Entre 1545 y 1558 se descubrieron
las fértiles minas de plata de Potosí, en la actual Bolivia, y las de Zacatecas
y Guanajuato en México; el proceso de amalgama con mercurio, que hizo posible
la explotación de plata de ley más baja, empezó a aplicarse en ese mismo período.
El «rush» de la plata eclipsó rápidamente a la minería de oro. A mediados del
siglo XVIII la plata abarcaba más del 99 por ciento de las
exportaciones minerales de la
América hispánica.
América era por entonces, una vasta bocamina
centrada, sobre todo, en Potosí.
Algunos escritores bolivianos, inflamados de excesivo
entusiasmo, afirman que en tres siglos España recibió suficiente metal de Potosí
como para tender un puente de plata desde la cumbre del cerro hasta la puerta
del palacio real al otro lado del océano. La imagen es sin duda, obra de fantasía,
pero de cualquier manera alude a una realidad que, en efecto, parece inventada:
el flujo de la plata alcanzó dimensiones
gigantescas. La cuantiosa exportación clandestina de plata americana, que se
evadía de contrabando rumbo a Filipinas, a la China y a la propia España, no figura en los cálculos
de Earl J. Hamilton, quien a partir de los datos obtenidos en la Casa de Contratación ofrece,
de todos modos, en su conocida obra sobre el tema cifras asombrosas. Entre 1503
y 1660, llegaron al puerto de Sevilla 185 mil kilos de oro y 16 millones de
kilos de plata. La plata transportada a España en poco más de un siglo y medio,
excedía tres veces el total de las reservas europeas. y esas cifras, cortas, no
incluyen contrabando.
Los metales arrebatados a los
nuevos dominios coloniales estimularon el desarrollo económico europeo y hasta
puede decirse que lo hicieron posible. Ni siquiera los
efectos de la conquista de los tesoros persas que Alejandro Magno volcó sobre
el mundo helénico podrían compararse con la magnitud de esta formidable
contribución de América al progreso ajeno. No al de España, por cierto, aunque
a España pertenecían las fuentes de plata americana. Como se decía en el siglo XVII, «España
es como la boca que recibe los alimentos, los mastica, los tritura, para
enviarlos enseguida a los demás órganos, y retiene de ellos por su parte, más
que un gusto fugitivo o las partículas que por casualidad se agarran a sus
dientes». Los españoles tenían la vaca, pero eran otros quienes bebían la
leche. Los acreedores del reino, en su mayoría extranjeros, vaciaban sistemáticamente
las arcas de la Casa
de Contratación de Sevilla, destinada a guardar bajo tres llaves, y en tres
manos distintas, los tesoros de América. La Corona estaba hipotecada.
Cedía por adelantado casi todos los cargamentos de plata a los banqueros
alemanes, genoveses, flamencos y españoles. También los impuestos recaudados
dentro de España corrían, en gran medida, esta suerte: en 1543, un 65 por
ciento del total de las rentas reales se destinaba al pago de las anualidades
de los títulos de deuda. Solo en mínima medida la plata americana se
incorporaba a la economía española; aunque quedara formalmente registrada en
Sevilla, iba a parar a manos de los Függer, poderosos banqueros que habían
adelantado al Papa los fondos necesarios para terminar la catedral de San
Pedro, y de otros grandes prestamistas de la época, al estilo de los Wesler,
los Shertz o los Grimaldi. La plata se destinaba también al pago de exportaciones
de mercaderías no españolas con destino al Nuevo Mundo.
Aquel imperio rico tenía una metrópoli pobre, aunque
en ella la ilusión de la prosperidad levantara burbujas cada vez más hinchadas:
la Corona abría
por todas partes frentes de guerra mientras la aristocracia se consagraba al
despilfarro y se multiplicaba, en suelo español, los curas y los guerreros, los
nobles y los mendigos, al mismo ritmo frenético en que crecían los precios de
las cosas y las tasa de interés del dinero. La industria moría al nacer en
aquel reino de los vastos latifundios estériles, y la enferma economía española
no podía resistir el brusco impacto del alza de demandas de alimentos y mercancías
que era la inevitable consecuencia de la expansión colonial. El gran aumento de
los gastos públicos y la asfixiante presión de las necesidades de consumo en
las posesiones de ultramar agudizaban al déficit comercial y desataban, al
galope, la inflación. Colbert escribía «Cuanto más comercio con los españoles
tiene un estado, más plata tiene». Había una aguda lucha europea por la
conquista del mercado español que implicaba el mercado y la plata de América.
Un memorial francés de fines del siglo XVII nos permite saber que España solo
dominaba, por entonces el cinco por ciento del comercio de « sus» posesiones
coloniales de más allá del océano, pese al espejismo jurídico del monopolio:
crecía de una tercera parte del total
estaba en manos de holandeses y flamencos, una cuarta parte pertenecía a los
franceses, los genoveses controlaban más del veinte por ciento, los ingleses el
diez y los alemanes algo menos. América era un negocio europeo.
