En 1944, Ubico cayó de su
pedestal, barrido por los vientos de una revolución de sello liberal que
encabezaron algunos jóvenes oficiales y universitarios de la clase media, Juan
José Arévalo, elegido presidente, puso en marcha un vigoroso plan de educación
y dictó un nuevo Código del Trabajo para proteger a los obreros del campo y de
las ciudades. Nacieron varios
sindicatos; la United
Fruit Co., dueña de vastas tierras, el ferrocarril y el
puerto, virtualmente exonerada de impuestos y libre de controles, dejó de ser
omnipotente en sus propiedades. En 1951, en su discurso de despedida, Arévalo
reveló que había debido sortear treinta y dos conspiraciones financiadas por la
empresa. El gobierno de Jacobo Arbenz continuó y profundizó el ciclo de
reformas. Las carreteras y el nuevo puerto de San José rompían el monopolio de
la frutera sobre los transportes y la exportación. Con capital nacional, y sin
tender la mano ante ningún banco extranjero, se pusieron en marcha diversos
proyectos de desarrollo que conducían a la conquista de la independencia. En
junio de 1952, se aprobó la reforma agraria, que llegó a beneficiar a más de
cien mil familias, aunque solo afectaba a las tierras improductivas y pagaba
indemnización, en bonos, a los propietarios expropiados. La United Fruit solo
cultivaba el ocho por ciento de sus tierras, extendidas entre ambos
océanos.
La reforma agraria se proponía
«desarrollar la economía capitalista campesina y la economía capitalista de la
agricultura en general», pero una furiosa campaña de propaganda internacional
se desencadenó contra Guatemala: «La cortina de hierro está descendiendo sobre
Guatemala, vociferaban las radios, los diarios y los próceres de la OEA. El coronel Castillo
Armas, graduado en Fort Leavenworth, Kansas, abatió sobre su propio país las
tropas entrenadas y pertrechadas, al efecto, en los Estados Unidos. El
bombardeo de los F-47, con aviadores norteamericanos, respaldó la invasión.
«Tuvimos que deshacernos de un gobierno comunista que había asumido el poder»,
diría nueve años más tarde, Dwight Eisenhower. Las declaraciones del embajador
norteamericano en Honduras ante una subcomisión del senado de los Estados
Unidos, revelaron el 27 de julio de 1961 que la operación libertadora de 1954
había sido realizada por un equipo del que formaban parte, además de él mismo,
los embajadores ante Guatemala, Costa Rica y Nicaragua.
Allen Dulles, que en aquella época
era el hombre número uno de la CIA ,
les había enviado telegramas de felicitación por la faena cumplida.
Anteriormente, el bueno de Allen había integrado el directorio de la United Fruit Co. Su
sillón fue ocupado, un año después de la invasión, por otro directivo de la CIA , el general Walter Bedell
Smith Foster Dulles, hermano de Allen, se había encendido de impaciencia en la
conferencia de la OEA
que dio el visto bueno a la expedición militar contra Guatemala. Casualmente,
en sus escritorios de abogado habían redactados, en tiempos del dictador Ubico
los borradores de los contratos de la United Fruit.
La caída de Arbenz marcó a fuego
la historia posterior del país. Las mismas fuerzas que bombardearon la ciudad
de Guatemala, Puerto Barrios y el puerto
de San José al atardecer del 18 de junio de 1954, están hoy en el poder. Varias
dictaduras feroces sucedieron a la intervención extranjera, incluyendo el
período de Julio César Méndez Montenegro (1966 – 1970), quien proporcionó a la
dictadura el decorado de un régimen democrático, Méndez Montenegro había
prometido una reforma agraria, pero se limitó a firmar la autorización para que
los terratenientes portaran armas, y las usaran.
La reforma agraria de Arbenz había
saltado en pedazos cuando Castillo Armas cumplió su misión devolviendo las
tierras a la United Fruit
y a los otros terratenientes expropiados.
