En 1581, Felipe II había afirmado,
ante la audiencia de Guadalajara, que ya un tercio de los indígenas de América había sido aniquilado, y que los que aún vivían se veían obligados a pagar tributos por los
muertos. El monarca dijo, además, que los indios eran comprados y vendidos. Que
dormían a la intemperie. Que las madres mataban a sus hijos para salvarlos del
tormento en las minas. Pero la hipocresía de la Corona tenía menos límites
que el Imperio: la Corona
recibía una quinta parte del valor de los metales que arrancaban sus súbditos
en toda la extensión del Nuevo Mundo hispánico, además de otros impuestos, y
otro tanto ocurría, en el siglo XVIII, con la Corona portuguesa en
tierras de Brasil. La plata y el oro de América penetraron como un ácido
corrosivo, al decir de Engels, por todos los poros de la sociedad feudal
moribunda en Europa, y al servicio del naciente mercantilismo capitalista los
empresarios mineros convirtieron a los indígenas y a los esclavos negros en un
numerosísimo « proletariado externo » de la economía europea. La esclavitud
grecorromana resucitaba en los hechos, en un mundo distinto; al infortunio de
los indígenas de los imperios aniquilados en la América Hispánica
hay que sumar el terrible destino de los negros arrebatados a las aldeas
africanas para trabajar en Brasil y en la Antillas.
La economía colonial
latinoamericana dispuso de la mayor concentración de fuerza de trabajo hasta
entonces conocida, para hacer posible la mayor concentración de riqueza de que
jamás haya dispuesto civilización alguna en la historia mundial.
Aquella violenta marca de codicia, horror y bravura
no se abatió sobre estas comarcas sino al precio del genocidio nativo: las
investigaciones recientes mejor fundadas atribuyen al México precolombino una
población que oscila entre los veinticinco y treinta millones, y se estima que
había una cantidad semejante de indios en la región andina; América Central y
las Antillas contaban entre diez y trece millones de habitantes.
Los indios de la América sumaban no menos
de setenta millones, y quizás más, cuando los conquistadores extranjeros
aparecieron en el horizonte; un siglo y medio después
se habían reducido, en total, a solo tres millones y medio. Según el
marqués de Barinas, entre Lima y Paita, donde habían vivido más de dos millones
de indios, no quedaban más que cuatro mil familias indígenas en 1685. El
arzobispo Liñana y Cisneros negaba el aniquilamiento de los indios: «Es que se
ocultan –decía- para no pagar tributos, abusando de la libertad de que gozan y
que no tenían en la época de los incas». Manaba sin cesar el metal de las
vetas americanas, y de la corte española llegaban, también sin cesar,
ordenanzas que otorgaban una protección de papel y una dignidad de tinta a los
indígenas, cuyo trabajo extenuante sustentaba al reino. La ficción de la
legalidad amparaba al indio; la explotación de la realidad amparaba al indio;
la explotación de la realidad lo desangraba. De la esclavitud a la encomienda
de servicios, y de esta a la encomienda de tributos y al régimen de salarios,
las variantes en la condición jurídica de la mano de obra indígena no alteraron
más que superficialmente su situación real, la Corona consideraba tan
necesaria la explotación humana de la fuerza de trabajo aborigen, que en 1601
Felipe III dictó reglas prohibiendo el trabajo forzoso en las minas, y simultáneamente,
envió otras instrucciones secretas ordenando continuarlo « en caso de que
aquella medida hiciese flaquear la producción ». Del mismo modo, entre 1616 y 1619 el
visitador y gobernador Juan de Solórzano hizo una investigación sobre las
condiciones de trabajo en las minas de mercurio de Huancavelica: « ...el veneno
penetraba en la pura médula, debilitando los miembros todos y provocando un
temblor constante, muriendo los obreros, por lo general, en el espacio de cuatro años », informó al Consejo de Indias y al monarca.
Pero en 1631 Felipe IV ordenó que se continuara allí con el mismo sistema, y su
sucesor, Carlos II, renovó tiempo después el decreto. Estas minas de mercurio
eran directamente explotadas por la
Corona , a diferencia de las minas de plata, que estaban en
manos de empresarios privados.
