concluye Roger Hansen.
Las empresas extranjeras tienen, como
nadie, sentido de las proporciones. Las proporciones propias y las ajenas. ¿Qué
sentido tendría instalar en Uruguay, por ejemplo, o en Bolivia, Paraguayo
Ecuador, con sus mercados minúsculos, una gran planta de automóviles, altos
hornos siderúrgicos o una fábrica importante de productos químicos? Son otros
los trampolines elegidos, en función de las dimensiones de los mercados
internos y de las potencialidades de su crecimiento. FUNSA, la fábrica uruguaya
de neumáticos, depende en gran medida de la Firestone , pero son las
filiales de la Firestone
en Brasil y en Argentina las que se expanden con vistas a la integración. Se
frena el ascenso de la empresa instalada en Uruguay, aplicando el mismo
criterio que determina que la
Olivetti , la empresa italiana invadida por la General Electric ,
elabore sus máquinas de escribir en Brasil y sus máquinas de calcular en
argentina. «La asignación eficiente de recursos requiere un desarrollo desigual
de las diferentes partes de un país o región», sostiene Rosenstein-Rodan, y
la integración latinoamericana tendrá también sus nordestes y sus polos de
desarrollo. En el balance de los ocho años de vida del Tratado de
Montevideo que dio origen a la
ALALC , el delegado uruguayo denunció que «las diferencias en
los grados de desarrollo económico [entre los diversos países] tienden a
agudizarse, porque el mero incremento del comercio en un intercambio de
concesiones recíprocas sólo puede aumentar la desigualdad preexistente entre
los polos del privilegio y las áreas sumergidas. El embajador de Paraguay, por
su parte, se quejó en términos parecidos: afirmó que los países débiles
absurdamente subvencionan el desarrollo industrial de los países más avanzados
de la Zona de
Libre Comercio, absorbiendo sus altos costos internos a través de la
desgravación arancelaria y dijo que dentro de la ALALC el deterioro de los
términos de intercambio castiga a su país tan duramente como fuera de ella:
“Por cada tonelada de productos importados de la Zona , el Paraguay paga con
dos”. La realidad, afirmó el representante de Ecuador, «está dada por once
países en distintos grados de desarrollo, lo que se traduce en mayores o
menores capacidades para aprovechar el área del comercio liberado y conduce a
una polarización en beneficios y perjuicios... ». El embajador de Colombia
extrajo «la única conclusión: el programa de liberación beneficia en una
desproporción protuberante a los tres países grandes»[27]. A
medida que la integración progrese, los países pequeños irán renunciando .sus
ingresos aduaneros -que en Paraguay financian la mitad del presupuesto
nacional- a cambio de la dudosa ventaja de recibir, por ejemplo, desde Sáo
Paulo, Buenos Aires o México, automóviles fabricados por las mismas empresa que
aún los venden desde Detroit, Wolfsburg o Milán a la mitad de precio. Esta es
la certidumbre que alienta por debajo de las fricciones que el proceso de
integración provoca en medida creciente. La exitosa aparición del Pacto Andino,
que congrega a las naciones del Pacifico, es uno de los resultados de la
visible hegemonía de los tres grandes en el marco ampliado de la ALALC : los pequeños intentan
unirse aparte. Pero pese a todas las dificultades, por espinosas que parezcan,
los mercados se extienden a medida que los satélites van incorporando nuevos
satélites a su órbita de poder dependiente. Bajo la dictadura militar de
Castelo Branco, Brasil firmó un acuerdo de garantías para las inversiones
extranjeras, que descarga sobre el Estado los riesgos y las desventajas de cada
negocio. Resultó muy significativo que el funcionario que había concertado el
convenio defendiera sus humillantes condiciones ante el Congreso, afirmando
que, «en un futuro cercano, Brasil estará invirtiendo capitales en Bolivia,
Paraguayo Chile y entonces necesitará de acuerdos de este tipo[28].