Carlos V, heredero de los Césares en el Sacro Imperio
por elección comprada, solo había pasado en España dieciséis de los cuarenta años
de su reinado. Aquel monarca de mentón prominente y mirada de idiota, que había
ascendido al trono sin conocer una sola palabra del idioma castellano,
gobernaba rodeado por un séquito de flamencos rapaces a los que se extendía
salvoconductos para sacar de España mulas y caballo cargados de oro y joyas y a
los que también recompensaba otorgándoles obispados y arzobispados, títulos
burocráticos y hasta la primera licencia para conducir esclavos negros a las
colonias americanas. Lanzado a la persecución del demonio por toda Europa,
Carlos V extenuaba el tesoro de América en sus guerras religiosas. La dinastía
de los Habsburgo no se agotó con su suerte; España habría de parecer el reinado
de los Austria durante casi dos siglos. El gran adalid de la Contrarreforma fue
su hijo Felipe II. Desde su gigantesco palacio-monasterio del Escorial, en las
faldas del Gualderrama, Felipe II puso en funcionamiento, a escala universal,
la terrible maquinaria de la
Inquisición , y abatió sus ejércitos sobre los centros de la
herejía. El calvinismo había hecho presa a Holanda, Inglaterra y Francia, y los
turcos encarnaban el peligro del retorno de la religión de Alá. El
salvacionismo costaba caro: los pocos objetos de oro y plata, maravillas del
arte americano, que no llegaban ya fundidos desde México y el Perú, eran rápidamente
arrancados de la Casa de Contratación de
Sevilla y arrojados a las bocas de los hornos. Ardían también los herejes
o los sospechosos de herejía, achicharrados por las llamas purificadoras de la Inquisición ;
Torquemada incendiaba los libros y el rabo del diablo asomaba por todos los
rincones: la guerra contra el protestantismo era además la guerra contra el
capitalismo ascendente en Europa. «La perpetuación de la cruzada –dice Elliott-
entrañaba la perpetuación de la arcaica organización social de una nación de
cruzados». Los metales de América, delirio y ruina de España, proporcionaban
medios para pelear contra las nacientes fuerzas de la economía moderna. Ya
Carlos V había aplastado a la burguesía castellana en la guerra de los
comuneros, que se había convertido en una revolución social contra la nobleza,
sus propiedades y sus privilegios. El levantamiento fue derrotado a partir de
la traición de la ciudad de Burgos, que sería la capital del general Francisco
Franco cuatro siglos más tarde; extinguidos los últimos fuegos rebeldes, Carlos
V regresó a España acompañado de cuatro mil soldados alemanes. Simultáneamente
también fue ahogada en sangre la muy radical insurrección de los tejedores,
hilanderos y artesanos que habían tomado el poder en la ciudad de Valencia y lo
habían extendido por toda la comarca.
La defensa de la fe católica resultaba una máscara
para la lucha contra la historia. La expulsión de los judíos –españoles de
religión judía- había privado a España, en tiempos de los Reyes Católicos, de
muchos artesanos hábiles y de capitales imprescindibles. Se consideraba no tan
importante la expulsión de los árabes –españoles, en realidad, de religión
musulmana- aunque en 1609 nada menos que 275 mil fueron arriados a la frontera
y ello tuvo desastrosos efectos sobre la economía valenciana, y los fértiles
campos del sur del Ebro, en Aragón, quedaron arruinados.
Anteriormente, Felipe II había echado, por motivos
religiosos a millares de artesanos flamencos convictos o sospechosos de
protestantismo: Inglaterra los acogió en su suelo, y allí dieron un importante
impulso a las manufacturas británicas.
Como se ve, las distancias enormes y las
comunicaciones difíciles no eran los principales obstáculos que se oponían al
progreso industrial de España. Los capitalistas españoles se convertían en
rentistas, a través de la compra de los títulos de deuda de la Corona , y no invertían sus
capitales en el desarrollo industrial. El excedente económico deriva hacia
cauces improductivos: los viejos ricos, señores de horca y cuchillo, dueños de
la tierra y de los títulos de nobleza, levantaban palacios y acumulaban joyas;
los nuevos ricos, especuladores y mercaderes, compraban tierras y títulos de
nobleza. Ni unos ni otros pagaban prácticamente impuestos, ni podían ser
encarcelados por deudas. Quien se dedicara a una actividad industrial perdía
automáticamente su carta de hidalguía.
Sucesivos tratados comerciales, firmados a partir de
las derrotas militares de los españoles en Europa, otorgaron concesiones que
estimularon el tráfico marítimo entre el puerto de Cádiz, que desplazó a
Sevilla, y los puertos franceses, ingleses, holandeses y hanseáticos. Cada año
entre ochocientas y mil naves descargaban en España los productos
industrializados por otros. Se llevaban la plata de América y la lana española,
que marcaba rumbo a los telares extranjeros de donde sería devuelta ya tejida
por la industria europea en expansión. Los monopolistas de Cádiz se limitaban a
remarcar los productos industriales extranjeros que expedían al Nuevo Mundo: si
las manufacturas españolas no podían siquiera atender al mercado interno, ¿cómo
iban a satisfacer las necesidades de las colonias?