En tres centurias, el cerro rico de Potosí quemó, según
Josiah Conder, ocho millones de vidas. Los indios eran arrancados de las
comunidades agrícolas y arriados, junto con sus mujeres y sus hijos, rumbo al
cerro. De cada diez que marchaban hacia los altos páramos helados, siete no
regresaban jamás. Luis Capoche, que era dueño de minas y de ingenios, escribió
que « estaban los caminos cubiertos que parecía que se mudaba el reino ». En
las comunidades, los indígenas habían visto
« volver muchas mujeres afligidas sin sus maridos y muchos hijos huérfanos
sin sus padres » y sabían que en la mina esperaban « mil muertes y desastres ». Los españoles
batían cientos de millas a la redonda en busca de mano de obra. Muchos de los
indios morían por el camino, antes de llegar a Potosí. Pero eran las terribles
condiciones de trabajo en la mina las que más gente mataban. El dominico fray
Domingo de Santo Tomás denunciaba al Consejo de Indias, en 1550, a poco de
nacida la mina, que Potosí era una «
boca de infierno » que anualmente tragaba indios por millares y que los rapaces
mineros trataban a los naturales « como animales sin dueños ». Y fray Rodrigo
de Loaysa diría después: « Estos pobres indios son como las sardinas en el mar.
Así como, los otros peces persiguen a
los miserables indios... ». Los caciques de las comunidades tenían la obligación
de reemplazar a los mitayos que iban muriendo, con nuevos hombres de dieciocho
a cincuenta años de edad. El corral de repartimiento, donde se adjudicaban los
indios a los dueños de las minas y los ingenios, una gigantesca cancha de
paredes de piedra, sirve ahora para que los obreros jueguen al fútbol; la cárcel
de los mitayos, un informe montón de ruinas, puede ser todavía contemplada a la
entrada de Potosí.
En la
Recopilación de Leyes de Indias no faltan decretos de aquella
época estableciendo la igualdad de derechos de los indios y los españoles para
explotar las minas y prohibiendo expresamente que se lesionaran los derechos de
los nativos. La historia formal –letra muerta que en nuestros tiempos recoge la
letra muerta de los tiempos pasados- no tendría de qué quejarse, pero mientras
se debatía en legajos infinitos la legislación del trabajo indígena y estallaba
en tinta el talento de los juristas españoles, en América la ley «se acataba
pero no se cumplía». En los hechos, « el pobre del indio es una moneda –al
decir de Luis Capoche- con lo cual se halla todo lo que es menester, como en
oro y plata, y muy mejor ». Numerosos individuos reivindicaban ante los
tribunales su condición de mestizos para que no los mandaran a los socavones,
ni los vendieran y revendieran en el mercado.
A fines del siglo XVII, Concolorcorvo, por cuyas
venas corría sangre indígena, renegaba así de los suyos: « No negamos que las
minas consumen número considerable de indios, pero esto no procede del trabajo
que tienen en las minas de plata y azogue, sino del libertinaje en que viven ».
El testimonio de Capoche, que tenía muchos indios a su servicio, resulta
ilustrativo en este sentido. Las glaciales temperaturas de la intemperie
alternaban con los calores infernales en lo hondo del cerro. Los indios
entraban en las profundidades, « y ordinariamente los sacan muertos y otros
quebradas las cabezas y las piernas, y en los ingenios cada día se hieren ».
Los mitayos hacían saltar en mineral a punta de barreta y luego lo subían
cargándolo a la espalda, por escalas, a la luz de una vela. Fuera del socavón, movían los largos.
La « mita » era una máquina de tritura indios. El
empleo del mercurio para la extracción de la plata por amalgama envenenaba
tanto o más que los gases tóxicos en el vientre de la tierra. Hacía caer el
cabello y los dientes y provocaba temblores indominables. Los « azogados » se
arrastraban pidiendo limosna por las calles. Seis mil quinientas fogatas ardían
en la noche sobre las ladras del cerro rico, y en ellas se trabajaba la plata
valiéndose del viento que enviaba el «
glorioso San Agustino » desde el cielo. A causa del humo de los hornos no había
pastos ni sembradíos en un radio de seis leguas alrededor de Potosí, y las
emanaciones no eran menos implacables con los cuerpos de los hombres.
