El Che Guevara decía que el subdesarrollo es un enano
de cabeza enorme y panza hinchada: sus piernas débiles y sus brazos cortos no
armonizan con el resto del cuerpo. La
Habana resplandecía, zumbaban los cadillacs por sus avenidas
de lujo y en el cabaret más grande del mundo ondulaban, al ritmo de Lecuona,
las vedettes más hermosas, mientras tanto, en el campo cubano, solo uno
de cada diez obreros agrícolas bebía leche, apenas un cuatro por ciento consumía
carne y, según el Consejo Nacional de Economía, las tres quintas partes de los
trabajadores rurales ganaban salarios que eran tres o cuatro veces inferiores
al costo de la vida.
Pero el azúcar no solo produjo enanos. También
produjo gigantes o, al menos, contribuyó intensamente al desarrollo de los
gigantes. El azúcar del trópico latinoamericano aportó un gran impulso a la
acumulación de capitales para el desarrollo industrial de Inglaterra, Francia,
Holanda y, también, de los Estados Unidos, al mismo tiempo que mutiló la economía
del nordeste de Brasil y de las islas del caribe y selló la ruina histórica de África.
El comercio triangular entre Europa, África y América tuvo por viga
maestra el tráfico de esclavos con destino a las plantaciones de azúcar. «La
historia de un grano de azúcar es toda
una lección de economía política, de política y también de moral». Decía
Augusto Cochin.
Las tribus de África occidental vivían planeando
entre sí, para aumentar, con los prisioneros de guerra, sus reservas de
esclavos. Pertenecían a los dominios coloniales de Portugal, pero los
portugueses no tenían naves ni artículos industriales que ofrecer en la época
del auge de la trata de negros, y se convirtieron en meros intermediarios entre
los capitanes negreros de otras potencias y los reyezuelos africanos.
Inglaterra fue, hasta que ya no le resultó conveniente, la gran campeona de la
compra y venta de carne humana.
Los holandeses tenían, sin embargo, más larga tradición
en el negocio, porque Carlos V les había regalado el monopolio del transporte
de negros a América tiempo antes de que Inglaterra obtuviera el derecho de
introducir esclavos en las colonias ajenas.
Y en cuanto a Francia, Luis XIV, el Rey Sol, compartía
con el rey de España la mitad de las ganancias de la Compañía de Guinea,
formada en 1701 para el tráfico de esclavos hacia América, y su ministro
Colbert, artífice de la industrialización francesa, tenía motivos para afirmar
que la trata de negros era «recomendable para el progreso de la marina mercante
nacional».
Adam Smith decía que el descubrimiento de América había
«elevado el sistema mercantil a un grado de esplendor y gloria que de otro modo
no hubiera alcanzado jamás». Según Sergio Bagú, el más formidable motor de
acumulación de capital mercantil europeo fue la esclavitud americana; a su vez,
ese capital resultó «la piedra fundamental sobre la cual se construyó el
gigantesco capital industrial de los tiempos contemporáneos». La resurrección
de la esclavitud grecorromana en el Nuevo Mundo tuvo propiedades milagrosas:
multiplicó las naves, las fábricas, los ferrocarriles y los bancos de países
que no estaban en el origen ni, con excepción de los Estados Unidos, tampoco en
el destino de los esclavos que cruzaban el Atlántico. Entre los albores del
siglo XVI y la agonía del siglo XIX, varios millones de
africanos, no se sabe cuántos, atravesaron el océano; se sabe, sí, que fueron
muchos más que los inmigrantes blancos, provenientes de Europa, aunque, claro
está, muchos menos sobrevivieron. Del Potomac al río de la Plata , los esclavos
edificaron la casa de sus amos, talaron los bosques, cortaron y molieron las cañas
de azúcar, plantaron algodón, cultivaron cacao, cosecharon café y tabaco y
rastrearon los cauces en busca de oro. ¿A cuántas Hiroshimas equivalieron sus
exterminios sucesivos? Como decía un plantador inglés de Jamaica, «a los negros
es más fácil comprarlos que criarlos».
Caio Prado calcula que hasta principios del siglo XIX habían
llegado a Brasil entre cinco y seis millones de africanos; para entonces, ya
Cuba era un mercado de esclavos tan grande como lo había sido, antes, todo el
hemisferio occidental.
