La búsqueda del oro y de la plata fue, sin duda, el motor central de la
conquista. Pero en su segundo viaje, Cristóbal Colón trajo las primeras raíces
de caña de azúcar, desde las islas Canarias, y las plantó en las tierras que
hoy ocupa la República
Dominicana. Una vez sembradas, dieron rápidos retoños, para
gran regocijo del almirante. El azúcar, que se cultivaba en pequeña escala en
Sicilia y en las islas Madeira y Cabo verde y se compraba, a precios altos, en
Oriente, era un artículo tan codiciado por los europeos que hasta en los
ajuares de las reinas llegó a figurar como parte de la dote. Se vendía en las
farmacias, se lo pesaba por gramos. Durante poco menos de tres siglos a partir
del descubrimiento de América, no hubo, para el comercio de Europa, producto
agrícola más importante que el azúcar cultivado en estas tierras. Se alzaron
los cañaverales en el litoral húmedo y caliente del nordeste de Brasil y,
posteriormente, también las islas del caribe –Barbados, Jamaica, Haití y la Dominicana , Guadalupe,
Cuba, Puerto Rico- y Veracruz y la costa peruana resultaron sucesivos
escenarios propicios para la explotación, en gran escala, del «oro blanco».
Inmensas legiones de esclavos vinieron a África para proporcionar, al rey azúcar,
la fuerza del trabajo numerosa y gratuita que exigía: combustible humano para
quemar. Las tierras fueron devastadas por esta planta egoísta que invadió el
Nuevo Mundo arrasando los bosques, malgastando la fertilidad natural y
extinguiendo el humus acumulado por los suelos. El largo ciclo del azúcar dio
origen, en América Latina, a prosperidades tan mortales como las que
engendraron, en Potosí, Ouro Preto, Zacatecas y Guanajuato, los furores de la
plata y el oro; al mismo tiempo, impulsó con fuerza decisiva, directa e
indirectamente, el desarrollo industrial de Holanda, Francia, Inglaterra y
Estados Unidos.
La plantación, nacida de la demanda de azúcar en ultramar, era una
empresa movida por el afán de ganancia de su propietario y puesta al servicio
del mercado que Europa iba articulando internacionalmente. Por su estructura
interna, sin embargo, tomando en cuenta que se bastaba a sí misma en buena
medida, resultaban feudales algunos de sus rasgos predominantes. Utilizaba, por
otra parte, mano de obra esclava. Tres edades históricas distintas –mercantilismo,
feudalismo, esclavitud- se combinaban así en una sola unidad económica y
social, pero era el mercado internacional quien estaba en el centro de la
constelación del poder que el sistema de plantaciones integró desde temprano.
De la plantación colonial, subordinada a las necesidades
extranjeras y financiada, en muchos casos, desde el extranjero, proviene en línea
recta el latifundio de nuestros días. Este es uno de los cuellos de botella que
estrangulan el desarrollo económico de América Latina y uno de los factores
primordiales de la marginación y la pobreza de las masas latinoamericanas. El
latifundio actual, mecanizado en medida suficiente para multiplicar los
excedentes de mano de obra, dispone de abundantes reservas de brazos baratos.
Ya no depende la importación de esclavos africanos ni de la «encomienda» indígena.
Al latifundio le basta con el pago de jornales irrisorios, la retribución de
servicios en especies o el trabajo gratuito a cambio del usufructo de un
pedacito de tierra; se nutre de la proliferación de los minifundios, resultado
de su propia expansión, y de la continua migración interna de legiones de
trabajadores que se desplazan, empujados por el hambre, al ritmo de las zafras
sucesivas.
La estructura combinada de la plantación funcionaba, y así funciona
también el latifundio, como un colador armado para la evasión de las riquezas
naturales. Al integrarse al mercado mundial, cada área conoció un ciclo dinámico;
luego, por la competencia de otros productos sustitutivos, por el agotamiento
de la tierra o por la aparición de otras zonas con mejores condiciones,
sobrevino la decadencia. La cultura de la pobreza, la economía de subsistencia
y el letargo son los precios que cobra, con el transcurso de los años, el
impulso productivo original. El nordeste era la zona más rica de Brasil y hoy
es la más pobre; en Barbados y Haití habitan hormigueros humanos condenados a
la miseria; el azúcar se convirtió en la llave maestra del dominio de Cuba por
los Estados Unidos, al precio del monocultivo y del empobrecimiento implacable
del suelo. No solo el azúcar.
