Las Antillas eran las Sugar Islands, las islas
del azúcar: sucesivamente incorporadas al mercado mundial como productoras de
azúcar, al azúcar quedaron condenadas, hasta nuestros días, Barbados, las islas
de Sotavento, Trinidad Tobago, la
Guadalupe , Puerto Rico y Santo Domingo (la Dominicana y Haití).
Prisioneras del monocultivo de la caña en los latifundios de vastas tierras
exhaustas, las islas padecen la
desocupación y la pobreza: el azúcar se cultiva en gran escala y en gran escala
irradia sus maldiciones. También Cuba continúa dependiendo, en medida
determinante, de sus ventas de azúcar, pero a partir de la reforma agraria de
1959 se inició un intenso proceso de diversificación de la economía de la isla,
lo que ha puesto punto final al desempleo: ya los cubanos no trabajan apenas
cinco meses al año, durante las zafras, sino todo a lo largo de la
ininterrumpida y por cierto difícil construcción de una sociedad nueva.
«Pensaréis tal vez, señores –decía Karl Marx en
1848-, que la producción de café y azúcar es el destino natural de las Indias
Occidentales. Hace dos siglos, la naturaleza, que apenas tiene que ver con el
comercio, no había plantado allí ni el árbol del café ni la caña de azúcar». La
división internacional del trabajo no se fue estructurando por mano y gracia
del Espíritu Santo, sino por obra de los hombres, o, más precisamente, a causa
del desarrollo mundial del capitalismo.
En realidad, Barbados fue la primera isla del caribe
donde se cultivó el azúcar para la exportación en grandes cantidades, desde
1641, aunque con anterioridad los españoles habían plantado caña en la Dominicana y en Cuba.
Fueron los holandeses, como hemos visto, quienes introdujeron las plantaciones
en la minúscula isla británica; en 1666 ya había en Barbados ochocientas
plantaciones de azúcar y más de ochenta mil esclavos. Vertical y
horizontalmente ocupada por el latifundio naciente, Barbados no tuvo mejor
suerte que el nordeste de Brasil.
Antes, la isla disfrutaba el policultivo; producía,
en pequeñas propiedades algodón y tabaco, naranjas, vacas y cerdos. Los cañaverales
devoraron los cultivos agrícolas y devastaron los densos bosques, en nombre de
un apogeo que resultó efímero. Rápidamente, la isla descubrió que sus suelos se
habían agotado, que no tenía cómo alimentar a su población y que estaba
produciendo azúcar a precios fuera de competencia.
Ya el azúcar se había propagado a otras islas, hacia
el archipiélago de Sotavento, Jamaica y, en tierras continentales, las Guayanas.
A principios del siglo XVIII, los esclavos eran, en Jamaica, diez veces más
numerosos que los colonos blancos. También su suelo se cansó en poco tiempo. En
la segunda mitad del siglo, el mejor azúcar del mundo brotaba del suelo
esponjoso de las llanuras de la costa de Haití, una colonia francesa que por
entonces se llamaba Saint Domingue. Al norte y al oeste, Haití se convirtió en
un vertedero de esclavos: el azúcar exigía cada vez más brazos. En 1786,
llegaron a la colonia veintisiete mil esclavos, y al año siguiente cuarenta
mil. En el otoño de 1791 estalló la revolución. En un solo mes, septiembre,
doscientas plantaciones de caña fueron presa de las llamas; los incendios y los
combates se sucedieron sin tregua a medida que los esclavos insurrectos iban empujando
a los ejércitos franceses hacia el océano. Los barcos zarpaban cargando cada
vez más franceses y cada vez menos azúcar. La guerra derramó ríos de sangre y
devastó las plantaciones. Fue larga.
El país, en cenizas, quedó paralizado; a fines de siglo
la producción había caído verticalmente. «En noviembre de 1803 casi toda la
colonia, antiguamente floreciente, era un gran cementerio de cenizas y
escombros», dice Lepkowki. La revolución haitiana había coincidido, y no solo
en el tiempo, con la revolución francesa, y Haití sufrió también, en carne
propia, el bloqueo contra Francia de la coalición internacional. Inglaterra
dominaba los mares. Pero luego sufrió, a medida que su independencia se iba
haciendo inevitable, el bloque de Francia. Cediendo a la presión
francesa, el Congreso de los Estados Unidos prohibió el comercio con Haití en
1806.
«He aquí mi opinión sobre este país: hay que suprimir
a todos los negros de las montañas, hombres y mujeres, conservando solo a los
niños menores de doce años, exterminar la mitad de los negros de las llanuras y
no dejar en la colonia ni un solo mulato que lleve charreterras». El trópico se
vengó de Leclerc, pues murió «agarrado por el vómito negro» pese a los conjuros
mágicos de Paulina Bonaparte[1],
sin poder cumplir su plan, pero la indemnización en dinero resultó una piedra
aplastante sobre las espaldas de los haitianos independientes que habían
sobrevivido a los baños de sangre de las sucesivas expediciones militares
enviadas contra ellos. El país nació en ruinas y no se recuperó jamás: hoy es
el más pobre de América Latina.
La crisis de Haití provocó el auge azucarero de Cuba,
que rápidamente se convirtió en la primera proveedora del mundo. También la
producción cubana de café, otro artículo de intensa demanda en ultramar, recibió
su impulso de la caída de la producción haitiana, pero el azúcar le ganó la
carrera al monocultivo: en 1862 Cuba se verá obligada a importar café del
extranjero. Un miembro dilecto de la «sacarocracia» cubana llegó a escribir sobre «las fundadas
ventajas que se pueden sacar de la desgracia ajena». A la rebelión haitiana
sucedieron los precios más fabulosos de la historia del azúcar en el mercado
europeo, y en 1806 ya Cuba había duplicado, a la vez, los ingenios y la
productividad.
Eduardo Galeano... Venas Abiertas de Latinoamerica...
[1] Hay una
novela espléndida de Alejo Carpentier, el reino de este mundo
(Montevideo, 1966), sobre este alucinante período de la vida de Haití. Contiene
una recreación perfecta de las andanzas de Paulina y su marido por el Caribe.
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