HISTORIA DE LA MUERTE TEMPRANA
Los barcos británicos de guerra saludaban la
independencia desde el río.
En 1823,
George Canning, cerebro del Imperio británico, estaba celebrando sus triunfos
universales. El encargado de negocios de Francia tuvo que soportar la
humillación de este brindis: «Vuestra sea la gloria del triunfo, seguida por el
desastre y la ruina; nuestro sea el tráfico sin gloria de la industria y la
prosperidad siempre creciente... La edad de la caballería ha pasado; y la ha
sucedido una edad de economistas y calculadores». Londres vivía el principio de
una larga fiesta; Napoleón había sido definitivamente derrotado algunos años
atrás, y la era de la Pax
Britannica se abría sobre el mundo.
En América Latina, la independencia había remachado a perpetuidad el
poder de los dueños de la tierra y de los comerciantes enriquecidos, en los
puertos, a costa de la anticipada ruina de los países nacientes. Las antiguas
colonias españolas, y también Brasil, eran mercados ávidos para los tejidos
ingleses y las libras esterlinas al tanto por ciento. Canning no se equivocaba
al escribir, en 1824: «La cosa está hecha; el clavo está en puesto,
Hispanoamérica es libre; y si nosotros no desgobernamos tristemente nuestros
asuntos, es inglesa».
La máquina de vapor, el telar mecánico y el perfeccionamiento
de la máquina de tejer habían hecho madurar vertiginosamente la revolución
industrial en Inglaterra. Se multiplicaban las fábricas y los bancos; los
motores de combustión interna habían modernizado la navegación y muchos grandes
buques navegaban hacia los cuatro puntos cardinales universalizando la
expansión industrial inglesa. La economía británica pagaba con tejidos de
algodón los cueros del río de la
Plata , el guano y el nitrato de Perú, el cobre de Chile, el
azúcar de Cuba, el café de Brasil. Las exportaciones industriales, los fletes,
los seguros, los intereses de los préstamos y las utilidades de las inversiones
alimentarían, a lo largo de todo el siglo XX, la pujante prosperidad de
Inglaterra. En realidad, antes de las guerras de independencia ya los ingleses
controlaban buena parte del comercio legal entre España y sus colonias, y
habían arrojado a las costas de América Latina un caudaloso y persistente flujo
de mercaderías de contrabando. El tráfico de esclavos brindaba una pantalla
eficaz para el comercio clandestino, aunque al fin y al cabo también las
aduanas registraban, en toda América Latina, una abrumadora mayoría de
productos que no provenían de España. El monopolio español no había existido,
en los hachos, nunca: «... la colonia ya estaba perdida para la metrópoli mucho
antes de 1810, y la revolución no representó más que un reconocimiento político
de semejante estado de cosas».
Las tropas británicas habían conquistado Trinidad en el Caribe, al
precio de una sola baja, pero el comandante de la expedición, sir Ralph
Abercromby, estaba convencido de que no serían fáciles otras conquistas
militares en la América
hispánica. Poco después, fracasaron las invasiones inglesas en el Río de la Plata. La derrota dio
fuerzas a la opinión de Abercromby sobre la ineficacia de las expediciones
armadas y el turno histórico de los diplomáticos, los mercaderes y los
barqueros: un nuevo orden liberal en las colonias españolas ofrecería a Gran
Bretaña la oportunidad de abarcar las nueve décimas partes del comercio de la América española. La
fiebre de la independencia hervía en tierras hispanoamericanas. A partir de
1810 Londres aplicó una política zigzagueante y dúplice, cuyas fluctuaciones
obedecieron a la necesidad de favorecer el comercio inglés, impedir que América
Latina pudiera caer en manos norteamericanas o francesas y prevenir una posible
infección de jacobinismo en los nuevos países que nacían a la libertad.
Cuando se constituyó la Junta Revolucionaria en Buenos Aires, el 25 de
mayo de 1810, una salva de cañonazos de los buques británicos de guerra la
saludó desde el río. El capitán del barco Mutine pronunció, en nombre de
Su Majestad, un inflamado discurso: el júbilo invadía los corazones británicos.
Buenos Aires demoró apenas tres días en eliminar ciertas prohibiciones
que dificultaran el comercio con extranjeros; doce días después, redujo del 50
por ciento al 7,5 por ciento los impuestos que gravaban las ventas al exterior
de los cueros y el sebo. Habían pasado seis semanas desde el 25 de mayo cuando
se dejó sin efecto la prohibición de exportar el oro y la plata en monedas, de
modo que pudieran fluir a Londres sin inconvenientes. En septiembre de 1811, un
triunvirato reemplazó a la Junta
como autoridad gobernante: fueron nuevamente reducidos, y en algunos casos
abolidos, los impuestos a la exportación y a la importación. A partir de 1813,
cuando la Asamblea
se declaró autoridad soberana, los comerciantes extranjeros quedaron exonerados
de la obligación de vender sus mercancías a través de los comerciantes nativos:
«El comercio se hizo en verdad libre». Ya en 1812, algunos comerciantes
británicos comunicaban al Foreing Office: «Hemos logrado... reemplazar con
éxito los tejidos alemanes y franceses». Habían reemplazado, también, la
producción de los tejedores argentinos, estrangulados por el puerto
librecambista, y el mismo proceso se registró, con variantes, en otras regiones
de América Latina.
De Yorkshire y de Lancashire, de los Cheviots y Gales, brotaban sin
cesar artículos de algodón y de lana, de hierro y de cuero, de madera y
porcelana. Los telares de Manchester, las ferreteras de Sheffield, las
alfarerías de Worcester y Staffordshire, inundaron los mercados
latinoamericanos. El comercio libre enriquecía a los puertos que vivían de
la exportación y elevaba a los cielos el nivel de despilfarro de las
oligarquías ansiosas por disfrutar de todo el lujo que el mundo ofrecía, pero
arruinaba las incipientes manufacturas locales y frustraba la expansión del
mercado interno.
Las industrias domésticas,
precarias y de muy bajo nivel técnico, habían surgido en el mundo colonial a
pesar de las prohibiciones de la metrópoli y conocieron un auge, en vísperas de
la independencia, como consecuencia del aflojamiento de los lazos opresores de
España y de las dificultades de abastecimiento que la guerra europea provocó.
En los primeros años del siglo XIX, los talleres estaban resucitando, después de los
mortíferos efectos de la disposición que el rey había adoptado, en 1718, para
autorizar el comercio libre entre los puertos de España y América. Un alud de
mercaderías extranjeras había aplastado las manufacturas textiles y la
producción colonial de alfarería y objetos de metal, y los artesanos no
contaron con muchos años para reponerse del golpe: la independencia abrió del
todo las puertas a la libre competencia de la industria ya desarrollada en
Europa. Los vaivenes posteriores en las políticas aduaneras de los gobiernos de
la independencia generarían sucesivas muertes y despertares de las manufacturas
criollas, sin la posibilidad de un desarrollo sostenido en el tiempo.
Las dimensiones del infanticidio industrial.
Cuando nacía el siglo XIX,
Alexander von Humboldt calculó el valor de la producción manufacturera de
México en unos siete u ocho millones de pesos, de los que la mayor parte
correspondía a los obrajes textiles. Los talleres especializados elaboraron
paños, telas de algodón y lienzos; más de doscientos telares ocupaban, en
Querpetano, a mil quinientos obreros, y en Puebla trabajaban mil doscientos tejedores
de algodón. En Perú, los toscos productos de la colonia no alcanzaron
nunca la perfección de los tejidos indígenas anteriores a la llegada de
Pizarro, «pero su importancia económica fue, en cambio, muy grande». La
industria reposaba sobre el trabajo forzado de los indios, encarcelados en los
talleres desde antes que aclarara el día hasta muy entrada la noche. La
independencia aniquiló el precario desarrollo alcanzado. En Ayacucho, Cacamoa,
Tarma, los obrajes eran de magnitud considerable. El pueblo entero de
Pacaicasa, hoy muerto, «formaba un solo y vasto establecimiento de telares con
más de mil obreros», dice Romero en su obra: Paucarcolla, que abastecía de
frazadas de lana una región muy vasta, está desapareciendo «y actualmente no
existe allí ni una sola fábrica».
En Chile, una de las más apartadas
posesiones españolas, el aislamiento
favoreció el desarrollo de una actividad industrial incipiente desde los
albores mismos de la vida colonial. Había hilanderías, tejedurías, curtiembres;
las jarcias chilenas proveían a todos los navíos del Mar del Sur: se fabricaban
artículos de metal, desde alambiques y cañones hasta alhajas, vajilla fina y
relojes; se construían embarcaciones y vehículos. También en Brasil los obrajes
textiles y metalúrgicos que venían ensayando, desde el siglo XVIII, sus
modestos primeros pasos, fueron arrasados por las importaciones extranjeras.
Ambas actividades manufactureras
habían conseguido prosperar en medida considerable a pesar de los obstáculos
impuestos por el pacto colonial con Lisboa, pero desde 1807, la monarquía
portuguesa, establecida en Río de Janeiro, ya no era más que un juguete en
manos británicas, y el poder de Londres tenía otra fuerza. «Hasta la apertura
de los puertos, las deficiencias del comercio portugués habían obrado como
barrera protectora de una pequeña industria local –dice Caio Prado Júnior-;
pobre industria artesana, es verdad, pero asimismo suficiente para satisfacer
una parte del consumo interno. Esta pequeña industria no podrá sobrevivir a la
libre competencia extranjera, aún en los más insignificantes productos».
Bolivia era el centro textil más importante del virreinato rioplatense.
En Cochabamba había, al filo del siglo, ochenta mil personas dedicadas a la
fabricación de lienzos de algodón, paños y manteles, según el testimonio del
intendente Francisco de Viedma. En Oruro y La Paz también habían surgido obrajes que, junto con
los de Cochabamba, brindaban mantas, ponchos y bayetas muy resistentes a la
población las tropas de línea del ejército y las guarniciones de frontera.
Desde Mojos, Chiquitos y Guarayos provenían finísimas telas de lino y de
algodón, sombreros de paja, vicuña o carnero y cigarros de hoja. «Todas estas
industrias han desaparecido ante la competencia de artículos similares extranjeros...»,
comprobaba, sin mayor tristeza, un volumen dedicado a Bolivia en el primer
centenario de su independencia».
