La historia del salitre, su auge y
su caída, resulta muy ilustrativa de la duración ilusoria de las prosperidades
latinoamericanas en el mercado mundial: el siempre efímero soplo de las
glorias y el peso siempre perdurable de las catástrofes.
A mediados del siglo pasado, las
negras profecías de Malthus planeaban sobre el Viejo Mundo. La población
europea crecía vertiginosamente y se hacía imprescindible otorgar nueva vida a
los suelos cansados para que la producción de alimentos pudiera aumentar en
proporción pareja. El guano reveló sus propiedades fertilizantes en los
laboratorios británicos; a partir de 1840 comenzó su exportación en gran escala
desde la costa peruana. Los alcatraces y las gaviotas, alimentados por los
fabulosos cardúmenes de las corrientes que lamen las riberas, habían ido
acumulando en las islas y los islotes, desde tiempos inmemoriales, grandes
montañas de excrementos ricos en nitrógeno, amoníaco, fosfato y sales
alcalinas: el grupo se conservaba puro en las costas sin lluvia de Perú[1].
Poco después del lanzamiento
internacional del guano, la química agrícola descubrió que eran aún mayores las
propiedades nutritivas del salitre, y en 1850 ya se había hecho muy intenso su
empleo como abono en los campos europeos. Las tierras del viejo continente
dedicadas al cultivo del trigo, empobrecidas por la erosión, recibían
ávidamente los cargamentos de nitrato de soda provenientes de las salitreras
peruanas de Tarapacá y, luego, de la provincia boliviana de Antofagasta.
Gracias al salitre y al guano, que yacían en las costas del pacífico «casi al
alcance de los barcos que venían a buscarlos», el fantasma del hambre se alejó
de Europa.
La oligarquía de Lima, soberbia y
presuntuosa como ninguna, continuaba enriqueciéndose a manos llenas y
acumulando símbolos de su poder en los palacios y los mausoleos de mármol de
Carrara que la capital erguía en medio de los desiertos de arena. Antiguamente a
costa de la plata de Potosí, y ahora pasaban a vivir de la mierda de los
pájaros y del grumo blanco y brillante de las salitreras. Perú creía que era
independiente, pero Inglaterra había ocupado el lugar de España. «El país se
sintió rico–escribía Mariátegui-. El Estado usó sin medida de su crédito. Vivió
en el derroche, hipotecando su porvenir a las finanzas inglesas». En 1868,
según Romero, los gastos y las deudas del Estado ya eran mucho mayores que el
valor de las ventas al exterior. Los depósitos de guano servían de garantía a
los empréstitos británicos, y Europa jugaba con los precios; la rapiña de los
exportadores hacía estragos: lo que la naturaleza había acumulado en las islas
a lo largo de milenios se maltrataba en pocos años. Mientras tanto, en las
pampas salitreras, cuenta Bermúdez, los obreros sobrevivían en chozas
«miserables, apenas más altas que el hombre, hechas con piedras, cascotes de
caliche y barro, de un solo recinto».
La explotación del salitre
rápidamente se entendió hasta la provincia boliviana de Antofagasta, aunque el
negocio no era boliviano sino peruano y, más que peruano, chileno. Cuando el
gobierno de Bolivia pretendió aplicar un impuesto a las salitreras que operaban
en su suelo, los batallones del ejército de Chile invadieron la provincia para
no abandonarla jamás.
Hasta aquella época, el desierto
había oficiado de zona de amortiguación para los conflictos latentes entre
Chile, Perú y Bolivia. El salitre desencadenó la pelea. La guerra del pacífico
estalló en 1879 y duró hasta 1883. las fuerzas armadas chilenas, que ya en 1879
habían ocupado también los puertos peruanos de la región del salitre, Patillos,
Iquique, Pisagua, Junín, entraron por fin victoriosas en Lima, y al día
siguiente la fortaleza del Callao se rindió.
La derrota provocó la mutilación y
la sangría de Perú. La economía nacional perdió sus dos principales recursos,
se paralizaron las fuerzas productivas, cayó la moneda, se cerró el crédito
exterior[2].
El colapso no trajo consigo, advertiría Mariátegui, una liquidación del pasado:
la estructura de la economía colonial permaneció invicta, aunque faltaban sus
fuentes de sustentación. Bolivia, por su parte, no se dio cuenta de lo que
había perdido con la guerra: la mina de cobre más importante del mundo actual,
Chuquicamata, se encuentra precisamente en la provincia, ahora chilena, de
Antofagasta. Pero, ¿y los triunfadores?
