¿Qué es esto? ¿El electroencefalograma de un loco? En 1889 el
café valía dos centavos y seis años después había subido a nueve; tres años más
tarde había bajado a cuatro centavos y cinco años después a dos. Este fue un
período ilustrativo. Las gráficas de los precios del café, como las de todos
los productos tropicales, se han parecido siempre a los cuadros clínicos de la
epilepsia, pero la línea cae siempre a pique cuando registra el valor del
intercambio del café frente a las maquinarias y los productos industrializados.
Carlos Lleras Restrepo, presidente de Colombia, se quejaba en 1967: ese año, su
país debió pagar cincuenta y siete bolsas de café para comprar un jeep, y en
1950 bastaban diecisiete bolsas.
Al mismo tiempo, el ministro de
Agricultura de San Pablo, Herber Levi, hacía cálculos más dramáticos: para
comprar un tractor en 1967, Brasil necesitaba trescientas cincuenta bolsas de
café, pero catorce años antes setenta bolsas habían sido suficientes. El
presidente Getulio Vargas se había partido el corazón de un balazo, en 1954, y
la cotización del café no había sido ajena a la tragedia: «Vino la crisis de la
producción del café –escribió Vargas en su testamento- y se valorizó su precio
y la respuesta fue una violenta presión sobre nuestra economía, al punto de
vernos obligados a ceder».
Vargas quiso que su sangre fuera el precio de su
rescate. Si la cosecha de café de 1964 se hubiera vendido, en el mercado
norteamericano, a los precios de 1955, Brasil hubiera recibido doscientos
millones de dólares más. La baja de un solo centavo en la cotización del café
implica una pérdida de 65 millones de dólares para el conjunto de los países
productores. Desde 1964, como el precio continuó cayendo hasta 1968, se hizo
mayor la cantidad de dólares usurpados por el país consumidor, Estados Unidos,
a Brasil, país productor. Pero, ¿en beneficio de quién? ¿Del ciudadano que bebe
el café? En julio de 1968, el precio del café brasileño en Estados Unidos había
bajado un treinta por ciento en relación con enero de 1964. Sin embargo, el
consumidor norteamericano no pagaba más barato su café, sino un trece por
ciento más caro.
Los intermediarios se quedaron,
pues, entre el 64 y el 68, con trece y con aquel treinta: ganaron a dos puntas.
En el mismo espacio de tiempo, los precios que recibieron los productores
brasileños por cada bolsa de café se redujeron a la mitad. ¿Quiénes son los
intermediarios? Seis empresas norteamericanas disponen de más de la tercera
parte del café que entra en los Estados Unidos: son las firmas dominantes en
ambos extremos de la operación. La United Fruit (que ha pasado allanarse United Brands mientras escribo estas líneas)
ejerce el monopolio de la venta de bananas desde América Central, Colombia y
Ecuador, y a la vez monopoliza la importación y distribución de bananas en
Estados Unidos. De modo semejante, son empresas norteamericanas las que manejan
el negocio del café, y Brasil solo participa como proveedor y como víctima. Es
el estado brasileño el que carga con los stocks, cuando la
sobreproducción obliga a acumular reservas.
¿Acaso no existe, sin embargo, un
Convenio Internacional del Café para equilibrar los precios en el mercado? El
Centro Mundial de Información del Café publicó en Washington, en 1970, un
amplio documento destinado a convencer a los legisladores para que los Estados
Unidos prorrogaran, en septiembre, la vigencia de la ley complementaria
correspondiente al convenio. El informe asegura que el convenio ha beneficiado
en primer lugar a los Estados Unidos, consumidores de más de la mitad del café
que se vende en el mundo. La compra del grano sigue siendo una ganga. En el
mercado norteamericano, el irrisorio aumento del precio del café (en beneficio,
como hemos visto, de los intermediarios) ha resultado mucho menor que el alza
general del costo de la vida y del nivel interno de los salarios; el valor de
las exportaciones de los Estados Unidos se elevó, entre 1960 y 1969, una sexta
parte, y en el mismo período el valor de las importaciones de café, en vez de
aumentar, disminuyó. Además, es preciso tener en cuenta que los países
latinoamericanos aplican las deterioradas divisas que obtienen por la venta del
café, a la compra de esos productos norteamericanos encarecidos.