En el seno de los gobiernos que sucedieron
al golpe de Estado de 1964, se ha afirmado, en efecto, una tendencia que
atribuye a Brasil una función «subimperialista» sobre sus vecinos. Un elenco
militar de muy importante gravitación postula a su país como el gran
administrador de los intereses norteamericanos en la región, y llama a Brasil a
ejercer, en el sur, una hegemonía semejante a la que, frente a los Estado
Unidos, el propio Brasil padece. El general Golbery do Cauto e Silva invoca, en
este sentido, otro «Destino manifiesto» este ideólogo del «sub-imperialismo»
escribía en 1952, refiriéndose a ese «Destino manifiesto»: «Tanto más, cuando
él no roza, en el Caribe, con el de nuestros hermanos mayores del norte. El
general do Couto e Silva es el actual presidente de la Dow Olemical en Brasil.
La deseada estructura del subdominio cuenta, por cierto, con abundantes
antecedentes históricos, que van desde el aniquilamiento de Paraguay en nombre
de la banca británica, a partir de la guerra de 1865, hasta el envío de tropas
brasileñas a encabezar la operación solidaria con la invasión de los marines,
en Santo Domingo, exactamente un siglo después.
En estos últimos años ha recrudecido en
gran medida la competencia entre los gerentes de los grandes intereses
imperialistas, instalados en los gobiernos de Brasil y de Argentina, en torno
al agitado problema de la lideranza continental. Todo indica que Argentina no
está en condiciones de resistir el poderoso desafío brasileño: Brasil tiene el
doble de superficie y una población cuatro veces mayor, es casi tres veces más
amplia su producción de acero, fabrica el doble de cemento y genera más del
doble de energía; la tasa de renovación de su flota mercante es quince veces
más alta. Ha registrado, además, un ritmo de crecimiento económico bastante más
acelerado que el de Argentina, durante las dos últimas décadas. Hasta no hace
mucho, Argentina producía más automóviles y camiones que Brasil. A los ritmos
actuales, en 1975 la industria automotriz brasileña será tres veces mayor que
la argentina. La flota marítima, que en 1966 era igual a la argentina,
equivaldrá a la de toda América Latina reunida: El Brasil ofrece a la inversión
extranjera la magnitud de su mercado potencial, sus fabulosas riquezas
naturales, el gran valor estratégico de su territorio, que limita con todos los
países sudamericanos menos Ecuador y Chile, y todas las condiciones para que
las empresas norteamericanas radicadas en su suelo avancen con botas de siete
leguas: Brasil dispone de brazos más baratos y más abundantes que su rival. No
por casualidad, la tercera parte de los productos elaborados y semielaborados
que se venden dentro de la ALALC
proviene de Brasil. Este es el país llamado a constituir el eje de la
liberación o de la servidumbre de toda América Latina. Quizá el senador
norteamericano Fulbright no tuvo conciencia cabal del alcance de sus palabras
cuando en 1965 atribuyó a Brasil, en declaraciones públicas, la misión de
dirigir el mercado común de América Latina.
«NUNCA SEREMOS DICHOSOS, ¡NUNCA!» HABÍA
PROFETIZADO SIMÓN BOLIVAR
Para que el imperialismo norteamericano
pueda, hoy día, integrar para reinar en América Latina, fue necesario que ayer
el Imperio británico contribuyera a dividimos con los mismos fines. Un
archipiélago de países, desconectados entre sí, nació como consecuencia de la
frustración de nuestra unidad nacional. Cuando los pueblos en armas
conquistaron la independencia, América Latina aparecía en el escenario
histórico enlazada por las tradiciones comunes de sus diversas comarcas,
exhibía una unidad territorial sin fisuras y hablaba fundamentalmente dos
idiomas del mismo origen, el español y el portugués. Pero nos faltaba, como
señala Trías, una de las condiciones esenciales para constituir una gran nación
única: nos faltaba la comunidad económica.