El salitre y el yodo sumaban el
cinco por ciento de las rentas del Estado chileno en 1880; diez años después,
más de la mitad de los ingresos fiscales provenían de la expropiación de
nitrato desde los territorios conquistados. En el mismo período las inversiones
inglesas en Chile se triplicaron con creces: la región del salitre de convirtió
en una factoría británica. Los ingleses se apoderaron del salitre utilizando
procedimientos nada costosos. El gobierno de Perú había expropiado las
salitreras en 1875 y las había pagado con bonos; la guerra abatió el valor de
estos documentos cinco años después, a la décima parte.
Algunos aventureros audaces, como
John Thomas North y su socio Robert Harvey, aprovecharon la coyuntura. Mientras
los chilenos, los peruanos y los bolivianos intercambiaban balas en el campo de
batalla, los ingleses se dedicaban a quedarse con los bonos, gracias a los
créditos que el banco de Valparaíso y otros bancos chilenos les proporcionaban
sin dificultad alguna. Los soldados estaban peleando para ellos, aunque no lo
sabían. El gobierno chileno recompensó inmediatamente el sacrificio de North,
Harvey, Inglis, James, Bush, Robertson y otros laboriosos hombres de empresa:
en 1881 dispuso la devolución de las salitreras a sus legítimos dueños,
cuando ya la mitad de los bonos había pasado a las manos brujas de los
especuladores británicos. No había salido ni un penique de Inglaterra para financiar
este despojo.
Al abrirse la década del '90,
Chile destinaba a Inglaterra las tres cuartas partes de sus exportaciones, y de
Inglaterra recibía casi la mitad de sus importaciones; su dependencia comercial
era todavía mayor que la que por entonces padecía la India. La guerra había
otorgado a Chile el monopolio mundial de los nitratos naturales, pero el rey
del salitre era John Thomas North.
Una de sus empresas, la Liverpool Nitrate
Company, pagaba dividendos del cuarenta por ciento. Este personaje había
desembarcado en el puerto de Valparaíso, en 1866, con sólo diez libras
esterlinas en el bolsillo de su viejo traje lleno de polvo; treinta años
después, los príncipes y los duques, los políticos más prominentes y los
grandes industriales se sentaban a la mesa de su mansión en Londres. North se
había afiliado, como correspondía a un caballero de sus quilates, al Partido
Conservador y a la
Logia Masónica de Kent. Lord Dorchester, Lord Randolph
Churchill y el Marqués de Stockpole asistían a sus fiestas extravagantes, en
las que North bailaba disfrazado de Enrique VIII. Mientras tanto, en su lejano
reino del salitre, los obreros chilenos no conocían el descanso los domingos,
trabajaban hasta dieciséis horas por día y cobraban sus salarios con fichas que
perdían cerca de la mitad de su valor en las pulperías de las empresas.
Entre 1886 y 1890, bajo la
presidencia de José Manuel Balmaceda, el Estado chileno realizó, dice Ramírez
Necochea, «los planes de progreso más ambiciosos de toda su historia».
Balmaceda impulsó el desarrollo de algunas industrias, ejecutó importantes
obras públicas, renovó la educación, tomó medidas para romper el monopolio de
la empresa británica de ferrocarriles en Tarapacá y contrató con Alemania el
primer y único empréstito que Chile no recibió de Inglaterra en todo el
siglo pasado. En 1888 anunció que era necesario nacionalizar los distritos
salitreros mediante la formación de empresas chilenas, y se negó a vender a los
ingleses las tierras salitreras de propiedad del estado. Tres años más tarde
estalló la guerra civil.
North y sus colegas financiaron
con holgura a los rebeldes[3]
y los barcos británicos de guerra bloquearon la costa de Chile, mientras en Londres la prensa bramaba
contra Balmaceda, «dictador de la peor especie», «carnicero». Derrotado,
Balmaceda se suicidó. El embajador inglés informó al Foreing Office: «La
comunidad británica no hace secretos de su satisfacción por la caída de
Balmaceda, cuyo triunfo, se cree, habría implicado serios perjuicios a los
intereses comerciales británicos». De inmediato se vinieron abajo las
inversiones estatales en caminos, ferrocarriles, colonización, educación y
obras públicas a la par que las empresas británicas extendían sus dominios.
