El oro había empezado a fluir en el preciso momento en que Portugal
firmaba el tratado de Methuen, en 1703, con Inglaterra. Esta fue la coronación
de una larga serie de privilegios conseguidos por los comerciantes británicos
en Portugal. A cambio de algunas ventajas para sus vinos en el mercado inglés,
Portugal abría su propio mercado, y el de las colonias, a las manufacturas británicas.
Dado el desnivel de desarrollo industrial ya por entonces existente, la medida
implicaba una condenación a la ruina para las manufacturas locales. No era con
vino como se pagarían los tejidos ingleses, sino con oro, con el oro de Brasil,
y por el camino quedarían paralíticos los telares de Portugal. Portugal no se
limitó a matar en el huevo a su propia industria, sino que, de paso, aniquiló
también los gérmenes de cualquier tipo de desarrollo manufacturero en el
Brasil.
El reino prohibió el funcionamiento de refinerías de azúcar en 1715, en
1729, declaró crimen la apertura de nuevas vías de comunicación en la región
minera; en 1785, ordenó incendiar los telares y las hilanderías brasileñas.
Inglaterra y Holanda, campeonas del contrabando del oro y de los
esclavos, que amasaron grandes fortunas en el tráfico ilegal de carne negra,
atrapaban por medios ilícitos, según se estima, más de la mitad del metal que
correspondía al impuesto del «quinto real» que debía recibir, de Brasil, la
corona portuguesa. Pero Inglaterra no recurría solamente al comercio prohibido
para canalizar el oro brasileño en dirección a Londres. Las vías legales también
le pertenecían. El auge del oro, que implicó el flujo de grandes contingentes
de población portuguesa hacia Minas Gerais, estimuló agudamente la demanda
colonial de productos industriales y proporcionó, a la vez, medios para
pagarlos. De la misma manera que la plata de Potosí rebotaba en el suelo de
España, el oro de Minas Gerais, solo pasaba en tránsito por Portugal. La metrópoli
se convirtió en simple intermediaria. En 1755, el marqués de Pombal, primer
ministro portugués, intentó la resurrección de una política proteccionista pero
ya era tarde: denunció que los ingleses habían conquistado Portugal sin los
inconvenientes de una conquista, que abastecían las dos terceras partes de sus
necesidades y que los agentes británicos eran dueños de la totalidad del
comercio portugués. Portugal no producía prácticamente nada y tan ficticia
resultaba la riqueza del oro que hasta los esclavos negros que trabajaban las
minas de la colonia eran vestidos por los ingleses.
Celso Furtado ha hecho notar que Inglaterra, que seguía una política
clarividente en materia de desarrollo industrial, utilizó el oro de Brasil para
pagar importaciones esenciales de otros países y pudo concentrar sus
inversiones en el sector manufacturero. Rápidas y eficaces innovaciones tecnológicas
pudieron ser aplicadas gracias a esta gentileza histórica de Portugal. El
centro financiero de Europa se trasladó de Amsterdan a Londres. Según las
fuentes británicas, las entradas de oro brasileño en Londres alcanzaban a
cincuenta mil libras por semana en algunos períodos. Sin esta tremenda
acumulación de reservas metálicas,
Inglaterra no hubiera podido enfrentar, posteriormente, a Napoleón.
Nada quedó, en el suelo brasileño, del impulso dinámico del oro, salvo los templos y las
obras de arte. A fines del siglo XVIII, aunque todavía no se habían
agotado los diamantes, el país estaba postrado. El ingreso per capita de
los tres millones largos de brasileños no superaba los cincuenta dólares
anuales al actual poder adquisitivo, según los cálculos de Furtado, y este era
el nivel más bajo de todo el período colonial. Minas Gerais cayó a pique en un
abismo de decadencia y ruina. Increíblemente, un autor brasileño agradece el
favor y sostiene que el capital inglés que salió de Minas Gerais «sirvió para
la inmensa red bancaria que propició el comercio entre las naciones y tornó
posible levantar el nivel de vida de los pueblos capaces del progreso[1]».
