La apropiación privada de la tierra siempre se
anticipó, en América Latina, a su cultivo útil. Los rasgos más retrógrados del
sistema de tenencia actualmente vigente no provienen de las crisis, sino que
han nacido durante los períodos de mayor prosperidad; a la inversa, los períodos
de depresión económica han apaciguado la voracidad de los latifundistas por la
conquista de nuevas extensiones. En Brasil, por ejemplo, la decadencia del
azúcar y la virtual desaparición del oro y los diamantes hicieron posible,
entre 1820 y 1850, una legislación que aseguraba la propiedad de la tierra a
quien la ocupara y la hiciera producir. En 1850 el ascenso del café como nuevo
«producto rey» determinó la sensación de la Ley de Tierras, cocinada según el paladar de los
políticos y los militares del régimen oligárquico, para negar la propiedad de
la tierra a quienes le trabajan, a medida que se iban abriendo, hacia el sur y
hacia el oeste, los gigantescos espacios interiores del país. Esta ley «fue
reforzada y ratificada desde entonces por una copiosísima legislación, que
establecía la compra como única forma de acceso a la tierra y creaba un sistema
notarial de registro que haría casi impracticable que un labrador pudiera
legalizar su posesión...»
La legislación norteamericana de la misma época se
propuso el objetivo opuesto, para promover la colonización interna de los
Estados Unidos. Crujían las carretas de los pioneros que iban extendiendo la
frontera, a costa de las matanzas de los indígenas, hacia las tierras vírgenes
del oeste: la Ley Lincoln
de 1862, el Meted Act, aseguraba a cada familia la propiedad de lotes de 65
hectáreas. Cada beneficiario se comprometía a cultivar su parcela por un
período no menor de cinco años. El dominio público se colonizó con rapidez
asombrosa; la población aumentaba y se propagaba como un enorme mancha de
aceite sobre el mapa.
La tierra accesible, fértil y casi gratuita, atraía a
los campesinos europeos con un imán irresistible: cruzaban el océano y también
los Apalaches rumbo a las praderas abiertas. Fueron granjeros libres, así,
quienes ocuparon los nuevos territorios del centro y del oeste. Mientras el
país crecía en superficie y en población, se creaban fuentes de trabajo
agrícola y al mimo tiempo se generaba un mercado interno con gran poder
adquisitivo, la enorme masa de los granjeros propietarios, para sustentar la
pujanza del desarrollo industrial.
En cambio, los trabajadores rurales que, desde hace
más de un siglo, han movilizado con ímpetu la frontera interior de Brasil, no
han ido no son familias de campesinos libres en busca de un trozo de tierra
propia, como se observa en Ribeiro, sino braceros contratados para servir a los
latifundistas que previamente han tomado posesión de los grandes espacios
vacíos. Los desiertos interiores nunca fueron accesibles, como no fuera de esta
manera, a la población rural. En provecho ajeno, los obreros han ido abriendo
el país, a golpes de machete, a través de la selva. La colonización resulta una
simple extensión del área latifundista. Entre 1930 y 1950, 65 latifundios brasileños
absorbieron la cuarta parte de las nuevas tierras incorporadas a la
agricultura.
Estos dos opuestos sistemas de colonización interior
muestran una de las diferencias más importantes entre los modelos de desarrollo
de los Estados Unidos y de América Latina. ¿Por qué el norte es rico y el sur
pobre? El río Bravo señala mucho más que una frontera geográfica. El hondo
desequilibrio de nuestros días, que parece confirmar la profecía de Hegel sobre
la inevitable guerra entre una y otra América, ¿nació de la expansión
imperialista de los Estados Unidos o tiene raíces más antiguas? En realidad, al
norte y al sur se habían generado, ya en la matriz colonial, sociedades muy
poco parecidas y al servicio de fines que no eran los mismos. Los peregrinos de
Mayflower no atravesaron el mar para conquistar tesoros legendarios ni
para atrasar las civilizaciones indígenas existentes en el norte, sino para
establecerse con sus familias y reproducir, en el Nuevo Mundo, el sistema de
vida y de trabajo que practicaban en Europa. No eran soldados de fortuna, sino
pioneros; no venían a conquistar, sino a colonizar: fundaron «colonias de
poblamientos». Es cierto que el proceso posterior desarrolló, al sur de la
bahía de Delaware, una economía de plantaciones esclavistas semejantes a la que
surgió en América Latina, pero con la diferencia de que en Estados Unidos el
centro de gravedad estuvo desde el principio radicado en las granjas y los
talleres de Nueva Inglaterra, de donde saldrían los ejércitos vencedores de la Guerra de Secesión en el
siglo XIX. Los colonos de Nueva Inglaterra, núcleo original de la
civilización norteamericana, no actuaron nunca como agentes coloniales de la
acumulación capitalista europea; desde el principio, vivieron al servicio de su
propio desarrollo y del desarrollo de su tierra nueva. Las trece colonias del
norte sirvieron de desembocadura al ejército de campesinos y artesanos europeos
que el desarrollo metropolitano iba lanzando fuera del mercado de trabajo.