El Litoral de Argentina era la región más atrasada y
menos poblada del país, antes de que la independencia trasladara a Buenos Aires,
en perjuicio de las provincias mediterráneas, el centro de gravedad de la vida
económica y política. A principios del siglo XIX, apenas
la décima parte de la población argentina residía en Buenos Aires, Santa Fe o
Entre Ríos. Con ritmo lento y por medios rudimentarios se había desarrollado
una industria nativa en las regiones del centro y el norte, mientras que en el
Litoral no existían, según decía en 1795 el procurador Larramendi, «ningún arte
ni manufactura». En Tucumán y Santiago del Estero, que actualmente son pozos de
subdesarrollo, florecían los talleres textiles, que fabricaban ponchos de tres
clases distintas, y se producían en otros talleres excelentes carretas y
cigarros y cigarrillos, cueros y suelas. De Catamarca nacían lienzos de todo
tipo, paños finos, bayetillas de algodón negro para que usaran los clérigos;
Córdoba fabricaba más de setenta mil ponchos, veinte mil frazadas y cuarenta
mil varas de bayeta por año, zapatos y artículos de cuero, cinchas y vergas,
tapetados y cordobanes. Las curtiembres y talabarterías más importantes estaban
en Corrientes. Eran famosos los finos sillones de Salta. Mendoza producía entre
dos y tres millones de litros de vino por año, en nada inferiores a los de
Andalucía, y San Juan destilaba 350 mil litros anuales de aguardiente. Mendoza
y San Juan formaban «la garganta del comercio» entre el Atlántico y el Pacífico
en América del Sur.
Los agentes comerciales de Manchester, Glasgow y Liverpool recorrieron
Argentina y copiaron los modelos de los ponchos santiagueños y cordobeses y de
los artículos de cuero de Corrientes, además de los estribos de palo dados
vuelta «al uso del país». Los ponchos argentinos valían siete pesos; los de
Yokshire, tres. La industria textil más desarrollada del mundo triunfaba al
galope sobre las tejedurías nativas, y otro tanto ocurría en la producción de
botas, espuelas, rejas, frenos y hasta clavos. La miseria asoló las provincias
interiores argentinas, que pronto alzaron lanzas contra la dictadura del puerto
de Buenos Aires. Los principales mercaderes (Escalada, Belgrano, Pueyrredón,
Vieytes, Las Heras, Cerviño) habían tomado el poder arrebatado a España y el
comercio les brindaba la posibilidad de comprar sedas y cuchillos ingleses,
paños finos de Louviers, encajes de Flandes, sables suizos, ginebra holandesa,
jamones de Westfalia y habanos de Hamburgo. A cambio, la Argentina exportaba
cueros, sebo, huesos, carne salada, y los ganaderos de la provincia de Buenos
Aires extendían sus mercados gracias al comercio libre. El cónsul inglés en el
Plata, Woodbine Parish, describía en 1837 a un recio gaucho de las pampas:
«Tómese todas las piezas de su ropa, examínese todo lo que lo rodea y
exceptuando lo que sea de cuero, ¿qué cosa habrá que no sea inglesa? Si su
mujer tiene una pollera, hay diez posibilidades contra una que sea manufactura
de Manchester. La caldera u olla en que cocina, la taza de loza ordinaria en la
que come, su cuchillo, sus espuelas, el freno, el poncho que lo cubre, todos
son efectos llevados de Inglaterra». Argentina recibía de Inglaterra hasta las
piedras de las veredas.
Aproximadamente por la misma época, James Watson Webb, embajador de los
Estados Unidos en Río de Janeiro, relataba: «En todas las haciendas del Brasil,
los amos y sus esclavos se visten con manufacturas de trabajo libre, y nueve
décimos de ellas son inglesas. Inglaterra suministra todo el capital necesario
para las mejoras internas de Brasil y fabrica todos los utensilios de uso
corriente, desde la azada para arriba, y casi todos los artículos ingleses de
vidrio, hierro y madera son tan corrientes como los paños de lana y los tejidos
de algodón. Gran Bretaña suministra a Brasil sus barcos de vapor y de vela, le
hace el empedrado y le arregla las calles, ilumina con gas las ciudades, le
construye las vías férreas, le explota las minas, es su banquero, le levanta
las líneas telegráficas, le transporta el correo, le construye los muebles,
motores, vagones... ». La euforia de la libre importación enloquecía a los
mercaderes de los puertos; en aquellos años, Brasil recibía también ataúdes ya
forrados y listos para el alojamiento de los difuntos, sillas de montar,
candelabros de cristal, cacerolas y patines para hielo, de uso más bien
improbable en las ardientes costas del trópico; también billeteras, aunque no existía
en Brasil el papel moneda, y una cantidad inexplicable de instrumentos de
matemáticas. El Tratado de Comercio y Navegación firmado en 1810 gravaba la
importación de los productos ingleses con una tarifa menor que la que se
aplicaba a los productos portugueses, y su texto había sido tan
atropelladamente traducido del idioma inglés que la palabra policy, por
ejemplo, pasó a significar, en portugués, policía en lugar de política.
Los ingleses gozaban en Brasil de un derecho de justicia nacional: Brasil era
«un miembro no oficial del imperio económico de Gran Bretaña».
A mediados de siglo, un viajero sueco llegó a Valparaíso y fue testigo
del derroche y la ostentación que la libertad de comercio estimulaba en Chile:
«La única forma de elevarse es someterse –escribió- a los dictámenes de las
revistas de modas de París, a la levita negra y a todos los accesorios que
corresponden... La señora se compra un elegante sombrero, que la hace sentirse
consumadamente parisiense, mientras el marido se coloca un tieso y alto
corbatón y se siente en el pináculo de la cultura europea». Tres o cuatro casas
inglesas se habían apoderado del mercado de cobre chileno, y manejaban los
precios según los intereses de las fundiciones de Swansea. Liverpool y Vardiff.
El Cónsul General de Inglaterra informaba a su gobierno, en 1838, acerca del
«prodigioso incremento» de las ventas de cobre, que se exportaba
«principalmente, si no por completo, en barcos británicos o por cuenta de
británicos».
Los comerciantes ingleses monopolizaban el comercio en Santiago y
Valparaíso, y Chile era el segundo mercado latinoamericano, en orden de
importancia, para los productos británicos.
Los grandes puertos de América Latina, escalas de tránsito de las
riquezas extraídas del suelo y del subsuelo con destino a los lejanos centros
de poder, se consolidaban como instrumentos de conquista y dominación contra
los países a los que pertenecían, y eran los verdaderos por donde se dilapidaba
la renta nacional. Los puertos y las capitales querían parecerse a París o a
Londres, y a la retaguardia tenían el desierto.
Proteccionismo
y librecambio en América Latina: el breve vuelo de Lucas Alamán
La expansión de los mercados latinoamericanos aceleraba la acumulación
de capitales en los viveros de la industria británica. Hacía ya tiempo que el
Atlántico se había convertido en el eje del comercio mundial, y los ingleses
habían sabido aprovechar la ubicación de su isla, llena de puertos, a medio
camino del Báltico y del Mediterráneo y apuntando a las costas de América.
Inglaterra organizaba un sistema universal y se convertía en la prodigiosa
fábrica abastecedora del planeta: del mundo entero provenían las materias
primas y sobre el mundo entero provenían las materias primas y sobre el mundo
entero se derramaban las mercancías elaboradas. El Imperio contaba con el
puerto más grande y el más poderoso aparato financiero de su tiempo; tenía el
más alto nivel de especialización comercial, disponía del monopolio mundial de
los seguros y los fletes, y dominaba el mercado internacional del oro.
Friederich List, padre de la unión aduanera alemana, había advertido que el
libre comercio era el principal producto de exportación de Gran Bretaña[1]. Nada
enfurecía a los ingleses tanto como el proteccionismo aduanero y a veces lo
hacían saber en un lenguaje de sangre y fuego, como en la Guerra del Opio contra
China, pero la libre competencia en los mercados se convirtió en una
verdad revelada para Inglaterra, sólo a partir del momento en que estuvo
segura de que era la más fuerte, y después de haber desarrollado su propia
industria textil al abrigo de la legislación proteccionista más severa de
Europa. En los difíciles comienzos, cuando todavía la industria británica
corría con desventaja, el ciudadano inglés al que se sorprendía exportando lana
cruda, sin elaborar, era condenado a perder la mano derecha, y si reincidía, lo
ahorcaban: estaba prohibido enterrar un cadáver sin que antes el párroco del
lugar certificara que el sudario provenía de una fábrica nacional.
«Todos los fenómenos destructores suscitados por la libre concurrencia
en el interior de un país –advirtió Marx- se reproducen en proporciones más
gigantescas en el mercado mundial»[2]. El
ingreso de América Latina en la órbita británica, de la que sólo saldría para
incorporarse a la órbita norteamericana, se dio en el marco de este cuadro
general, y en él se consolidó la dependencia de los independientes países
nuevos. La libre circulación de mercadería y la transferencia de capitales
tuvieron consecuencias dramáticas.
En México, Vicente Guerrero llegó al poder, en 1829, «a hombros de la
desesperación artesana, insuflada por el gran demagogo Lorenzo Zavala, que
arrojó sobre las tiendas repletas de mercancías inglesas del Parián a una turba
hambrienta y desesperada». Poco duró Guerrero en el poder, y cayó en medio de
la indiferencia de los trabajadores, porque no quiso o no pudo poner un dique a
la importación de las mercancías europeas «por cuya abundancia –dice Chávez
Orozco- gemían en el desempleo las masas artesanas de las ciudades que antes de
la independencia, sobre todo en los períodos bélicos de Europa, vivían con
cierta holgura». La industria mexicana había carecido de capitales, mano de
obra suficiente y técnicas modernas; no había tenido una organización adecuada,
ni vías de comunicación y medios de transporte para llegar a los mercados y a
las fuentes de abastecimiento. «Lo único que probablemente le sobró – dice
Alfonso Aguilar- fueron interferencias, restricciones, y trabas de todo
orden». Pese a ello, como observara Humboldt, la industria había despertado en
los momentos de estancamiento del comercio exterior, cuando se interrumpían o
se dificultaban las comunicaciones marítimas, y había empezado a fabricar acero
y a hacer uso del hierro y el mercurio. El liberalismo que la independencia
trajo consigo agregaba perlas a la corona británica y paralizaba los obrajes
textiles y metalúrgicos de México, Puebla y Guadalajara.
Lucas Alamán, un político conservador de gran capacidad, advirtió a
tiempo que las ideas de Adam Smith contenían veneno para la economía nacional y
propició, como ministro la creación de un banco estatal, el Banco de Avío, con
el fin de impulsar la industrialización. Un impuesto a los tejidos extranjeros
de algodón proporcionaría al país los recursos para comprar en el exterior las
maquinarias y los medios técnicos que México necesitaba para abastecerse con
tejidos de algodón de fabricación propia. El país disponía de materia prima,
contaba con energía hidráulica más barata que el carbón y pudo formar buenos
operarios rápidamente. El banco nació en 1830, y poco después llegaron, desde
las mejores fábricas europeas, las maquinarias más modernas para hilar y tejer
algodón; además, el estado contrató expertos extranjeros en la técnica textil.