Los polos de prosperidad que florecían
para dar respuesta a las necesidades europeas de metales y alimentos no estaban
vinculados entre sí: las varillas del abanico tenían su vértice al otro lado
del mar. Los hombres y los capitales se desplazaban al vaivén de la suerte del
oro o del azúcar, de la plata o del añil, y sólo los puertos y las capitales,
sanguijuelas de las regiones productivas, teman existencia permanente. América
Latina nada como un solo espacio en la imaginación y la esperanza de Simón
Bolívar, José Artigas y José de San Martín, pero estaba rota de antemano por
las deformaciones básicas del sistema colonial. Las oligarquías portuarias
consolidaron, a través del comercio libre, esta estructura de la fragmentación,
que era su fuente de ganancias: aquellos traficantes ilustrados no podían
incubar la unidad nacional que la burguesía encarnó en Europa y en Estados
Unidos. Los ingleses, herederos de España y Portugal desde tiempo antes de la
independencia, perfeccionaron esa estructura todo a lo largo del siglo pasado,
por medio de las intrigas de guante blanco de los diplomáticos, la fuerza de
extorsión de los banqueros y la capacidad de seducción de los comerciantes.
“Para nosotros, la patria es América”, habla proclamado Bolívar: la Gran Colombia se
dividió en cinco países y el libertador murió derrotado: “Nunca seremos
dichosos, ¡nunca!” dijo al general Urdaneta. Traicionados por Buenos Aires, San
Martín se despojó de las insignias del mando y Antigas, que llamaba americanos
a sus soldados, se marchó a morir al solitario exilio de Paraguay: el
Virreinato del Río de la Plata
se había partido en cuatro. Francisco de Morazán, creador de la república
federal de Centroamérica, murió fusilado[29], y
la cintura de América se fragmentó en cinco pedazos a los que luego se sumaria
Panamá, desprendida de Colombia por Teddy Roosevelt.
El resultado está a la vista: en la
actualidad, cualquiera de las corporaciones multinacionales opera con mayor
coherencia y sentido de unidad que este conjunto de islas que es América
Latina, desgarrada por tantas fronteras y tantas incomunicaciones. ¿Qué
integración pueden realizar, entre si, países que ni si quiera se han integrado
por dentro? Cada país padece hondas fracturas en su propio seno, agudas
divisiones sociales y tensiones no resueltas entre sus vastos desiertos
marginales y sus oasis urbanos. El drama se reproduce en escala regional. Los
ferrocarriles y los caminos, creados para trasladar la producción al extranjero
por las rutas más directas, constituyen todavía la prueba irrefutable de la
impotencia o de la incapacidad de América latina para dar vida al proyecto
nacional de sus héroes más lúcidos. Brasil carece de conexiones terrestres
permanentes con tres de sus vecinos, Colombia, Perú y Venezuela, y las ciudades
del Atlántico no tienen comunicación cablegráfica directa con las ciudades del
Pacífico, de tal manera que los telegramas entre Buenos Aires y Lima o Río de
Janeiro y Bogotá pasan inevitablemente por Nueva York; otro tanto sucede con
las líneas telefónicas entre el Caribe y el sur. Los países latinoamericanos
continúan identificándose cada cual con su propio puerto, negación de sus
raíces y de su identidad real, a tal punto que la casi totalidad de los
productos del comercio intrarregional se transportan por mar: los transportes
interiores virtualmente no existen. Pero ocurre, en este sentido, que el cártel
mundial de los fletes fija las tarifas y los itinerarios según su paladar, y
América Latina se limita a padecer las tarifas exorbitantes y las rutas
absurdas. De las 118 líneas navieras regulares que operan en la región,
únicamente hay diecisiete de banderas regionales; los fletes sangran la
economía latinoamericana en mil millones de dólares por año. Así, las
mercancías enviadas desde Porto Alegre a Montevideo llegan más rápido a destino
si pasan antes por Hamburgo, y otro tanto ocurre con la lana uruguaya en viaje
a Estados Unidos, el flete de Buenos Aires a un puerto mexicano del golfo
disminuye en más de la cuarta parte si el tráfico se realiza a través de
Southampton. El transporte de madera desde México a Venezuela cuesta más del
doble que el transporte de madera desde Finlandia a Venezuela, aunque México
está, según los mapas, mucho más cerca. Un envío directo de productos químicos
desde Buenos Aires hasta Tampico, en México, cuesta mucho más caro que si se
realiza por Nueva Orleans.
