jueves, 27 de septiembre de 2012

El derramamiento de la sangre y de las lágrimas; y sin embargo el Papa había resuelto que los indios tenían alma



En 1581, Felipe II había afirmado, ante la audiencia de Guadalajara, que ya un tercio de los indígenas de América  había sido aniquilado, y que los que aún vivían  se veían obligados a pagar tributos por los muertos. El monarca dijo, además, que los indios eran comprados y vendidos. Que dormían a la intemperie. Que las madres mataban a sus hijos para salvarlos del tormento en las minas. Pero la hipocresía de la Corona tenía menos límites que el Imperio: la Corona recibía una quinta parte del valor de los metales que arrancaban sus súbditos en toda la extensión del Nuevo Mundo hispánico, además de otros impuestos, y otro tanto ocurría, en el siglo XVIII, con la Corona portuguesa en tierras de Brasil. La plata y el oro de América penetraron como un ácido corrosivo, al decir de Engels, por todos los poros de la sociedad feudal moribunda en Europa, y al servicio del naciente mercantilismo capitalista los empresarios mineros convirtieron a los indígenas y a los esclavos negros en un numerosísimo « proletariado externo » de la economía europea. La esclavitud grecorromana resucitaba en los hechos, en un mundo distinto; al infortunio de los indígenas de los imperios aniquilados en la América Hispánica hay que sumar el terrible destino de los negros arrebatados a las aldeas africanas para trabajar en Brasil y en la Antillas.
La economía colonial latinoamericana dispuso de la mayor concentración de fuerza de trabajo hasta entonces conocida, para hacer posible la mayor concentración de riqueza de que jamás haya dispuesto civilización alguna en la historia mundial
Aquella violenta marca de codicia, horror y bravura no se abatió sobre estas comarcas sino al precio del genocidio nativo: las investigaciones recientes mejor fundadas atribuyen al México precolombino una población que oscila entre los veinticinco y treinta millones, y se estima que había una cantidad semejante de indios en la región andina; América Central y las Antillas contaban entre diez y trece millones de habitantes.
Los indios de la América sumaban no menos de setenta millones, y quizás más, cuando los conquistadores extranjeros aparecieron en el horizonte; un siglo y medio después se habían reducido, en total, a solo tres millones y medio. Según el marqués de Barinas, entre Lima y Paita, donde habían vivido más de dos millones de indios, no quedaban más que cuatro mil familias indígenas en 1685. El arzobispo Liñana y Cisneros negaba el aniquilamiento de los indios: «Es que se ocultan –decía- para no pagar tributos, abusando de la libertad de que gozan y que no tenían en la época de los incas».  Manaba sin cesar el metal de las vetas americanas, y de la corte española llegaban, también sin cesar, ordenanzas que otorgaban una protección de papel y una dignidad de tinta a los indígenas, cuyo trabajo extenuante sustentaba al reino. La ficción de la legalidad amparaba al indio; la explotación de la realidad amparaba al indio; la explotación de la realidad lo desangraba. De la esclavitud a la encomienda de servicios, y de esta a la encomienda de tributos y al régimen de salarios, las variantes en la condición jurídica de la mano de obra indígena no alteraron más que superficialmente su situación real, la Corona consideraba tan necesaria la explotación humana de la fuerza de trabajo aborigen, que en 1601 Felipe III dictó reglas prohibiendo el trabajo forzoso en las minas, y simultáneamente, envió otras instrucciones secretas ordenando continuarlo « en caso de que aquella medida hiciese flaquear la producción ».  Del mismo modo, entre 1616 y 1619 el visitador y gobernador Juan de Solórzano hizo una investigación sobre las condiciones de trabajo en las minas de mercurio de Huancavelica: « ...el veneno penetraba en la pura médula, debilitando los miembros todos y provocando un temblor constante, muriendo los obreros, por lo general, en el espacio  de cuatro años »,    informó al Consejo de Indias y al monarca. Pero en 1631 Felipe IV ordenó que se continuara allí con el mismo sistema, y su sucesor, Carlos II, renovó tiempo después el decreto. Estas minas de mercurio eran directamente explotadas por la Corona, a diferencia de las minas de plata, que estaban en manos de empresarios privados. 