En 1844, las grandes plantas de Puebla produjeron un millón cuatrocientos mil
cortes de manta gruesa. La nueva capacidad industrial del país desbordaba la
demanda interna: el mercado de consumo del «reino de la desigualdad», formado
en su gran mayoría por indios hambrientos, no podía sostener la continuidad de
aquel desarrollo fabril vertiginoso. . contra esta muralla chocaba el esfuerzo
por romper la estructura heredada de la colonia. A tal punto se había
modernizado, sin embargo, la industria, que las plantas textiles norteamericanas
contaban en promedio con menos husos que las plantas mexicanas hacia 1840. Diez años después, la
proporción se había invertido con creces. La inestabilidad política, las
presiones de los comerciantes ingleses y franceses y sus poderosos socios
internos, y las mezquinas dimensiones del mercado interno, de antemano
estrangulado por la economía minera y latifundista, dieron por tierra con el
experimento exitoso. Antes de 1850, ya se había suspendido el progreso de la
industria textil mexicana. Los creadores del Banco de Avío habían ampliado su
radio de acción y, cuando se extinguió, los créditos abarcaban también las
tejedurías de lana, las fábricas de alfombras y producción de hierro y de
papel.
Esteban de Antuñano sostenía, incluso, la necesidad de que México creara
cuanto antes una industria nacional de maquinarias, «para contrarrestar el
egoísmo europeo». El mayor mérito del ciclo industrializador de Alamán y
Antuñano reside en que ambos restablecían la identidad «entre la independencia
política y la independencia económica, y en el hecho de preconizar, como único
camino de defensa, en contra de los pueblos poderosos y agresivos, un enérgico
impulso a la economía industrial». El propio Alamán se hizo industrial, creó la
mayor fábrica textil mexicana de aquel tiempo (se llamaba Cocolapan; todavía
hoy existe) y organizó a los
industriales como grupo de presión ante los sucesivos gobiernos librecambistas[3]. Pero
Alamán, conservador y católico, no llegó a plantear la cuestión agraria, porque
él mismo se sentía ideológicamente ligado al viejo orden, y no advirtió que el
desarrollo industrial estaba de antemano condenado a quedar en el aire, sin
base de sustentación, en aquel país de latifundios infinitos y miseria
generalizada.
LAS
LANZAS MONTONERAS Y EL ODIO QUE SOBREVIVIÓ A JUAN MANUEL DE ROSAS
Proteccionismo contra librecambio, el país
contra el puerto: ésta fue la pugna que ardió en el trasfondo de las guerras
civiles argentinas durante el siglo pasado. Buenos Aires, que en el siglo XVII
no había sido más que una gran aldea de cuatrocientas casas, se apoderó de la
nación entera a partir de la revolución de mayo y la independencia. Era el
puerto único, y por sus horcas caudinas debían pasar todos los productos que
entraban y salían del país. Las deformaciones que la hegemonía porteña impuso a
la nación se advierten claramente en nuestros días: la capital abarca, con sus
suburbios, más de la tercera parte de la población argentina total, y ejerce
sobre las provincias diversas formas de proxenetismo. En aquella época,
detentaba el monopolio de la renta aduanera, de los bancos y de la emisión de
moneda, y prosperaba, vertiginosamente a costa de las provincias interiores.
La casi totalidad de los ingresos de
Buenos Aires provenía de la aduana nacional, que el puerto usurpaba en provecho
propio, y más de la mitad se destinaba a los gastos de guerra contra las
provincias, que de este modo pagaban para ser aniquiladas.
Desde la Sala de Comercio de Buenos Aires, fundada en
1810, los ingleses tendían sus telescopios: para vigilar el tránsito de los
buques, y abastecían a los porteños con paños finos, flores artificiales,
encajes, paraguas, botones y chocolates, mientras la inundación de los ponchos
y los estribos de fabricación inglesa hacía sus estragos país adentro. Para
medir la importancia que el mercado mundial atribuía por entonces a los cueros
rioplatenses, es preciso trasladarse a una época en la que los plásticos y los
revestimientos sintéticos no existían ni siquiera como sospecha en la cabeza de
los químicos. Ningún escenario más propicio que la fértil llanura del litoral
para la producción ganadera en gran escala. En 1816, se descubrió un nuevo
sistema que permitía conservar indefinidamente los cueros por medio de un
tratamiento de arsénico; prosperaban y se multiplicaban, además, los saladeros
de carne. Brasil, las Antillas y África abrían sus mercados a la importación de
tasajo, y a medida que la carne salada, cortada en lonjas secas, iba ganando
consumidores extranjeros, los consumidores argentinos notaban el cambio. Se
crearon impuestos al consumo interno de carne, a la para que se desgravaban las
exportaciones; en pocos años el precio de los novillos se multiplicó por tres y
las estancias valorizaron sus precios. Los gauchos estaban acostumbrados a
cazar libremente novillos a ciclo abierto, en la pampa sin alambrados, para
comer el lomo y tirar el resto, con la sola obligación de entregar el cuero al
dueño del campo. Las cosas cambiaron.
La reorganización de la producción
implicaba el sometimiento del gaucho nómada a una nueva dependencia servil: un
decreto de 1815 estableció que todo hombre de campo que no tuviera propiedades
sería reputado sirviente, con la obligación de llevar papeleta visada por su
patrón cada tres meses. O era sirviente, o era vago, y a los vagos se los
enganchaba, por la fuerza, en los batallones de frontera. El criollo bravío,
que había servido de carne de cañón en los ejércitos patriotas, quedaba
convertido en paria, en peón miserable o en milico de fortín. O se rebelaba,
lanza en mano, alzándose en el remolino de las montoneras[4]. Este
gaucho arisco, desposeído de todo salvo la gloria y el coraje, nutrió las
cargas de caballería que una y otra vez desafiaron a los ejércitos de línea,
bien armados, de Buenos Aires. La aparición de la estancia capitalista, en la
pampa húmeda del litoral, ponía a todo d país al servicio de las exportaciones
de cuero y carne y marchaba de la mano con la dictadura del puerto
librecambista de Buenos Aires. El uruguayo José Artigas había sido, hasta la
derrota y d exilio, el más lúcido de los caudillos que encabezaron d combate de
las masas criollas contra los comerciantes y los terratenientes atados al
mercado mundial, pero muchos años después todavía Felipe Varela fue capaz de
desatar una gran rebelión en el norte argentino porque, como decía su proclama,
“ser provinciano es ser mendigo sin patria, sin libertad, sin derechos”. Su
sublevación encontró eco resonante en todo d interior mediterráneo. Fue el
último montonero; murió, tuberculoso y en la miseria, en 1870[5]. El
defensor de la «Unión Americana», proyecto de resurrección de la Patria Grande
despedazada, es todavía un bandolero, como lo era Artigas hasta no hace mucho,
para la historia argentina que se enseña en las escuelas.
Felipe Vareta había nacido en un pueblito
perdido entre las sierras de Catamarca y había sido un dolorido testigo de la
pobreza de su provincia arruinada por el puerto soberbio y lejano. A fines de
1824, cuando Varela tema tres años de edad, Catamarca no pudo pagar los gastos
de los delegados que envió al Congreso Constituyente que se reunió en Buenos
Aires, y en la misma situación estaban Misiones, Santiago del Estero y otras
provincias. El diputado catamarqueño Manuel Antonio Acevedo denunciaba el
cambio ominoso que la competencia de los productos extranjeros había provocado:
Catamarca ha mirado hace algún tiempo, y mira hoy, sin poderlo remediar, a su
agricultura, con productos inferiores a sus expensas; a su industria, sin un
consumo capaz de alentar a los que la fomentan y ejercen, y a su comercio casi
en el último abandono». El representante de la provincia de Corrientes,
brigadier general Pedro Ferré, resumía así, en 1830, las consecuencias posibles
del proteccionismo que él propugnaba: “Sí, sin
duda un corto número de hombres de fortuna
padecerán, porque se privarán de tomar en su mesa vinos y licores exquisitos...
Las clases menos acomodadas no hallarán
mucha diferencia entre los vinos y licores que actualmente beben, sino en el
precio, y disminuirán el consumo, lo que no creo sea muy perjudicial. No se
pondrán nuestros paisanos ponchos ingleses; no llevarán bolas y lazos hechos en
Inglaterra; no vestiremos ropa hecha en extranjería, y demás renglones que
podemos proporcionar; pero, en cambio, empezará a ser menos desgraciada la
condición de pueblos enteros de argentinos, y no nos perseguirá la idea de la
espantosa miseria a que hoy son condenados”.
Dando un paso importante hacia la
reconstrucción de la unidad nacional desgarrada por la guerra, el gobierno de
Juan Manuel de Rosas dictó en 1835 una ley de aduanas de signo acentuadamente
proteccionista. La ley prohibía la importación de manufacturas de hierro y
hojalata, aperos de caballo, ponchos, ceñidores, fajas de lana o algodón,
jergones, productos de
granja, ruedas de carruajes, velas de sebo
y peines, y gravaba con fuertes derechos la introducción de coches, zapatos,
cordones, ropas, monturas, frutas secas y bebidas alcohólicas. No se cobraba
impuesto a la carne transportada en barcos de bandera argentina, y se impulsaba
la talabartería nacional y d cultivo de tabaco. Los efectos se hicieron notar
sin demora. Hasta la batalla de Caseros, que derribó a Rosas en 1852, navegaban
por los ríos las goletas y los barcos construidos en los astilleros de
Corrientes y Santa Fe, había en Buenos Aires más de cien fábricas prósperas y
todos los viajeros coincidían en señalar la excelencia de los tejidos y zapatos
elaborados en Córdoba y Tucumán, los cigarrillos y las artesanías de Salta, los
vinos y aguardientes de Mendoza y San Juan. La ebanistería tucumana exportaba a
Chile, Bolivia y Perú.
Diez años después de la aprobación de la
ley, los buques de guerra de Inglaterra y Francia rompieron a cañonazos las
cadenas extendidas a través del Paraná, para abrir la navegación de los ríos
interiores argentinos que Rosal mantenía cerrados a cal y canto. A la invasión
sucedió el bloqueo. Diez memoriales de los centros industriales de Yorkshire,
Liverpool, Manchester, Leeds, Halifax y Bradford, suscritos por mil quinientos
banqueros, comerciantes e industriales, habían urgido al gobierno inglés a
tomar medidas contra las restricciones impuestas al comercio en el Plata. El
bloqueo puso de manifiesto, pese a los progresos alumbrados por la ley de
aduanas, las limitaciones de la industria nacional, que no estaba capacitada
para satisfacer la demanda interna. En realidad, desde 1841 d proteccionismo
venía languideciendo, en lugar de acentuarse; Rosas expresaba como nadie los
intereses de los estancieros saladeristas de la provincia de Buenos Aires, y no
existía, ni nació, una burguesía industrial capaz de impulsar el desarrollo de
un capitalismo nacional auténtico y pujante: la gran estancia ocupaba el centro
de la vida económica del país, y ninguna política industrial podía emprenderse
con independencia y vigor sin abatir la omnipotencia del latifundio exportador.
