A carga de lanza de machete, habían sido los
desposeídos quienes realmente pelearon, cuando despuntaba el siglo XIX, contra
el poder español en los campos de América. La independencia no los recompensó:
traicionó las esperanzas de los que habían derramado su sangre. Cuando la paz
llegó, con ella se reabrió el tiempo de la decadencia. Los dueños de la tierra
y los grandes mercaderes aumentaron sus fortunas, mientras se extendía la
pobreza de las masas populares. Al mismo tiempo, y la ritmo de las intrigas de
los nuevos dueños de América Latina, los cuatro virreinatos del imperio español
saltaron en pedazos y múltiples países nacieron como esquirlas de la unidad
nacional pulverizada. La idea de «nación» que el patriciado latinoamericano
engendró se parecía demasiado a la imagen de un puerto activo, habitado por la
clientela mercantil y financiera del imperio británico, con latifundios y
socavones a la retaguardia. La legión de parásitos que había recibido los pares
de la guerra de independencia bailando minué en los salones de las ciudades,
brindaba por la libertad de comercio en copas de cristalería británica. Se
pusieron de moda las más altisonantes consignas republicanas de la burguesía
europea: nuestros países se ponían al servicio de los industriales ingleses y
de los pensadores franceses. ¿Pero por qué «burguesía nacional» era la nuestra,
formada por los terratenientes, los grandes traficantes, comerciantes y
especuladores, los políticos de levita y los doctores sin arraigo? América
Latina tuvo pronto sus constituciones burguesas, muy barnizadas de liberalismo,
pero no tuvo, en cambio, una burguesía creadora, al estilo europeo o
norteamericano, que se propusiera como misión histórica el desarrollo de un
capitalismo nacional pujante. Las burguesías de estas tierras habían nacido
simples como instrumentos del
capitalismo internacional, prósperas piezas del engranaje mundial que sangraba
a las colonias y a las semicolonias. Los burgueses de mostrador, usureros y comerciantes,
que acapararon el poder político, no tenían el menor interés en impulsar el
ascenso de las manufacturas locales, muertas en el huevo cuando el libre cambio
abrió las puertas a la avalancha de las mercancías británicas. Sus socios, los
dueños de la tierra, no estaban, por su parte, interesados en resolver « la
cuestión agraria», sino a la medida de sus propias conveniencias. El latifundio
se consolidó sobre el despojo, todo a lo largo del siglo XX. La
reforma agraria fue, en la región, una bandera temprana.
Frustración económica, frustración social,
frustración nacional: una historia de traiciones sucedió a la independencia, y
América Latina, desgarrada por sus nuevas fronteras, continuó condenada al
monocultivo y a la dependencia. En 1824, Simón Bolívar dictó el decreto de
Trujillo para proteger a los indios de Perú y reordenar allí el sistema de la
propiedad agraria: sus disposiciones legales no hirieron en absoluto los
privilegios de la oligarquía peruana, que permanecieron intactos, pese a los
buenos propósitos del Libertador, y los indios continuaron tan explotados como
siempre. En México, Hidalgo y Morelos habían caído derrotados tiempo antes y
transcurriría un siglo antes de que rebotaran los frutos de su prédica por la
emancipación de los humildes y la reconquista de las tierras usurpadas. Al sur,
José Artigas encarnó la revolución agraria. Este caudillo, con tanta saña
calumniado y tan desfigurado por la historia oficial, encabezó a las masas
populares de los territorios que hoy ocupan Uruguay y las provincias argentinas
de Santa Fe, Corrientes, Entre Ríos, y
Córdoba, en el ciclo heroico de 1811 a 1820.
Artigas quiso echar las bases económicas, sociales y
políticas de una Patria Grande en los límites del antiguo Virreinato del Río de la Plata , y fue el más
importante y lúcido de los jefes federales que pelearon contra el centralismo
aniquilador del puerto de Buenos Aires. Luchó contra los españoles y los
portugueses y finalmente sus fuerzas fueron trituradas por el juego de pinzas
de Río de Janeiro y Buenos Aires, instrumentos del Imperio británico, y por la
oligarquía que, fiel a su estilo, lo traicionó no bien se sintió, a su vez,
traicionada por el programa de reivindicaciones sociales del caudillo.
Seguían a Artigas, lanza en mano, los patriotas. En
su mayoría eran paisanos pobres, gauchos montaraces, indios que recuperaban en
la lucha el sentido de la dignidad; esclavos que ganaban la libertad
incorporándose al ejército de la Independencia. La revolución de los jinetes
pastores incendiaba la pradera. La traición de Buenos Aires, que dejó en manos
del poder español y las tropas portuguesas, en 1811, el territorio que hoy
ocupa Uruguay, provocó el éxodo masivo de la población hacia el norte.