En tres centurias, el cerro rico de Potosí quemó, según Josiah Conder, ocho millones de vidas. Los indios eran arrancados de las comunidades agrícolas y arriados, junto con sus mujeres y sus hijos, rumbo al cerro. De cada diez que marchaban hacia los altos páramos helados, siete no regresaban jamás. Luis Capoche, que era dueño de minas y de ingenios, escribió que « estaban los caminos cubiertos que parecía que se mudaba el reino ». En las comunidades, los indígenas habían visto  « volver muchas mujeres afligidas sin sus maridos y muchos hijos huérfanos sin sus padres » y sabían que en la mina esperaban  « mil muertes y desastres ». Los españoles batían cientos de millas a la redonda en busca de mano de obra. Muchos de los indios morían por el camino, antes de llegar a Potosí. Pero eran las terribles condiciones de trabajo en la mina las que más gente mataban. El dominico fray Domingo de Santo Tomás denunciaba al Consejo de Indias, en 1550, a poco de nacida la mina, que Potosí era una  « boca de infierno » que anualmente tragaba indios por millares y que los rapaces mineros trataban a los naturales « como animales sin dueños ». Y fray Rodrigo de Loaysa diría después: « Estos pobres indios son como las sardinas en el mar. Así  como, los otros peces persiguen a los miserables indios... ». Los caciques de las comunidades tenían la obligación de reemplazar a los mitayos que iban muriendo, con nuevos hombres de dieciocho a cincuenta años de edad. El corral de repartimiento, donde se adjudicaban los indios a los dueños de las minas y los ingenios, una gigantesca cancha de paredes de piedra, sirve ahora para que los obreros jueguen al fútbol; la cárcel de los mitayos, un informe montón de ruinas, puede ser todavía contemplada a la entrada de Potosí. 

En la Recopilación de Leyes de Indias no faltan decretos de aquella época estableciendo la igualdad de derechos de los indios y los españoles para explotar las minas y prohibiendo expresamente que se lesionaran los derechos de los nativos. La historia formal –letra muerta que en nuestros tiempos recoge la letra muerta de los tiempos pasados- no tendría de qué quejarse, pero mientras se debatía en legajos infinitos la legislación del trabajo indígena y estallaba en tinta el talento de los juristas españoles, en América la ley «se acataba pero no se cumplía». En los hechos, « el pobre del indio es una moneda –al decir de Luis Capoche- con lo cual se halla todo lo que es menester, como en oro y plata, y muy mejor ». Numerosos individuos reivindicaban ante los tribunales su condición de mestizos para que no los mandaran a los socavones, ni los vendieran y revendieran en el mercado. 
A fines del siglo XVII, Concolorcorvo, por cuyas venas corría sangre indígena, renegaba así de los suyos: « No negamos que las minas consumen número considerable de indios, pero esto no procede del trabajo que tienen en las minas de plata y azogue, sino del libertinaje en que viven ». El testimonio de Capoche, que tenía muchos indios a su servicio, resulta ilustrativo en este sentido. Las glaciales temperaturas de la intemperie alternaban con los calores infernales en lo hondo del cerro. Los indios entraban en las profundidades, « y ordinariamente los sacan muertos y otros quebradas las cabezas y las piernas, y en los ingenios cada día se hieren ». Los mitayos hacían saltar en mineral a punta de barreta y luego lo subían cargándolo a la espalda, por escalas, a la luz de una vela. Fuera  del socavón, movían los largos. 
La « mita » era una máquina de tritura indios. El empleo del mercurio para la extracción de la plata por amalgama envenenaba tanto o más que los gases tóxicos en el vientre de la tierra. Hacía caer el cabello y los dientes y provocaba temblores indominables. Los « azogados » se arrastraban pidiendo limosna por las calles. Seis mil quinientas fogatas ardían en la noche sobre las ladras del cerro rico, y en ellas se trabajaba la plata valiéndose del viento que enviaba el  « glorioso San Agustino » desde el cielo. A causa del humo de los hornos no había pastos ni sembradíos en un radio de seis leguas alrededor de Potosí, y las emanaciones no eran menos implacables con los cuerpos de los hombres. 