Rosas permaneció siempre, en el fondo, fiel a su clase. «El hombre más de a
caballo de toda la provincia.~, guitarrero y bailarín, gran domador, que se
orientaba en las noches de tormenta y sin estrellas masticando unas hebras de
pasto pata identificar el rumbo, era un gran estanciero productor de carne seca
y cueros, y los terratenientes lo habían convertido en su jefe. La leyenda
negra que luego se urdió para difamarlo no puede ocultar el carácter nacional y
popular de muchas de sus medidas de gobierno[6], pero
la contradicción de clases explica la ausencia de una política industrial
dinámica y sostenida, más allá de la cirugía aduanera, en el gobierno del
caudillo de los ganaderos. Esa ausencia no puede atribuirse a la inestabilidad
y las penurias implícitas en las guerras nacionales y el bloqueo extranjero,
porque al fin y al cabo había sido en medio del torbellino de una revolución
acosada como José Artigas había articulado, veinte años antes, sus normas
industrialistas e integradoras con una reforma agraria en profundidad. Vivian
Trías ha comparado, en un libro fecundo, el proteccionismo de Rosas con el
ciclo de medidas que Artigas irradió desde la Banda oriental, entre 1813 y 1815, para
conquistar la verdadera independencia del virreinato rioplatense. Rosas no
prohibió a los mercaderes extranjeros ejercer el comercio en el mercado
interno, ni devolvió al país las rentas de la aduana que Buenos Aires continuó
usurpando, ni terminó con la dictadura del puerto único. En cambio, la
nacionalización del comercio interior y la quiebra del monopolio portuario y
aduanero de Buenos Aires habían sido capítulos fundamentales, como la cuestión
agraria, de la política artiguista. Artigas había querido la libre navegación
de los nos interiores, pero Rosas nunca abrió a las provincias esta llave de
acceso al comercio de ultramar. Rosas también permaneció fiel, en el fondo, a
su provincia privilegiada. Pese a todas estas limitaciones, el nacionalismo y el
populismo del «gaucho de ojos azules» continúan generando odio en las clases
dominantes argentinas. Rosas sigue siendo «reo de lesa patria», de acuerdo con
una ley de 1857 todavía vigente, y el país se niega todavía a abrir una
sepultura nacional para sus huesos enterrados en Europa. Su imagen oficial es
la imagen de un asesino.
Superada la herejía de Rosas, la
oligarquía se reencontró con su destino. En 1858, el presidente de la comisión
directiva de la exposición rural declaraba inaugurada la muestra con estas
palabras: «Nosotros, en la infancia aún, contentémonos con la humilde idea de
enviar a aquellos bazares europeos nuestros productos y materias primas, para
que nos los devuelvan transformados por medio de los poderosos agentes de que
disponen. Materias primas es lo que Europa pide, para cambiarlas en ricos
artefactos[7]».
El ilustre Domingo Faustino Sarmiento y
otros escritores liberales vieron en la montonera campesina no más que el
símbolo de la barbarie, d atraso y la ignorancia, el anacronismo de las
campañas pastoriles frente a la civilización que la ciudad encarnaba: el poncho
y el chiripá contra la levita; la lanza y el cuchillo contra la tropa de línea;
el analfabetismo contra la escuela. En 1861, Sarmiento escribía a Mitre: “No
trate de economizar sangre de gauchos, es lo único que tienen de humano. Este
es un abono que es preciso hacer útil al País”. Tanto desprecio y tanto odio
revelaban una negación de la propia patria, que tenía, claro está, también una
expresión de política económica: “No somos ni industriales ni navegantes
-afirmaba Sarmiento-, y la
Europa nos proveerá por largos siglos de sus artefactos en
cambio de nuestras materias primas”. El
presidente Bartolomé Mitre llevó adelante, a partir de 1862, una guerra de
exterminio contra las provincias y sus últimos caudillos.
Sarmiento fue designado director de la
guerra y las tropas marcharon al norte a matar gauchos, “animales bípedos de
tan perversa condición”. En La
Rioja , el Chacha Peñaloza, general de los llanos, que
extendía su influencia sobre Mendoza y San Juan, era uno de los últimos
reductos de la rebelión contra el puerto, y Buenos Aires considero que había
llegado el momento de terminar con él. Le cortaron la cabeza y la clavaron, en
exhibición, en el centro de la
Plaza de Olta. El ferrocarril y los caminos culminaron la
ruina de La Rioja ,
que había comenzado con la revolución de
1810: el librecambio había provocado la crisis de sus artesanías y había
acentuado la crónica pobreza de la región. En el siglo xx, los campesinos riojanos
huyen de sus aldeas en las montañas o en los llanos, y bajan hacia Buenos Aires
a ofrecer sus brazos: sólo llegan, como los campesinos humildes de otras
provincias, hasta las puertas de la ciudad.
En los suburbios encuentran sitio junto a
otros setecientos mil habitantes de las villas miserias y se las arreglan, mal
que bien, con las migas que les arroja el banquete de la gran capital. ¿Nota
usted cambios en los que se han ido y vuelven de visita? preguntaron los
sociólogos a los ciento cincuenta sobrevivientes de una aldea riojana, hace
pocos años. Con envidia advertían, los que se habían quedado, que Buenos Aires
había mejorado d traje, los modales y la manera de hablar de los emigrados.
Algunos los encontraban, incluso, «más blancos».
El hombre viajaba a mi lado, silencioso.
Su perfil, nariz afilada, altos pómulos, se recortaba contra la fuerte luz del
mediodía. Íbamos rumbo a Asunción, desde la frontera del sur, en un ómnibus
para veinte personas que contenía, no sé cómo, cincuenta. Al cabo de unas
horas, hicimos un alto. Nos sentamos en un patio abierto, a la sombra de un
árbol de hojas carnosas. A nuestros ojos, se abría el brillo enceguecedor de la
vasta, despoblada, intacta tierra roja: de horizonte a horizonte, nada perturba
la transparencia del aire en Paraguay. Fumamos.
Mi compañero, campesino de habla guaraní,
enhebró algunas palabras tristes en castellano. «Los paraguayos somos pobres y
pocos», me dijo. Me explicó que había bajado a Encarnación a buscar trabajo
pero no había encontrado. Apenas si había podido reunir unos pesos para el
pasaje de vuelta. Años atrás de muchacho, había tentado fortuna en Buenos Aires
y en el sur de Brasil. Ahora venia la cosecha del algodón y muchos braceros
paraguayos marchaban, como todos los años, rumbo a tierras argentinas. “Pero yo
ya tengo sesenta y tres años. Mi corazón ya no soporta las demasiadas gentes”.
Suman medio millón los paraguayos que han
abandonado la patria, definitivamente, en los últimos veinte años. La miseria
empuja al éxodo a los habites del país que era, hasta hace un siglo, el más
avanzado de América del Sur. Paraguay tiene ahora una población que apenas
duplica a la que por entonces tenía y es, con Bolivia, uno de los dos países
sudamericanos más pobres y atrasados. Los paraguayos sufren la herencia de una
guerra de exterminio que se incorporó a la historia de América Latina como su
capítulo más infame. Se llamó la
Guerra de la Triple Alianza. Brasil, Argentina y Uruguay
tuvieron a su cargo el genocidio. No dejaron piedra sobre piedra ni habitantes
varones entre los escombros. Aunque Inglaterra no participó directamente en la
horrorosa hazaña, fueron sus mercaderes, sus banqueros y sus industriales
quienes resultaron beneficiados con el crimen de Paraguay. La invasión fue
financiada, de principio a fin, por el Banco de Londres, la Casa Baring Brothersy
la banca Rothschild, en empréstitos con intereses leoninos que hipotecaron la
suerte de los países vencedores.
Hasta su destrucción, Paraguay se erguía
como una excepción en América Latina: la única nación que el capital extranjero
no había deformado. El largo gobierno de mano de hierro del dictador Gaspar
Rodríguez de Francia (1814-1840) había incubado, en la matriz del aislamiento,
un desarrollo económico autónomo y sostenido. El Estado, omnipotente,
paternalista, ocupaba d lugar de una burguesía nacional que no existía, en la
tarea de organizar la nación y orientar sus recursos y su destino. Francia se
había apoyado en las masas campesinas para aplastar la oligarquía paraguaya y
había conquistado la paz interior tendiendo un estricto cordón sanitario frente
a los restantes países del antiguo virreinato del no de la Plata. Las
expropiaciones, los destierros, las prisiones, las persecuciones y las multas
no habían servido de instrumentos para la consolidación del dominio interno de
los terratenientes y los comerciantes sino que, por el contrario, habían sido
utilizados para su destrucción. No existían, ni nacerían más tarde, las
libertades políticas y el derecho de oposición, pero en aquella etapa histórica
sólo los nostálgicos de los privilegios perdidos sufrían la falta de
democracia. No había grandes fortunas privadas cuando Francia murió, y Paraguay
era d único país de América Latina que no tenía mendigos, hambrientos ni
ladrones[8]; los
viajeros de la época encontraban allí un oasis de tranquilidad en medio de las
demás comarcas convulsionadas por las guerras continuas. El agente
norteamericano Hopkins informaba en 1845 a su gobierno que en Paraguay “no hay
niño que no sepa leer y escribir. ..”. Era también d único país que no vivía
con la mirada clavada al otro lado del mar. El comercio exterior no constituía
d eje de la vida nacional; la doctrina liberal, expresión ideológica de la
articulación mundial de los mercados, carecía de respuestas para los desafíos
que Paraguay, obligado a crecer hacia dentro por su aislamiento mediterráneo,
se estaba planteando desde principios de siglo. El exterminio, de la oligarquía
hizo posible la concentración de los resortes económicos fundamentales en manos
del Estado, para llevar adelante esta política autárquica de desarrollo dentro
de fronteras.
Los posteriores gobiernos de Carlos
Antonio López y su hijo Francisco Solano continuaron y vitalizaron la tarea. La
economía estaba en pleno crecimiento. Cuando los invasores aparecieron en el
horizonte, en 1865, Paraguay contaba con una línea de telégrafos, un
ferrocarril y una buena cantidad de fábricas de materiales de construcción,
tejidos, lienzos, ponchos, papel y tinta, loza y pólvora.