En vísperas de la primera guerra
mundial, dos tercios del ingreso nacional de Chile provenían de la exportación
de los nitratos, pero la pampa salitrera era más ancha y ajena que nunca. La
prosperidad no había servido para desarrollar y diversificar el país, sino que
había acentuado por el contrario, sus deformaciones estructurales. Chile
funcionaba como un apéndice de la economía británica: el más importante
proveedor de abonos del mercado europeo no tenía derecho a la vida propia. Y
entonces un químico alemán derrotó, desde su laboratorio, a los generales que
habían triunfado, años atrás, en los campos de batalla. El perfeccionamiento
del proceso Haber-Bosch para producir nitratos fijando el nitrógeno del aire,
desplazó al salitre definitivamente y provocó la estrepitosa caída de la
economía chilena. La crisis del salitre fue la crisis de Chile, honda herida,
porque Chile vivía del salitre y para el salitre –y el salitre estaba en manos
extranjeras.
En el reseco desierto de
Tamarugal, donde los resplandores de la tierra le queman a uno los ojos, he
sido testigo del arrasamiento de Tarapacá. Aquí había ciento veinte oficinas
salitreras en la época del auge, y ahora sólo queda una oficina en
funcionamiento. En la pampa no hay humedad ni polillas, de modo que no sólo se
vendieron las máquinas como chatarra, sino también las tablas de pino de Oregón
de las mejores casas, las planchas de calamina y hasta los pernos y los clavos
intactos. Surgieron obreros especializados en desarmar pueblos: eran los únicos
que conseguían trabajo en estas inmensidades arrasadas o abandonadas. He visto
los escombros y los agujeros, los pueblos fantasmas, las vías muertas de la Nitrate Railways ,
los hilos ya mudos de los telégrafos, los esqueletos de las oficinas salitreras
despedazadas por el bombardeo de los años, los cruces de los cementerios que el
viento frío golpea por las noches, los cerros blanquecinos que los desperdicios
del caliche habían ido irguiendo junto a las excavaciones. «Aquí corría el
dinero y todos creían que no se terminaría nunca», me han contado los lugareños
que sobreviven. El pasado parece un paraíso por oposición al presente, y hasta
los domingos, que en 1889 todavía no existían para los trabajadores, y que
luego fueron conquistados a brazo partido por la lucha gremial, se recuerdan
con todos los fulgores: «Cada domingo en la pampa salitrera –me contaba un
viejo muy viejo- era para nosotros una fiesta nacional, un nuevo dieciocho de
septiembre cada semana» Iquique, el mayor puerto del salitre, «puerto de
primera» según su galardón oficial, había sido el escenario de más de una
matanza de obreros, pero a su teatro municipal, de estilo belle époque,
llegaban los mejores cantantes de la ópera europea antes que a Santiago.
Dientes de cobre sobre Chile
El cobre no demoró mucho en ocupar el lugar del salitre como viga maestra
de la economía chilena, al tiempo que la hegemonía británica cedía paso al
dominio de los Estados Unidos. En vísperas de la crisis del 29 las inversiones
norteamericanas en Chile ascendían ya a más de cuatrocientos millones de
dólares, casi todos destinados a la explotación y el transporte de cobre. Hasta
la victoria electoral de las fuerzas de la Unidad Popular en
1970, los mayores yacimientos del metal rojo continuaban en manos del la Anaconda Koper
Minning Co. y la
Kennecott Coper Co., dos empresas íntimamente vinculadas
entre sí como partes de un mismo consorcio mundial. En medio siglo, ambas
habían remitido cuatro mil millones de dólares desde Chile a sus casas
matrices, caudalosa sangre evadida por diversos conceptos, y habían realizado
como contrapartida, según sus propias cifras infladas, una inversión total que
no pasaba de ochocientos millones, casi todos provenientes de las ganancias
arrancadas al país[4].
La hegemonía había ido aumentando a medida que la producción crecía, hasta
superar los cien millones de dólares por año en los últimos tiempos. Los dueños
del cobre eran los dueños de Chile. El lunes 21 de diciembre del 70, Salvador
Allende habla desde el balcón del palacio de gobierno a una multitud fervorosa;
anuncia que ha firmado el proyecto de reforma constitucional que hará posible
la nacionalización de la gran minería. En 1969, la Anaconda ha logrado en
Chile utilidades por 79 millones de dólares, que equivalen al ochenta por
ciento de sus ganancias en todo el mundo: y sin embargo, agrega, la Anaconda tiene en Chile
menos de la sexta parte de sus inversiones en el exterior. La guerra
bacteriológica de la derecha, planificada campaña de propaganda destinada a
sembrar el terror para evitar la nacionalización del cobre y las demás reformas
de estructura anunciadas desde la izquierda, había sido tan intensa como en las
elecciones anteriores. Los diarios habían exhibido pesados tanques soviéticos
rodando ante el palacio presidencial de La Moneda ; sobre las paredes de Santiago los
guerrilleros barbudos aparecerían arrastrando jóvenes inocentes rumbo a la
muerte; se escuchaba el timbre de cada casa, un aseñora explicaba: «¿Tiene
usted cuatro niños? Dos, irán a la Unión Soviética y
dos a Cuba». Todo resultaba inútil: el cobre «se pone poncho y espuelas»,
anuncia el presidente Allende: el cobre vuelve a ser chileno.