No faltaban las justificaciones ideológicas. La sangría del Nuevo Mundo se convertía en un acto de caridad o una razón de fe. Junto con la culpa nació todo un sistema de coartadas para las conciencias culpables. Se transformaba a los indios en bestias de carga, porque resistían un peso mayor al que soportaba el débil lomo de la llama, y de paso se comprobaba que, en efecto, los indios eran bestias de carga. Un virrey de México consideraba que no había mejor remedio que el trabajo en las minas para curar la  « maldad natural » de los indígenas. Juan Ginés de Sepúlveda, el humanista, sostenía que los indios merecían el trato que recibían porque sus pecados e idolatrías constituían una ofensa contra Dios. El conde de Bufón afirmaba que no se registraba en los indios, animales frígidos y débiles, «ninguna actividad del alma». El abate De Paw inventaba una América donde los indios degenerados alternaban con perros que no sabían ladrar, vacas incomestibles y camellos impotentes.
La América de Voltaire, habitada por indios perezosos y estúpidos, tenía cerdos con el ombligo a la espalda y leones calvos y cobardes. Bacon, De Maistre, Montesquieu, Hume y Bodin se negaron a reconocer como semejantes a los «hombres degradados» del Nuevo Mundo. Hegel habló de la impotencia física y espiritual de América y dijo que los indígenas habían perecido al soplo de Europa. 
En el siglo XVII, el padre Gregorio García sostenía que los indios eran de ascendencia judía, porque al igual que los judíos «son perezosos, no creen en los milagros de Jesucristo  y no están agradecidos a los españoles por todo el bien que les han hecho». Al menos, no negaba este sacerdote que los indios descendieran de Adán y Eva: eran numerosos los teólogos y pensadores que no habían quedado convencidos por la Bula del Papa  Paulo III, emitida en 1537, que había declarado a los indios «verdaderos hombres».
El padre Bartolomé de las Casas agitaba la corte española con sus denuncias contra la crueldad de los conquistadores de América: en 1557, un miembro del real consejo le respondió que los indios estaban demasiado bajos en la escala de la humanidad para ser capaces de recibir la fe.
Las Casas dedicó su fervorosa vida a la defensa de los indios frente a los desmanes de los mineros y los encomenderos. Decía que los indios preferían ir al infierno para no encontrarse con cristianos.
A los conquistadores y colonizadores se les «encomendaban» indígenas para que los catequizaran. Pero como los indios debían al « encomendero » servicios personales y tributos económicos, no era mucho el tiempo que  quedaba para introducirlos en el cristiano sendero de la salvación. En recompensa a sus servicios, Hernán Cortés había recibido veintitrés mil vasallos; se repartían los indios al mismo tiempo que se otorgaban las tierras mediante mercedes reales o se las obtenía por el despojo directo. Desde 1536 los indios eran otorgados en encomienda, junto con su descendencia, por el término de dos vidas: la del encomendero y su heredero inmediato; desde 1629 el régimen se fue extendiendo, en la práctica. Se vendían las tierras con los indios adentro. En el siglo XVIII, los indios, los sobrevivientes, aseguraban la vida cómoda de muchas generaciones por venir. Como los dioses vencidos persistían en sus memorias, no faltaban coartadas santas para el usufructo de su mano de obra por parte de los vencedores: los indios eran paganos, no merecían otra vida. ¿Tiempos pasados? Cuatrocientos veinte años después de la Bula del Papa Paulo III, en septiembre de 1957, la Corte Suprema de Justicia del Paraguay emitió una circular comunicando a todos los jueces del país que « los indios son tan seres humanos como los otros habitantes de la república » Y el Centro de Estudios Antropológicos de la Universidad Católica de Asunción realizó posteriormente una encuesta reveladora en la capital y en el interior: de cada diez paraguayos, ocho creen que « los  indios son como animales ». En Caaguazú, en el Alto Paraná y en el Chaco, los indios son cazados como fieras, vendidos a precios baratos y explotados en régimen de virtual esclavitud. Sin embargo, casi todos los paraguayos tienen sangre indígena, y el Paraguay no se cansa de componer canciones, poemas y discursos en homenaje al « alma guaraní ».