Doscientos técnicos extranjeros, muy bien
pagados por el Estado, prestaban su colaboración decisiva. Desde 1850, la
fundición de Ibycui fabricaba cañones, morteros y balas de todos los calibres;
en el arsenal de Asunción se producían cañones de bronce, obuses y balas. La
siderurgia nacional, como todas las demás actividades económicas esenciales,
estaba en manos del Estado. El país contaba con una flota mercante nacional, y
habían sido construidos en el astillero de Asunción varios de los buques que
ostentaban el pabellón paraguayo a lo largo del Paraná o a través del Atlántico
y el Mediterráneo. El Estado virtualmente monopolizaba el comercio exterior: la
yerba y el tabaco abastecían el consumo del sur del continente; las maderas
valiosas se exportaban a Europa. La balanza comercial arrojaba un fuerte
superávit. Paraguay tenía una moneda fuerte y estable, y disponía de suficiente
riqueza para realizar enormes inversiones públicas sin recurrir al capital
extranjero. El país no debía ni un centavo al exterior, pese a lo cual estaba
en condiciones de mantener el mejor ejército de América del Sur, contratar
técnicos ingleses que se ponían al servicio del país en lugar de poner al país
a su servicio, y enviar a Europa a unos cuantos jóvenes universitarios
paraguayos para perfeccionar sus estudios. El excedente económico generado por
la producción agrícola no se derrochaba en el lujo estéril de una oligarquía
inexistente, ni iba a parar a los bolsillos de los intermediarios, ni a las
manos brujas de los prestamistas, ni al rubro ganancias que el Imperio
británico nutría con los servicios de fletes y seguros. La esponja imperialista
no absorbía la riqueza que el país producía.
El 98 por ciento del territorio paraguayo
era de propiedad pública: el Estado cedía a los campesinos la explotación de
las parcelas a cambio de la obligación de poblarlas y cultivadas en forma
permanente y sin el derecho de venderlas. Había, además; sesenta y cuatro
estancias de la patria, haciendas que el Estado administraba directamente. Las
obras de riego, represas y canales, y los nuevos puentes y caminos contribuían
en grado importante a la elevación de la productividad agrícola. Se rescató la
tradición indígena de las dos cosechas anuales, que había sido abandonada por
los conquistadores. El aliento vivo de las tradiciones jesuitas facilitaba, sin
duda, todo este proceso creador[9].
El Estado paraguayo practicaba un celoso
proteccionismo, muy reforzado en 1864, sobre la industria nacional y el mercado
interno; los ríos interiores no estaban abiertos a las naves británicas que
bombardeaban con manufacturas de Manchester y de Liverpool a todo el resto de
América Latina. El comercio inglés no disimulaba su inquietud, no sólo porque
resultaba invulnerable aquel último foco de resistencia nacional en el corazón
del continente, sino también, y sobre todo, por la fuerza de ejemplo que la
experiencia paraguaya irradiaba peligrosamente hacia los vecinos. El país más
progresista de América Latina construiría su futuro sin inversiones
extranjeras, sin empréstitos de la banca inglesa y sin las bendiciones del
comercio libre.
Pero a medida que Paraguay iba avanzando
en este proceso, se hacía más aguda su necesidad de romper la reclusión. El
desarrollo industrial requería contactos más intensos y directos con el mercado
internacional y las fuentes de la técnica avanzada. Paraguay estaba
objetivamente bloqueado entre Argentina y Brasil, y ambos países podían negar d
oxígeno a sus pulmones cerrándole, como lo hicieron Rivadavia y Rosas, las
bocas de los ríos, o fijando impuestos arbitrarios al tránsito de sus
mercancías.
Para sus vecinos, por otra parte, era una
imprescindible condición, a los fines de la consolidación del estado
oligárquico, terminar con el escándalo de aquel país que se bastaba a sí mismo
y no quería arrodillarse ante los mercaderes británicos.
El ministro inglés en Buenos Aires, Edward
Thornton, participó considerablemente en los preparativos de la guerra. En
vísperas del estallido, tomaba parte, como asesor del gobierno, en las
reuniones del gabinete argentino, sentándose aliado del presidente Bartolomé
Mitre. Ante su atenta mirada se urdió la trama de provocaciones y de engaños
que culminó con el acuerdo argentino-brasileño y selló la suerte de Paraguay.
Venancio Flores invadió Uruguay, en ancas de la intervención de los dos grandes
vecinos, y estableció en Montevideo, después de la matanza de Paysandú, su
gobierno adicto a Río de Janeiro y Buenos Aires. La Triple Alianza
estaba en funcionamiento.
El presidente paraguayo Solano López había
amenazado con la guerra si asaltaban Uruguay: sabía que así se estaba cerrando
la tenaza de hierro en torno a la garganta de su país acorralado por la
geografía y los enemigos. El historiador liberal Efraím Cardozo no tiene
inconveniente en sostener, sin embargo, que López se plantó frente a Brasil
simplemente porque estaba ofendido: el emperador le había negado la mano de una
de sus hijas. La guerra había nacido. Pero era obra de Mercurio, no de Cupido.
La prensa de Buenos Aires llamaba “Atila
de América” al presidente paraguayo López: “Hay que matarlo como a un reptil”,
clamaban los editoriales. En septiembre de 1864, Thornton envió a Londres un
extenso informe confidencial, fechado en Asunción. Describía a Paraguay como
Dante al infierno, pero ponía el acento donde correspondía: «Los derechos de
importación sobre casi todos los artículos son del 20 o 25 por ciento ad
valorem; pero como este valor se calcula sobre el precio corriente de los
artículos, el derecho que se paga alcanza frecuentemente del 40 al 45 por
ciento del precio de factura. Los derechos de exportación son del 10 al 20 por
ciento sobre el valor...» En abril de 1865, el Standard, diario inglés de Buenos
Aires, celebraba ya la declaración de guerra de Argentina contra Paraguay, cuyo
presidente «ha infringido todos los usos de las naciones civilizadas”, y
anunciaba que la espada del presidente argentino Mitre «llevará en su
victoriosa carrera, además del peso de glorias pasadas, el impulso irresistible
de la opinión pública en una causa justa». El tratado con Brasil y Uruguay se
firmó el 10 de mayo de 1865; sus términos draconianos fueron dados a la
publicidad un año más tarde, en el diario británico The Times, que lo obtuvo de
los banqueros acreedores de Argentina y Brasil. Los futuros vencedores se
repartían anticipadamente, en el tratado, los despojos del vencido: Argentina
se aseguraba todo el territorio de Misiones y el inmenso Chaco; Brasil devoraba
una extensión inmensa hacia el oeste de sus fronteras. A Uruguay, gobernado por
un títere de ambas potencias, no le tocaba nada. Mitre anunció que tomaría
Asunción en tres meses. Pero la guerra duró cinco años. Fue una carnicería,
ejecutada todo a lo largo de los fortines que defendían, tramo a tramo, el río
Paraguay. El «oprobioso tirano» Francisco Solano López encarnó heroicamente la
voluntad nacional de sobrevivir; el pueblo paraguayo, que no sufría la guerra
desde hacía medio siglo, se inmoló a su lado. Hombres, mujeres, niños y viejos:
todos se batieron como leones. Los prisioneros heridos se arrancaban las vendas
para que no los obligaran a pelear contra sus hermanos. En 1870, López, a la
cabeza de un ejército de espectros, ancianos y niños que se ponían barbas
postizas para impresionar desde lejos, se internó en la selva. Las tropas
invasoras asaltaron los escombros de Asunción con el cuchillo entre los
dientes; Cuando finalmente el presidente paraguayo fue asesinado a bala y a
lanza en la espesura del cerro Corá, alcanzó a decir: «Muero con mi patria! »,
y era verdad. Paraguay moría con él. Antes, López había hecho fusilar a su
hermano y a un obispo, que con él marchaban en aquella caravana de la muerte.
Los invasores venían para redimir al pueblo paraguayo: lo exterminaron.
Paraguay terna, al comienzo de la guerra, poco menos población que Argentina.
Sólo doscientos cincuenta mil paraguayos, menos de la sexta parte, sobrevivían
en 1870. Era el triunfo de la civilización. Los vencedores, arruinados por el
altísimo costo del crimen, quedaban en manos de los banqueros ingleses que
habían financiado la aventura. El imperio esclavista de Pedro II, cuyas tropas
se nutrían de esclavos y presos, ganó, no obstante, territorios, más de sesenta
mil kilómetros cuadrados, y también mano de obra, porque muchos prisioneros
paraguayos marcharon a trabajar en los cafetales paulistas con la marca de
hierro de la esclavitud.
Brasil había cumplido con la función que
el Imperio británico le había adjudicado desde los tiempos en que los ingleses
trasladaron el trono portugués a Río de Janeiro. A principios del siglo XIX,
habían sido claras las instrucciones de Canning al embajador, Lord Strangford:
“Hacer del Brasil un emporio para las manufacturas británicas destinadas al
consumo de toda la América
del Sur”. Poco antes de lanzarse a la guerra, el presidente de Argentina había
inaugurado una nueva línea de ferrocarriles británicos en su país, y había
pronunciado un inflamado discurso: “¿ Cuál es la fuerza que impulsa este
progreso? Señores: ¡es el capital inglés!”. Del Paraguay derrotado no sólo
desapareció la población: también las tarifas aduaneras, los hornos de
fundición, los ríos clausurados al libre comercio, la independencia económica y
vastas zonas de su territorio. Los vencedores implantaron, dentro de las
fronteras reducidas por el despojo, el librecambio y el latifundio. Todo fue
saqueado y todo fue vendido: las tierras y los bosques, las minas, los
yerbales, los edificios de las escuelas. Sucesivos gobiernos títeres serían
instalados, en Asunción, por las fuerzas extranjeras de ocupación. No bien
terminó la guerra, sobre las ruinas todavía humeantes de Paraguay cayó el
primer empréstito extranjero de su historia. Era británico, por supuesto. Su
valor nominal alcanzaba el millón de libras esterlinas, pero a Paraguay llegó
bastante menos de la mitad; en los años siguientes, las refinanciaciones
elevaron la deuda a más de tres millones. La Guerra del Opio había terminado, en 1842, cuando
se firmó en Nanking el tratado de libre comercio que aseguró a los comerciantes
británicos el derecho de introducir libremente la droga en el territorio chino.
También la libertad de comercio fue garantizada por Paraguay después de la
derrota. Se abandonaron los cultivos de algodón, y Manchester arruinó la
producción textil; la industria nacional no resucitó nunca.
El Partido Colorado, que hoy gobierna a
Paraguay, especula alegremente con la memoria de los héroes, pero ostenta al
pie de su acta de fundación la firma de veintidós traidores al mariscal Solano
López, «legionarios» al servicio de las tropas brasileñas de ocupación. El
dictador Alfredo Stroessner, que ha convertido al Paraguay en un gran campo de
concentración desde hace quince años, hizo su especialización militar en
Brasil, y los generales brasileños lo devolvieron a su país con altas
calificaciones y encendidos elogios: «Es digno de gran futuro...» Durante su
reinado, Stroessner desplazó a los intereses anglo argentinos dominantes en
Paraguay durante las Última décadas, en beneficio de Brasil y sus dueños
norteamericanos. Desde 1870, Brasil y Argentina, que liberaron a Paraguay para
comérselo a dos bocas, se alternan en el
usufructo de los despojos del país derrotado, pero sufren, a su vez, d imperialismo
de logran potencia de turno. Paraguay padece, al mismo tiempo, el imperialismo
y el subimperialismo. Antes el Imperio
británico constituía d eslabón mayor de la cadena de las dependencias
sucesivas. Actualmente, los Estados Unidos, que no ignoran la importancia
geopolítica de este país enclavado en d centro de América del Sur, mantienen en
suelo paraguayo asesores innumerables que adiestran y orientan a las fuerzas
armadas, cocinan los planes económicos, reestructuran la universidad a su
antojo, inventan un nuevo esquema político democrático para d país y retribuyen
con préstamos onerosos los buenos servicios del régimen[11].