Los encajes de Lille y Arraz, las telas holandesas,
los tapices de Bruselas y los brocados de Florencia, los cristales de Venecia,
las armas de Milán y los vinos y lienzos de Francia inundaban el mercado español,
a expensas de la producción local, para satisfacer el ansia de ostentación y
las exigencias de consumo de los ricos parásitos cada vez más numerosos y
poderosos en un país cada vez más pobre. La industria moría en el huevo, y los
Habsburgo hicieron todo lo posible para acelerar su extinción. A mediados del
siglo XVI se había llegado al colmo de autorizar la importación de tejidos
extranjeros al mismo tiempo que se prohibía toda exportación de paños
castellanos que no fueran de América. Por el contrario, como ha hecho notar
Ramos, muy distintas eran las orientaciones de Enrique VIII o Isabel I en
Inglaterra, cuando prohibían en esta ascendente nación la salida del oro y la
plata, monopolizaban las letras de cambio, impedían la extracción de lana y
arrojaban de los puertos británicos a los mercaderes de la Liga Hanseática
del Mar del Norte.
Mientras tanto, las repúblicas italianas protegían el
comercio exterior y su industria mediante aranceles, privilegios y
prohibiciones rigurosas; los artífices no podían expatriarse bajo pena de
muerte.
La ruina lo abarcaba todo. De los 16 mil telares que
quedaban en Sevilla en 1558, a la muerte de Carlos V, solo restaban
cuatrocientos cuando murió Felipe II, cuarenta años después. Los siete millones
de ovejas de la ganadería andaluza se redujeron a dos millones. Cervantes
retrató en Don Quijote de la
Mancha – novela de gran circulación en América- la
sociedad de su época.
Un decreto de mediados del siglo XVI hacía
imposible la importación de libros extranjeros e impedían a los estudiantes
cursar estudios fuera de España; los estudiantes de Salamanca se redujeron a la
mitad en pocas décadas; había nueve mil conventos y el clero se multiplicaba
casi tan intensamente como la nobleza de capa y espada; 160 mil extranjeros
acaparaban el comercio exterior y los derroches de la aristocracia condenaban a
España a la impotencia económica.
Hacia 1630, poco más de un centenar y medio de
duques, marqueses, condes y vizcondes recogían cinco millones de ducados de
renta anual, que alimentaban copiosamente el brillo de sus títulos
rimbombantes. El duque de Medinaceli tenía setecientos criados y eran trescientos
los sirvientes del gran duque de Osuna, quien, para burlarse del zar de Rusia,
los vestía con tapados de pieles[1].
El siglo XVIII fue la época del pícaro, el hambre y las epidemias.
Era infinita la cantidad de mendigos españoles, pero
ello no impedía que también los mendigos extranjeros afluyeran desde todos los
rincones de Europa. Hacia 1700 España contaba ya con 625 mil hidalgos, señores
de la guerra, aunque el país se vaciaba: su población se había reducido a la
mitad de siglo en algo más de dos siglos, y era equivalente a la de la Inglaterra , que en el
mismo período la había duplicado. 1700 señala el fin del régimen de los
Habsburgo. La bancarrota era total. Desocupación crónica, grandes latifundios
baldíos, moneda caótica, industria arruinada, guerras perdidas y tesoros vacíos,
la autoridad central desconocida en las provincias: la España que afrontó Felipe V
estaba «poco menos difunta que su amo muerto».
Los Borbones dieron a la nación una apariencia más
moderna, pero a fines del siglo XVIII el clero español tenía
nada menos que doscientos mil miembros y el resto de la población improductiva
no detenía su aplastante desarrollo a expensas del subdesarrollo del país. Por
entonces, había aún en España más de diez mil pueblos y ciudades sujetos a la jurisdicción
señorial de la nobleza y, por lo tanto, fuera del control directo del rey. Los
latifundios y la institución del mayorazgo seguían intactos. Continuaban en pie
el oscurantismo. No había sido superada la época de Felipe IV: en sus tiempos,
una junta de teólogos se reunió para examinar el proyecto de construcción de un
canal entre Manzanares y el tajo y terminó declarando que si Dios hubiese
querido que los ríos fuesen navegables, Él mismo los hubiese hecho así.
Eduardo Galeano… extracto de “las venas
abiertas de América latina”
[1] La especie
no se ha extinguido. Abro una revista de Madrid de fines de 1969, leo: ha
muerto doña Teresa Bertrán de Lis y Pidal Garouski y Chico de Guzmán, duquesa
de Albuquerque y marquesa de los Alcañices y de los Balbases, y la llora el
viudo duque de Albuquerque, don Beltrán Alonso Osorio y Díez de Rivera Martos y
Figueroa, marquéz de Alcañices, de los Balbeses, de Caderita, de Cuellar , de
Cullera, de Montaos, conde de Fuensaldaña, de Grajal, de Huelma, de Ledesma, de
la Torre , de
Villanueva de Cañedo, de Villahumbrosa, tres veces Grande de España.
esta Realidad hoy tiene más vigencia que nunca...
ResponderEliminarSi lo dudan preguntenle a Rajoy