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Con base en los datos que proporciona Alexander von Humboldt, se ha estimado en unos cinco mil millones de dólares actuales la magnitud del excedente económico evadido de México entre 1760 y 1809, apenas medio siglo, a través de las exportaciones de plata y oro. Por entonces no había minas más importantes en América. El gran sabio alemán comparó la mina de Valenciana, con la de Guanajuato, con la Himmels Furst de Sajonia, que era la más rica de Europa: la valenciana producía 36 veces más plata, al filo del siglo, ya dejaba a sus accionistas ganancias 33 veces más altas. El conde Santiago de Laguna vibraba de emoción al describir, en 1732, el distrito minero de Zacatecas y « los preciosos tesoros que ocultan sus preciosos senos », en los cerros  « todos honrados con más de cuatro mil bocas, para mejor servir con el fruto de sus entrañas a ambas Majestades », Dios y el Rey, y « para que todos acudan a beber y participar de los grande, de lo rico, de los doctos, de lo urbano y de lo noble » porque era « fuente de sabiduría, policía, armas, nobleza...». El cura Marmolejo escribía más tarde a la ciudad de Guanajuato, atravesada por los puentes, con jardines que tanto se aparecían a los  de Semíramis de Babilonia y los templos deslumbrantes, el teatro, la plaza de toros, los palenque de gallo y las torres y las cúpulas alzadas contra las verdes laderas de las montañas. Pero este era « el país de la desigualdad » y Humboldt pudo escribir sobre México:   « Acaso en ninguna parte la desigualdad es más espantosa... la arquitectura de los edificios públicos y privados, la finura del ajuar de las mujeres, el aire de la sociedad; todo anuncia un extremo de esmero que se contrapone extraordinariamente a la desnudez, ignorancia y rusticidad del populacho ». los socavones engullían hombres y mulas en las lomas de las cordilleras; los indios, « que vivían solo para salir del día », padecían hambre endémica y las pestes los mataban como moscas. En un solo año, 1784, una oleada de enfermedades provocadas por la falta de alimentos que resultó de una helada arrasadora, había segado más de ocho mil vidas en Guanajuato. 
Los capitales no se acumulaban, sino que se derrochaban. Se practicaba el viejo dicho: « Padre mercader, hijo caballero, nieto pordiosero ». en una representación dirigida al gobierno, en 1843, Lucas Alamán formuló una sombría advertencia, mientras insistía en la necesidad de defender la industria nacional mediante un sistema de prohibiciones y fuertes gravámenes contra la competencia extranjera: « Preciso es recurrir al fenómeno de la industria, como única fuente de prosperidad universal –decía- . de nada serviría a Puebla la riqueza de Zacatecas, si no fuese por el consumo que proporciona a sus manufacturas, y si estas decayesen otra vez como antes ha sucedido, se arruinaría ese departamento ahora floreciente, sin que pudiese salvarlo de la miseria la riqueza de aquellas minas ». la profecía resultó certera. En nuestros días, Zacatecas y Guanajuato ni siquiera son las ciudades más importantes de sus propias comarcas. Ambas languidecen rodeadas de los esqueletos de los campamentos de la prosperidad minera. Zacatecas, lata y árida, vive de la agricultura y exporta mano de obra hacia otros estados; son bajísimas las leyes actuales de sus minerales de oro y plata, en relación con los buenos tiempos pasados. De las cincuenta minas que el distrito de Guanajuato tenía en la explotación, apenas quedan ahora, dos. No crece la población de la hermosa ciudad, pero afluyen los turistas a contemplar el esplendor exuberante de los viejos tiempos, a pasear por las callejuelas de nombres románticos, ricas de leyendas, y a horrorizarse con las cien momias que las sales de la tierra han conservado intactas. La mitad de las familias del estado de Guanajuato, con un promedio de más de cinco miembros, viven actualmente en chozas de una sola habitación.

                                                        Eduardo Galeano

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