Algunos autores estiman que no menos de medio millón
de nordestinos sucumbieron a las epidemias, el paludismo, la tuberculosis o el
beriberi en la época del auge de la goma. «este siniestro osario fue el precio
de la industria del caucho». Sin ninguna reserva de vitaminas, los campesinos
de las tierras secas realizaban el largo viaje hacia la selva húmeda. Allí los
aguardaba, en los pantanosos seringales, la fiebre. Iban hacinados en las
bodegas de los barcos, en tales condiciones que muchos sucumbían antes de
llegar: anticipaban, así, su próximo destino. Otros, ni siquiera alcanzaban a
embarcarse. En 1878, de los ochocientos mil habitantes de Ceará, 120 mil se
marcharon rumbo al río Amazonas, pero menos de la mitad pudo llegar; los
restantes fueron cayendo, abatidos por el hambre o la enfermedad, en los
caminos del sertao o en los suburbios de Fortaleza. Un año antes, había
comenzado una de las siete mayores sequías de cuantas azotaron el nordeste
durante el siglo pasado. No solo la fiebre; también aguardaba, en la selva, un
régimen de trabajo bastante parecido a la esclavitud.
El trabajo se pagaba en especies –carne seca, harina
de mandioca, rapadura, aguardiente- hasta el seringueiro saldaba sus
deudas, milagros que rara vez ocurría. Había un acuerdo entre los empresarios
para no dar trabajo a los obreros que
tuvieran deudas pendientes; los guardias rurales, apostados en las márgenes de
los ríos, disparaban contra los prófugos. Las deudas se sumaban a las deudas. A
la deuda original, por el acarreo del trabajador desde el nordeste, se agregaba
la deuda por los instrumentos de trabajo, machete, cuchillos, tazones, y como
el trabajador comía, y sobre todo bebía, porque en los seringales no faltaba el
aguardiente, cuanto mayor era la antigüedad del obrero, mayor se hacía la deuda
que él acumulaba. Analfabetos, los nordestinos sufrían sin defensas los pases
de prestidigitación de la contabilidad de los administradores.Priestley había observado, hacia 1770, que la goma
servía para borrar los trazos de lápiz sobre el papel. Setenta años después,
Charles Goodyear descubrió, al mismo tiempo que el inglés Hancock, el
procedimiento de vulcanización del caucho, que le daba flexibilidad y lo
tornaba inalterable a los cambios de temperatura. Ya en 1850, se revestían de
goma las ruedas de los vehículos. A fines de siglo surgió la industria del
automóvil en Estados Unidos y en Europa, y con ella nació el consumo de neumáticos
en grandes cantidades. La demanda mundial de caucho creció vertiginosamente. El
árbol de la goma proporcionaba a Brasil, en 1890, una décima parte de sus
ingresos por exportaciones: veinte años después, la proporción subía al 40 por
ciento, con lo que las ventas casi alcanzaban el nivel del café, pese a que el
café estaba, hacia 1910, en el cenit de su prosperidad. La mayor parte de la
producción de caucho provenía por entonces del territorio del Acre, que Brasil
había arrancado a Bolivia al cabo de una fulminante campaña militar[1].
Conquistado el Acre, Brasil disponía de la casi
totalidad de las reservas mundiales de goma; la cotización internacional estaba
en la cima y los buenos tiempos parecían infinitos. Los seringueiros no
los disfrutaban, por cierto aunque eran ellos quienes salían cada madrugada de
sus chozas, con varios recipientes atados por correas a las espaldas, y se
encaramaban a los árboles, los hevea brasiliensis gigantescos, para
sangrarlos. Les hacían varias incisiones, en el tronco y en las ramas gruesas
próximas a la copa; de las heridas manaba el látex, jugo blancuzco y pegajoso
que llenaba los jarros en un par de horas. A la noche se cocían los discos
planos de goma, que se acumularían luego en la administración de la propiedad.
