Cuando los españoles irrumpieron en América, estaba
en su apogeo el imperio teocrático de los incas, que extendía su poder sobre lo
que hoy llamamos Perú, Bolivia y Ecuador, abarcaba parte de Colombia y de Chile
y llegaba hasta el norte argentino y la selva brasileña; la confederación de
los aztecas había conquistado un alto nivel de eficacia en el valle de México,
y en Yucatán y Centroamérica la civilización espléndida de los mayas persistía
en los pueblos herederos, organizados para el trabajo y la guerra.
Estas sociedades han dejado numerosos testigos de su
grandeza, a pesar de todo el largo tiempo de la devastación: monumentos
religiosos levantados con mayor sabiduría que las pirámides egipcias, eficaces
creaciones técnicas para la pelea contra la naturaleza, objetos de arte que
delatan un invicto talento. En el museo de Lima pueden verse centenares de cráneos
que fueron objeto de trepanaciones y curaciones con placas de oro y plata por
parte de los cirujanos incas. Los mayas habían sido grandes astrónomos, habían
medido el tiempo y el espacio con precisión asombrosa, y habían descubierto el
valor de la cifra cero antes que ningún otro pueblo en la historia. Las
acequias y las islas artificiales creadas por los aztecas deslumbraron a Hernán
Cortés, aunque no eran de oro.
La conquista rompió las bases de aquellas civilizaciones.
Peores consecuencias que la sangre y el fuego de la guerra tuvo la implantación
de una economía minera. Las minas exigían grandes desplazamientos de población
y desarticulaban las unidades agrícolas comunitarias; no solo extinguían vidas
innumerables a través del trabajo forzado, sino que además, indirectamente,
abatían el sistema colectivo de cultivos. Los indios eran conducidos a los
socavones, sometidos a la servidumbre de los encomenderos y obligados a
entregar por nada las tierras que obligatoriamente dejaban o descuidaban. En la
costa del Pacífico los españoles destruyeron o dejaron extinguir los enormes
cultivos de maíz, yuca, frijoles, pallares, maní, papa dulce; el desierto devoró
rápidamente grandes extensiones de tierra que habían recibido vida de la red
incaica de irrigación. Cuatro siglos y medio después de la conquista solo
quedaban rocas y matorrales en el lugar de la mayoría de los caminos que unían
el imperio. Aunque las gigantescas obras públicas de los incas fueron, en su
mayor parte, brotadas por el tiempo o por la mano de los usurpadores, restan aún,
dibujadas en la cordillera de los Andes, las interminables terrazas que permitían
y todavía permiten cultivar las laderas de las montañas.
Un técnico norteamericano[1],
estimaba, en 1936, que si en ese año se hubieran construido, con métodos
modernos, esas terrazas, hubieran costado unos treinta mil dólares por acre.
Las terrazas y los acueductos de irrigación fueron posibles, en aquel imperio
que no conocía la rueda, el caballo ni el hierro, merced a la prodigiosa
organización y a la perfección técnica lograda a través de una sabia división
del trabajo, pero también gracias a la fuerza religiosa que regía la relación
del hombre con la tierra – que era sagrada y estaba, por lo tanto, siempre
viva.
También habían sido asombrosas las respuestas aztecas
al desafío de la naturaleza. En nuestros días, los turistas conocen por «jardines
flotantes» las pocas islas sobrevivientes en el lago desecado donde ahora se
levanta, sobre las ruinas indígenas, la capital de México. Estas islas habían
sido creadas por los aztecas para dar respuesta al problema de la falta de
tierras en el lugar elegido para la creación de Tenochtitlán. Los indios habían
trasladado grandes masas de barro desde las orillas y habían apresado las
nuevas islas de limo entre delgadas paredes de cañas, hasta que las raíces de
los árboles les dieron firmeza. Por entre los nuevos espacios de tierra se
deslizaban los canales de agua. Sobre estas islas inusitadamente fértiles creció
la poderosa capital de los aztecas, con sus amplias avenida, sus palacios de
austera belleza y sus pirámides escalonadas: brotada mágicamente de la laguna,
estaba condenada a desaparecer ante los embates de la conquista extranjera.
