Analizando la naturaleza de las
relaciones « metrópoli-satélite» a lo largo de la historia de América Latina
como una cadena de subordinaciones
sucesivas, André Gunder Frank ha destacado en una de sus obras, que las
regiones hoy día más signadas por el subdesarrollo y la pobreza son aquellas
que en el pasado han tenido lazos más estrechos con la metrópoli y han
disfrutado de períodos de auge. Son las regiones que fueron las mayores
productoras de bienes exportados hacia Europa o, posteriormente, hacia Estados
Unidos, y las fuentes más caudalosas de capital: regiones abandonadas por la
metrópoli cuando por una u otra razón los negocios decayeron. Potosí brinda el
ejemplo más claro de esta caída hacia el vacío.
Las minas de plata de Guanajuato y
Zacatecas, en México, vivieron su auge posteriormente. En los siglos XVI y XVII, el cerro
rico de Potosí fue el centro de la vida colonial americana: a su alrededor
giraban, de un modo u otro, la economía chilena, que le proporcionaba trigo,
carne seca, pieles y vinos; la ganadería y las artesanías de Córdoba y Tucumán,
que la abastecían de animales a tracción y de tejidos; las minas de mercurio de
Huancavelica y la región de Arica por donde se embarcaba la plata para Lima,
principal centro administrativo de la época. El siglo XVIII señala el
principio del fin de la economía de mala plata que tuvo su centro en Potosí;
sin embargo, en la época de la independencia, todavía la población del
territorio que hoy comprende Bolivia era superior a la que habitaba lo que hoy
es la Argentina.
Siglo y medio después, la población boliviana es casi seis
veces menor que la población Argentina.
Aquella sociedad potosina, enferma
de ostentación y despilfarro, solo dejó a Bolivia la vaga memoria de sus esplendores,
las ruinas de sus iglesias y palacios, y ocho millones de cadáveres de indios.
Cualquiera de los diamantes incrustados en el en escudo de un caballero rico
valía más, al fin y al cabo que lo que un indio podía ganar en toda su vida de mitayo, pero el caballero se
fugó con los diamantes, Bolivia, hoy uno de los países más pobres del mundo,
podría jactarse –si ello no le resultara patéticamente inútil- de haber nutrido
la riqueza de los países más ricos. En nuestros días, Potosí es una pobre
ciudad de la pobre Bolivia: « la ciudad que más ha dado al mundo y la que menos
tiene», como me dijo una vieja señora potosina, envuelta en un kilométrico chal
de lana de alpaca, cuando conversamos ante el patio andaluz de su casa de dos
siglos. Esta ciudad condenada a la nostalgia, atormentada por la miseria y el
frío, es todavía una herida abierta del sistema colonial en América: una
acusación. El mundo tendría que empezar por pedirle disculpas.
Se vive de los escombros. En 1640,
el padre Álvaro Alonso Barba publicó en Madrid, en la imprenta del reino, su
excelente tratado sobre el arte de los metales. El estaño, escribió, Barba, «es
veneno”. Mencionó cerros donde « hay mucho estaño, aunque lo conocen pocos, y
por no hallarle la plata que todos buscan, le echan por ahí». En Potosí se
explota ahora el estaño que los españoles arrojan a un lado como basura.
Se venden las paredes de las casas
viejas como estaño de buena ley. Desde las bocas delos cinco socavones que los
españoles abrieron en el cerro rico se ha chorreado la riqueza a lo largo de
los siglos. El cerro ha ido cambiando de color
a medida que los tiros de dinamita lo han ido vaciando y le han bajado
el nivel de la cumbre. Los montones de roca, acumulaba en torno de los
infinitos agujeros, tiene todos los colores: son rozados, lilas, púrpuras
ocres, grises, dorados, pardos. Una colcha de retazos. Los llamperos rompen
las la roca y las palliris indígenas, de mano sabia para pesar y
separar, picotean, como pajaritos, los restos de minerales en busca de estaño.
En los viejos socavones que no están inundados los mineros entran todavía, la lámpara
de carburo en una mano, encogidos los cuerpos, para arrancar lo que se pueda.
Plata no hay. Ni un relumbrón; los españoles barrían las vetas hasta con
escobillas. Los pallacos cavan a pico y a pala pequeños túneles para
extraer venenos de los despojos. El cerro es rico todavía – me decía sin
asombro un desocupado que arañaba la tierra con las manos-. Dios ha de ser, figúrese: el mineral
crece como su fuera planta, igual ». Frente al cerro rico de Potosí, se alza el
testigo de la devastación. Es un monte llamado
Huakajchi, que en quechua significa: « Cerro que ha llorado ». de sus
laderas brotan muchos manantiales de agua pura, los « ojos de agua » que dan de beber a los
mineros.