1967 fue el peor de los años del
ciclo de la violencia inaugurando en 1954. un sacerdote católico norteamericano
expulsado de Guatemala, el padre Thomas Melville, informaba al National
Catholic Reporter en enero de 1968: en poco más de un año, los grupos
terroristas de la derecha habían asesinado a más de dos mil ochocientos
intelectuales, estudiantes, dirigentes sindicales y campesinos que habían
«intentado combatir las enfermedades de la sociedad guatemalteca» El cálculo
del padre Melville se hizo en base a la información de la prensa, pero de la
mayoría de los cadáveres nadie informó nunca, eran indios sin nombre ni origen
conocidos, que el ejército incluía, algunas veces, solo como números, en las
partes de las victorias contra la subversión. La represión indiscriminada formaba
parte de la campaña militar de «cerco y aniquilamiento» contra movimientos
guerrilleros. De acuerdo con el nuevo código en vigencia, los miembros de los
cuerpos de seguridad no tenían responsabilidad penal por homicidios, y los
partes policiales o militares se consideraban plena prueba en los juicios. Los
finqueros y sus administradores fueron legalmente equiparados a la calidad de
autoridades locales, con derecho a portar armas y formar cuerpos represivos. No
vibraron los teletipos del mundo con las primicias de la sistemática
carnicería, no llegaron a Guatemala los periodistas ávidos de noticias, no se
escucharon voces de condenación. El mundo estaba de espaldas, pero Guatemala
sufría una larga noche de San Bartolomé. La aldea Cajón del Río quedó sin hombres,
y a los de la aldea Tituque les revolvieron las tripas a cuchillo y a los de
Piedra Parada los desollaron vivos y quemaron vivos a los de Agua Blanca de
Ipala, previamente baleados en las piernas; en el centro de la plaza de San
Jorge clavaron en una pica la cabeza de un campesino rebelde. En Cerro Gordo,
llenaron de alfileres las pupilas de Jaime Velásquez, el cuerpo de Ricardo
Miranda fue encontrado con treinta y ocho perforaciones y la cabeza de Haroldo
Silva, sin el cuerpo de Haroldo Silva, la borde de la carretera a San Salvador;
en Los Mixcos cortaron la lengua de Ernesto Chinchilla; en la fuente del Ojo de
Agua, los hermanos Oliva Aldana fueron cosidos a tiros con las manos atadas a
la espalda y los ojos vendados; el cráneo de José Guzmán se convirtió en un
rompecabezas de piezas minúsculas arrojadas al camino; de los pozos de San
Lucas Sacatepequez emergían muertos en vez de agua; los hombres amanecían sin
manos ni pies en la finca Miraflores. A las amenazas sucedían las ejecuciones o
la muerte acometía, sin aviso, por la nuca; en las ciudades se señalaban con
cruces negras las puertas de los sentenciados. Se los ametrallaba al salir, se
arrojaban los cadáveres a los barrancos.
Después no cesó la violencia. Todo
a lo largo del tiempo del desprecio y de la cólera inaugurado en 1954, la
violencia ha sido y sigue siendo una transpiración natural de Guatemala.
Continuaron apareciendo, uno cada cinco horas, los cadáveres en los ríos o al
borde de los caminos, los rostros sin rasgos, desfigurados por la tortura, que
no serán identificados jamás. También continuaron, y en mayor medida, las
matanzas más secretas: los cotidianos genocidios de la miseria. Otro sacerdote
expulsado, el padre Blase Bonpane, denunciaba en le Washington Post, en 1968, a
esta sociedad enferma: «De las setenta mil personas que cada año mueren en
Guatemala, treinta mil son niños. La tasa de mortalidad infantil en Guatemala
es cuarenta veces más alta que la de los Estados Unidos».
Eduardo Galeano… extracto de “las venas
abiertas de América latina”
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