Allá por 1562, el capitán John Hawkins había arrancado
trescientos negros de contrabando de la Guinea portuguesa. La reina Isabel se puso
furiosa: «Esta aventura –sentenció- clama venganza del cielo». Pero Hawkins le
contó que en el Caribe había obtenido, a cambio de los esclavos, un cargamento
de azúcar y pieles, perlas y jengibre. La reina perdonó al pirata y se convirtió
en su socia comercial. Un siglo después, el duque de York marcaba al hierro
candente sus iniciales, DY, sobre la nalga izquierda o el pecho de los tres mil
negros que anualmente conducía su empresa hacia las «islas del azúcar». La Real Compañía
Africana, entre cuyos accionistas figuraba el rey Carlos II, daba un
trescientos por ciento de dividendos, pese a que, de los 70 mil esclavos que
embarcó entre 1680 y 1688, solo 46 mil sobrevivieron a la travesía. Durante el
viaje, numerosos africanos morían víctima de epidemias o desnutrición, o se
suicidaban negándose a comer, ahorcándose con sus cadenas o arrojándose por la
borda al océano erizado de aletas de tiburones. Lenta pero firmemente, Inglaterra
iba quebrando la hegemonía holandesa en la trata de negros. La South Sea Company fue la
principal usufructuaria del «derecho de asiento» concedido a los ingleses por
España, y en ella estaban envueltos los más prominentes personajes de la política
y las finanzas británicas; el negocio, brillante como ninguno, enloqueció a la
bolsa de valores de Londres y desató una especulación de leyenda.
El transporte de esclavos elevó a Bristol, sede de
astilleros, al rango de segunda ciudad de Inglaterra, y convirtió a Liverpool
en el mayor puerto del mundo. Partían los navíos con sus bodegas cargadas de
armas, telas, ginebra, ron, chucherías y vidrios de colores, que serían el
medio de pago para la mercadería humana de África, que a su vez pagaría el azúcar,
el algodón, el café y el cacao de las plantaciones coloniales de América. Los
ingleses imponían su reinado sobre los mares. A fines del siglo XVIII, África y
el Caribe daban trabajo a ciento ochenta mil obreros textiles en Manchester; de
Sheffield provenían los cuchillos, y de Birmingham, 150 mil mosquetes por año.
Los caciques africanos recibían las mercancías de la industria británica y
entregaban los cargamentos de esclavos a los capitanes negreros. Disponían, así
de nuevas armas y abundante aguardiente para emprender las próximas cacerías en
las aldeas. También proporcionaban marfiles, ceras y aceite de palma. Muchos de
los esclavos provenían de la selva y no habían visto nunca el mar; confundían
los rugidos del océano con los de algunas bestias sumergida que los esperaba
para devorarlos o, según el testimonio de un traficante de la época, creían, y
en cierto modo no se equivocaban, que «iban a ser llevados como carneros al
matadero, siendo su carne muy apreciada por los europeos». De muy poco servían
los látigos de siete colas para contener la desesperación suicida de los
africanos.
Los «fardos» que sobrevivían al hambre, las
enfermedades y el hacinamiento de la travesía, eran exhibidos en andrajos, pura
piel y huesos, en la plaza pública, luego de desfilar por las calles coloniales
al son de las gaitas. A las que llegaban al caribe demasiado exhaustos se los
podía cebar en los depósitos de esclavos antes de lucirlos a los ojos de los
compradores; a los enfermos se los dejaba morir en los muelles. Los esclavos
eran vendidos a cambio de dinero en efectivo o pagarés a tres años de plazo.
Los barcos zarpaban de regreso a Liverpool llevando diversos productos
tropicales: a comienzos del siglo XVIII, las tres cuartas partes
del algodón que hilaba la industria textil inglesa provenían de las Antillas,
aunque luego Giorgia y Lousiana serían sus principales fuentes; a mediados del
siglo, había ciento veinte refinerías de azúcar en Inglaterra.
Un inglés podía vivir, en aquella época, con unas
seis libras al año; los mercaderes de esclavos de Liverpool sumaban ganancias
anuales por más de un millón cien mil libras, contando exclusivamente el dinero
obtenido en el Caribe y sin agregar los beneficios del comercio adicional. Diez
grandes empresas controlaban los dos tercios del tráfico. Liverpool inauguró un
nuevo sistema de muelles; cada vez se construían más buques, más largos y de
mayor calado. Los orfebres ofrecían «candados y collares de plata para negros y
perros», las damas elegantes se mostraban en público acompañadas de un mono
vestido con jubón bordado y un niño esclavo, con turbante y bombachudos de
seda. Un economista describía por entonces la trata de negros como «el
principio básico y fundamental de todo lo demás; como el principal resorte de
la máquina que pone en movimiento cada rueda del engranaje».