Muy distinto destino se propusieron y
conquistaron, por cierto, los Estados Unidos. Siete años después de su
independencia, ya las trece colonias habían duplicado su superficie, que se
extendió más allá de los Aleganios hasta las riberas del Mississippi, y cuatro
años más tarde consagraron su unidad creando el mercado único. En 1803,
compraron a Francia, por un precio ridículo, el territorio de Louisiana, con lo
que volvieron a multiplicar por dos su territorio. Más tarde fue el turno de
Florida y, a mediados de siglo, la invasión y amputación de medio México en
nombre del «Destino manifiesto». Después, la compra de Alaska, la usurpación de
Hawaii, Puerto Rico y las Filipinas.
Las colonias se hicieron nación y la
nación se hizo imperio, todo a lo largo de la puesta en práctica de objetivos
claramente expresados y perseguidos desde los lejanos tiempos de los padres
fundadores. Mientras el norte de América crecía, desarrollándose hacia
adentro de sus fronteras en expansión, el sur, desarrollado hacia afuera,
estallaba en pedazos como una granada.
El actual proceso de integración no nos
reencuentra con nuestro origen ni nos aproxima a nuestras metas. Ya Bolívar
habla afirmado, certera profecía, que los Estados Unidos parecían destinados
por la Providencia
para plagar América de miserias en nombre de la libertad. No han de ser la General Motor y la IBM las que tendrán la
gentileza de levantar, en lugar de nosotros, las viejas banderas de unidad y
emancipación caídas en la pelea, ni han de ser los traidores contemporáneos
quienes realicen, hoy, la redención de los héroes ayer traicionados. Es mucha
la podredumbre para arrojar al fondo del mar en el camino de la reconstrucción
de América Latina. Los despojados, los humillados, los malditos tienen, ellos
sí, en sus manos, la tarea. La causa nacional latinoamericana es, ante todo,
una causa social: para que América Latina pueda nacer de nuevo, habrá que
empezar por derribar a sus dueños, país por país. Se abren tiempos de rebelión
y de cambio. Hay quienes creen que el destino descansa en las rodillas de los
dioses, pero la verdad es que trabaja, como un desafío candente, sobre las
conciencias de los hombres.
Montevideo, fines
de 1970.
[1]Hace
cuarenta años, la inversión norteamericana en industrias de transformación sólo
representaba el 6 % del valor total de los capitales de Estados Unidos en
América Latina. En 1960, la proporción rozaba ya el 20 %, y luego continuó
ascendiendo hasta cerca de la tercera parte del total. Naciones Unidas, CEPAL,
El financiamiento externo de América Latina, Nueva York - Santiago de Chile,
1964, y Estudio económico de América Latina de 1967, 1968 y 1969.
[2] Chile, Colombia y Uruguay
vivieron también procesos de industrialización sustitutiva de importaciones, en
los períodos que aquí se describen. El presidente uruguayo José Batle y Ordoñoz
(1903 – 7 y 1911 – 15) había sido, tiempo antes, un profeta de la revolución
burguesa en América Latina. La jornada laboral de ocho horas se consagró por
ley en Uruguay antes que en los Estados Unidos. La experiencia de welfare
stata de Batle no se limitó a poner en práctica la legislación social más
avanzada de su tiempo, sino que además impulsó con fuerza el desarrollo
cultural y la educación de masas y nacionalizó los servicios públicos y varias
actividades productivas de considerable importancia económica. Pero no tocó el
poder de los dueños de la tierra, ni nacionalizó la banca ni el comercio
exterior. Actualmente, Uruguay padece las consecuencias de estas omisiones,
quizá inevitables, del profeta, y de las traiciones de sus herederos.
[3] “El pasaje a la producción
interna de un determinado bien apenas “sustituye” parte del valor agregado que
antes se generaba fuera de la economía ... En la medida en que el consumo de
ese bien “sustituido” se expande rápidamente, la demanda derivada por
importaciones puede ultrapasar en breve plazo la economía de dicisas ... “
María de Conceicao Tavares.