Cuatro siglos demoraría México para alcanzar una población tan numerosa como la
que existía en aquellos tiempos. Los indígenas eran, como dice Darcy
Ribeiro, el combustible del sistema productivo colonial. «Es casi seguro –
escribe Sergio Bagú- que a las minas hispanas fueron arrojados centenares de
indios escultores, arquitectos, ingenieros y astrónomos confundidos entre la multitud esclava, para
realizar un burdo y agotador trabajo de extracción. Para la economía colonial,
la habilidad técnica de esos individuos no interesaba. Solo contaban ellos como
trabajadores no calificados» o no se
perdieron todas las esquirlas de aquellas culturas rotas. La esperanza del
renacimiento de la dignidad perdida alumbraría numerosas sublevaciones indígenas.
En 1781 Túpac Amaru puso sitio al Cuzco.
Este cacique mestizo, directo descendiente de los emperadores incas, encabezó el movimiento
mesiánico y revolucionario de mayor envergadura. La gran rebelión estalló en la
provincia de Tinta. Montado en su caballo blanco, Túpac Amaru entró en la plaza
de Tungasuca y al son de los tambores y pututus anunció que había condenado a
la horca al corregidor real Antonio Juan de Arriaga, y dispuso la prohibición
de la mita de Potosí. La provincia de Tinta estaba quedando despoblada a causa
del servicio obligatorio en los socavones de plata de cerro rico.
Pocos días después, Túpac Amaru expidió un nuevo
bando por el que decretaba la libertad de los esclavos. Abolió todos los
impuestos y el « repartimiento » de mano de obra indígena en todas sus formas.
Los indígenas se sumaban, por millares y millares, a las fuerzas del «padre de
todos los pobres y de todos los miserables y desvalidos”.
Al frente de sus guerrilleros, el caudillo se lanzó
sobre el Cuzco. Marchaba predicando arengas: todos los que murieran bajo sus órdenes
en esta guerra resucitarían para disfrutar las felicidades y las riquezas de
las que habían sido despojados por los invasores.
Se sucedieron victorias y derrotas; por fin
traicionado y capturado por uno de sus jefes, Túpac Amaru fue entregado,
cargado de cadenas, a los realistas. En su calabozo entró el visitador Areche
para exigirle, a cambio de promesas, los nombres de los cómplices de la rebelión.
Túpac Amaru le contestó con desprecio «Aquí no hay más cómplice que tú y yo; tú
por opresor, y yo por libertador, merecemos la muerte».
Túpac fue sometido a suplicio, junto con su esposa,
sus hijos y sus principales partidarios, en la plaza del Wacaypata, en el
Cuzco. Le cortaron la lengua. Ataron sus brazos y sus piernas a cuatro caballos
para descuartizarlo, pero el cuerpo no se partió. Lo decapitaron al pie de la
horca. Enviaron la cabeza a Tinta. Uno de sus brazos fue a Tungasuca y el otro
a Carabaya. Mandaron una pierna a santa Rosa y la otra a Livitaca. Le quemaron
el torso y arrojaron las cenizas al río Watanay. Se recomendó que fuera
extinguida toda su descendencia, hasta el cuarto grado.
En 1802 otro cacique descendiente de los incas,
Astorpilco, recibió la visita de Humboldt. Fue en Cajamarca, en el exacto sitio
donde su antepasado, Atahualpa, había visto por primera vez al conquistador
Pizarro.
El hijo del cacique acompañó al sabio alemán a
recorrer las ruinas del pueblo y los escombros del antiguo palacio incaico,
y mientras caminaban le hablaba de los
fabulosos tesoros escondidos bajo el polvo y las cenizas. « ¿No sentís a veces
el antojo de cavar en busca de los tesoros para satisfacer vuestras
necesidades?», le preguntó Humboldt. Y el joven contestó: «Tal antojo no nos
viene. Mi padre dice que sería pecaminoso: si tuviéramos las ramas doradas con
todos los frutos de oro, los vecinos blancos nos odiarían y nos harían daño».