En sus épocas de auge al promediar
el siglo XVII, la cuidad había congregado a muchos pintores y
artesanos españoles o criollos o imagineros indígenas que imprimieran su sello
al arte colonial americano. Melchor Pérez de Holguín, el Greco de América, dejó
una vasta obra religiosa que a la vez delata el talento de su creador y el
aliento pagano de estas tierras: se hace difícil olvidar, por ejemplo a la espléndida
Virgen María que, con los brazos abiertos, da de mamar con un pecho al niño Jesús
y con el otro a San José. Los orfebres, los cinceladores de platería, los
maestros de repujado y los ebanistas, artífices del metal, la madera fina, el
yeso y los marfiles nobles, nutrieron las numerosas iglesias y monasterios de
Potosí con tallas y altares de infinitas
filigranas, relumbrantes de plata, y púlpitos y retablos valiosísimos.
Los frentes barrocos de los templos, trabajados en piedra, han resistido el
embate de los siglos, pero no ha ocurrido lo mismo con los cuadros, en muchos
casos mortalmente mordidos por la humedad, no con las figuras u objetos de poco
peso. Los turistas y los párrocos han vaciado las iglesias de cuanta cosa han
podido llevarse: desde los cálices y las campanas hasta las tallas de San
Francisco y Cristo en haya o fresno. Estas iglesias desvalijadas,
cerradas ya en su mayoría, se están viniendo abajo, aplastadas por los años. Es
una lástima, porque constituyen todavía, aunque hayan sido saqueadas,
formidables tesoros en pie de un arte colonial que funde y enciende todos los
estilos, valioso en el genio y en la herejía: el « signo escalonado » de
Tiahuanacu en lugar de la cruz y la cruz junto al sagrado sol y la sagrada
luna, las vírgenes y los santos con pelo natural, las uvas y las espigas
enroscadas en las columnas, hasta los capiteles junto con la kantuta, la
flor imperial de los incas; las sirenas, Baco y la fiesta de la vida alternando
con el ascetismo romántico, rostros morenos de algunas divinidades y las cariátides
de rasgos indígenas.
Hay iglesias que han sido reacondicionadas
para prestar, ya vacías de fieles, otros servicios. La iglesia de san Ambrosio
se ha convertido en el cine Omiste, en febrero de 1970, sobre los bajorrelieves
barrocos del frente se anunciaba el próximo estreno: « El munos está loco,
loco, loco». El templo de la
Compañía de Jesús se convirtió también en cine, después en
depósito de mercaderías de la empresa Grace y por último en almacén de víveres
para la caridad pública. Pero otras pocas iglesias están aún, mal que bien, en
actividad: hace por lo menos siglo y medio que los vecinos de Postosí queman
cirios a falta de dinero. La de San Francisco, por ejemplo. Dicen que la cruz
de esta iglesia crece algunos centímetros por año, y que también crece la barba
del Señor de la Vera Cruz ,
un imponente Cristo de plata y seda que apareció en Potosí, traído por nadie,
hace cuatro siglos. Los curas no niegan que cada determinado tiempo lo afeitan,
y le atribuyen, hasta por escrito, todos los milagros: conjuraciones sucesivas
de sequías y pestes, guerras en defensa de la ciudad acosada.
Sin embargo, nada pudo el Señor de
la Vera Cruz
contra la decadencia de Potosí. La extenuación de la plata había sido
interpretado como un castigo divino por las atrocidades y los pecados de los
mineros. Atrás quedaron las misas espectaculares; como los banquetes y las
corridas de toros, los bailes y los fuegos de artificio, el culto religioso a
todo lujo había sido también, al fin y al cabo, un subproducto del trabajo
esclavo de los indios. Los mineros hacían, en la época del esplendor, fabulosas
donaciones para las iglesias y los monasterios, y celebraban suntuosos oficios
fúnebres.
Llaves de plata pura para las
puertas del cielo: el mercader Álvaro Bajarano había ordenado, en su testamento
de 1559, que acompañaran su cadáver « todos los curas y sacerdotes de Potosí».
