Hay quienes aseguran que el café
resulta casi tan importante como el petróleo en el mercado internacional. A
Principios de la década del cincuenta, América Latina abastecía las cuatro
quintas partes del café que se consumía en el mundo; la competencia del café
robusta, de África, de peor calidad pero de precio más bajo, ha reducido la
participación latinoamericana en los años siguientes. No obstante, la sexta
parte de las divisas que la región obtiene ene le exterior proviene,
actualmente, del café. Las fluctuaciones de los precios afectan a quince países
del sur de río Bravo.
Brasil es el mayor productor del
mundo; del café obtiene cerca de la mitad de sus ingresos por exportaciones. El
Salvador, Guatemala, Costa Rica y Haití dependen también en gran medida del
café, que además provee las dos terceras partes de las divisas de
Colombia.
El café había traído consigo la
inflación a Brasil; entre 1824 y 1854, el precio de un hombre se multiplicó por
dos. Ni el algodón del norte ni el azúcar del nordeste, agotados ya los ciclos
de la prosperidad, podían pagar aquellos caros esclavos. Brasil se desplazó hacia
el sur. Además de la mano de obra esclava, el café utilizó los brazos de los
inmigrantes europeos, que entregaban a los propietarios la mitad de sus
cosechas, en un régimen de medianería que aún hoy predomina en el interior de
Brasil.
Los turistas que actualmente atraviesan los bosques
de Tijuca para ir a nadar a las aguas de la barra ignoran que allí, en las
montañas que rodean a Río de Janeiro, hubo grandes cafetales hace más de un
siglo. Por los flancos de la sierra, las plantaciones continuaron, rumbo al estado de San Pablo, su
desenfrenada cacería del humus de nuevas tierras vírgenes. Ya agonizaba el
siglo cuando los latifundios cafetaleros, convertidos en la nueva élite social
de Brasil, afiliaron los lápices y sacaron cuentas: más baratos resultaban los
salarios de subsistencia que la compra y manutención de los escasos esclavos.
Se abolió la esclavitud en 1888, y quedaron así inauguradas formas combinadas
de servidumbre feudal y trabajo asalariado que persisten en nuestros días.
Legiones de braceros «libres» acompañarían, desde entonces, la peregrinación
del café. El valle del río Paranaíba se convirtió en la zona más rica del país,
pero fue rápidamente aniquilado por esta planta perecedera que, cultivada en un
sistema destructivo, iba dejando a sus espaldas bosques arrasados, reservas
naturales agotadas y decadencia general. La erosión arruinaba, sin piedad, las
tierras antes intactas y, de saqueo en saqueo, iba bajando sus rendimientos,
debilitando las plantas y haciéndolas vulnerables a las plagas. El latifundio
cefetalero invadió la vasta meseta purpúrea del occidente de San Pablo; con
métodos de explotación menos bestiales, la convirtió en un «mar de café» y
continuó avanzando hacia el oeste. Llegó a las riberas del Paraná; de cara a
las sabanas de Mato Grosso, se desvió hacia el sur para desplazarse, en estos
últimos años, de nuevo hacia el oeste, ya por encima de las fronteras de
Paraguay.
En la actualidad, San Pablo es el estado más
desarrollado de Brasil, porque contiene el centro industrial del país, pero en
sus plantaciones de café abundan todavía los «moradores vasallos» que pagan con
su trabajo y el de sus hijos el alquiler de la tierra.
En los años prósperos que siguieron a la primera
guerra mundial, la voracidad de los cafetaleros determinó la virtual abolición
del sistema que permitía a los trabajadores de las plantaciones cultivar
alimentos por cuenta propia. Solo pueden hacerlo, ahora, a cambio de una renta
que pagan trabajando sin cobrar. Además, el latifundista cuenta con colonos
contratistas a quienes permite realizar cultivos temporarios, pero a cambio de
que inicien cafetales nuevos en su beneficio. Cuatro años después, cuando los
granos amarillos colorean las matas, la tierra ha multiplicado su valor y
entonces llega, para el colono, el turno de marcharse.
En Guatemala las plantaciones de café pagan aún menos
que las del algodón. En la vertiente del sur, los propietarios dicen retribuir
con quince dólares mensuales el trabajo de los millares de indígenas que bajan
cada año desde el altiplano hasta el sur, para vender sus brazos en las
cosechas. Las fincas cuentan con policía privada; allí, como alguien me
explicó, «un hombre es más barato que su tumba»; y el aparato de represión se encarga de que
lo siga siendo. En la región de Alta Verapaz la situación es aún peor. Allí no
hay camiones ni carretas, porque los finqueros no los necesitan: sale más
barato transportar el café a lomo de indio.
Para la economía de El Salvador, pequeño país en
manos de un puñado de familias oligárquicas, el café tiene una importancia
fundamental: el monocultivo obliga a comprar en el exterior frijoles, única
fuente de proteínas para la alimentación popular, maíz, hortalizas, y otros
alimentos que tradicionalmente el país producía. La cuarta parte de los
salvadoreños fallecen víctimas de la avitaminosis. En cuanto a Haití, tiene la
tasa de mortalidad más alta de América Latina; más de la mitad de su población
infantil padece anemia. El salario legal pertenece, en Haití, a los dominios de
la ciencia ficción; en las plantaciones de café, el salario real oscila entre
siete y quince centavos de dólar por día.
En Colombia, territorio de vertientes, el café
disfruta de la hegemonía. Según un informe publicado por la revista Times
en 1962, los trabajadores solo reciben un cinco por ciento, a través de los
salarios, del precio total que el café obtiene en su viaje desde la mata a los
labios del consumidor norteamericano[1].
A diferencia de Brasil, el café de Colombia no se
produce, en su mayor parte, en los latifundios, sino en minifundios que tienden
a pulverizarse cada vez más. Entre 1955 y 1960, aparecieron cien mil
plantaciones nuevas, en su mayoría con extensiones ínfimas, de menos de una
hectárea. Pequeños y muy pequeños agricultores producen las tres cuartas partes
del café que Colombia exporta; el 96 por ciento de las plantaciones son
minifundios. Juan Valdés sonríe en los avisos, pero la atomización de la tierra
abate el nivel de vida de los cultivadores, de ingresos cada vez menores, y
facilita las maniobras de la Federación Nacional de Cafeteros, que representa
los intereses de los grandes propietarios y que virtualmente monopoliza la
comercialización del producto. Las parcelas de menos de una hectárea generan un
ingreso de hambre: ciento treinta dólares, como promedio, por año.
Eduardo Galeano… extracto de “las venas
abiertas de América latina”
[1] Mario
Arrubla, Estudio sobre el subdesarrollo colombiano, Medellín, 1969. El
precio se descompone así: 40 por 100 para los intermediarios, exportadores e
importadores; 10 por 100 para los impuestos de ambos gobiernos; 10 por 100 para
los transportadores; 5 por 100 para la propaganda de la Oficina Panamericana
del Café, en Washington: 30 por 100 para los dueños de las plantaciones, y 5
por 100 para los salarios obreros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Comentarios