Los Estados Unidos, por su parte, con las piernas presas en la trampa de
las guerras del sudeste asiático, no han ocultado el malestar oficial ante la
marcha de los acontecimientos en el sur de la cordillera de los Andes. Pero
Chile no está al alcance de una súbita expedición de marines, y la fin y
al cabo Allende es presidente con todos los requisitos de la democracia
representativa que el país del norte formalmente predica. El imperialismo
atraviesa las primeras etapas de un nuevo ciclo crítico, cuyos signos se han
hecho claros en la economía; su función de policía mundial se hace cada vez más
cara y más difícil. ¿Y la guerra de los precios? La producción chilena se vende
ahora en mercados diversos y puede abrir amplios mercados nuevos entre los
países socialistas; los Estados Unidos carecen de medios para bloquear, a
escala universal, las ventas del cobre que los chilenos se disponen a
recuperar. Muy distinta era, por cierto, la situación del azúcar cubana doce
años atrás, destinada enteramente al mercado norteamericano y por entero
dependiente de los precios norteamericanos. Cuando Eduardo Frei ganó las
elecciones del 64, la cotización del cobre subió de inmediato con visible
alivio: cuando Allende ganó las del 70, el precio, que ya venía bajando,
declinó aún más. Pero el cobre, habitualmente sometido a muy agudas
fluctuaciones de precios, había gozado de precios considerablemente altos en
los últimos años y como la demanda excede a la oferta, la escasez impide que el
nivel caiga muy abajo. A pesar de que el aluminio ha ocupado en gran medida su
lugar como conductor de electricidad, el aluminio también requiere cobre, y en
cambio no se han encontrado sucedáneos más baratos y eficaces para desplazarlo
de la industria del acero ni de la química, y el metal rojo sigue siendo la
materia prima principal de las fábricas de pólvora, latón y alambre.
Todo a lo largo de las faldas de la cordillera, Chile posee las mayores
reservas de cobre del mundo, una tercera parte del total hasta ahora conocido.
El cobre chileno aparece por lo general asociado a otros metales, como
oro, plata o molibdeno. Esto resulta un factor adicional para estimular su
explotación. Por los demás, los obreros chilenos son baratos para las empresas:
con sus bajísimos costos de Chile, la Anaconda y la Kennecot financian con creces sus altos costos en
los Estados Unidos, del mismo modo que el cobre chileno paga, por la vía de los
«gastos en el exterior», más de diez millones de dólares por año para el
mantenimiento de las oficinas en Nueva York. El salario promedio de las minas
chilenas apenas alcanzaba, en 1964 a la octava parte del salario básico en las
refinerías de los Kenneccott en los Estados Unidos, pese a que la productividad
de unos y otros obreros, estaba al mismo nivel. No eran iguales, en cambio, ni
los son, las condiciones de vida. Por lo general, los mineros chilenos viven en
camarotes estrechos y sórdidos, separados de sus familias, que habitan casuchas
miserables en las afueras: separados también, claro está, del personal
extranjero, que en las grandes minas habita un universo aparte, minúsculos
estados dentro del Estado, donde sólo se habla inglés y hasta se editan
periódicos para sus usos exclusivos.
La productividad obrera ha ido aumentando, en Chile, a medida que las
empresas han mecanizado sus medios de explotación. Desde 1945, la producción de
cobre ha aumentado en un cincuenta por ciento, pero la cantidad de trabajadores
ocupados en las minas se ha reducido en una tercera parte.
