La producción agropecuaria por habitante de América
latina es hoy menor que en la víspera de la segunda guerra mundial. Treinta
años largos han trascurrido, en el mundo, la producción de alimentos creció en
este período, en la misma proporción en que, en nuestras tierras, disminuyó. La
estructura del atraso del campo latinoamericano opera también como una
estructura de desperdicio: desperdicios de la fuerza de trabajo, de la tierra disponible,
de los capitales, del producto y, sobre todo, desperdicio de las huidizas
oportunidades históricas del desarrollo. El latifundio, en casi todos los
países latinoamericanos, el cuello de la botella que estrangula el crecimiento
agropecuario y el desarrollo de la economía toda. El régimen de propiedad
imprime su sello al régimen de producción: el uno y medio por ciento de los
propietarios agrícolas latinoamericanos posee la mitad de las tierras
cultivables y América Latina gasta, anualmente, más de quinientos millones de
dólares en comprar al extranjero alimentos que podría producir sin dificultad
en sus inmensas y fértiles tierras. Apenas un cinco por ciento de la superficie
total se encuentra bajo cultivo: la proporción más baja del mundo y, en consecuencia,
el desperdicio más grande. En las escasas tierras cultivadas, los
rendimientos son, además muy bajos. En numerosas regiones, los arados de palo
abundan más que los tractores. No se emplean, más que por excepción, las
técnicas modernas, cuya difusión no solo implicaría la mecanización de las
faenas agrícolas, sino también el auxilio
y el estímulo a los suelos a través de los abonos, los herbicidas, las
semillas genéticas, los pesticidas, el riego artificial. El latifundio integra
a veces como Rey Sol, una constelación de poder que, para usar la feliz
expresión de Maza Zavala, multiplica los hambrientos pero no los panes. En vez
de absorber mano de obra el latifundio la expulsa: en cuarenta años, los
trabajadores latinoamericanos del campo se han reducido en más de un veinte por
ciento. Sobran tecnócratas dispuestos a afirmar, aplicando mecánicamente
recetas hachas, que este es un índice de progreso: la urbanización acelerada,
el traslado masivo de la población campesina. Los desocupados, que el sistema
vomita sin descanso, afluyen, en efecto, a las ciudades y extienden sus
suburbios. Pero las fábricas que también segregan desocupados a medida que se
modernizan, no brindan refugio a esta mano de obra excedente y no especializada. Los adelantos
tecnológicos del campo, cuando ocurren, agudizan el problema. Se incrementan
las ganancias de los terratenientes al incorporar medios más modernos de la
explotación de sus propiedades pero más brazos quedan sin actividad y se hace
más ancha la brecha que separa a ricos y pobres. La introducción de los equipos
motorizados, por ejemplo, elimina más empleos rurales de los que crea. Los
latinoamericanos que producen en jornadas de sol a sol, los alimentos, sufren
normalmente desnutrición: sus ingresos son miserables, la renta que el campo
genera se gasta en las ciudades o emigran al extranjero. Las mejores
técnicas que aumentan los rendimientos magros del suelo pero dejan intacto el
régimen de propiedad vigente no resultan, por cierto, aunque contribuyan al
progreso general, una bendición para los campesinos. No crecen sus salarios ni
su participación en las cosechas. El campo irradia pobreza para muchos y
riqueza para muy pocos. Las avionetas privadas sobrevuelan los desiertos
miserables, se multiplica el lujo estéril en los grandes balnearios y Europa
hierve de turistas latinoamericanos rebosantes de dinero, que descuidan el
cultivo de sus tierras pero no descuidan faltaba más, el cultivo de sus
espíritus.
Paul Bairoch atribuye la debilidad principal de la
economía del Tercer Mundo al hecho de que su productividad agrícola media solo
alcance a la mitad del nivel alcanzado en vísperas de la revolución industrial,
por los países hoy desarrollados. En efecto, la industria, para expandirse
armoniosamente, requeriría un aumento mayor de la producción de alimentos,
porque las ciudades crecen y comen materias primas, para las fábricas y para la
exportación, de manera de disminuir las importaciones agrícolas y aumentar las
ventas al exterior generando las divisas que el desarrollo requiere. Por otra
parte, el sistema de latifundios y minifundios implica el raquitismo del
mercado interno de consumo, sin cuya expansión la industria naciente pierde
pie. Los salarios de hambre en el campo y el ejército de reserva cada vez más numeroso
de los desocupados, conspiran en este sentido: los emigrantes rurales que
vienen a golpear a las puertas de las ciudades, empujan a la baja el nivel
general de las retribuciones obreras. Desde que la Alianza para el Progreso proclamó, a los cuatro vientos,
la necesidad de la reforma agraria, la oligarquía y la tecnocracia no han
cesado de elaborar proyectos.
