Venezuela se identificó con el
cacao, planta originaria de América, durante largo tiempo. «Los venezolanos habíamos
sido hechos para vender cacao y distribuir, en nuestro suelo, las baratijas del
exterior», dice Rangel[1].
Los oligarcas del cacao, más los usureros y los comerciantes, integraban «una
Santísima Trinidad del atraso». Junto con el cacao, formando parte de su
cortejo, coexistían la ganadería de los llanos, el añil, el azúcar, el tabaco y
también algunas minas; pero Gran Cacao fue el nombre con el que el
pueblo bautizó, acertadamente, a la oligarquía esclavista de Caracas. A costa
del trabajo de los negros, esta oligarquía se enriqueció abasteciendo de cacao
a la oligarquía minera de México y a la metrópoli española. Desde 1873, se
inauguró en Venezuela una edad del café; el café exigía, como el cacao, tierras
de vertientes o valles cálidos. Pese a la irrupción del intruso, el cacao
continuó, de todos modos, su expansión, invadiendo los suelos húmedos de Carúpano.
Venezuela siguió siendo agrícola, condenada al calvario de las caídas cíclicas
de los precios del café y del cacao; ambos productos surtían los capitales que
hacían posible la vida parasitaria, puro despilfarro, de sus dueños, sus
mercaderes y sus prestamistas. Hasta que, en 1922, el país se convirtió de súbito
en un manantial de petróleo. A partir de entonces, el petróleo dominó la vida
del país. La explosión de la nueva fortuna vino a dar la razón, con más de
cuatro siglos de atraso, a las expectativas de los descubridores españoles:
buscando sin suerte al príncipe que se bañaba en oro, habían llegado a la
locura de confundir una aldehuela de Marcaibo con Venecia, espejismo al que
Venezuela debe su nombre; y Colón había creído que en el golfo de Paria nacía
el Paraíso Terrenal.
En las últimas décadas del siglo XIX se desató
la glotonería de los europeos y los norteamericanos por el chocolate. El
progreso de la industria dio un gran impulso a las plantaciones de cacao en
Brasil y estimuló la producción de las viejas plantaciones de Venezuela y
Ecuador. En Brasil, el cacao hizo su ingreso impetuoso en el escenario económico
al mismo tiempo que el caucho y, como el caucho, dio trabajo a los campesinos
del nordeste. La ciudad del Salvador, en la Bahía de Todos los Santos, había sido una de las
más importantes ciudades de América, como capital de Brasil y del azúcar, y
resucitó entonces como capital del cacao. Al sur de Bahía, desde el Recôncavo
hasta el estado del Espíritu Santo, entre las tierras bajas del litoral y la
cadena montañosa de la costa, los latifundios continúan proporcionando, en
nuestros días, la materia prima de buena parte del chocolate que se consume en
el mundo. Al igual que la caña de azúcar, el cacao trajo consigo el monocultivo
y la quema de bosques, la dictadura de la cotización internacional y la penuria
sin tregua de los trabajadores. Los propietarios de las plantaciones, que viven
en las playas de Río de Janeiro y son más comerciantes que agricultores, prohíben
que se destine una sola pulgada de tierra a otros cultivos. Sus administradores
suelen pagar los salarios en especies, charque, harina, frijoles; cuando los
pagan en dinero, el campesino recibe por un día entero de trabajo un jornal que
equivale al precio de un litro de cerveza y debe trabajar un día y medio para
poder comprar una lata de leche en polvo.
Brasil disfrutó un buen tiempo de
los favores del mercado internacional. No obstante, desde el pique encontró en África
serios competidores. Hacia la década del veinte, ya Ghana había conquistado el
primer lugar: los ingleses habían desarrollado la plantación de cacao en gran
escala, con métodos modernos, en este país que por entonces era colonia y se
llamaba Costa de Oro. Brasil cayó al segundo lugar, y años más tarde al
tercero, como proveedor mundial de cacao. Pero hubo más de un período en que
nadie hubiera podido creer que un destino mediocre aguardaba a las tierras fértiles
del sur de Bahía. Invictos todo a lo largo de la época colonial, los suelos
multiplicaban los frutos: los peones partían las bayas a golpes de facón,
juntaban los granos, los cargaban en los carros para que los burros los
condujeran hasta las artesas, y se hacía preciso talar cada vez más bosques,
abrir nuevos claros, conquistar nuevas tierras a filo de machete y tiros de
fusil. Nada sabían los peones de precios ni de mercados. Ni siquiera sabían quién
gobernaba Brasil: hasta no hace muchos años todavía se encontraban trabajadores
de las fazendas convencidos de que don Pedro II, el emperador,
continuaba en el trono. Los amos del caos se restregaban las manos: ellos sí
sabían, o creían que sabían. El consumo de cacao aumentaba y con él aumentaban
las cotizaciones y las ganancias. El puerto de Ilhéus, por donde se embarcaba
casi todo el cacao, se llamaba «la
Reina del sur», y aunque hoy languidece, allí han quedado los
sólidos palacetes que los fazendeiros amueblaron con fastuoso y pésimo
gusto. Jorge Amado escribió varias novelas sobre el tema. Así recrea una etapa
de alza de precios: «Ilhéus y la zona del cacao nadaron en oro, se bañaron en
champaña, durmieron con francesas llegadas de Río de Janeiro. En «Trianón», el
más chic de los cabarets de la ciudad, el coronel Maneca Dantas encendía
cigarros con billetes de quinientos mil reis, repitiendo el gesto de todos los fazendeiros
ricos del país en las alzas anteriores del café, del caucho, del algodón y del azúcar[2]».