Se propagaban los bancos en Liverpool y Manchester,
Bristol, Londres y Glasgow; la empresa de seguros Lloyd’s acumulaba ganancias
asegurando esclavos, buque y plantaciones. Desde muy temprano, los avisos del London
Gazette indicaban que los esclavos fugados debían ser devueltos a Lloyd’s.
Con fondos del comercio negrero se construyó el gran ferrocarril inglés del
oeste y nacieron industrias como las fábricas de pizarras de Gales. El capital
acumulado en el comercio triangular –manufacturas, esclavos, azúcar- hizo
posible la invención de la máquina de vapor. Eric Williams lo afirma en su
documentada obra sobre el tema.
A principios del siglo XIX, Gran
Bretaña se convirtió en la principal impulsora de la campaña antiesclavista. La
industria inglesa ya necesitaba mercados internacionales con mayor poder
adquisitivo, lo que obligaba a la propagación del régimen de salarios. Además,
al establecerse el salario en las colonias inglesas del caribe, el azúcar
brasileño, producido con mano de obra
esclava, recuperaba ventajas por sus bajos costos comparativos[1].
La Armada británica
se lanzaba al asalto de los buques negreros, pero el tráfico continuaba
creciendo para abastecer a Cuba y a Brasil. Antes de que los botes ingleses
llegaran a los navíos piratas, los esclavos eran arrojados por la borda:
adentro solo se encontraba el olor, las calderas calientes y un capitán muerto
de risa en cubierta. La represión del tráfico elevó los precios y aumentó
enormemente las ganancias. A mediados del siglo, los traficantes entregaban un
fusil viejo por cada esclavo vigoroso que arrancaban del África, para luego
venderlo en Cuba a más de seiscientos dólares.
Las pequeñas islas del caribe habían sido
infinitamente más importantes, para Inglaterra, que sus colonias del norte. A
Barbados, Jamaica y Montserrat se les prohibía fabricar una aguja o una
herradura por cuenta propia. Muy diferente era la situación de Nueva
Inglaterra, y ello facilitó su desarrollo económico y, también, su independencia
política.
Por cierto que la trata de negros en Nueva Inglaterra
dio origen a gran parte del capital que facilitó la revolución industrial en
Estados Unidos de América. A mediados del siglo XVIII, los
barcos negreros del norte llevaban desde Boston, Newport o Providence barriles
llenos de ron hasta las costas de África; en África los cambiaban por esclavos;
vendían los esclavos en el Caribe y de allí traían la melaza a Massachusetts,
donde se destilaba y se convertía, para completar el ciclo, en ron. El mejor
ron de las Antillas, el West Indian Rum, no se fabricaba en las
Antillas. Con capitales obtenidos de este tráfico de esclavos, los hermanos
Brown, de Providence, instalaron el horno de fundición que proveyó de cañones
al general George Washington para la guerra de la independencia.
Las plantaciones azucareras del Caribe, condenadas
como estaban al monocultivo de la caña, no solo pueden considerarse el centro
dinámico del desarrollo delas «trece colonias» por el aliento que la trata de
negros brindó a la industria naval y a las destilerías de Nueva Inglaterra.
También constituyeron el gran mercado para el desarrollo de las exportaciones
de víveres, maderas e implementos diversos con destino a los ingenios, con lo
cual dieron viabilidad económica a la economía granjera y precozmente
manufacturera del Atlántico norte. En gran escala, los navíos fabricados por
los astilleros de los colonos del norte llevaban al caribe peces frescos y
ahumados, avena y granos, frijoles, harina, manteca, queso, cebollas, caballos
y bueyes, velas y jabones, telas, tablas de pino, roble y cedro para las cajas
de azúcar (Cuba contó con la primera sierra de vapor que llegó a la América hispánica pero no
tenía madera que cortar) y duelas, arcos, aros, argollas y clavos.
Así se iba trasvasando la sangre
por todos estos procesos. Se desarrollaban los países desarrollados de nuestros
días; se subdesarrollaban los subdesarrollados.
Eduardo Galeano… extracto de las venas abiertas
de América latina
[1] La primera
ley que expresamente prohibió la esclavitud en Brasil no fue brasileña. Fue, y
no por casualidad, inglesa. El Parlamento británico la votó el 8 de agosto de
1845. Osny Duarte Pereira, Quem fax as leis bo Brasil?, Río de Janiero,
1963.
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