Los ingleses se habían apoderado fugazmente de La Habana en 1762. Por
entonces, las pequeñas plantaciones de tabaco y la ganadería eran las bases de
la economía rural de la isla; La
Habana , plaza fuerte militar, mostraba un considerable
desarrollo de las artesanías, contaba con una fundición importante, que
fabricaba cañones, y disponía del primer astillero de América Latina para
construir en gran escala buques mercantes y navíos de guerra. Once meses bastaron
a los ocupantes británicos para introducir una cantidad de esclavos que
normalmente hubiese entrado en quince años y desde esa época la economía cubana
fue modelada por las necesidades extranjeras del azúcar: los esclavos producirían
la codiciada mercancía con destino al mercado mundial, y su jugosa plusvalía
sería desde entonces disfrutada por la oligarquía local y los intereses
imperialistas.
Moreno Fraginals describe, con datos elocuentes, el
auge violento del azúcar en los años siguientes a la ocupación británica. El
monopolio comercial español había saltado, de hecho, en pedazos; habían quedado
deshechos además los frenos al ingreso de esclavos.El ingenio absorbía todo,
hombres y tierras.
Los obreros del astillero y la fundición y los
innumerables pequeños artesanos, cuyo aporte hubiera resultado fundamental para
el desarrollo de las industrias, se marchaban a los ingenios; los pequeños
campesinos que cultivaban tabaco en las vegas o frutas en las huertas, víctimas
del bestial arrasamiento de las tierras por los cañaverales, se incorporaban
también a la producción de azúcar. La plantación extensiva iba reduciendo la
fertilidad de los suelos; se multiplicaban en los campos cubanos las torres de
los ingenios y cada ingenio requería cada vez más tierras. El fuego devoraba
las vegas tabacales y los bosques y arrasaba las pasturas. En 1792, el tasajo,
que pocos años antes era un artículo cubano de exportación, llegaba ya en
grandes cantidades del extranjero, y Cuba continuaría importándolo en lo sucesivo[1].
Languidecían el astillero y la fundición, caía verticalmente la producción de
tabaco; la jornada de trabajo de los esclavos del azúcar se extendía a veinte horas. Sobre las tierras
humeantes se consolidaba el poder de la «sacarocracia». A fines del siglo XVIII, euforia
de la cotización internacional por las nubes, la especulación volaba: los
precios de la tierra se multiplicaban por veinte Güines; en La Habana el interés real del
dinero era ocho veces más alto que el legal; en toda Cuba la tarifa de los
bautismos, los entierros y las misas subía en proporción a la desatada carestía
de los negros y los bueyes.
Los cronistas de otros tiempos decían que podía
recorrerse Cuba, a todo lo largo, a la sombra de las palmas gigantescas y los
bosques frondosos, en los que abundaban la caoba y el cedro, el ébano y los
dagames. Se puede todavía admirar las maderas preciosas de Cuba en las mesas y
en las ventanas de El Escorial o en las puertas del palacio real Madrid, pero
la invasión cañera hizo arder, en Cuba, con varios fuegos sucesivos, los
mejores bosques vírgenes de cuantos antes cubrían su suelo. En los mismos años
en que arrasaba su propia floresta, Cuba se convertía en la principal
compradora de madera de los Estados Unidos. El cultivo extensivo de la caña,
cultivo de rapiña, no solo implicó la muerte del bosque sino también, a largo
plazo, «la muerte de la fabulosa fertilidad de la isla[2]».
Los bosques eran entregados a las llamas y la erosión no demoraba en morder los
suelos indefensos; miles de arroyos se secaron. Actualmente, el rendimiento por
hectáreas de las plantaciones azucareras de Cuba es inferior en más de tres
veces al de Perú, y cuatro veces y media menor que el de Hawai. El riesgo y la
fertilización de la tierra constituyen tareas prioritarias para la revolución
cubana. Se están multiplicando las presas hidráulicas, grandes y pequeñas,
mientras se canalizan los campos y se diseminan, sobre las castigadas tierras,
los abonos.