El cacique cultivaba un pequeño campo de trigo. Pero eso no bastaba para
ponerse a salvo de la codicia ajena. Los usurpadores, ávidos de oro y plata y
también de brazos esclavos para trabajar las minas, no demoraron en abalanzarse
sobre las tierras cuando los cultivos ofrecieron ganancias tentadoras. El
despojo continuó todo a lo largo del tiempo, y en 1969, cuando se anunció la
reforma agraria en el Perú, todavía los diarios daban cuenta, frecuentemente,
de que los indios de las comunidades rotas de la sierra invadían de tanto en
tanto, desplegando sus banderas, las tierras que habían sido robadas a ellos o
a sus antepasados, y eran repelidos a balazos por el ejército. Hubo que esperar
casi dos siglos desde Túpac Amaru para que el general nacionalista Juan Velasco
Alvarado recogiera y aplicara aquella frase del cacique, de resonancias
inmortales: « ¡Campesino! ¡El patrón ya no comerá más tu pobreza! ».
Otros héroes que el tiempo se ocupó de rescatar de la
derrota fueron los mexicanos Hidalgo y Morelos. Miguel Hidalgo, que había sido
hasta los cincuenta años un apacible cura rural, un buen día echó a vuelo las
campanas de la iglesia de Dolores llamando a los indios, a luchar por su
liberación:
« ¿Queréis empeñaros en el esfuerzo de recuperar, de
los odiados españoles, las tierras
robadas a vuestros antepasados hace trescientos años? ». Levantó el
estandarte de la virgen india de Guadalupe, y antes de seis semanas ochenta mil
hombres lo seguían, armados con machetes, picas hondas, arcos y flechas. El
cura revolucionario puso fin a los
tributos y repartió las tierras de Guadalajara; decretó la libertad de los
esclavos; abalanzó sus fuerzas sobre la ciudad de México. Pero fue finalmente
ejecutado, al cabo de una derrota militar y, según dicen, dejó al morir un
testimonio de apasionado arrepentimiento. La revolución no demoró en encontrar
un nuevo jefe, el sacerdote José María Morelos: « Deben tenerse como enemigos
todos los ricos, nobles y empleados de primer orden... ». Su movimiento –insurgencia
indígena y revolución social- llegó a dominar una gran extensión del territorio
de México hasta que Morelos fue también derrotado y fusilado. La independencia
de México, seis años después, « resultó ser un negocio perfectamente hispánico,
entre europeos y gentes nacidas en América... una lucha política dentro de la
misma clase reinante ». El encomendado fue convertido en peón y el encomendero
en hacendado.
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� r �� �� rarse con cristianos.
A los conquistadores y colonizadores se les «encomendaban»
indígenas para que los catequizaran. Pero como los indios debían al «
encomendero » servicios personales y tributos económicos, no era mucho el
tiempo que quedaba para introducirlos en
el cristiano sendero de la salvación. En recompensa a sus servicios, Hernán
Cortés había recibido veintitrés mil vasallos; se repartían los indios al mismo
tiempo que se otorgaban las tierras mediante mercedes reales o se las obtenía por
el despojo directo. Desde 1536 los indios eran otorgados en encomienda, junto
con su descendencia, por el término de dos vidas: la del encomendero y su
heredero inmediato; desde 1629 el régimen se fue extendiendo, en la práctica.
Se vendían las tierras con los indios adentro. En el siglo XVIII, los
indios, los sobrevivientes, aseguraban la vida cómoda de muchas generaciones
por venir. Como los dioses vencidos persistían en sus memorias, no faltaban
coartadas santas para el usufructo de su mano de obra por parte de los
vencedores: los indios eran paganos, no merecían otra vida. ¿Tiempos pasados?
Cuatrocientos veinte años después de la
Bula del Papa Paulo III, en septiembre de 1957, la Corte Suprema de
Justicia del Paraguay emitió una circular comunicando a todos los jueces del país
que « los indios son tan seres humanos como los otros habitantes de la república
» Y el Centro de Estudios Antropológicos de la Universidad Católica
de Asunción realizó posteriormente una encuesta reveladora en la capital y en el
interior: de cada diez paraguayos, ocho creen que « los indios son como animales ». En Caaguazú, en
el Alto Paraná y en el Chaco, los indios son cazados como fieras, vendidos a
precios baratos y explotados en régimen de virtual esclavitud. Sin embargo, casi
todos los paraguayos tienen sangre indígena, y el Paraguay no se cansa de
componer canciones, poemas y discursos en homenaje al « alma guaraní ».
