En 1888 se abolió la esclavitud en Brasil. Pero no se
abolió el latifundio y ese mismo año un testigo escribía desde Ceará: «El
mercado de ganado humano no estuvo abierto mientras duró el hambre, pues compradores
nunca faltaron. Raro era el vapor que no conducía gran número de cearenses».
Medio millón de nordestinos emigraron a la Amazonia , convocados por los espejismos del
caucho, hasta el filo del siglo; desde entonces el éxodo continuó, al impulso
de las periódicas sequías que han asolado el sertao y de las sucesivas
oleadas de expansión de los latifundios azucareros de la zona de mata.
En 1900 cuarenta mil víctimas de la sequía abandonaron Ceará. Tomaban el camino
por entonces habitual: la ruta del norte hacia la selva. Después, el itinerario
cambió. En nuestros días los nordestinos emigran hacia el centro y el sur de
Brasil. La sequía de 1970 arrojó muchedumbres hambrientas sobre las ciudades
del nordeste.
Saquearon trenes y comercios; a gritos imploraban la
lluvia a San José. Los “flagelados” se lanzaron a los caminos. Un cable de
abril de 1970 informa: «La policía del estado de Pernambuco detuvo el domingo último
en el municipio de Belém de San Francisco, a 210 campesinos que serían vendidos
a propietarios rurales del estado de Minas Gerais a dieciocho dólares por
cabeza[1]».
Los campesinos provenían de Praíba y Río Grande do Norte, los dos estados más
castigados por la sequía. En junio, los teletipos trasmiten las declaraciones
del jefe de la policía federal: sus servicios aún no disponen de los medios
eficaces para poner término al tráfico de esclavos, y aunque en los últimos
meses se han iniciado diez procedimientos de investigación, continúa la venta
de trabajadores del nordeste a los propietarios ricos de otras zonas del país.
El boom del caucho y el auge del café implicaron
grandes levas de trabajadores nordestinos. Pero también el gobierno hace uso de
este caudal de mano de obra barata, formidable ejército de reserva para las
grandes obras públicas. Del nordeste vinieron, acarreados como ganado, los
hombres desnudos que en una noche y un día levantaron la ciudad de Brasilia en
el centro del desierto. Esta ciudad, la más moderna, del mundo, está hoy
cercada por un vasto cinturón de miseria: terminado su trabajo, los candangos
fueron arrojados a las ciudades satélites.
En ellas, trescientos mil nordestinos, siempre listos
para todo servicio, viven de los desperdicios de la resplandeciente capital.
El trabajo esclavo de los
nordestinos está abriendo, ahora, la gran carretera transamazónica, que cortará
Brasil en dos, penetrando la selva hasta la frontera con Bolivia. El plan
implica también un proyecto de colonización agraria para extender «las
fronteras de la civilización»: cada campesino recibirá diez hectáreas de
superficie, si sobrevive a las fiebres tropicales de la floresta. En el
nordeste hay seis millones de campesinos sin tierras, mientras que quince mil
personas son dueñas de la mitad de la superficie total. La reforma agraria no
se realiza en las regiones ya ocupadas, donde continúa siendo sagrado el
derecho de propiedad de los latifundistas, sino en plena selva. Ello significa
que los «flagelados» del nordeste abrirán el camino para la expansión del
latifundio sobre nuevas áreas. Sin capital, sin medios de trabajo, ¿qué
significan diez hectáreas a dos o tres mil kilómetros de distancia de los
centros de consumo? Muy distinto son, se deduce, los propósitos reales del
gobierno: proporcionar mano de obra a los latifundistas norteamericanos que han
comprado o usurpado la mitad de las tierras al norte del río Negro y también a la United States Steel
Co., que recibió de manos del general Garrastazú Médici los enormes yacimientos
de hierro y manganeso de la Amazonia[2].
Eduardo Galeano… extracto de “las venas
abiertas de América latina”
[1] France
Presse, 21 de abril de 1970. En 1938, la peregrinación de un vaquero por
los calcinados caminos del sertao había dado origen a una de la mejores
novelas de la historia literaria de Brasil. El azote de la sequía sobre los
latifundios ganaderos del interior, subordinados a los ingenios de azúcar del
litoral, no ha cesado, y tampoco han variado sus consecuencias. El mundo de Vidas
secas continúa intacto: el papagayo imitaba el ladrido del perro, porque
sus dueños ya casi no hacían uso de la voz humana. Graciliano Ramos, Vidas
secas, la Habana
1964.
[2] Paulo
Schilling, Un nuevo genocidio, en Marcha, número 1.501,
Montevideo, julio 10 de 1970. En octubre de 1970, los obispos de Pará
denunciaron ante el presidente de Brasil la explotación brutal de los trabajadores
nordestinos por parte de las empresas que están construyendo la carretera
transamazónica. El gobierno la llama “la obra del siglo”.
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