[4] El Ministro de Asuntos
Económicos contestaba así a la pregunta del periodista de la revista Visión
(27 de noviembre de 1953): “–Además de la industria del petróleo, ¿qué otras
industrias desea desarrollar Argentina con la cooperación de capital
extranjero?
–Para ser más preciso, en orden de prioridad
citaremos el petróleo ... en segundo término, la industria
siderúrgica ... la química pesada ... la fabricación de elementos
para transporte ... la fabricación de llantas y ejes ... y la
construcción en el país de motores diesel”.
[5] Los
capitalista mexicanos son cada vez más versátiles y ambiciosos. Con
independencia del negocio que les haya servido de punto de partida para hacer
fortuna, disponen de una fluida red de canales que a todos, o al menos a los
prominentes, brinda siempre la posibilidad de multiplicar, entrelazar sus
intereses a través de la amistad, la asociación en los negocios, el matrimonio,
el compadrazgo, el otorgamiento de favores mutuos, la pertenencia a ciertos
clubes o agrupaciones, las frecuentes reuniones sociales y, desde luego, la
afinidad en sus posiciones políticas.. Alonso Aguilar Monteverde, en El milagro
mexicano, de varios autores, México, 1970.
[6] Un
economista muy favorable a la inversión extranjera, Eugenio Gudin, calcula que
solo por este último concepto Brasil donó a las empresas norteamericanas y
europeas nada menos que mil millones de dólares; Moacir Paixao ha estimado que
los privilegios otorgados a la industria automovilística en el período de su
implantación equivalieron a una suma igual a la del presupuesto nacional. Paulo
Schilling señala (Brasil para extranjeros, Montevideo, 1966) que mientras el
Estado brasileño cedía a las grandes corporaciones internacionales un aluvión
de beneficios, y les permitía el máximo de ganancias con el mínimo de inversiones,
al mismo tiempo negaba apoyo a la Fábrica Nacional de Motores, creada en la época
de Vargas. Posteriormente, durante el gobierno de Castelo Branco, esta empresa
del Estado fue vendida a Alfa Romeo.
[7] La
comisión llegó a la conclusión de que el capital extranjero controlaba, en
1968, el 40% del mercado de capitales de Brasil, el 62% de su comercio
exterior, el 82% del transporte marítimo, el 67% de los transportes aéreos
externos, el 100% de la producción de vehículos a motor, el 100% de los neumáticos,
más del 80% de la industria farmacéutica, cerca del 50% de la química, el 59%
de la producción de máquinas y el 62% de las fábricas de autopiezas, el 48% del
aluminio y el 90% del cemento. La mitad del capital extranjero correspondía a
las empresas de los Estados Unidos, seguidas en orden de importancia por las
firmas alemanas. Interesa advertir, de paso, el peso creciente de las
inversiones de Alemania Federal en América Latina. De cada dos automóviles que
se fabrican en Brasil, uno proviene de la planta de la Vo 1kswagen, que es la más
importante de toda la región. La primera fábrica de automóviles en América del
Sur fue una empresa alemana, la Mercedes-Benz Argentina ,
fundada en 1951. Bayer, Hoechst, BASF y Schering dominan buena parte de la
industria química en los países latinoamericanos.
[8] Testimonios del ministro
Roberto Campos, en el informe de la Comisión Parlamentaria
de Investigación sobre las transacciones efectuadas entre empresas nacionales y
extranjeras, Versión dactilográfica. Cámara de Diputados, Brasilia, 6 de
septiembre de 1968.
Poco tiempo después, Campos publicó una
curiosa interpretación de las actitudes nacionalistas del gobierno de Perú.
Según él, la expropiación de la
Standard Oil por parte del gobierno del general Velasco
Alvarado no era más que una “exhibición de masculinidad”. El nacionalismo,
escribió, no tiene otro objeto que satisfacer la primitiva necesidad de odio
del ser humano. Pero, agregó, “el orgullo no genera inversiones, no aumenta el
caudal de capitales ...” (En el diario O Globo, 25 de febrero de 1969).