Esta es también la historia del cacao, que alumbró la fortuna de la
oligarquía de Caracas; del algodón de Maranhao, de súbito esplendor y súbita caída;
de las plantaciones de caucho en el Amazonas, convertidas en cementerios para
los obreros nordestinos reclutados a cambio de moneditas; de los arrasados
bosques de quebracho del norte argentino y del Paraguay; de las fincas de
henequén, en Yucatán, donde los indios yanquis fueron enviados al exterminio.
Es también la historia del café, que avanza abandonando desiertos a sus
espaldas, y de las plantaciones de frutas en Brasil, en Colombia, en Ecuador y
en los desdichados países centroamericanos. Con mejor o peor suerte, cada
producto se ha ido convirtiendo en un destino, muchas veces fugaz, para los países,
las regiones y los hombres. El mismo itinerario han seguido, por cierto, las
zonas productoras de riquezas minerales. Cuanto más codiciado por el mercado
mundial, mayor es la desgracia que un producto trae consigo al pueblo
latinoamericano que, con su sacrificio, lo crea. La zona menos castigada
por esta ley de acero, el río de la
Plata , que arrojaba cueros y luego carne y lana a las
corrientes del mercado internacional, no ha podido, sin embargo, escapar de la
jaula del subdesarrollo.
El asesinato de la tierra de Brasil
Las colonias españolas proporcionaban, en primer
lugar, metales. Muy temprano se habían descubierto, en ellas, los tesoros y las
vetas. El azúcar, relegada a un segundo plano, se cultivó en Santo Domingo,
luego en Veracruz, más tarde en la costa peruana y en Cuba. En cambio, hasta
mediados del siglo XVIII, Brasil fue el mayor productor mundial de azúcar.
Simultáneamente, la colonia portuguesa de América era el principal mercado de
esclavos; la mano de obra indígena, muy escasa, se extinguía rápidamente en los
trabajos forzados, y el azúcar exigía grandes contingentes de mano de obra para
limpiar y preparar los terrenos, plantar, cosechar y transportar la caña y, por
fin, molerla y purgarla. La sociedad colonial brasileña, subproducto del azúcar,
floreció en Bahía y Pernambuco, hasta que el descubrimiento del oro trasladó su
núcleo central a Minas Gerais.
Las tierras fueron cedidas por la corona portuguesa,
en usufructo, a los primeros grandes terratenientes de Brasil. La hazaña de la
conquista habría de correr pareja con la organización de la producción.
Solamente «doce capitanes» recibieron, por carta de donación, todo el inmenso
territorio colonial inexplorado, para explotarlo al servicio del monarca. Sin
embargo, fueron capitales holandeses los que financiaron, en mayor medida, el
negocio, que resultó, en resumidas cuentas, más flamenco que portugués. Las
empresas holandesas no solo participaron en la instalación de los ingenios y en
la importación de los esclavos; además, recogían el azúcar en bruto en Lisboa,
lo refinaban obteniendo utilidades que llegaban a la tercera parte del valor del
producto, y lo vendían en Europa.
En 1630 la Dutch West India Company invadió y conquistó la
costa nordeste de Brasil, para asumir directamente el control del producto. Era
preciso multiplicar las fuentes del azúcar, para multiplicar las ganancias, y la
empresa ofreció a los ingleses de la isla de Barbados todas las facilidades
para iniciar el cultivo en gran escala en las Antillas.
Trajo a Brasil colonos del caribe, para que allí, en
sus flamantes dominios, adquirieran los necesarios conocimientos técnicos y la
capacidad de organización. Cuando los holandeses fueron por fin expulsados del
nordeste brasileño, en 1654, ya habían echado las bases para que Barbados se
lanzara a una competencia furiosa y ruinosa.