La nacionalización pondrá fin a un estado de cosas que se había hecho
insoportable para el país, y evitará que se repita, con el cobre, la
experiencia de saqueo y caída en el vacío que sufrió Chile en el ciclo del
salitre. Porque los impuestos que las empresas pagan al Estado no compensan en
modo alguno el agotamiento inflexible de los recursos minerales que la naturaleza ha concedido pero
que no renovará. Por lo demás, los impuestos han disminuido, en términos
relativos, desde que en 1955 se estableció el sistema de la tributación
decreciente de acuerdo con los aumentos de la producción, y desde la
«chilenización» del cobre dispuesta por el gobierno de Frei. En 1965 Frei
convirtió al Estado en socio de la
Kennecott y permitió a las empresas poco menos que triplicar
sus ganancias a través de un régimen tributario muy favorable para ellas, los
gravámenes se aplicaron, en el nuevo régimen, sobre un precio promedio de 29
centavos de dólar por libra, aunque el precio se elevó, empujado por la gran
demanda mundial, hasta los setenta centavos. Chile perdió, por la diferencia de
impuestos entre el precio ficticio y el precio real, una enorme cantidad de
dólares, como lo reconoció el propio Radomiro Tomic, el candidato elegido por la Democracia Cristiana
para suceder a Frei en el período siguiente. En 1969, el gobierno de Frei,
pactó con la Anaconda
un acuerdo para comprarle el 51 por ciento de las acciones en cuotas
semestrales, en condiciones tales que desataron un nuevo escándalo político y dieron
impulso al crecimiento de las fuerzas de izquierda. El presidente de la Anaconda había dicho
previamente al presidente de Chile,
según la versión divulgada por la prensa. «Excelencia: los capitalistas no
conservan los bienes por motivos sentimentales, sino por razones económicas. Es
corriente que una familia guarde un ropero porque perteneció a un abuelo; pero
las empresas no tiene abuelos. Anaconda puede vender todos sus bienes. Sólo
depende del precio que le paguen».
Eduardo Galeano… extracto de “las venas
abiertas de América latina”
[1] Ernst Samhaber,
Sudamérica, biografía de un continente, Buenos Aires, 1946. Las aves
guaneras son las más valiosas del mundo, escribía Robert Cushman Murphy mucho
después del auge, “por su rendimiento en dólares por cada digestión”. Están por
encima, decía, del ruiseñor de Shakespeare que cantaba en el balcón de Julieta,
por encima de la paloma que voló sobre el arca de Noé y, desde luego, de la
triste golondrina de Bécquer.
[2] Perú
perdió la provincia salitrera de Tarapacá y algunas importantes guaneras, pero
conservó los yacimientyo de guano de la costa norte. El guano seguía siendo el
fertilizante principal de la agriculatura peruana, hasta que a apartir de 1960
el auge de la harina de pescado aniquiló a los alcatraces y a las gaviotas. Las
empresas pesqueras, en su mayoría norteamericanas, arrasaron rápidamente los
bancos de anchovetas cercanos a la costa, para alimentar con harina peruana a
los cerdos y aves de Estados Unidos y Europa, y los pájaros guaneros salían a
perseguir a los pescadores, cada vez más lejos, mar afuera. Sin resistencia
para el regreso, caían al mar. Otros no se iban, y así podían verse, en 1962 y
en 1963, las bandadas de alcatraces persiguiendo comida por la avenida
principal de Lima: cuando ya no podían levantar vuelo, los alcatraces quedaban
muertos en las calles.
[3] El
congreso encabezaba la oposición al presidente, y era notoria la debilidad que
muchos de sus miembros sentían por las libras esterlinas. El soborno de
chilenos era, según los ingleses, “una costumbre del país”. Así lo definió en
1897 Robert Harvey, el socio de North, durante el juicio que algunos pequeños
accionistas entablaron contra él y otros directores de The Nitrate Railways Co.
Explicando el desembolso de cien mil libras con fines de soborno, dijo Harvey:
“La administración pública en Chile, como Ud. sabe, es muy corrompida ... No
digo que sea necesario cohechar jueces, pero creo que muchos miembros del
Senado, escasos de recursos, sacaron algún beneficio de parte de ese dinero a
cambio de sus votos; y que sirvió para impedir que el gobierno se negara en
absoluto a oír protestas y reclamaciones ...” (Hernán Ramírez Necochea, Balmaceda
y la contrarrevolución de 1891, Santiago de Chile, 1969).
[4] Las mismas
empresas industrializaban el mineral chileno en sus fábricas lejanas. Anaconda
American Brass, Anaconda Wire and Cable y Kennecott Wire and Cable figuran
entre las principales fábricas de bronce y alambre del mundo entero. José
Cademartori. La economía chilena, Santiago de Chile, 1968.
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