Con el alza de precios, la producción aumentada; luego los precios bajaban. La
inestabilidad se hizo cada vez más estrepitosa y las tierras fueron cambiando
de dueño. Empezó el tiempo de los «millonarios mendigos»: los pioneros de las
plantaciones cedían su sitio a los exportadores, que se apoderaban, ejecutando
deudas, de las tierras.
En apenas tres años, entre 1959 y
1961, por no poner más que un ejemplo, el precio internacional del cacao
brasileño en almendra se redujo en una tercera parte.
Posteriormente, la tendencia al
alza de los precios no ha sido capaz de abrir, por cierto, las puertas de la
esperanza; la CEPAL
augura breve vida a la curva del ascenso[3].
Los grandes consumidores de cacao – Estados Unidos, Inglaterra, Alemania
Federal, Holanda, Francia- estimulan la competencia entre el cacao africano y
el que producen Brasil y Ecuador, para comer chocolate barato. Provocan, así,
disponiendo como disponen de los precios, períodos de depresión que lanzan a
los caminos a los trabajadores que el cacao expulsa. Los desocupados buscan árboles
bajo los cuales dormir y bananas verdes para engañar el estómago: no comen, por
cierto, los finos chocolates europeos que Brasil, tercer productor mundial de
cacao, importa increíblemente desde Francia y desde Suiza. Los chocolates valen
cada vez más; el cacao, en términos relativos, cada vez menos. Entre 1950 y
1960, las ventas de cacao de Ecuador aumentaron en más de un treinta por ciento
en volumen, pero solo un quince por ciento de su valor. El quince por ciento
restante fue un regalo de Ecuador a los países ricos, que en el mismo período
le enviaron, a precios crecientes, sus productos industrializados. La economía
ecuatoriana depende de las ventas de bananas, café y cacao, tres alimentos
duramente sometidos a la zozobra de los precios. Según los datos oficiales, de
cada diez ecuatorianos siete padecen desnutrición básica y el país sufre uno de
los índices de mortalidad más altos del mundo.
Eduardo Galeano… extracto de “las venas
abiertas de América latina”
[1] A
principios de siglo, las montañas con bosques de caucho también habían ofrecido
a Perú las promesas de un nuevo Eldorado. Francisco García Calderón escribía en
El Perú contemporáneo, hacia 1908, que el caucho era la gran riqueza del
porvenir. En su novela La casa verde (Barcelona, 1966), Mario Vargas
Llosa reconstruye la atmósfera febril en Iquitos y en la selva donde los
aventureros despojaban a los indios y se despojaban entre sí. La naturaleza se
vengaba; disponía de la lepra y otras armas
[2] El título
de “coronel” se otorga en Brasil, con facilidad, a los latifundistas
tradicionales y, por extensión, a todas las personas importantes. El párrafo
proviene de la novela de Jorge Amado, Sao Jorge dos Ilhéus (Montevideo,
1946). Mientras tanto, “ni los chicos tocaban los frutos del cacao. Sentían
miedo de aquellos cocos amarillos, de carozos dulces, que los tenían presos a
esa vida de frutos de jaca y carne seca”. Porque, en el fondo, “el cacao era el
gran señor a quien hasta el coronel temía” (Jorge Amado, Cacao,
Buenos Aires, 1935). En otra novela, Gabriela, clavo y canela, Buenos
Aires, 1969, un personaje habla de Ilhéus en 1925, alzando un dedo categórico:
“No existe en la actualidad, en el norte del país, una ciudad de progreso más
rápido”. Actualmente, Ilhéus no es ni la sombra.
[3]
Refiriémdose a los aumentos de precios del cacao y del café, la Comisión Económica
para América Latina (CEPAL) de las Naciones Unidas dice que “tiene un carácter
relativamente transitorio” y que obedecen “en gran parte a contratiempos
ocasionales en las cosechas”. CEPAL, Estudio Económico de América Latina,
1969, tomo II: La economía de América Latina en 1969, Santiago de Chile,
1970.
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