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Con base en los datos que
proporciona Alexander von Humboldt, se ha estimado en unos cinco mil
millones de dólares actuales la magnitud del excedente económico evadido de México
entre 1760 y 1809, apenas medio siglo, a través de las exportaciones de
plata y oro. Por entonces no había minas más importantes en América. El
gran sabio alemán comparó la mina de Valenciana, con la de Guanajuato, con la Himmels Furst de
Sajonia, que era la más rica de Europa: la valenciana producía 36 veces más
plata, al filo del siglo, ya dejaba a sus accionistas ganancias 33 veces más
altas. El conde Santiago de Laguna vibraba de emoción al describir, en 1732, el
distrito minero de Zacatecas y « los preciosos tesoros que ocultan sus
preciosos senos », en los cerros « todos
honrados con más de cuatro mil bocas, para mejor servir con el fruto de sus
entrañas a ambas Majestades », Dios y el Rey, y « para que todos acudan a beber
y participar de los grande, de lo rico, de los doctos, de lo urbano y de lo
noble » porque era « fuente de sabiduría, policía, armas, nobleza...». El cura
Marmolejo escribía más tarde a la ciudad de Guanajuato, atravesada por los
puentes, con jardines que tanto se aparecían a los de Semíramis de Babilonia y los templos
deslumbrantes, el teatro, la plaza de toros, los palenque de gallo y las torres
y las cúpulas alzadas contra las verdes laderas de las montañas. Pero este era «
el país de la desigualdad » y Humboldt pudo escribir sobre México: « Acaso en ninguna parte la desigualdad es más
espantosa... la arquitectura de los edificios públicos y privados, la finura
del ajuar de las mujeres, el aire de la sociedad; todo anuncia un extremo de
esmero que se contrapone extraordinariamente a la desnudez, ignorancia y
rusticidad del populacho ». los socavones engullían hombres y mulas en las
lomas de las cordilleras; los indios, « que vivían solo para salir del día »,
padecían hambre endémica y las pestes los mataban como moscas. En un solo año,
1784, una oleada de enfermedades provocadas por la falta de alimentos que
resultó de una helada arrasadora, había segado más de ocho mil vidas en
Guanajuato.
Los capitales no se acumulaban,
sino que se derrochaban. Se practicaba el viejo dicho: « Padre mercader, hijo
caballero, nieto pordiosero ». en una representación dirigida al gobierno, en
1843, Lucas Alamán formuló una sombría advertencia, mientras insistía en la
necesidad de defender la industria nacional mediante un sistema de
prohibiciones y fuertes gravámenes contra la competencia extranjera: « Preciso
es recurrir al fenómeno de la industria, como única fuente de prosperidad
universal –decía- . de nada serviría a Puebla la riqueza de Zacatecas, si no
fuese por el consumo que proporciona a sus manufacturas, y si estas decayesen
otra vez como antes ha sucedido, se arruinaría ese departamento ahora
floreciente, sin que pudiese salvarlo de la miseria la riqueza de aquellas
minas ». la profecía resultó certera. En nuestros días, Zacatecas y Guanajuato
ni siquiera son las ciudades más importantes de sus propias comarcas. Ambas
languidecen rodeadas de los esqueletos de los campamentos de la prosperidad
minera. Zacatecas, lata y árida, vive de la agricultura y exporta mano de obra
hacia otros estados; son bajísimas las leyes actuales de sus minerales de oro y
plata, en relación con los buenos tiempos pasados. De las cincuenta minas que
el distrito de Guanajuato tenía en la explotación, apenas quedan ahora, dos. No
crece la población de la hermosa ciudad, pero afluyen los turistas a contemplar
el esplendor exuberante de los viejos tiempos, a pasear por las callejuelas de
nombres románticos, ricas de leyendas, y a horrorizarse con las cien momias que
las sales de la tierra han conservado intactas. La mitad de las familias del
estado de Guanajuato, con un promedio de más de cinco miembros, viven
actualmente en chozas de una sola habitación.
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