Pero Paraguay es también colonia de
colonias. Utilizando la reforma agraria como pretexto, el gobierno de
Stroessner derogó, haciéndose e l distraído, la disposición legal que prohibía
la venta a extranjeros de tierras en zonas de frontera seca, y hoy hasta los
territorios fiscales han caído en manos de los latifundistas brasileños del
café. La onda invasora atraviesa el no Paraná con la complicidad del presidente,
asociado a los terratenientes que hablan portugués. Llegué a la movediza
frontera del nordeste de Paraguay con billetes que tenían estampado el rostro
del vencido mariscal Solano López, pero allí encontré que sólo tienen valor los
que lucen la efigie del victorioso emperador Pedro II. El resultado de la Guerra de la Triple Alianza
cobra, transcurrido un siglo, ardiente actualidad. Los guardas brasileños
exigen pasaporte a los ciudadanos paraguayos para circular por su propio país;
son brasileñas las banderas y las iglesias. La piratería de tierra abarca
también los saltos del Guayrá, la mayor fuente potencial de energía en toda
América Latina, que hoy se llaman, en portugués, Sete Quedas, y la zona del
Itaipú, donde Brasil construirá la mayor central hidroeléctrica del mundo.
El subimperialismo o imperialismo de
segundo grado, se expresa de mil maneras. Cuando el presidente Johnson decidió
sumergir en sangre a los dominicanos, en 1965, Stroessner envió soldados
paraguayos a Santo Domingo, para que colaboraran en la faena. El batallón se
llamó, broma siniestra, «Mariscal Solano López». Los paraguayos actuaron a las
órdenes de un general brasileño, porque fue Brasil quien recibió los honores de
la traición: el general Panasco Alvim encabezó las tropas latinoamericanas
cómplices en la matanza. De la misma manera, podrían citarse otros ejemplos.
Paraguay otorgó a Brasil una concesión petrolera en su territorio, pero el
negocio de la distribución de combustibles y la petroquímica están, en Brasil,
en manos norteamericanas. La
Misión Cultural Brasileña es dueña de la Facultad de Filosofía y
Pedagogía de la universidad paraguaya, pero los norteamericanos manejan ahora a
las universidades de Brasil. El estado mayor del ejército paraguayo no sólo
recibe la asesoría de los técnicos del Pentágono, sino también de generales
brasileños que a su vez responden al Pentágono como el eco a la voz. Por la vía
abierta del contrabando, los productos industriales de Brasil invaden el
mercado paraguayo, pero muchas de las fábricas que los producen en Sao Paulo
son, desde la avalancha desnacionalizadora de estos últimos años, propiedad de
las corporaciones multinacionales.
Stroessner se considera heredero de los
López. El Paraguay de hace un siglo ¿puede ser impunemente cotejado con el Paraguay
de ahora, emporio del contrabando en la cuenca del Plata y reino de la
corrupción institucionalizada? En un acto político donde el partido de gobierno
reivindicaba a la vez, entre vítores y aplausos, a uno y otro Paraguay, un
muchachito vendía, bandeja al pecho, cigarrillos de contrabando: la fervorosa
concurrencia pitaba nerviosamente Kent, Marlboro, Camel y Benson & Hedges.
En Asunción, la escasa clase media bebe whisky Ballantine's en vez de tomar
caña paraguaya. Uno descubre los últimos modelos de los más lujosos automóviles
fabricados en Estados Unidos o Europa, traídos al país de contrabando o previo
pago de menguados impuestos, al mismo tiempo que se ven, por las calles, carros
tirados por bueyes que acarrean lentamente los frutos al mercado: la tierra se
trabaja con arados de madera y los taxímetros son Impalas. Stroessner dice que
el contrabando es «el precio de la paz»: los generales se llenan los bolsillos
y no conspiran. La industria, por supuesto, agoniza antes de crecer. El Estado
ni siquiera cumple con el decreto que manda preferir los productos de las
fábricas nacionales en las adquisiciones públicas. Los únicos triunfos que el
gobierno exhibe, orgulloso, en la materia, son las plantas de Coca Cola, Crush
y Pepsi Cola, instaladas desde fines de 1966 como contribución norteamericana
al progreso del pueblo paraguayo. El Estado manifiesta que sólo intervendrá
directamente en la creación de empresas «cuando el sector privado no demuestre
interés, y el Banco Central comunica al Fondo Monetario Internacional que «ha
decidido implantar un régimen de mercado libre de cambios y abolir las
restricciones al comercio y a las transacciones en divisas»; un folleto editado
por el Ministerio de Industria y Comercio advierte a los inversores que el país
otorga “concesiones especiales para el capital extranjero” Se exime a las
empresas extranjeras del pago de impuestos y de derechos aduaneros, «para crear
un clima propicio para las inversiones». Un año después de instalarse en
Asunción, el National City Bank de Nueva York recupera íntegramente el capital
invertido. La banca extranjera, dueña del ahorro interno, proporciona a
Paraguay créditos externos que acentúan su deformación económica e hipotecan
aún más su soberanía.
En el campo, el uno y medio por ciento de
los propietarios dispone del noventa por ciento de las tierras explotadas, y se
cultiva menos del dos por ciento de la superficie total del país. El plan
oficial de colonización en el triángulo de Caaguazú ofrece a los campesinos
hambrientos más tumbas que prosperidades[12].
Los hornos de la fundición de Ibycuí,
donde se forjaron los cañones que defendieron a la patria invadida, se erguían
en un paraje que ahora se llama «Mina-cué» -que en guaraní significa “Fue
mina”.
Allí, entre pantanos y mosquitos, junto a
los restos de un muro derruido, yace todavía la base de la chimenea que los
invasores volaron, hace un siglo, con dinamita, y pueden verse los pedazos de
hierro podrido de las instalaciones deshechas. Viven, en la zona, unos pocos
campesinos en harapos, que ni siquiera saben cuál fue la guerra que destruyó
todo eso. Sin embargo, ellos dicen que en ciertas noches se escuchan, allí,
voces de máquinas y truenos de martillos, estampidos de cañones y alaridos de
soldados.
LOS EMPRÉSTITOS Y LOS FERROCARRILES EN LA DEFORMACIÓN ECONÓMICA
DE AMÉRICA LATINA
El vizconde Chateaubriand, ministro de
asuntos extranjeros de Francia bajo el reinado de Luis XVIII, escribía con
despecho y, presumiblemente, con buena base de información: «En el momento de
la emancipación, las colonias españolas se volvieron una especie de colonias
inglesas». Citaba algunos números. Decía que entre 1822 y 1826 Inglaterra había
proporcionado diez empréstitos a las colonias españolas liberadas, por un valor
nominal de cerca de veintiún millones de libras esterlinas, pero que, una vez
deducidos los intereses y las comisiones de los intermediarios, el desembolso
real que había llegado a tierras de América apenas alcanzaba los siete millones.
Al mismo tiempo, se habían creado en Londres más de cuarenta sociedades
anónimas para explotar los recursos naturales -minas, agricultura- de América
Latina y para instalar empresas de servicios públicos. Los bancos brotaban como
hongos en suelo británico: en un solo año, 1836, se fundaron cuarenta y ocho.
Aparecieron los ferrocarriles ingleses en Panamá, hacia la mitad del siglo, y
la primera línea de tranvías fue inaugurada en 1868 por una empresa británica
en la ciudad brasileña de Recife, mientras la banca de Inglaterra financiaba
directamente a las tesorerías de los gobiernos SI. Los bonos públicos
latinoamericanos circulaban activamente, con sus crisis y sus auges, en el
mercado financiero inglés. Los servicios públicos estaban en manos británicas;
los nuevos estados nacían desbordados por los gastos militares y debían hacer
frente, además, al déficit de los pagos externos. El comercio libre implicaba
un frenético aumento de las importaciones, sobre todo de las importaciones de
lujo, y para que una minoría pudiera vivir a la moda los gobiernos contraían
empréstitos que a su vez generaban la necesidad de nuevos empréstitos: los
países hipotecaban de antemano su destino, enajenaban la libertad económica y
la soberanía política. El mismo proceso se daba -y se sigue dando en nuestros
días, aunque ahora los acreedores son otros y otros los mecanismos- en toda
América Latina, con la excepción, aniquilada, de Paraguay. El financiamiento
externo se hacía, como la morfina, imprescindible. Se abrían agujeros para tapar
agujeros. El deterioro de los términos comerciales del intercambio no es
tampoco un fenómeno exclusivo de nuestros días: según Celso Furtado , los
precios de las exportaciones brasileñas entre 1821 y 1830 y entre 1841 y 1850
bajaron casi a la mitad, mientras los precios de las importaciones extranjeras
permanecían estables: las vulnerables economías latinoamericanas compensaban la
caída con empréstitos. «Las finanzas de estos jóvenes estados –escribe Schnerb-
no están saneadas... Se hace preciso recurrir a la inflación, que produce la
depreciación de la moneda, y a los empréstitos onerosos.
La historia de estas repúblicas es, en
cierto modo, la de sus obligaciones económicas contraídas con el absorbente
mundo de las finanzas europeas». Las bancarrotas, las suspensiones de pagos y
las refinanciaciones desesperadas eran, en efecto, frecuentes. Las libras
esterlinas se escurrían como el agua por entre los dedos de la mano. Del
empréstito de un millón de libras concertado por el gobierno de Buenos Aires, en
1824, ante la casa Baring Brothers, la Argentina recibió nada más que 570 mil, pero no
en oro, como rezaba el convenio, sino en papeles. El préstamo consistió en el
envío de órdenes de pago para los comerciantes ingleses radicados en Buenos
Aires, y ellos no disponían de oro para entregarlo al país porque su misión
consistía, justamente, en enviar a Londres cuanto metal precioso le pasara
cerca de los ojos. Se cobraron, pues, letras, pero hubo que pagar, eso si, oro
reluciente: casi a principios de nuestro siglo, Argentina canceló esta deuda,
que se había hinchado, a lo largo de las sucesivas refinanciaciones, hasta los
cuatro millones de libras. La provincia de Buenos Aires había quedado
hipotecada en su totalidad -todas sus rentas, todas sus tierras públicas-- en
garantía del pago. Decía el ministro de Hacienda, en la época en que se
contrató el empréstito: «No estamos en circunstancias de tomar medidas contra
el comercio extranjero, particularmente inglés, porque hallándonos empeñados en
grandes deudas con aquella nación, nos exponemos a un rompimiento que causaría
grandes males... » La utilización de la deuda como un instrumento de chantaje
no es, como se ve, una invención norteamericana reciente.