El pueblo en armas se hizo pueblo en marcha; hombres
y mujeres, viejos y niños, lo abandonaban todo tras las huellas del cuadillo,
en una caravana de peregrinos sin fin. En el norte, sobre el río Uruguay,
acampó Artigas,, con las caballadas y las carretas y en el norte establecería,
poco tiempo después, su gobierno. En 1815 Artigas controlaba vastas comarcas
desde su campamento de Purificación, en Paysandú. «¿Qué les parece que vi?
–narraba un viajero inglés-. ¡El
Excelentísimo Señor Protector de la mitad del Nuevo Mundo estaba sentado en una
cabeza de buey, junto a un fogón encendido en el suelo fangoso de su rancho,
comiendo carne del asador y bebiendo ginebra en un cuerno de vaca! Lo rodeaba
una docena de oficiales andrajosos... » De todas partes llegaban, al galope,
soldados, edecanes y exploradores. Paseándose con las manos en la espalda,
Artigas dictaba los decretos revolucionarios de su gobierno. Dos secretarios
–no existía el papel carbón- tomaban nota. Así nació la primera reforma agraria
de América Latina, que se aplicaría durante un año en la «Provincia Oriental»,
hoy Uruguay, y que sería hecha trizas por una nueva invasión portuguesa, cuando
la oligarquía abriera las puertas de Montevideo al general Lecor y lo saludara
como a un libertador y lo condujera bajo palio a un solemne Tedéum, honor al
invasor, ante los altares de la catedral. Anteriormente, Artigas había
promulgado también un reglamento aduanero que gravaba con un fuerte impuesto la
importación de mercaderías extranjeras competitivas de las manufacturas y
artesanías de tierra adentro, de considerable desarrollo en algunas regiones
hoy argentinas comprendidas en los dominios del caudillo, a la par que liberaba
la importación de los bienes de producción necesarios al desarrollo económico y
adjudicaba un gravamen insignificante a los artículos americanos, como la yerba
y el tabaco de Paraguay. Los sepultureros de la revolución también enterrarían
el reglamento aduanero.
El código agrario de 1815 –tierra libre, hombres
libres- fue «la más avanzada y gloriosa constitución» de cuantas llegarían a
conocer los uruguayos. Las ideas de Capomanes y Jovellanos en el ciclo
reformista de Carlos III influyeron sin duda sobre el reglamento de Artigas,
pero este surgió, en definitiva, como una respuesta revolucionaria a la
necesidad nacional de recuperación económica y de justicia social. Se decretaba
la expropiación y el reparto de las tierras de los «malos europeos y peores
americanos» emigrados a raíz de la revolución y no indultados por ella. Se
denominaba la tierra de los enemigos sin indemnización alguna, y a los enemigos
pertenecía, dato importante, la inmensa mayoría de los latifundios. Los hijos
no pagaban la culpa de los padres: el reglamento les ofrecía lo mismo que a los
patriotas pobres. Las tierras se repartían de acuerdo con el principio de que
«los más infelices serán los más privilegiados». Los indios tenían en la
concepción de Artigas, «el principal derecho». El sentido esencial de esta
reforma agraria consistía en asentar sobre la tierra a los pobres del campo,
convirtiendo en paisano al gaucho acostumbrado a la vida errante de la guerra y
a las faenas clandestinas y el contrabando en tiempos de paz. Los gobiernos
posteriores de la cuenca del Plata reducirán a sangre y fuego al gaucho,
incorporándolo por la fuerza a las peonadas de las grandes estancias, pero
Artigas había querido hacerlo propietario: «Los gauchos alzados comenzaban a
gustar del trabajo honrado, levantaban ranchos y corrales, plantaban sus
primeras sementeras».
La intervención extranjera terminó con todo. La
oligarquía levantó cabeza y se vengó. La legislación desconoció, en lo
sucesivo, la validez de las donaciones de tierras realizadas por Artigas. Desde
1820 hasta fines del siglo fueron desalojados, a tiros, los patriotas pobres
que habían sido beneficiados por la reforma agraria. No conservarían «otra
tierra que la de sus tumbas». Derrotado, Artigas se había marchado a Paraguay,
a morirse solo al cabo de un largo exilio de austeridad y silencio. Los títulos
de propiedad por él expedidos no valían nada: el fiscal de gobierno, Bernardo
Bustamante, afirmaba, por ejemplo, que se advertía a primera vista «la
despreciabilidad que caracterizaba a los indicados documentos».
Mientras tanto, su gobierno se aprestaba a celebrar,
ya restaurado el «orden», la primera constitución de un Uruguay independiente,
desgajado de la patria grande por la que Artigas había, en vano, peleado.