No faltaban las justificaciones ideológicas. La sangría
del Nuevo Mundo se convertía en un acto de caridad o una razón de fe. Junto con
la culpa nació todo un sistema de coartadas para las conciencias culpables. Se
transformaba a los indios en bestias de carga, porque resistían un peso mayor al
que soportaba el débil lomo de la llama, y de paso se comprobaba que, en
efecto, los indios eran bestias de carga. Un virrey de México consideraba que
no había mejor remedio que el trabajo en las minas para curar la « maldad natural » de los indígenas. Juan Ginés
de Sepúlveda, el humanista, sostenía que los indios merecían el trato que recibían
porque sus pecados e idolatrías constituían una ofensa contra Dios. El conde de
Bufón afirmaba que no se registraba en los indios, animales frígidos y débiles,
«ninguna actividad del alma». El abate De Paw inventaba una América donde los
indios degenerados alternaban con perros que no sabían ladrar, vacas
incomestibles y camellos impotentes.
En el siglo XVII, el padre Gregorio García
sostenía que los indios eran de ascendencia judía, porque al igual que los judíos
«son perezosos, no creen en los milagros de Jesucristo y no están agradecidos a los españoles por
todo el bien que les han hecho». Al menos, no negaba este sacerdote que los
indios descendieran de Adán y Eva: eran numerosos los teólogos y pensadores que
no habían quedado convencidos por la
Bula del Papa Paulo
III, emitida en 1537, que había declarado a los indios «verdaderos hombres».
El padre Bartolomé de las Casas agitaba la corte española
con sus denuncias contra la crueldad de los conquistadores de América: en 1557,
un miembro del real consejo le respondió que los indios estaban demasiado bajos
en la escala de la humanidad para ser capaces de recibir la fe.
Las Casas dedicó su fervorosa vida a la defensa de
los indios frente a los desmanes de los mineros y los encomenderos. Decía que
los indios preferían ir al infierno para no encontrarse con cristianos.
A los conquistadores y colonizadores se les «encomendaban»
indígenas para que los catequizaran. Pero como los indios debían al «
encomendero » servicios personales y tributos económicos, no era mucho el
tiempo que quedaba para introducirlos en
el cristiano sendero de la salvación. En recompensa a sus servicios, Hernán
Cortés había recibido veintitrés mil vasallos; se repartían los indios al mismo
tiempo que se otorgaban las tierras mediante mercedes reales o se las obtenía por
el despojo directo. Desde 1536 los indios eran otorgados en encomienda, junto
con su descendencia, por el término de dos vidas: la del encomendero y su
heredero inmediato; desde 1629 el régimen se fue extendiendo, en la práctica.
Se vendían las tierras con los indios adentro. En el siglo XVIII, los
indios, los sobrevivientes, aseguraban la vida cómoda de muchas generaciones
por venir. Como los dioses vencidos persistían en sus memorias, no faltaban
coartadas santas para el usufructo de su mano de obra por parte de los
vencedores: los indios eran paganos, no merecían otra vida. ¿Tiempos pasados?
Cuatrocientos veinte años después de la
Bula del Papa Paulo III, en septiembre de 1957, la Corte Suprema de
Justicia del Paraguay emitió una circular comunicando a todos los jueces del país
que « los indios son tan seres humanos como los otros habitantes de la república
» Y el Centro de Estudios Antropológicos de la Universidad Católica
de Asunción realizó posteriormente una encuesta reveladora en la capital y en el
interior: de cada diez paraguayos, ocho creen que « los indios son como animales ». En Caaguazú, en
el Alto Paraná y en el Chaco, los indios son cazados como fieras, vendidos a
precios baratos y explotados en régimen de virtual esclavitud. Sin embargo, casi
todos los paraguayos tienen sangre indígena, y el Paraguay no se cansa de
componer canciones, poemas y discursos en homenaje al « alma guaraní ».