Las operaciones agiotistas encarcelaban a
los países libres. A mediados del siglo XIX, el servicio de la deuda externa
absorbía ya casi el cuarenta por ciento del presupuesto de Brasil, y el
panorama resultaba semejante por todas partes. Los ferrocarriles también
formaban parte decisiva de la jaula de hierro de la dependencia: extendieron la
influencia imperialista, ya en plena época del capitalismo de los monopolios,
hasta las retaguardias de las economías coloniales.
Muchos de los empréstitos se destinaban a
financiar ferrocarriles para facilitar el embarque al exterior de los minerales
y los alimentos. Las vías férreas no constituían una red destinada a unir a las
diversas regiones interiores entre sí, sino que conectaban los centros de
producción con los puertos. El diseño coincide todavía con los dedos de una
mano abierta: de esta manera, los ferrocarriles, tantas veces saludados como
adalides del progreso, impedían la formación y el desarrollo del mercado
interno. También lo hacían de otras maneras, sobre todo por medio de una
política de tarifas puesta al servicio de la hegemonía británica. Los fletes de
los productos elaborados en el interior argentino resultaban, por ejemplo,
mucho más caros que los fletes de los productos enviados en bruto. Las tarifas
ferroviarias se descargaban como una maldición que hacía imposible fabricar
cigarrillos en las comarcas del tabaco, hilar y tejer en los centros laneros, o
elaborar las maderas en las zonas boscosas. El ferrocarril argentino
desarrolló; es cierto, la industria forestal en Santiago del Estero, pero con
tales consecuencias que un autor santiagueño llega a decir: «Ojalá Santiago no
hubiera tenido nunca un árbol». Los durmientes de las vías se hacían de madera
y el carbón vegetal servía de combustible; el obraje maderero, creado por el
ferrocarril, desintegró los núcleos rurales de población, destruyó la
agricultura y la ganadería al arrasar las pasturas y los bosques de abrigo,
esclavizó en la selva a varias generaciones de santiagueños y provocó la
despoblación.
El éxodo en masa no ha cesado, y hoy
Santiago del Estero es una de las provincias más pobres de Argentina. La
utilización del petróleo como combustible ferroviario sumergió a la región en
una honda crisis. No fueron capitales ingleses los que tendieron las primeras
vías en Argentina, Brasil, Chile, Guatemala, México y Uruguay. Tampoco en
Paraguay, como hemos visto, pero los ferrocarriles construidos por el Estado
paraguayo con el aporte de técnicos europeos por él contratados pasaron a manos
inglesas después de la derrota. Idéntico destino tuvieron las vías férreas y
los trenes de los demás países, sin que se produjera el desembolso de un solo
centavo de inversión nueva; por añadidura, el Estado se preocupó de asegurar a
las empresas, por contrato, un nivel mínimo de ganancias, para evitarles
posibles sorpresas desagradables.
Muchas décadas después, al término de la
segunda guerra mundial, cuando ya los ferrocarriles no rendían dividendos y
habían caído en relativo desuso, la administración pública los recuperó. Casi
todos los estados compraron a los ingleses los fierros viejos y nacionalizaron,
así, las pérdidas de las empresas. En la época del auge ferroviario, las
empresas británicas habían obtenido, a menudo, considerables concesiones de
tierras a cada lado de las vías, además de las propias líneas férreas y el
derecho de construir nuevos ramales.
Las tierras constituían un estupendo
negocio adicional: el fabuloso regalo otorgado en 1911 a la Brazil Railway
determinó el incendio de innumerables cabañas y la expulsión o la muerte de las
familias campesinas asentadas en el área de la concesión.
Este fue el gatillo que disparó la
rebelión del Contestada, una de las más intensas páginas de furia popular de
toda la historia de Brasil.
PROTECCIONISMO y LIBRECAMBIO EN ESTADOS
UNIDOS: EL ÉXITO NO FUE LA
OBRA DE UNA MANO INVISIBLE
En 1865, mientras la Triple Alianza
anunciaba la próxima destrucción de Paraguay, el general Ulises Grant
celebraba, en Appomatox, la rendición del general Robert Lee. La Guerra de Secesión concluía
con la victoria de los centros industriales del norte, proteccionistas a carta
cabal, sobre los plantadores librecambistas de algodón y tabaco en el sur. La
guerra que sellaría el destina colonial de América Latina nacía al mismo tiempo
que concluía la guerra que hizo posible la consolidación de los Estados Unidos
como potencial mundial. Convertido poco después en presidente de los Estados
Unidos, Grant afirmó: «Durante siglos Inglaterra ha confiado en la protección,
la ha llevado hasta sus extremos y ha obtenido de ello resultados satisfactorios.
No cabe duda que debe su fuerza presente a este sistema. Después de dos siglos,
Inglaterra ha encontrado conveniente adoptar el comercio libre porque piensa
que ya la protección no puede ofrecerle nada. Muy bien, entonces, caballeros,
mi conocimiento de mi país me conduce a creer que dentro de doscientos años,
cuando América haya obtenido de la protección todo lo que la protección puede
ofrecer, adoptará también el libre comercio».
Dos siglos y medio antes, el adolescente
capitalismo inglés había trasladado, a las colonias del norte de América, sus
hombres, sus capitales, sus formas de vida y sus impulsos y proyectos. Las
trece colonias, válvulas de salida para la población europea excedente,
aprovecharon rápidamente el handicap que les daba la pobreza de su suelo y su
subsuelo, y generaron, desde temprano, una conciencia industrializadora que la
metrópoli dejó crecer sin mayores problemas. En 1631, los recién llegados
colonos de Boston echaron al mar una balandra de treinta toneladas, Blessing of
the Bay, construida por ellos, y desde entonces la industria naviera cobró un
asombroso impulso. El roble blanco, abundante en los bosques, daba buena madera
para las planchas profundas y las armazones interiores de los barcos; de pino
se hacían la cubierta, los baupreses y los mástiles. Massachusetts otorgaba
subvenciones a la producción del cáñamo para los cordeles y las sogas y también
estimulaba la fabricación local de las lonas y los velámenes. Al norte y al sur
de Boston, los prósperos astilleros cubrieron las costas. Los gobiernos de las
colonias otorgaban subvenciones y premios a las manufacturas de todo tipo. Se
promovía, con incentivos, el cultivo del lino y la producción de lana, materias
primas para los tejidos de hilo crudo
que, si bien no resultaban demasiado
elegantes, eran resistentes y eran nacionales. Para explotar los yacimientos de
hierro de Lyn, surgió el primer horno de fundición en 1643; al poco tiempo, ya
Massachussets abastecía de hierro a toda la región. Como los estímulos a la
producción textil no parecían suficientes, esta colonia optó por la coacción:
en 1655, dictó una ley que ordenaba que cada familia tuviese, bajo la amenaza
de penas graves, por lo menos un hilandero en continua e intensa actividad.
Cada condado de Virginia estaba obligado, en esa misma época, a seleccionar
niños para instruirlos en la manufactura textil. Al mismo tiempo, se prohibía
la exportación de los cueros, para que se convirtieran, fronteras adentro, en
botas, correas y monturas.
«Las desventajas con que tiene que luchar
la industria colonial proceden de cualquier parte menos de la política colonial
inglesa», dice Kirkland. Por el contrario, las dificultades de comunicación
hacían que la legislación prohibitiva perdiera casi toda su fuerza -tres mil
millas de distancia, y favorecían la tendencia al autoabastecimiento. Las
colonias del norte no enviaban a Inglaterra plata ni oro ni azúcar, y en cambio
sus necesidades de consumo provocaban un exceso de importaciones que era
preciso contrarrestar de alguna manera. No eran intensas las relaciones
comerciales a través del mar; resultaba
imprescindible desarrollar las manufacturas locales para sobrevivir. En el
siglo XVIII, Inglaterra prestaba todavía tan escasa atención a sus colonias del
norte, que no impedía que se transfirieran a sus talleres las técnicas
metropolitanas más avanzadas, en un proceso real que desmentía las
prohibiciones de papel del pacto colonial.
Este no era el caso, por cierto, de las
colonias latinoamericanas, que proporcionaban el aire, el agua y la sal al
capitalismo ascendente en Europa, y podían nutrir con largueza el consumo
lujoso de sus clases dominantes importando desde ultramar las manufacturas más
finas y más caras. Las únicas actividades expansivas eran, en América Latina,
las que se orientaban a la exportación; así fue también en los siglos
siguientes: los intereses económicos y políticos de la burguesía minera o
terrateniente no coincidían nunca con la necesidad de un desarrollo económico
hacia dentro, y los comerciantes no estaban ligados al Nuevo Mundo en mayor
medida que a los mercados extranjeros de los metales y alimentos que vendían y
a las fuentes extranjeras de los articulas manufacturados que compraban.
Cuando declaró su independencia, la
población norteamericana equivalía, en cantidad, a la de Brasil. La metrópoli
portuguesa, tan subdesarrollada como la española, exportaba su subdesarrollo a
la colonia. La economía brasileña había sido instrumentalizada en provecho de
Inglaterra, para abastecer sus necesidades de oro todo a lo largo del siglo
XVIII. La estructura de clases de la colonia reflejaba esta función proveedora.
La clase dominante de Brasil no estaba formada, a diferencia de la de los
Estados Unidos, por los granjeros, los fabricantes emprendedores y los
comerciantes internos. Los principales intérpretes de los ideales de las clases
dominantes en ambos países, Alexander Hamilton y el Vizconde de Cairú, expresan
claramente la diferencia entre una y otra. Ambos habían sido discípulos, en
Inglaterra, de Adam Smith. Sin embargo, mientras Hamilton se había transformado
en un paladín de la industrialización y promovía el estimulo y la protección
del Estado a la manufactura nacional, Cairú creía en la mano invisible que
opera en la magia del liberalismo: dejad hacer, dejad pasar, dejad vender.