El olor ácido y repelente del caucho impregnaba la ciudad de Manaus, capital
mundial del comercio del producto. En 1849 Manaus tenía cinco mil habitantes;
en poco más de medio siglo creció a setenta mil. Los magnates del caucho
edificaron allí sus mansiones de
arquitectura extravagante y plena de maderas preciosas de Oriente, mayólicas de
Portugal, columnas de mármol de Carrara y muebles de ebanistería francesa. Los
nuevos ricos de la selva se hacían traer los más caros alimentos desde Río de
Janeiro; los mejores modistos de Europa cortaban sus trajes y vestidos;
enviaban a sus hijos a estudiar a los colegios ingleses. El teatro Amazonas,
monumento barroco de bastante mal gusto, es el símbolo mayor del vértigo de
aquellas fortunas a principio de siglo: el tenor Caruso cantó para los
habitantes de Manaus la noche de la inauguración, a cambio de una suma
fabulosa, después de remontar el río a través de la selva. La Pavlova , que debía bailar,
no pudo pasar de la ciudad de Belém, pero hizo llegar sus excusas.
En 1913, de un solo golpe, el desastre se abatió sobre
el caucho brasileño. El precio mundial, que había alcanzado los doce chelines
tres años atrás, se redujo a la cuarta parte. En 1900 el Oriente solo había
exportado cuatro toneladas de caucho; en 1914 las plantaciones de Ceilán y de
Malasia volcaron más de setenta mil toneladas al mercado mundial, y cinco años
más tarde sus exportaciones ya estaban arañando las cuatrocientas mil
toneladas. En 1919 Brasil, que había disfrutado del virtual monopolio del
caucho, solo abastecía la octava parte del consumo mundial. Medio siglo después
Brasil compra en el extranjero más de la mitad del caucho que necesita.
¿Qué había ocurrido? Allá por 1873, Henry Wickham, un
inglés que poseía bosques de caucho en el río Tapajós y era conocido por sus
manías de botánico, había enviado dibujos y hojas de árbol de la goma al
director del jardín de Kew, en Londres. Recibió la orden de obtener una buena
cantidad de semillas, las pepitas que heveas brasiliensis alberga en sus
frutos amarillos.
Había que sacarlas de contrabando, porque Brasil
castigaba severamente la evasión de semillas, y no era fácil; las autoridades
revisaban, con pelos y señales, los barcos. Entonces, como por encanto, un
buque de la Inman Line
se internó dos mil kilómetros más de lo habitual hacia el interior de Brasil.
Al regreso, Henry Wickham aparecía
entre sus tripulantes. Había elegido las mejores semillas, después de poner los
frutos a secar en una aldea indígena, y las traía dentro de un camarote
clausurado, envueltas en hojas de plátano y suspendidas por cuerdas en el aire
para que no las alcanzaran las ratas a bordo. Todo el resto del barco iba vacío.
En Belém do Pará, frente a la desembocadura del río, Wickham invitó a las
autoridades aun gran banquete. El inglés tenía fama de chiflado; se sabía en
toda la Amazonia
que coleccionaba orquídeas. Explicó que llevaba, por encargo del rey de
Inglaterra, una serie de bulbos de orquídeas raras para el jardín de Kew. Como
eran plantas muy delicadas, explicó, las tenía en un gabinete herméticamente
cerrado, a una temperatura especial: si lo abría, se arruinaban las flores. Así,
las semillas llegaron, intactas, a los muelles de Liverpool. Cuarenta años más
tarde, los ingleses invadían el mercado mundial con el caucho malayo. Las
plantaciones asiáticas, racionalmente organizada a partir de los brotes verdes
de Kew, desbancaron sin dificultad la producción extractiva de Brasil.
La prosperidad amazónica se hizo
humo. La selva volvió a cerrarse sobre sí misma. Los cazadores de fortunas
emigraron hacia otras comarcas; el lujoso campamento de desintegró. Quedaron, sí,
sobreviviendo como podían, los trabajadores, que habían sido acarreados desde
muy lejos para ser puestos al servicio de la aventura ajena. Ajena, incluso,
para el propio Brasil, que no había hecho otra cosa que responder a los cantos
de sirena de la demanda mundial de materia prima, pero sin participar en lo más
mínimo del verdadero negocio del caucho: la financiación, la comercialización,
la industrialización, la distribución. Y la sirena se quedó muda. Hasta que,
durante la segunda guerra mundial, el caucho de la Amazonia brasileña cobró
un nuevo empuje transitorio. Los japoneses habían ocupado la malasia y las
potencias aliadas necesitaban desesperadamente abastecerse de goma.. también la
selva peruana fue sacudida, en aquellos años cuarenta, por las urgencias del
caucho. En Brasil la llamada «batalla del caucho» movilizó nuevamente a los
campesinos del nordeste. Según una denuncia formulada en el Congreso cuando la «batalla»
terminó, esta vez fueron cincuenta mil los muertos que, derrotados por las
pestes y el hambre, quedaron pudriéndose entre los seringales.
