Allá por los años cuarenta, el
prestigioso economista colombiano Luis
Eduardo Nieto Arteta escribió una apología del café. El café había logrado lo
que nunca consiguieron, en los anteriores ciclos económicos del país, las minas
ni el tabaco, ni el añil ni la quina: dar nacimiento a un orden maduro y
progresista. Las fábricas textiles y otras industrias livianas habían nacido, y
no por casualidad, en los departamentos productores de café: Antoquia, Caldas,
Valle del Cauca, Cundimarca. Una democracia de pequeños productores agrícolas,
dedicados al café, había convertido a los colombianos en «hombres moderados y
sobrios». «El supuesto más vigoroso –decía-, para la normalidad en el
funcionamiento de la vida política colombiana ha sido la consecución de una
peculiar estabilidad económica. El café la ha producido, y con ella el sosiego
y la mesura».
Poco tiempo después, estalló la
violencia. En realidad, los elogios al café no habían interrumpido, como por
arte de magia, la larga historia de revueltas y represiones sanguinarias en
Colombia. Esta vez, durante diez años, entre 1948 y 1957, la guerra campesina
abarcó los minifundios y los latifundios, los desiertos y los sembradíos, los
valles y las selvas y los páramos andinos, empujó al éxodo a comunidades
enteras, generó guerrillas revolucionarias y bandas de criminales y convirtió
al país entero en un cementerio: se estima que dejó un saldo de ciento ochenta
mil muertos.
El baño de sangre coincidió con un
período de euforia económica para la clase dominante: ¿es lícito confundir la
prosperidad de una clase como el bienestar de un país? La
violencia había empezado como un enfrentamiento entre liberales y
conservadores, pero la dinámica del odio de clases fue acentuando cada vez más
su carácter de lucha social. Jorge Eliécer Gaitán, el caudillo liberal a quien
la oligarquía de su propio partido, entre despectiva y temerosa, llamaba «el
lobo» o «el Badulaque», había ganado un formidable prestigio popular y
amenazaba el orden establecido; cuando lo asesinaron a tiros, se desencadenó el
huracán.
Primero fue una marea humana
incontenible en las calles de la capital, el espontáneo «bogotazo», y en
seguida la violencia derivó al campo, donde, desde hacía un tiempo, ya las
bandas organizadas por los conservadores venían sembrando el terror. El odio
largamente masticado por los campesinos hizo explosión, y mientras el gobierno
enviaba policías y soldados a cortar testículos, abrir los vientres de las
mujeres embarazadas o arrojar a los niños al aire para ensartarlos a puntas de
bayoneta bajo la consigna de «no dejar ni la semilla», los doctores del Partido
Liberal se recluían en sus casas sin alterar los buenos modales ni el tono
caballeresco de sus manifiestos o, en el peor de los casos, viajaban al exilio.
Fueron los campesinos quienes pusieron los muertos. La guerra alcanzó extremos
de increíble crueldad, impulsada por un afán de venganza que crecía con la
guerra misma. Surgieron nuevos estilos de la muerte: en el «corte corbata», la
lengua quedaba colgando desde el pescuezo. Se sucedían las violaciones, los
incendios, los saqueos; los hombres eran descuartizados o quemados vivos,
desollados o partidos lentamente en pedazos; los batallones arrasaban las
aldeas y las plantaciones; los ríos quedaban teñidos de rojo; los bandoleros
otorgaban el permiso de vivir a cambio de tributos en dinero o cargamentos de
café y las fuerzas represivas expulsaban y perseguían a innumerables familias
que huían a las montañas a buscar refugio: en los bosques, parían las mujeres.
Los primeros jefes guerrilleros, animados por la necesidad de revancha pero sin
horizontes políticos claros, se lanzaban a la destrucción por la desnutrición,
el deshogo a sangre y fuego sin otros objetivos. Los nombres de los
protagonistas de la violencia (Teniente Gorila, Malasombra, El Cóndor, Piel
roja, El Vampiro, Avenegra, El Terror del Llano) no sugieren una epopeya de la
revolución. Pero el acento de rebelión social se imprimía hasta en las coplas
que cantaban las bandas:
Yo soy campesino puro
y no empecé la pelea
pero si me buscan ruido
la bailan con la más fea.