Habían llevado negros y raíces de caña, habían
levantado ingenios y les habían proporcionado todos los implementos. Las
exportaciones brasileñas cayeron bruscamente a la mitad, y a la mitad bajaron
los precios del azúcar a fines del siglo XVII. Mientras tanto, en un par
de décadas, se multiplicó por diez la población negra de Barbados. Las Antillas
estaban más cerca del mercado europeo, Barbados proporcionaba tierras todavía
invictas y producía con mejor nivel técnico. Las tierras brasileñas se habían
cansado. La formidable magnitud de las rebeliones de los esclavos en Brasil y
la aparición del oro en el sur, que arrebataba mano de obra a las plantaciones,
precipitaron también la crisis del nordeste azucarero. Fue una crisis
definitiva. Se prolongó, arrastrándose penosamente de siglo en siglo, hasta nuestros
días.
El azúcar había arrasado el nordeste. La franja húmeda
del litoral, bien regada por las lluvias, tenía un suelo de gran fertilidad,
muy rico en humus y sales minerales, cubiertos por los bosques desde Bahía hasta Ceará. Esta región de bosques
tropicales se convirtió, como dice Josué de Castro, en una región de sabanas.
Naturalmente nacida para producir alimentos, pasó a ser una región de hambre.
Donde todo brotaba con vigor exuberante, el latifundio azucarero, destructivo y
avasallador, dejó rocas estériles, suelos lavados, tierras erosionadas. Se habían
hecho, al principio, plantaciones de naranjos y mangos, que «fueron abandonadas
a su suerte y se redujeron a pequeñas huertas que rodeaban la casa del dueño
del ingenio, exclusivamente reservadas a la familia del plantador blanco». Los
incendios que abrían tierras a los cañaverales devastaron la floresta y con
ella la fauna; desaparecieron los ciervos, los jabalíes, los tapires, los
conejos, las pacas y los tatúes. La alfombra vegetal, la flora y la fauna
fueron sacrificadas, en los altares del monocultivo, a la caña de azúcar. La
producción extensiva agotó rápidamente los suelos.
A fines del siglo XVI, había en Brasil no menos
de 120 ingenios, que sumaban un capital cercano a los dos millones de libras,
pero sus dueños, que poseían las mejores tierras, no cultivaban alimentos. Los
importaban, como importaban una vasta gama de artículos de lujo que llegaban,
desde ultramar, junto con los esclavos y las bolsas de sal. La abundancia y la
prosperidad eran, como de costumbre, simétricas a la miseria de la mayoría de la población, que vivía en estado crónico
de subnutrición. La ganadería fue relegada a los desiertos del interior, lejos
de la franja húmeda de la costa: el sertao que, con un par de reses por
kilómetro cuadrado, proporcionaba (y aún proporciona) la carne dura y sin
sabor, siempre escasa.
De aquellos tiempos coloniales nace la costumbre,
todavía vigente, de comer tierra. La
falta de hierro provoca anemia; el instinto empuja a los niños nordestinos a
compensar con tierra las sales minerales que no encuentran en su comida
habitual, que se reduce a la harina de mandioca, los frijoles y, con suerte, el
tasajo. Antiguamente, se castigaba este «vicio africano» de los niños poniéndoles
bozales o colgándolos dentro de las cestas de mimbre a la larga distancia del
suelo[1].
El nordeste de Brasil es, en la
actualidad, la región más subdesarrollada del hemisferio occidental[2]. Gigantesco campo de
concentración para treinta millones de personas, padece hoy la herencia del
monocultivo del azúcar. De sus tierras brotó el negocio más lucrativo de la
economía agrícola colonial en América Latina. En la
actualidad, menos de la quinta parte de la zona húmeda de Pernambuco está
dedicada al cultivo de la caña de azúcar, y el resto no se usa para nada: los
dueños de los grandes ingenios centrales, que son los mayores plantadores de caña,
se dan este lujo del desperdicio, manteniendo improductivos sus vastos
latifundios. No es en las zonas áridas y semiáridas del interior nordestino
donde la gente come peor, como equivocadamente se cree. El sertao,
desierto de piedra y arbustos ralos, vegetación escasa, padece hambre periódicas:
el sol rajante de la sequía se abate sobre la tierra y la reduce a un paisaje
lunar; obliga a los hombres al éxodo y siembra de cruces los bordes de los
caminos. Pero es en el litoral húmedo donde se padece hambre endémica. Allí
donde más opulenta es la opulencia, más miserable resulta, tierra de
contradicciones, la miseria: la región elegida por la naturaleza para producir
todos los alimentos, los niega todos: la franja costera todavía conocida, ironía
del vocabulario, como zona de mata, «zona del bosque», en homenaje al
pasado remoto y a los míseros vestigios de la forestación sobreviviente a los
siglos del azúcar. El latifundio azucarero, estructura del desperdicio, continúa
obligando a traer alimentos desde otras zonas, sobre todo de la región
centro-sur del país, a precios crecientes. El costo de la vida en Recife es el
más alto de Brasil, por encima del índice de Río de Janeiro. Los frijoles
cuestan más caros en el nordeste que en Ipanema, la lujosa playa de la bahía
carioca.