Condenados inflexiblemente a la pobreza en función del progreso ajeno, los
pueblos mineros «incapaces» quedaron aislados y tuvieron que resignarse a
arrancar sus alimentos de las pobres tierras ya despojadas de metales y piedras
preciosas. La agricultura de subsistencia ocupó el lugar de la economía minera.
En nuestros días, los campos de Minas Gerais son, como los del nordeste, reinos
del latifundio y de los «coroneles de hacienda», impertérritos bastiones del
atraso. La venta de trabajadores mineiros a las haciendas de otros
estados es casi tan frecuente como el tráfico de esclavos que los nordestinos
padecen. Franklin de Oliveira recorrió Minas Gerais hace poco tiempo. Encontró
casas de palo a pique, pueblitos sin agua ni luz, prostitutas con una edad
media de trece años en la ruta al valle de Jequitinhonda, locos y famélicos a
la vera de los caminos. Lo cuenta en su reciente libro A tragedia da
renovacao brasileira. Henri Gorceix había dicho, con razón, que
Minas Gerais tenía un corazón de oro en un pecho de hierro pero la explotación
de su fabuloso quadrilátero ferrífero corre por cuenta, en nuestros días,
de la Hanna Mining
Co. y la Bethlehem
Steel , asociadas al efecto: los yacimientos fueron entregados
en 1964, al cabo de una siniestra historia. El hierro, en manos extranjeras, no
dejará más de lo que el oro dejó.
Solo la explosión del talento había quedado como recuerdo del vértigo
del oro, por no mencionar los agujeros de las excavaciones y las pequeñas
ciudades abandonadas. Portugal no pudo, tampoco, rescatar otra fuerza creadora
que no fuera la revolución estética. El
convento de Mafra, orgullo de Don Joao V, levantó a Portugal de la decadencia
artística: en sus carillones de treinta y siete campanas, sus vasos y sus
candelabros de oro macizo, centellea todavía el oro de Minas Gerais.
Las iglesias de Minas han sido bastante saqueadas y son raros los
objetos sacros, de tamaño portátil, que en ellas perduran, pero para siempre
quedaron, alzadas sobre las ruinas coloniales, las monumentales obras barrocas,
los frontispicios y los púlpitos, los retablos, las tribunas, las figuras
humanas, que diseñó, talló o esculpió Antonio Franciso Lisboa, el «Aleijadinho»,
el «Tullidito» comenzó a modelar en piedra un conjunto de grandes figuras
sagradas, al pie del santuario de Bon Jesús da Matosinhos, en Congonhas do
Campo. La euforia del oro era cosa del pasado: la obra se llamaba Los
Profetas, pero ya no había ninguna gloria por proferir. Toda la pompa y la
alegría se habían desvanecido y no quedaba sitio para ninguna esperanza. El
testimonio final, grandioso como un entierro para aquella fugaz civilización
del oro nacida para morir, fue dejado a los siglos siguientes por el artista más
talentoso de toda la historia de Brasil. El «Aleijadinho», desfigurado y
mutilado por la lepra, realizó su obra maestra amarrándose el cincel y el
martillo a las manos sin dedos y arrastrándose de rodillas, cada madrugada,
rumbo a su taller.
La leyenda asegura que en la iglesia de Nossa Señora de Mercês e
Misericordia, de Minas Gerais, los mineros muertos celebraban todavía misa en
las frías noches de lluvia. Cuando el sacerdote se vuelve, alzando las manos
desde el altar mayor, se le ven los huesos de la cara.
[1] Augusto de
Lima Júnior, op. cit.El autor siente una gran alegría por “la expansión
del imperialismo colonizador, que los ignorantes de hoy, movidos por sus
maestros moscovitas, califican de crimen”.
Eduardo Galeano
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