La «sacarocracia» alumbró su engañosa fortuna al
tiempo que sellaba la dependencia de Cuba, una factoría distinguida cuya economía
quedó enferma de diabetes. Entre quienes devastaron las tierras más fértiles
por medios brutales había personajes de refinada cultura europea, que sabían
reconocer un Brueghel auténtico y podían comprarlo; de sus frecuentes viajes a
París traían vasijas etruscas y ánforas griegas, gobelinos franceses y biombos
Ming, paisajes y retratos de los más cotizados artistas británicos. Me
sorprendió descubrir, en la cocina de una mansión de La Habana , una gigantesca caja
fuerte, con combinación secreta, que una condesa usaba para guardar la vajilla.
Hasta 1959 no se construían fábricas, sino castillos de azúcar: el azúcar ponía
y sacaba dictadores, proporcionaba o negaba trabajo a los obreros, decidía el
ritmo de las danzas de los millones y las crisis terribles. La ciudad de
Trinidad es, hoy, un cadáver resplandeciente. A mediados del siglo XIX, había en
Trinidad más de cuarenta ingenios, que producían 700 mil arrobas de azúcar. Los
campesinos pobres que cultivaban tabaco habían sido desplazados por la
violencia, y la zona, que había sido también ganadera, y que antes exportan
carne, comía carne traída de fuera.
Brotaron palacios coloniales, con sus portales de
sombra cómplice, sus aposentos de altos techos, arañas con lluvia de cristales,
alfombras persas, un silencio de terciopelo y en el aire las ondas del minué,
los espejos en los salones para devolver la imagen de los caballeros de peluquín
y zapatos con hebilla. Ahí está, ahora, el testimonio de los grandes esqueletos
de mármol o piedra, la soberbia de los campanarios mudos, las calesas invadidas
por el pasto. A Trinidad le dicen ahora «la ciudad de los tuvo», porque
sus sobrevivientes blancos siempre hablan de algún antepasado que tuvo
el poder y la gloria. Pero vino la crisis de 1857, cayeron los precios del azúcar
y la ciudad cayó con ellos, para no levantarse nunca más[3].
Un siglo después, cuando los guerrilleros de la Sierra Maestra
conquistaron el poder, Cuba seguía con su destino atado a la cotización del azúcar.
«El pueblo que confía su subsistencia a un solo producto, se suicida», había
profetizado el héroe nacional, José Martí. En 1920, con el azúcar a 22 centavos
la libra, Cuba batió el récord mundial de exportaciones por habitante, superando
incluso a Inglaterra, y tuvo el mayor ingreso per capita de América
Latina. Pero ese mismo año, en diciembre, el precio del azúcar cayó a cuatro
centavos, y en 1921 se desató el huracán de la crisis: quebraron numerosas
centrales azucareras, que fueron adquiridas por intereses norteamericanos, y
todos los bancos cubanos o españoles, incluyendo el propio Banco Nacional. Solo
sobrevivieron las sucursales de los bancos de Estados Unidos. Una economía tan
dependiente y vulnerable como la de Cuba no podía escapar, posteriormente, al
impacto feroz de la crisis de 1929 en Estados Unidos: el precio del azúcar llegó
a bajar a mucho menos de un centavo en 1932, y en tres años las exportaciones
se redujeron, en valor, a la cuarta parte. El índice de desempleo de Cuba en
esos tiempos «difícilmente habrá sido igualado en ningún otro país». El
desastre de 1921 había sido provocado por la caída del precio del azúcar en el
mercado de los Estados Unidos, y de los Estados Unidos no demoró en llegar un
crédito de cincuenta millones de dólares: en ancas del crédito, llegó también
el general Crowder; so pretexto de controlar la utilización de los fondos,
Crowder gobernaría, de hecho, el país. Gracias a sus buenos oficios la
dictadura de Machado llega al poder en 1924, pero la gran depresión de los años
treinta se lleva por delante, paralizada Cuba por la huelga general, a este régimen
de sangre y fuego.