Y en definitiva, el terror
indiscriminado había aparecido también, mezclado con las reivindicaciones de
justicia, en la revolución mexicana de Emiliano Zapata y Pancho Villa. En
Colombia la rabia estallaba de cualquier manera, pero no es casual que de
aquella década de violencia nacieran las posteriores guerrillas políticas que,
levantando las banderas de la revolución social, llegaron a ocupar y controlar
extensas zonas del país. Los campesinos, asediados por la represión, emigraron
a las montañas y allí organizaron el trabajo agrícola y la autodefensa. Las
llamadas «repúblicas independientes» continuaron ofreciendo refugio a los
perseguidos después de que los conservadores y los liberales firmaron, en
Madrid, le pacto de la paz. Los dirigentes de ambos partidos, en un clima de
brindis y palomas, resolvieron turnarse sucesivamente en el poder en aras de la
concordia nacional y entonces comenzaron, ya de común acuerdo, la faena de la
«limpieza» contra los focos de perturbación del sistema. En una sola de las
operaciones, para abatir a los rebeldes de Marquetalia, se dispararon un millón
y medio de proyectiles, se arrojaron veinte mil bombas y se movilizaron, por
tierra y por aire, dieciséis mil soldados.
En plena violencia había un
oficial que decía: «A mí no me traigan cuentos. Tráiganme orejas» el sadismo de
la represión y la ferocidad de la guerra ¿podrían explicarse por razones
clínicas? ¿Fueron el resultado de la maldad natural de sus protagonistas?
Un hombre que cortó las manos de
un sacerdote, prendió fuego a su cuerpo y a su casa y luego lo despedazó y lo
arrojó a un caño, gritaba, cuando ya la guerra había terminado: «Yo no soy
culpable. Yo no soy culpable. Déjenme solo» Había perdido la razón, pero en
cierto modo la tenía: el horror de la violencia no hizo más que poner de
manifiesto el horror del sistema. Porque el café no trajo consigo la felicidad
y la armonía, como había profetizado Nieto Arteta. Es verdad que gracias al café
se activó la navegación del Magdalena y nacieron líneas de ferrocarril y
carreteras y se acumularon capitales que dieron origen a ciertas industrias,
pero el orden oligárquico interno y la dependencia económica ante los centros
extranjeros de poder no solo resultaron vulnerados por el proceso ascendente
del café, sino que, por el contrario, se hicieron infinitamente más agobiantes
para los colombianos. Cuando la década de la violencia llegaba a su fin, las
Naciones Unidas publicaban los resultados de su encuesta sobre la nutrición en
Colombia. Desde entonces la situación no ha mejorado en absoluto: un 88 por
ciento de los escolares de Bogotá padecía avitaminosis, un 78 por ciento sufría
arriboflavinosis y más de la mitad tenía un peso por debajo de lo normal; entre
los obreros, la avitaminosis castigaba al 71 por ciento y entre los campesinos
del valle de Tensa, al 78 por ciento.
La encuesta mostró «una marcada
insuficiencia de alimentos protectores –leche y sus derivados, huevos, carne,
pescado, y algunas frutas y hortalizas- que aportan conjuntamente proteínas,
vitaminas y sales».
No solo a la luz de los fogonazos
de las balas se revela una tragedia social. Las estadísticas indican que
Colombia ostenta un índice de homicidios siete veces mayor que el de los
Estados Unidos, pero también indican que la cuarta parte de los colombianos en
edad activa carece de trabajo fijo. Doscientas cincuenta mil personas se asoman
cada año al mercado laboral; la industria no genera nuevos empleos y en el
campo la estructura de latifundios y minifundios tampoco necesita más brazos:
por el contrario, expulsa sin cesar nuevos desocupados hacia los suburbios de
las ciudades. Hay en Colombia más de un millón de niños sin escuela.
Ello no impide que el sistema se
dé el lujo de mantener cuarenta y una universidades diferentes, públicas o
privadas, cada una con sus diversas facultades y departamentos, para la
educación de los hijos de la élite y de la minoritaria clase media[1].
Eduardo Galeano… extracto de “las venas
abiertas de América latina”
[1] El
profesor Germán Rama encontró que algunas de estas venerables casas académicas tienen
en sus bibliotecas, como acervo más importante, la colección encuadernada de Selecciones
del Reader’s Digest
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