El café beneficia mucho más a
quienes lo consumen que a quienes lo producen. En Estados Unidos y en Europa
genera ingresos y empleos y moviliza grandes capitales; en América Latina paga
salarios de hambre y acentúa la deformación económica de los países puestos al
servicio. En Estados Unidos el café proporciona trabajo a más de seiscientas
mil personas: los norteamericanos ganan salarios infinitamente más altos que
los brasileños, colombianos, guatemaltecos, salvadoreños o haitianos que
siembran y cosechan el grano en las plantaciones. Por otra parte la CEPAL nos informa que, por
increíble que parezca, el café arroja más riquezas en las arcas estatales de
los países europeos, que la riqueza que deja en manos de los países
productores. En efecto, «en 1960 y 1961, las cargas fiscales totales
impuestas por los países de la Comunidad Europea al café latinoamericano
ascendieron a cerca de setecientos millones de dólares, mientras que los
ingresos de los países abastecedores (en términos del valor f.o.b. de las
mismas exportaciones) solo alcanzaron a seiscientos millones de dólares». Los
países ricos, predicadores del comercio libre, aplican el más rígido
proteccionismo contra los países pobres: convierten todo lo que tocan en oro
para sí y en lata para los demás –incluyendo la propia producción de los países
subdesarrollados. El mercado internacional del café copia de tal manera el
modelo de un embudo, que Brasil aceptó recientemente imponer altos impuestos a
sus exportaciones de café soluble para proteger, proteccionismo al revés, los
intereses de los fabricantes norteamericanos del mismo artículo. El café instantáneo producido en Brasil es más
barato y de mejor calidad que el de la floreciente industria de los Estados
Unidos, pero en el régimen de la libre competencia, está visto, unos son más
libres que otros.
En este reino del absurdo
organizado las catástrofes naturales se convierten en bendiciones del cielo
para los países productores. Las agresiones de la naturaleza levantan los
precios y permiten movilizar las reservas acumuladas. Las feroces heladas que
asolaron la cosecha de 1969 en Brasil condenaron a la ruina a numerosos
productores, sobre todo a los más débiles, pero empujaron hacia arriba la
cotización internacional del café y aliviaron considerablemente el stock
de sesenta millones de bolsas –equivalentes a dos tercios de la deuda externa
de Brasil- que el Estado había acumulado para defender los precios. El café
almacenado, que se estaba deteriorando y perdía valor progresivamente, podía
haber terminado en la hoguera. No sería la primera vez. A raíz de la crisis de
1929, que echó abajo los precios y contrajo el consumo, Brasil quemó 78
millones de bolsas de café: así ardió en llamas el esfuerzo de doscientas mil
personas durante cinco zafras. Aquella fue una típica crisis de una
economía colonial: vino de fuera.
La brusca caída de las ganancias
de los plantadores y los exportadores del café, un incendio de la moneda. Este
es el mecanismo usual en América latina para «socializar las pérdidas» del
sector exportador: se compensa en moneda nacional, a través de las
devaluaciones, lo que se pierde en divisas.
Pero el auge de los precios no
tiene mejores consecuencias. Desencadena grandes siembras, un crecimiento de la
producción, una multiplicación del área al cultivo del producto afortunado. El
estímulo funciona como un boomerang, porque la abundancia del producto
derriba los precios y provoca el desastre. Esto fue lo que ocurrió en 1958, en
Colombia, cuando se cosechó el café sembrado con tanto entusiasmo cuatro años
antes, y ciclos semejantes se han repetido a todo lo largo de la historia de
este país. Colombia depende del café y su cotización exterior hasta tal punto
que, «en Antioquia, la curva de matrimonio responde ágilmente a la curva de los
precios del café. Es típico de una estructura dependiente: hasta el momento
propicio para una declaración de amor en una loma antioqueña se decide en la
bolsa de Nueva York»
Eduardo Galeano… extracto de “las venas
abiertas de América latina”
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