Mientras moña el siglo XVIII los Estados
Unidos contaban ya con la. segunda flota mercante del mundo, íntegramente
formada con barcos construidos en los astilleros nacionales, y las fábricas
textiles y siderúrgicas estaban en pleno y pujante crecimiento. Poco tiempo
después nació la industria de maquinarias: las fábricas no necesitaban comprar
en el extranjero sus bienes de capital. Los fervorosos puritanos del Mayflower
habían echado, en las campiñas de Nueva Inglaterra, las bases de una nación;
sobre el litoral de bahías profundas, a lo largo de los grandes estuarios, una
burguesía industrial había prosperado sin detenerse. El tráfico comercial con
las Antillas, que incluía la venta de esclavos africanos, desempeñó, como hemos
visto en otro capítulo, una función capital en este sentido, pero la hazaña
norteamericana no tendría explicación si no hubiera sido animada, desde el
principio, por el más ardiente de los nacionalismos. George Washington lo había
aconsejado en su mensaje de adiós: los Estados Unidos debían seguir una ruta
solitaria. Emerson proclamaba en 1837: «Hemos escuchado durante demasiado
tiempo a las música refinadas de Europa. Nosotros marcharemos sobre nuestros
propios pies, trabajaremos con nuestras propias manos, hablaremos según
nuestras propias convicciones».
Los fondos públicos ampliaban las
dimensiones del mercado interno. El Estado tendía caminos y vías férreas,
construía puentes y canales[13]. A
mediados de siglo, el estado de Pennsylvania participaba en la gestión de más de
ciento cincuenta empresas de economía mixta, además de administrar los cien
millones de dólares invertidos en las empresas públicas. Las operaciones
militares de conquista, que arrebataron a México más de la mitad de su
superficie, también contribuyeron en gran medida al progreso del país. El
Estado no participaba del desarrollo solamente a través de las inversiones de
capital y los gastos militares orientados a la expansión; en el norte, había
empezado a aplicar, además, un celoso proteccionismo aduanero. Los
terratenientes del sur eran, al contrario, librecambistas. La producción de
algodón se duplicaba cada diez años, y si bien proporcionaba grandes ingresos
comerciales a la nación entera y alimentaba los telares modernos de
Massachusetts, dependía sobre todo de los mercados europeos. La aristocracia
sureña estaba vinculada en primer término al mercado mundial, al estilo
latinoamericano; del trabajo de sus esclavos provenía el ochenta por ciento del
algodón que usaban las hilanderías europeas. Cuando el norte sumó la abolición
de la esclavitud al proteccionismo industrial, la contradicción hizo eclosión
en la guerra.
El norte y el sur enfrentaban dos mundos
en verdad opuestos, dos tiempos históricos diferentes, dos antagónicas
concepciones del destino nacional. El siglo XX ganó esta guerra al siglo XIX:
Que todo hombre libre cante...
El viejo Rey Algodón está muerto y
enterrado,
clamaba un poeta del ejército victorioso.
A partir de la derrota del general Lee, adquirieron un valor sagrado los
aranceles aduaneros, que se habían elevado durante el conflicto como un medio
para conseguir recursos y quedaron en pie para proteger a la industria
vencedora. En 1890, el Congreso votó la llamada tarifa McKinley, ultra
proteccionista, y la ley Dingley elevó nuevamente los derechos de aduana en
1897. Poco después, los países desarrollados de Europa se vieron a su vez
obligados a tender barreras aduaneras ante la irrupción de las manufacturas
norteamericanas peligrosamente competitivas. La palabra trust había sido pronunciada
por primera vez en 1882; el petróleo, el acero, los alimentos, los
ferrocarriles y el tabaco estaban en manos de los monopolios, que avanzaban con
botas de siete leguas[14].
Antes de la Guerra de Secesión, el
general Grant había participado en el despojo de México. Después de la Guerra de Secesión, el
general Grant fue un presidente con ideas proteccionistas. Todo formaba parte
del mismo proceso de afirmación nacional. La industria del norte conducía la
historia y, ya dueña del poder político, cuidaba desde el Estado la buena salud
de sus intereses dominantes. La frontera agrícola volaba hacia el oeste y hacia
el sur, a costa de los indios y los mexicanos, pero a su paso no iba
extendiendo latifundios, sino que sembraba de pequeños propietarios los nuevos
espacios abiertos. La tierra de promisión no sólo atraía a los campesinos
europeos; los maestros artesanos de los oficios más diversos y los obreros
especializados en mecánica, metalurgia y siderurgia, también llegaron desde
Europa para fecundar la intensa industrialización norteamericana. A fines del
siglo pasado, los Estados Unidos eran ya la primera potencia industrial del
planeta; en treinta años, desde la guerra civil, las fábricas habían
multiplicado por siete su capacidad de producción. El volumen norteamericano de
carbón equivalía ya al de Inglaterra, y el de acero lo duplicaba; las vías
férreas eran nueve veces más extensas. El centro del universo capitalista
empezaba a cambiar de sitio.
Como Inglaterra, Estados Unidos también
exportará, a partir de la segunda guerra mundial, la doctrina del libre cambio,
el comercio libre y la libre competencia, pero para el consumo ajeno. El
Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial nacerán juntos para negar, a
los países subdesarrollados, el derecho de proteger sus industrias nacionales,
y para desalentar en ellos la acción del Estado. Se atribuirán propiedades
curativas infalibles a la iniciativa privada. Sin embargo, los Estados Unidos
no abandonarán una política económica que continúa siendo, en la actualidad,
rigurosamente proteccionista, y que por cierto presta buen oído a las voces de
la propia historia: en el norte, nunca confundieron la enfermedad con el
remedio.
[1] Este economista alemán,
nacido en 1789, propagó en los Estados Unidos y en su propia patria la doctrina
del proteccionismo aduanero y el fomento industrial. Se suicidó en 1846, pero
sus ideas se impusieron en ambos países.
[2] “Nada de extraño tiene que
los libremercadistas sean incapaces de comprender cómo un país puede
enriquecerse a costa de otro, pues estos mismos señores tampoco quieren
comprender cómo en el interior de un país una clase puede enriquecerse a costa
de otra”. Karl Marx, Discurso sobre el libre cambio, en Miseria de la
filosofía, Moscú, s.f.
[3] En el tomo III de la citada colección de
documentos del Banco Nacional de Comercio Exterior se transcriben varios
alegatos proteccionistas publicados en El Siglo XIX a fines de 1850:
«Pasada ya la conquista de la civilización española con sus tres asilos de dominación
militar, entró México en una nueva era, que también puede llamarse de
conquista, pero científica y mercantil... Su potencia son los buques mercantes;
su predicación es la absoluta libertad económica; su nortina poderosísima con
los pueblos menos adelantados es la ley de la reciprocidad... “Llevad a Europa
–se nos dijo- cuantas manufacturas podáis (excepto, sin embargo, las que
nosotros prohibimos); y en recompensa permitid que traigamos cuantas
manufactura podamos, aunque arruinando vuestras artes .. Adoptemos las
doctrinas que ellos [nuestros señores del otro lado del océano y del río Bravo]
dan y no toman y nuestro erario crecerá un poco, si le quiere..., pero no será
fomentando el trabajo del pueblo mexicano, sino el de los pueblos inglés y francés,
suizo y de Norteamérica».
[4] La montonera “nace en escampado como los
remolinos. Arremete, brama y troza como los remolinos, y se detiene, repentina,
y muere como ellos” (Dardo de la
Vega Díaz , La
Rioja heroica, Mendoza, 1955).
José Hernández, que fue soldado de la causa federal, cant6 en el
Martin Fierro, el más popular de los libros argentinos, las desdichas del
gaucho desterrado de su querencia y perseguido por la autoridad:
Vive el águila en su nido,
el tigre vive en la selva,
el zorro en la cueva ajena,
y en su destino inconstante,
sólo el gaucho vive errante
donde la suerte lo lleva.
Porque:
Para él son los calabozos,
para él las duras prisiones,
en su boca no hay razones
aunque la razón le sobre,
que son campanas de palo
las razones de los pobres
Jorge Abelardo Ramos observa (Revolución y contrarrevolución en la Argentina , Buenos Aires,
1965) que los dos apellidos verdaderos que aparecen en el Martín Fierro son los
de Anchorena y Gaínza, nombres representativos de la oligarquía que exterminó
al criollaje en armas, y en nuestros días ambos se han fundido en la familia
propietaria del diario La
Prensa.
Ricardo Güiraldes mostró en Don Segundo Sombra (Buenos Aires,
1939) la contracara del Martín Fierro: el gaucho domesticado, atado al jornal,
adulón del amo, de buen uso para el folklore nostalgioso y la lástima.
[5] Rodolfo
Ortega Peña y Eduardo Luis Duhalde, Felipe Varela contra el Imperio
Británico, Buenos Aires, 1966. En 1870, también caía bañado en sangre por la invasión
extranjera Paraguay, único Estado latinoamericano que no había entrado en la
prisión imperialista.
[6] José
Rivera Indarte realizó, en sus célebres Tablas de sangre, un inventario
de los crímenes de Rosas, para estremecer la sensibilidad europea. Según el
Atlas de Londres, la casa bancaria inglesa de Samud Lafone pag6 al escritor un
penique por muerto. Rosas había prohibido la exportación de oro y plata, duro
golpe al Imperio, y había disuelto el Banco Nacional, que era un instrumento
del comercio británico. John F. Cady, La intervención extranjera en el Río de La Plata , Buenos Aires, 1943.
[7] Discurso
de Gervasio A. de Posadas. Citado por Dardo Cúneo, Comportamiento y crisis de
la clase empresaria, Buenos Aires, 1967. En 1876, el ministro de Hacienda dijo
en el Congreso: “...No debemos poner un derecho exagerado que haga imposible la
introducción del calzado, de una manera que mientras cuatro remendones aquí
florecen, mil fabricantes de calzado extranjero no pueden vender un solo par de
zapatos.
[8] Francia
integra, como uno de los ejemplares muy honrosos el bestiario de la historia
oficial. Las deformaciones ópticas impuestas por el liberalismo no son un
privilegio de las clases dominantes en América Latina; muchos intelectuales de
izquierda, que suelen asomarse con lentes ajenos a la historia de nuestros
países, también comparten ciertos mitos de la derecha, sus canonizaciones y sus
excomuniones. El Canto general, de Pablo Neruda (Buenos Aires, 19"),
espléndido homenaje poético a los pueblos latinoamericanos, exhibe claramente
esta desubicación. Neruda ignora a Artigas y a Carlos Antonio y Francisco
Solano López; en cambio, se identifica con Sarmiento. A Francia lo califica de
“rey leproso, rodeado por la extensión de los yerbales”, que “cerró el Paraguay
como un nido / de su majestad y “amarro / tortura y barro a las fronteras”. Con
Rosas no es más amable: clama contra los “puñales, carcajadas de mazorca /
sobre el martirio de una «Argentina robada a culatazos / en el vapor del alba,
castigada / hasta sangrar y enloquecer, vacía, / cabalgada por agrios
capataces”.
[9] Los fanáticos monjes de la Compañía de Jesús,
“guardia negra del Papa”, habían asumido la defensa del orden medieval ante las
nuevas fuerzas que irrumpían en el escenario histórico europeo. Pero en
Por Eduardo Galeano
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