El curanderismo y la brujería se mezclaban con la religión autorizada, en el
delirio de los fervores y los pánicos de la sociedad colonial. La extremaunción
con campanillas y palio, podía, como la comunión, curar a la agonizante, aunque
resultaba mucho más eficaz un jugoso testamento para la construcción de un
templo o de un altar de plata. Se combatía la fiebre con los evangelios: las
oraciones en algunos conventos refrescaban el cuerpo; en otros, daban calor.
« El Credo era fresco como el
tamarindo o el nitro dulce y la
Salve era cálida como el azahar o el cabello de choclo...».
En la calle Chuquisaca puede uno
admirar el frontis, roído por los siglos, de los condes de Carma y Catyara,
pero el palacio es ahora el consultorio de un cirujano-dentista; la heráldica
del maestre de campo don Antonio López de Quiroga, en la calle Lanza, adorna
ahora una escuelita; el escudo del marqués de Otavi, con sus leones rampantes,
luce en el pórtico del Banco Nacional. «En qué lugares vivirán ahora.
Lejos se ha debido ir...» la anciana potosina, atada a su ciudad, me cuenta que
primero se fueron los ricos, y después también se fueron los pobres: Potosí
tiene ahora tres veces menos habitantes que hace cuatro siglos.
Contemplo el cerro desde una
azotea de la calle Uyuni, una muy angosta y viboreante callejuela colonial,
donde las casas tienen grandes balcones de madera tan pegados de vereda a
vereda que pueden los vecinos besarse o golpearse sin necesidad de bajar a la
calle. Sobreviven aquí, como en toda la ciudad, los viejos candiles de luz
mortecina bajo los cuales, al decir de Jaime Molins, « se solventaron querellas
de amor y se escurrieron, como duendes, embozados caballeros, damas elegantes y
tahúres». La ciudad tiene ahora luz eléctrica, pero no se nota mucho. En las
plazas oscuras, a la luz de los viejos faroles, funcionan las tómbolas por las
noches: vi rifar un pedazo de torta en medio de un gentío.
Junto a Potosí, cayó Sucre. Esta
ciudad del valle, de clima agradable, que antes se había llamado Charcas. La Plata y Chuquisaca
sucesivamente, disfrutó buena parte de la riqueza que manaba de las venas del
cerro rico de Potosí. Gonzalo Pizarro, hermano de Francisco, había instalado
allí su corte, fastuosa como la del rey que quiso ser y no pudo; iglesias y
caserones, parques y quintas de recreos brotaban continuamente junto a los
juristas, los místicos y los retóricos poetas que fueron dando a la ciudad, de
siglo en siglo, su sello. « Silencio, es Sucre. Silencio no más, pues. Pero
antes... ». Antes, esta fue la capital cultural de los virreinatos, la sede
principal arzobispado de América y del más poderoso tribunal de justicia de la
colonia, la ciudad más ostentosa y culta de América del Sur. Doña Cecilia
Contreras de Torres y doña María de las Mercedes Torralba de Gramajo, señoras
de Ubina y Coquechaca, daban banquetes de Camacho: competían en el derroche de
las fabulosas rentas que producían sus minas de Potosí, y cuando las opíparas
fiestas concluían arrojaban por los balcones la vajilla de plata y hasta los
enseres de oro, para que los recogieran los transeúntes afortunados.
Sucre cuenta todavía con una Torre
Eiffel y con sus propios Arcos del Triunfo, y dicen que con todas las joyas de
su virgen se podría pagar toda la gigantesca deuda externa de Bolivia. Pero las
famosas campanas de las iglesias que en 1809 cantaron con júbilo a la
emancipación de América, hoy ofrecen un tañido fúnebre. La ronca campana de San
Francisco, que tantas veces anunciara sublevaciones y motines, hoy dobla por la
mortal inmovilidad de Sucre. Poco importa que siga siendo la capital legal de
Bolivia, y que en Sucre resida todavía la Suprema Corte de
Justicia. Por las calles pasean innumerables leguleyos, enclenques y de piel
amarilla, sobrevivientes testimonios de
la decadencia: doctores e aquellos que usaban quevedos, con cinta negra y todo.
Desde los grandes palacios vacíos, los ilustres patriarcas de Sucre envían a
sus sirvientes a vender empanadas a las ventanillas del ferrocarril. Hubo quien
supo comprar, en otras horas afortunadas, hasta su título de príncipe.