El reglamento de 1815 contenía disposiciones
especiales para evitar la acumulación de tierras en pocas manos. En nuestros
días, el campo uruguayo ofrece el espectáculo de un desierto: quinientas
familias monopolizan la mitad de la tierra total y, constelación del poder,
controlan también las tres cuartas partes del capital invertido en la industria
y en la banca. Los proyectos de reforma agraria se acumulan, unos sobre otros,
en el cementerio parlamentario, mientras el campo se despuebla: los desocupados
se suman a los desocupados y cada vez hay menos personas dedicadas a las tareas
agropecuarias, según el dramático registro de los censos sucesivos. El país
vive de la lana y de la carne, pero en sus praderas pastan, en nuestros días,
menos ovejas y menos vacas que a principios de siglo. El atraso de los métodos
de producción se refleja en los bajos rendimientos de la ganadería –librada a
la pasión de los toros y los carneros en primavera, a las lluvias periódicas y
a la fertilidad natural del suelo- y también en la pobre productividad de los
cultivos agrícolas. La producción de carne por animal no llega ni a la mitad de
la que obtienen Francia o Alemania, y otro tanto ocurre con la leche en
comparación con Nueva Zelanda, Dinamarca y Holanda; cada oveja rinde un kilo
menos de lana que en Australia. Los rendimientos de trigo por hectárea son tres
veces menores que los de Francia, y en el maíz, los rendimientos de los Estados
Unidos superan en siete veces a los de Uruguay. Los grandes propietarios, que
evaden sus ganancias al exterior, pasan sus veranos en Punta del Este., y
tampoco en invierno, de acuerdo con su propia tradición, residen en sus
latifundios, a los que vistan de vez en cuando en avioneta: hace un siglo,
cuando se fundó la
Asociación Rural , dos terceras partes de sus miembros tenían
ya su domicilio en la capital. La producción extensiva, obra de la naturaleza y
los peones hambrientos, no implica mayores dolores de cabeza.
Y por cierto que brinda ganancias. Las rentas y las
ganancias de los capitalistas ganaderos suman no menos de 75 millones de
dólares por año en la actualidad[1].
Los rendimientos productivos son bajos, pero los beneficios muy altos, a causa
de los bajísimos costos. Tierra sin hombres, hombres sin tierra: los mayores
latifundios ocupan, y no todo el año, apenas dos personas por cada mil
hectáreas. En los rancheríos, al borde de las estancias, se acumulan,
miserables, las reservas siempre disponibles de mano de obra. El gaucho de las
estampas folklóricas, tema de cuadros y poemas, tiene poco que ver con el peón
que trabaja, en la realidad, las tierras anchas y ajenas. Las alpargatas
bigotudas ocupan el lugar de las botas de cuero; un cinturón común, o a veces
una simple piola, sustituye los anchos cinturones con adornos de oro y plata.
Quienes producen la carne han perdido el derecho de comerla: los criollos muy
rar vez tienen acceso al típico asado criollo, la carne jugosa y tierna
dorándose a las brasas. Aunque las estadísticas internacionales sonríen
exhibiendo promedios engañosos, la verdad es que el “ensopado”, guiso de fideos
y achuras de capón, constituye la dieta básica, falta de proteínas, de los
campesinos en Uruguay.
Eduardo Galeano… extracto de “las venas
abiertas de América latina”
[1] Instituto
de Economía, El proceso económico del Uruguay, Contribución al estudio de su
evolución y perspectivas, Montevideo, 1969. En las épocas del auge de la
industria nacional, fuertemente subsidiada y protegida por el Estado, buena
parte de las ganancias del campo derivó hacia las fábricas nacientes. Cuando la
industria entró en su agónico ciclo de crisis, los excedentes de capital de la
ganadería se volcaron en otras direcciones. Las más inútiles y lujosas
mansiones de Punta del Este brotaron de la desgracia nacional; la
especulación financiera desató, después, la fiebre de los pescadores en el río
revuelto de la inflación. Pero, sobre todo, los capitales huyeron: los
capitales y las ganancias que, año tras año, el país produce. Entre 1962 y
1966, según los datos oficiales, 250 millones de dólares volaron del Uruguay
rumbo a los seguros bancos de Suiza y Estados Unidos. También los hombres, los
hombres jóvenes, bajaron del campo a la ciudad, hace veinte años, a ofrecer sus
brazos a la industria en desarrollo, y hoy se marchan, por tierra o por mar,
rumbo al extranjero. Claro está, su suerte es distinta. Los capitales son
recibidos con los brazos abiertos; a los peregrinos les aguarda un destino
difícil, el desarraigo y la interperie, la aventura incierta. El Uruguay de
1970, estremecido por una crisis feroz, no es ya el mitológico oasis de paz y
progreso que se prometía a los inmigrantes europeos, sino un país turbulento
que condena al éxodo a sus propios habitantes. Produce violencia y exporta
hombres, tan naturalmente como produce y exporta carne y lana.
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