[9] Ministerio do Planejamento e
Coordenacao Economica, Programa de Acao Economica do Gobernó, Río de
Janeiro, noviembre de 1964. Dos años después, hablando en la Universidad Mackenzie ,
de Sao Paulo, Campos insistía: “Ya que la economía en proceso de organización
no disponen de recursos para dinamizarse, por el simple hecho de que si los
tuviesen no estarían en atraso, es lícito aceptar el concurso de todos cuantos
quieran correr con nosotros los riesgos de la aventura maravillosa que es el
progreso, para recibir de él una parte de los frutos” (22 de diciembre 1966).
[10] “Las remesas desde Brasil
muestran un alza desde la legislación de 1965”, celebra el órgano del
Departamento de Comercio de los Estados Unidos. “Aumenta el flujo de intereses,
beneficios, dividendos y regalías; los términos y las condiciones de los
préstamos están sujetos al compromiso con el Fondo Monetario Internacional”. International
Comerce, 24 de abril de 1967.
[11] Secretaría General de la OEA , op. cit. Ya el presidente
Kennedy había reconocido que en 1960, “del mundo subdesarrollado, que tiene
necesidad de capitales, hemos retirado 1.300 millones de dólares mientras sólo
le exportábamos doscientos millones en capitales de inversión” (discurso ante
el congreso de la AFL-CIO ,
en Miami, el 8 de diciembre de 1961).
[12] Los misteriosos errores y
omisiones sumaron, por ejemplo, entre 1955 y 1966, más de mil millones de
dólares en Venezuela, 743 millones en Argentina, 714 millones en Brasil, 310
millones en Uruguay. Naciones Unidas, CEPAL, op. cit.
[13] Por ejemplo, en Uruguay, el
texto del contrato firmado el 21 de mayo de 1963 entre el BID y el gobierno
departamental de Montevideo, para la ampliación del alcantarillado.
[14] Por ejemplo, en Bolivia, el
texto del contrato firmado el 1° de abril de 1966 entre el BID y la Universidad Mayor
de San Simón, en Cochabamba, para mejorar la enseñanza de las ciencias
agrícolas.
[15] También se prometió a la
dictadura de Duvalier, en señal de gratitud, una carretera en dirección al aeropuerto.
Irving Pflaum (Arena of Decisión. Latin American Crisis, Nueva
York, 1965) coinciden en que éste fue un caso de soborno. Pero los Estados
Unidos no cumplieron con sus promesas a Haití. Duvalier, “Papa Doc”, guardián
de la muerte en la mitología vudú, se sintió estafado. Según dicen, el viejo
brujo invocó la ayuda del Diablo para vengarse de Kennedy, y sonrió complacido
cuando los balazos de Dallas pusieron fin a la vida del presidente
norteamericano.
[16] La hija de David, Peggy
Rockefeller, decidió poco después irse a vivir a una favela de Río de Janeiro
llamada Jacarezinho. Su padre, uno de los hombres más ricos del mundo, viajó a
Brasil para atender sus negocios y fue personalmente a la humilde casa de
familia que Peggy había elegido, probó la humilde comida, comprobó con espanto
que la casa se llovía y las ratas entraban por debajo de la puerta. Al irse,
dejó sobre la mesa un cheque con varios ceros. Peggu vivió allí durante algunos
meses, colaborando con los Cuerpos de Paz. Los cheques continuaron llegando.
Cada uno de ellos equivalía a lo que el dueño de casa podía ganar en diez años
de trabajo. Cuando Peggy finalmente se fue, la casa y la familia Jacarezinho se
había transformado. Nunca la favela había conocido tanta opulencia. Peggy había
venido del cielo en línea recta. Era como haber ganado todas las loterías
juntas. Entonces, el dueño de la casa donde Peggy había vivido pasó a ser la
mascota del régimen. Reportajes en la
TV y en la radio, artículos en diarios y revistas, la
publicidad desatada: él era un ejemplo que todos los brasileños debían imitar.