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Con base en los datos que
proporciona Alexander von Humboldt, se ha estimado en unos cinco mil
millones de dólares actuales la magnitud del excedente económico evadido de México
entre 1760 y 1809, apenas medio siglo, a través de las exportaciones de
plata y oro. Por entonces no había minas más importantes en América. El
gran sabio alemán comparó la mina de Valenciana, con la de Guanajuato, con la Himmels Furst de
Sajonia, que era la más rica de Europa: la valenciana producía 36 veces más
plata, al filo del siglo, ya dejaba a sus accionistas ganancias 33 veces más
altas. El conde Santiago de Laguna vibraba de emoción al describir, en 1732, el
distrito minero de Zacatecas y « los preciosos tesoros que ocultan sus
preciosos senos », en los cerros « todos
honrados con más de cuatro mil bocas, para mejor servir con el fruto de sus
entrañas a ambas Majestades », Dios y el Rey, y « para que todos acudan a beber
y participar de los grande, de lo rico, de los doctos, de lo urbano y de lo
noble » porque era « fuente de sabiduría, policía, armas, nobleza...». El cura
Marmolejo escribía más tarde a la ciudad de Guanajuato, atravesada por los
puentes, con jardines que tanto se aparecían a los de Semíramis de Babilonia y los templos
deslumbrantes, el teatro, la plaza de toros, los palenque de gallo y las torres
y las cúpulas alzadas contra las verdes laderas de las montañas. Pero este era «
el país de la desigualdad » y Humboldt pudo escribir sobre México: « Acaso en ninguna parte la desigualdad es más
espantosa... la arquitectura de los edificios públicos y privados, la finura
del ajuar de las mujeres, el aire de la sociedad; todo anuncia un extremo de
esmero que se contrapone extraordinariamente a la desnudez, ignorancia y
rusticidad del populacho ». los socavones engullían hombres y mulas en las
lomas de las cordilleras; los indios, « que vivían solo para salir del día »,
padecían hambre endémica y las pestes los mataban como moscas. En un solo año,
1784, una oleada de enfermedades provocadas por la falta de alimentos que
resultó de una helada arrasadora, había segado más de ocho mil vidas en
Guanajuato.
Los capitales no se acumulaban,
sino que se derrochaban. Se practicaba el viejo dicho: « Padre mercader, hijo
caballero, nieto pordiosero ». en una representación dirigida al gobierno, en
1843, Lucas Alamán formuló una sombría advertencia, mientras insistía en la
necesidad de defender la industria nacional mediante un sistema de
prohibiciones y fuertes gravámenes contra la competencia extranjera: « Preciso
es recurrir al fenómeno de la industria, como única fuente de prosperidad
universal –decía- . de nada serviría a Puebla la riqueza de Zacatecas, si no
fuese por el consumo que proporciona a sus manufacturas, y si estas decayesen
otra vez como antes ha sucedido, se arruinaría ese departamento ahora
floreciente, sin que pudiese salvarlo de la miseria la riqueza de aquellas
minas ». la profecía resultó certera. En nuestros días, Zacatecas y Guanajuato
ni siquiera son las ciudades más importantes de sus propias comarcas. Ambas
languidecen rodeadas de los esqueletos de los campamentos de la prosperidad
minera. Zacatecas, lata y árida, vive de la agricultura y exporta mano de obra
hacia otros estados; son bajísimas las leyes actuales de sus minerales de oro y
plata, en relación con los buenos tiempos pasados. De las cincuenta minas que
el distrito de Guanajuato tenía en la explotación, apenas quedan ahora, dos. No
crece la población de la hermosa ciudad, pero afluyen los turistas a contemplar
el esplendor exuberante de los viejos tiempos, a pasear por las callejuelas de
nombres románticos, ricas de leyendas, y a horrorizarse con las cien momias que
las sales de la tierra han conservado intactas. La mitad de las familias del
estado de Guanajuato, con un promedio de más de cinco miembros, viven
actualmente en chozas de una sola habitación.
Eduardo Galeano
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