Eduardo Galeano… extracto de “las venas
abiertas de América latina”
[1] Bolivia
fue mutilada en casi doscientos kilómetros cuadrados. En 1902 recibió una
indemnización de dos millones de libras esterlinas y una línea férrea que le
abriría el acceso a los ríos Madeira y Amazonas.
Había que sacarlas de contrabando, porque Brasil
castigaba severamente la evasión de semillas, y no era fácil; las autoridades
revisaban, con pelos y señales, los barcos. Entonces, como por encanto, un
buque de la Inman Line
se internó dos mil kilómetros más de lo habitual hacia el interior de Brasil.Al regreso, Henry Wickham aparecía
entre sus tripulantes. Había elegido las mejores semillas, después de poner los
frutos a secar en una aldea indígena, y las traía dentro de un camarote
clausurado, envueltas en hojas de plátano y suspendidas por cuerdas en el aire
para que no las alcanzaran las ratas a bordo. Todo el resto del barco iba vacío.
En Belém do Pará, frente a la desembocadura del río, Wickham invitó a las
autoridades aun gran banquete. El inglés tenía fama de chiflado; se sabía en
toda la Amazonia
que coleccionaba orquídeas. Explicó que llevaba, por encargo del rey de
Inglaterra, una serie de bulbos de orquídeas raras para el jardín de Kew. Como
eran plantas muy delicadas, explicó, las tenía en un gabinete herméticamente
cerrado, a una temperatura especial: si lo abría, se arruinaban las flores. Así,
las semillas llegaron, intactas, a los muelles de Liverpool. Cuarenta años más
tarde, los ingleses invadían el mercado mundial con el caucho malayo. Las
plantaciones asiáticas, racionalmente organizada a partir de los brotes verdes
de Kew, desbancaron sin dificultad la producción extractiva de Brasil.
La prosperidad amazónica se hizo
humo. La selva volvió a cerrarse sobre sí misma. Los cazadores de fortunas
emigraron hacia otras comarcas; el lujoso campamento de desintegró. Quedaron, sí,
sobreviviendo como podían, los trabajadores, que habían sido acarreados desde
muy lejos para ser puestos al servicio de la aventura ajena. Ajena, incluso,
para el propio Brasil, que no había hecho otra cosa que responder a los cantos
de sirena de la demanda mundial de materia prima, pero sin participar en lo más
mínimo del verdadero negocio del caucho: la financiación, la comercialización,
la industrialización, la distribución. Y la sirena se quedó muda. Hasta que,
durante la segunda guerra mundial, el caucho de la Amazonia brasileña cobró
un nuevo empuje transitorio. Los japoneses habían ocupado la malasia y las
potencias aliadas necesitaban desesperadamente abastecerse de goma.. también la
selva peruana fue sacudida, en aquellos años cuarenta, por las urgencias del
caucho. En Brasil la llamada «batalla del caucho» movilizó nuevamente a los
campesinos del nordeste. Según una denuncia formulada en el Congreso cuando la «batalla»
terminó, esta vez fueron cincuenta mil los muertos que, derrotados por las
pestes y el hambre, quedaron pudriéndose entre los seringales. Eduardo Galeano… extracto de “las venas
abiertas de América latina”
[1] Bolivia
fue mutilada en casi doscientos kilómetros cuadrados. En 1902 recibió una
indemnización de dos millones de libras esterlinas y una línea férrea que le
abriría el acceso a los ríos Madeira y Amazonas.
[1] Bolivia
fue mutilada en casi doscientos kilómetros cuadrados. En 1902 recibió una
indemnización de dos millones de libras esterlinas y una línea férrea que le
abriría el acceso a los ríos Madeira y Amazonas.
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