Medio kilo de harina de mandioca equivale al salario
diario de un trabajador adulto en una plantación de azúcar, por su jornada de
sol a sol: si el obrero protesta, el capataz manda a buscar al carpintero para
que le vaya tomando las medidas del cuerpo.
Para lo propietarios o sus administradores sigue en
vigencia, en vastas zonas, el «derecho a la primera noche» de cada muchacha. La
tercera parte de la población de Recife sobrevive marginada en las chozas de
los bajos fondos; en un barrio, Casa Amarela, más de la mitad de los niños que
nacen muere antes de llegar al año. La prostitución infantil, niñas de diez o
doce años vendidas por sus padres, es frecuente en las ciudades del nordeste.
La jornada de trabajo en algunas plantaciones se paga por debajo de los
jornales bajos de la India.
Un informe de la
FAO , organismo de las Naciones Unidas, aseguraba en 1957 que en la localidad de Vitoria, cerca de
Recife, la deficiencia de proteínas «provoca en los niños una pérdida de peso
de un 40 % más grave de lo que se observa generalmente en África». En numerosas
plantaciones subsisten todavía las prisiones privadas, «pero los responsables
de los asesinatos por subalimentación –dice René Dumont- no son encerrados en
ellas, porque son los que tienen las llaves». Pernambuco produce ahora
menos de la mitad del azúcar que produce el estado de San Pablo, y con
rendimientos menores por hectárea; sin embargo, Pernambuco vive del azúcar, y
de ella viven sus habitantes densamente concentrados en la zona húmeda,
mientras que el estado de San Pablo contiene el centro industrial más poderoso
de América Latina. En el nordeste ni siquiera el progreso resulta progresista,
porque hasta el progreso está en manos de pocos propietarios. El alimento de
las minorías se convierte en el hambre de las mayorías. A partir de 1870, la
industria azucarera se modernizó considerablemente con la creación de los
grandes molinos centrales, y entonces «la absorción de las tierras por los
latifundios progresó de modo alarmante, acentuando la miseria alimentaria de la
zona». En la década de 1950, la industrialización en auge incrementó el consumo
del azúcar en Brasil. La producción nordestina tuvo impulso, pero sin que
aumentaran los rendimientos por hectárea. Se incorporaron nuevas tierras, de
inferior calidad, a los cañaverales, y el azúcar nuevamente devoró las pocas áreas
dedicadas a la producción de alimentos. Convertido en asalariado, el campesino
que antes cultivaba su pequeña parcela no mejoró con la nueva situación, pues
no gana suficiente dinero para comprar los alimentos que antes producía. Como
de costumbre, la expansión expandió al hambre.
Eduardo Galeano
[1] Un viajero
inglés, Henry Koster, atribuía la costumbre de comer tierra al contacto de los
niños blancos con los negritos, “que contagian este vicio africano”.
[2] El
nordeste padece, por varias vías, una suerte de colonialismo interno en
beneficio del sur industrializado. Dentro del nordeste, a la vez, la región del
sertao está subordinada a la zona azucarera a la cual abastece, y los
latifundios azucareros dependen de las plantas industrializadoras del producto.
La vieja institución del señor de engenho está en crisis: los molinos
centrales han devorado a las plantaciones.
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