Había salido de la miseria gracias a su inquebrantable voluntad de trabajo y su
capacidad de ahorro: vean, vean, él no gasta en aguardiente lo que gana, ahora
tiene televisión, refrigerador, muebles nuevo, los chicos calzan zapatos. La
propaganda olvidaba un pequeño detalle: la visita del hada Peggy. Porque Brasil
tenía noventa millones de habitantes y el milagro se había producido para uno
solo.
[17] Hickenlooper Amendment, Section 620, Foreign Assistance Act. No es casual que este texto
legal se refiera explícitamente a las medidas adoptadas contra los intereses
norteamericanos “al primero de enero de 1962 o en fecha posterior”. El 16 de
febrero de 1962, el gobernador Leonel Brizola había expropiado la compañía d
teléfonos del estado brasileño de Río Grande do Sul, subsidiaria de la International Telephone
and Telegraph Corporation, y esta decisión había endurecido las relaciones
entre Washington y Brasilia. La empresa no aceptaba la indemnización propuesta
por el gobierno..
[18] “Nuestros programas de ayuda
al extranjero ... estimulan el desarrollo de nuevos mercados para las
sociedades americanas ... y orientan la economía de los beneficios hacia un
sistema de libre empresa en el que las firmas americanas puedan prosperar”. Eugene R. Black en Columbia Journal of Worl Business, vol I, 1965.
[19] En el trienio 1966 – 68, el
café proporcionó a Colombia el 64 % de sus ingresos totales por exportaciones;
a Brasil, el 43 %, a El Salvador el 48 %, a Guatemala el 42 % y a Costa Rica el
36 %. El banano abarcó el 61 % de las divisas de Ecuador, el 54 % de las de
Panamá y el 47 % de las de Honduras. Nicaragua dependió del algodón en un 42 %.
La república Dominicana del azúcar en un 56 %. Carnes, cueros y lanas proporcionaron
a Uruguay un 83 % de sus divisas y a la Argentina un 38 %. El cobre sumó un 74 % de los
ingresos comerciales de Chile, y el 26 % de los de Perú; el estaño representó
el 54 % del valor de las exportaciones de Bolivia. Venezuela obtuvo del
petróleo el 93 % de sus divisas.
Naciones Unidas. CEPAL, op. cit.
En cuanto a México, “depende en más de un 30 %
de tres productos, en más de un 40 % de cinco productos y en más de un 50 % de
diez productos, en su gran mayoría no manufacturados, que tienen como principal
salida el mercado norteamericano”. Pablo González Casanova, La democracia en
México, México 1965.
[20] Secretaría General de la OEA , po. Cit. Una amplia
encuesta a las subsidiarias norteamericanas en México, realizad en 1969 por
encargo de la
National Chamber Foundation, reveló que las casas matrices
de los Estados Unidos prohibían vender sus productos en el exterior a la mitad
de las empresas que contestaron el cuestionario. Las filiales no habían
sido instaladas para eso. Miguel S. Wionczek, La inversión extranjera privada
en México: problemas y perspectivas, en Comercio Exterior, México, octubre de
1970.
La relación entre las exportaciones de
manufacturas y el producto bruto industrial no superó el 2 %, en 1963, en
Argentina, Brasil, Perú, Colombia y Ecuador; fue de un 3,1 % en México y de un
3,2 % en Chile (Aldo Ferrer).
[21] Por cierto que el mecanismo
no es nuevo. El frigorífico Anglo ha dado siempre pérdidas en el Uruguay, para
cobrar los subsidios del Estado y para que rindiera Millonarias utilidades sus
seis mil carnicerías de Londres, donde cada kilo de carne uruguaya se vende a
un precio cuatro veces mayor que el que recibe el Uruguay por la exportación.
Guillermo Bernhard. Los Monopolios y la industria frigorífica, Montevideo,
1970.
[22] Manuel Sadosky, América
Latina y la computación, en Gaceta de la Universidad , Montevideo, mayo de 1970. Sadosky
cita para ilustrar la ilusión desarrollista el testimonio de un especialista de
la OEA : “Los
países subdesarrollados –sostiene George Landau- tienen algunas ventajas en
relación con los países desarrollados, porque cuando incorporan algún
dispositivo o proceso tecnológico eligen, generalmente, el más avanzado dentro
de su tipo y así recogen el beneficio de años de investigación y el fruto de
inversiones considerables que debieron hacer los países más industrializados
para alcanzar esos resultados”.