En Potosí y en Sucre solo quedaron
vivos los fantasmas de la riqueza muerta. En Huanchaca, otra tragedia
boliviana, los capitales anglochilenos agitaron, durante el siglo pasado, vetas
de plata de más de dos metros de ancho, con una altísima ley, ahora solo restan
las ruinas humeantes de polvo. Huanchaca continúa en los mapas, como su todavía
existiera, identificada como un centro minero vivo, con su pico y su pala
cruzados. ¿Tuvieron mejor suerte las minas mexicanas de Guanajuato y Zacatecas?
Con base en los datos que
proporciona Alexander von Humboldt, se ha estimado en unos cinco mil
millones de dólares actuales la magnitud del excedente económico evadido de México
entre 1760 y 1809, apenas medio siglo, a través de las exportaciones de
plata y oro. Por entonces no había minas más importantes en América. El
gran sabio alemán comparó la mina de Valenciana, con la de Guanajuato, con la Himmels Furst de
Sajonia, que era la más rica de Europa: la valenciana producía 36 veces más
plata, al filo del siglo, ya dejaba a sus accionistas ganancias 33 veces más
altas. El conde Santiago de Laguna vibraba de emoción al describir, en 1732, el
distrito minero de Zacatecas y « los preciosos tesoros que ocultan sus
preciosos senos », en los cerros « todos
honrados con más de cuatro mil bocas, para mejor servir con el fruto de sus
entrañas a ambas Majestades », Dios y el Rey, y « para que todos acudan a beber
y participar de los grande, de lo rico, de los doctos, de lo urbano y de lo
noble » porque era « fuente de sabiduría, policía, armas, nobleza...». El cura
Marmolejo escribía más tarde a la ciudad de Guanajuato, atravesada por los
puentes, con jardines que tanto se aparecían a los de Semíramis de Babilonia y los templos
deslumbrantes, el teatro, la plaza de toros, los palenque de gallo y las torres
y las cúpulas alzadas contra las verdes laderas de las montañas. Pero este era «
el país de la desigualdad » y Humboldt pudo escribir sobre México: « Acaso en ninguna parte la desigualdad es más
espantosa... la arquitectura de los edificios públicos y privados, la finura
del ajuar de las mujeres, el aire de la sociedad; todo anuncia un extremo de
esmero que se contrapone extraordinariamente a la desnudez, ignorancia y
rusticidad del populacho ». los socavones engullían hombres y mulas en las
lomas de las cordilleras; los indios, « que vivían solo para salir del día »,
padecían hambre endémica y las pestes los mataban como moscas. En un solo año,
1784, una oleada de enfermedades provocadas por la falta de alimentos que
resultó de una helada arrasadora, había segado más de ocho mil vidas en
Guanajuato.
Los capitales no se acumulaban,
sino que se derrochaban. Se practicaba el viejo dicho: « Padre mercader, hijo
caballero, nieto pordiosero ». en una representación dirigida al gobierno, en
1843, Lucas Alamán formuló una sombría advertencia, mientras insistía en la
necesidad de defender la industria nacional mediante un sistema de
prohibiciones y fuertes gravámenes contra la competencia extranjera: « Preciso
es recurrir al fenómeno de la industria, como única fuente de prosperidad
universal –decía- . de nada serviría a Puebla la riqueza de Zacatecas, si no
fuese por el consumo que proporciona a sus manufacturas, y si estas decayesen
otra vez como antes ha sucedido, se arruinaría ese departamento ahora
floreciente, sin que pudiese salvarlo de la miseria la riqueza de aquellas
minas ». la profecía resultó certera. En nuestros días, Zacatecas y Guanajuato
ni siquiera son las ciudades más importantes de sus propias comarcas. Ambas
languidecen rodeadas de los esqueletos de los campamentos de la prosperidad
minera. Zacatecas, lata y árida, vive de la agricultura y exporta mano de obra
hacia otros estados; son bajísimas las leyes actuales de sus minerales de oro y
plata, en relación con los buenos tiempos pasados. De las cincuenta minas que
el distrito de Guanajuato tenía en la explotación, apenas quedan ahora, dos. No
crece la población de la hermosa ciudad, pero afluyen los turistas a contemplar
el esplendor exuberante de los viejos tiempos, a pasear por las callejuelas de
nombres románticos, ricas de leyendas, y a horrorizarse con las cien momias que
las sales de la tierra han conservado intactas. La mitad de las familias del
estado de Guanajuato, con un promedio de más de cinco miembros, viven
actualmente en chozas de una sola habitación.
Eduardo Galeano
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Comentarios