Trabajadores libres formaron la
base de aquella nueva sociedad de este lado del mar.
España y Portugal contaron, en cambio, con una gran
abundancia de mano de obra servil en América Latina. A la esclavitud de
los indígenas sucedió el trasplante en masa de los esclavos africanos. A lo
largo de los siglos, hubo siempre una legión enorme de campesinos desocupados
disponibles para ser trasladados a los centros de producción: las zonas
florecientes coexistieron siempre con las decadentes, al ritmo de los auges y
las caídas de las exportaciones de metales preciosos o azúcar, y las zonas de
decadencia surtían de mano de obra a las zonas florecientes. Esta estructura
persiste hasta nuestros días, y también en la actualidad implica un bajo nivel
de salarios, por la presión que los desocupados ejercen sobre el mercado de
trabajo, y frustra el crecimiento del mercado interno de consumo. Pero además,
a diferencia de los puritanos del norte, las clases dominantes de la sociedad
colonial latinoamericana no se orientaron jamás al desarrollo económico
interno. Sus beneficios provenían de fuera; estaban más vinculados al mercado
extranjero que a la propia comarca. Terratenientes y mineros y mercaderes
habían nacido para cumplir esa función: abastecer a Europa de oro, plata y
alimentos. Los caminos trasladaban la carga en un solo sentido: hacia el puerto
y los mercaderes de ultramar. Esta es también la clave que explica la expansión
de los Estados Unidos como unidad nacional y la facturación de América Latina:
nuestros centros de producción no estaban conectados entre sí, sino que
formaban un abanico con el vértice muy lejos.
Las trece colonias del norte tuvieron, bien pudiera decirse,
la dicha de la desgracia. Su experiencia histórica mostró la tremenda
importancia de no nacer importante. Porque al norte de América no había oro no
había plata, ni civilizaciones indígenas con densas concentraciones de
población ya organizada para el trabajo, ni suelos tropicales de fertilidad
fabulosa en la franja costera que los peregrinos ingleses colonizaron. La naturaleza se había mostrado
avara, y también la historia: faltaban los metales y la mano de obra esclava
para arrancar los metales del vientre de la tierra. Fue una suerte. Por lo
demás, desde Maryland hasta Nueva Escocia, pasando por Nueva Inglaterra, las
colonias del norte producían, en virtud del clima y por las características de
los suelos, exactamente los mismo que la agricultura británica, es decir, que
no ofrecían a la metrópoli, como advierte Bagú, una producción complementaria.
Muy distinta era la situación de las
Antillas y de las colonias ibéricas de tierra firme. De las tierras tropicales
brotaban el azúcar, el tabaco, el algodón, el añil, la trementina, una pequeña
isla del Caribe resultaba más importante para Inglaterra, desde el punto de
vista económico, que las trece colonias matrices de los Estados Unidos.
Estas circunstancias explican el ascenso y la
consolidación de los Estados Unidos, como un sistema económicamente autónomo,
que no drenaba hacia fuera la riqueza
generada en su seno. Eran muy flojos los lazos que ataban la colonia a la
metrópoli; en Barbados o Jamaica, en cambio, solo se reinvertían los capitales
indispensables para reponer los esclavos a medida que se iban gestando. No
fueron factores raciales, como se ve, los que decidieron el desarrollo de unos
y el subdesarrollo de otros; las islas británicas de la Antillas no tenían nada
de españolas ni de portuguesas. La verdad es que la insignificancia económica
de las trece colonias permitió la temprana diversificación de sus exportaciones
y alumbró al impetuoso desarrollo de las manufacturas. La
industrialización norteamericana contó,
desde antes de la independencia, con estímulos y protecciones oficiales.
Inglaterra se mostraba tolerante, al mismo tiempo que prohibía estrictamente
que sus islas fabricaran siquiera un alfiler.
Eduardo Galeano… extracto de “las venas
abiertas de América latina”
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