[23] Leo Fenster, en julio de
1969. Citado por André Gunder Frank, Lumpenburguesía: lumpendesarrollo,
Montevideo, 1970.
Las filiales extranjeras resultan de todos modos
infinitamente más modernas que las empresas nacionales. En la industria textil,
por ejemplo, uno de los últimos reductos del capital nacional, es bajísimo el
grado de automatización. Según la
CEPAL , en 1962 y 1963 cuatro países de Europa invirtieron en nuevos
equipos para su industria textil una suma seis veces mayor que la que invirtió
con el mismo fin, en 1964, toda América Latina.
[24] Las filiales norteamericanas
ocupaban en la industria europea, en 1957 –no existen datos recientes-, una
proporción de mano de obra, en relación con el capital invertido, más alta que
en América Latina. Secretaría general de la OEA , op. cit.
[25] Naciones Unidas, CEPAL,
estudio sobre la distribución del ingreso en América Latina, Nueva
York-Santiago de Chile, 1967. “En la Argentina tuvo lugar, en los años anteriores a
1953, un proceso significativo de redistribución progresiva del ingreso. De los
tres años para los que se dispone de información más detallada fue precisamente
ése el año en que fue menor la desigualdad, en tanto que fue mucho mayor en
1959 ... En México, en el periodo más extenso comprendido entre los años 1940 y
1964 ... hay indicaciones que permiten suponer que la pérdida no fue sólo
relativa sino también absoluta para el 20 % de las familias de ingresos bajos”.
[26] Gustavo Lagos, en el volumen
del BID, varios autores, Las inversiones multinacionales en el desarrollo y la
integración de América Latina, Bogotá, 1968. El 64 % de las empresas exportaba
dentro de la región, haciendo uso de las concesiones de la ALALC , productos químicos y
petroquímicos, fibras artificiales, materiales electrónicos, maquinaria
industrial y agrícola, equipos de oficina, motores, instrumentos d medición,
tubos de acero y otros productos.
[27] Sesiones extraordinarias del
Comité Ejecutivo Permanente de la
ALALC , julio y septiembre de 1969. Apreciaciones sobre el
proceso de integración de la
ALALC , Montevideo, 1969.
La integración como un simple proceso de
reducción de las barreas de comercio, advierte el director de la UNCTD en Nueva York, mantendrá
“los enclaves de alto desarrollo dentro de la depresión general del
continente”. Sydney Dell, en el volumen colectivo The Movement Toward Latin
American Unity, editado por Ronad Hilton, Nueva York-Washington-Londres, 1969.
[28] Vivian Trías, Imperialismo y
geopolítica en América Latina, Montevideo, 1967. Uruguay se comprometió, por
ejemplo, a incrementar sus importaciones de maquinarias desde Brasil, a cambio
de favores tales como el suministro de energía eléctrica brasileña a la zona
norte del país. Actualmente, los departamentos uruguayos de Artigas y Rivera no
pueden aumentar su consumo de energía sin permiso de Brasil..
[29] “Mandó preparar las armas,
se descubrió, mandó apuntar, corrigió la puntería, dio la voz de fuego y cayó;
aun levantó la cabeza sangrienta y dijo: estoy vivo; una nueva descarga lo hizo
expirar”. Gregorio Bustamante Maceo, Historia militar de El Salvador, San
Salvador, 1951.
En la plaza de Tegucigalpa, la banda toca
música ligera todos los domingos por la noche al pie de la estatua de bronce de
Morazán. Pero la inscripción está equivocada: ésta no es la estampa ecuestre
del campeón de la unidad centroamericana. Los hondureños que habían viajado a
Paris, tiempo después del fusilamiento, para contratar un escultor por encargo
del gobierno, se gastaron el dinero en parrandas y terminaron comprando una
estatua del Mariscal Ney en el mercado de las pulgas. La tragedia de
Centroamérica se convertía rápidamente en farsa.
Por Eduardo Galeano
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