Lo que ocurría con los precios, se repetía con el
volumen de las exportaciones. Desde 1948, Cuba recuperó su cuota para cubrir la
tercera parte del mercado norteamericano de azúcar, a precios inferiores a los
que recogían los productores de Estados Unidos, pero más altos y más estables
que los del mercado internacional. Ya con anterioridad los Estados Unidos habían
desgravado las importaciones de azúcar cubana a cambio de privilegios similares
concedidos al ingreso de los artículos norteamericanos en Cuba. Todos estos favores
consolidaron la dependencia. «El pueblo que compra manda, el pueblo que
vende sirve; hay que equilibrar el comercio para asegurar la libertad; el
pueblo que quiere morir vende a un solo pueblo, y el que quiere salvarse vende
a más de uno», había dicho Martí y repitió el Che Guevara en la
conferencia de la OEA ,
en Punta del este, en 1961. La producción era arbitrariamente limitada por las
necesidades de Washington. El nivel de 1925, unos cinco millones de toneladas,
continuaba siendo el promedio de los años
cincuenta: el dictador Fulgencio Batista asaltó el poder, en 1952, en ancas de
la mayor zafra hasta entonces conocida, más de siete millones, con la misión de
apretar las clavijas, y al año siguiente la producción, obediente a la demanda del norte, cayó a cuatro[4].
Eduardo Galeano… venas abiertas de América
latina
[1] Ya habían
irrumpido los saladeros en el río de la Plata. Argentina
y Uruguay, que por entonces no existían por separado ni se llamaban así, habían
adaptado sus economías a la exportación en gran escala de carne seca y salada,
cueros, grasas y sebos. Brasil y Cuba, los dos grandes centros esclavistas del
siglo XIX, fueron excelentes mercados para el tasajo, un alimento muy barato,
de fácil transporte y no menos fácil almacenamiento, que no se descomponía al
calor del trópico. Los cubanos llaman todavía “Montevideo” al tasajo, pero Uruguay
dejó de venderlo en 1965, sumándose así al bloqueo dispuesto por la OEA contra Cuba. Des esta
manera Uruguay perdió, estúpidamente, el último mercado que le restaba para
este producto. Había sido Cuba, a fines del siglo XVIII, el primer mercado que se
abrió a la carne uruguaya, embarcada en
delgadas lonjas secas. José Pedro Brrán y Benjamín Nahum, Historia rural del
Uruguay moderno (1851 – 1885), Montevideo, 1967.
[2] Manuel
Moreno Fraginals, op. cit. Hasta hace poco tiempo, navegaban por el río
Sagua los palanqueros. “Llevan una larga vara con una punta de hierro.
Con ella van hiriendo el lecho del río hasta que clavan un madero ... Así, día
a día, extraen del fondo del río los restos de árboles que el azúcar talara.
Viven de los cadáveres del bosque.
[3] Moreno
Fraginals ha observado, agudamente, que los nombres de los ingenios nacidos en
el siglo XIX reflejaban las alzas y las bajas de la curva azucarera: Esperanza,
Nueva Esperanza, Atrevido, Casualidad, Aspirante, Conquista, Confianza, El Buen
Suceso, Apuros, Angustia, Desengaño. Había cuatro ingenios llamados,
premonitoriamente, Desengaño.
[4] El
director del programa de azúcar en el Ministerio de Agricultura de los Estados
Unidos declaró tiempo después de la Revolución : “Desde que Cuba ha dejado la escena,
nosotros no contamos con la protección de este país, el más grande exportador
mundial, ya que disponía siempre de reservas para atender, cuando era preciso,
a nuestro mercado”. Enrique Ruiz García, América Latina: anatomía de una
revolución, Madrid, 1966.
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