Decenas de proyectos, gordos, flacos, anchos,
angostos, duermen en las estanterías de los parlamentos de todos los países
latinoamericanos. Ya no es un tema maldito la reforma agraria: los políticos
han aprendido que la mejor manera de no hacerla consiste en invocarla de
continuo. Los procesos simultáneos de concentración y pulverización de la
propiedad de la tierra continúan, olímpicos, su curso en la mayoría de los
países. No obstante, las excepciones empiezan a abrirse paso. Porque el
campo no es solamente un semillero de pobreza: es también, un semillero de
rebeliones, aunque las tensiones sociales agudas se oculten a menudo,
enmascaradas por la resignación aparente de las masas.
El nordeste de Brasil, por ejemplo, impresiona a
primera vista como un bastión del fatalismo, cuyos habitantes aceptan morirse
de hambre tan pasivamente como aceptan la llegada de la noche al cabo del día.
Pero no está tan lejos en el tiempo, al fin y al cabo, la explosión mística de
los nordestinos que pelearon junto a sus mesías, apóstoles extravagantes,
alzando la cruz y los fusiles contra los ejércitos, para traer a esta tierra el
reino de los cielos, ni las furiosas oleadas de violencia de los cangaceiros:
los fanáticos y los bandoleros, utopía y venganza, dieron cauce a la protesta
social ciega todavía, de los campesinos desesperados. Las ligas campesinas
recuperarían más tarde, profundizándolas, estas tradiciones de lucha.
La dictadura militar que usurpó el poder en Brasil en
1964 no demoró en anunciar su reforma agraria. El Instituto Brasileño de
Reforma Agraria es, como ha hecho notar Paulo Schilling, un caso único en el
mundo: en vez de distribuir tierra a los campesinos, se dedica a expulsarlos,
par restituir a los latifundistas las extensiones espontáneamente invadidas o
expropiadas por gobiernos anteriores. En 1966 y 1967, antes de que la censura
de prensa se alzara con mayor rigor, los diarios solían dar cuenta de los
despojos, los incendios y las persecuciones que las tropas de la policía
militar llevaban a cabo por orden del atareado Instituto. Otra reforma agraria
digna de una antología es la que se promulgó en Ecuador en 1964 en 1964. El
gobierno solo distribuyó tierras improductivas a la par que facilitó la
concepción de las tierras de mejor calidad en manos de los grandes
terratenientes. La mitad de las tierras distribuidas por la reforma agraria de
Venezuela, a partir de 1960, eran de propiedad pública; las grandes
plantaciones comerciales no fueron tocadas y los latifundistas expropiados
recogieron indemnizaciones tan altas que obtuvieron espléndidas ganancias y
compraron nuevas tierras en otras zonas.
El dictador argentino Juan Carlos Onganía estuvo a
punto de anticipar en dos años su caída, cuando en 1968 intentó aplicar un nuevo régimen a la propiedad rural. El
proyecto intentaba gravar las improductivas «llanuras peladas» más severamente
que las tierras productivas. La oligarquía vacuna puso el grito en el cielo,
movilizó sus propias espadas en el estado mayor y Onganía tuvo que olvidar sus
heréticas intenciones. La
Argentina dispone, como el Uruguay, de praderas naturalmente
fértiles que, al influjo de un clima
benigno, le han permitido disfrutar de una prosperidad relativa en América
Latina. Pero la erosión va mordiendo sin piedad las inmensas llanuras
abandonadas que no se aplican al cultivo ni al pastoreo, y otro tanto ocurre
con gran parte de los millones de hectáreas dedicadas a la explosión extensiva
del ganado. Como en el caso de Uruguay, aunque en menor grado, esa explotación
extensiva está en el trasfondo de la crisis que ha sacudido a la economía
argentina en los años sesenta. Los latifundistas argentinos no han mostrado
suficiente interés por introducir innovaciones técnicas en sus campos. La
productividad es todavía baja, porque conviene que lo sea; la ley de la
ganancia puede más que todas las leyes. La extensión de las propiedades, a
través de la compra de nuevos campos, resulta más lucrativa y menos riesgosa
que la puesta en práctica de los medios que la tecnología moderna proporciona
para la producción intensiva[1].
En 1931, la Sociedad Rural oponía el caballo al tractor: «Agricultores ganaderos! -
proclamaban sus dirigentes- ¡Trabajar con caballos en las faenas agrícolas es proteger sus propios intereses y los del
país!».
Veinte años después, insistía en sus publicaciones:
«Es más fácil – ha dicho un conocido militar- que llegue pasto al estómago de
un caballo que nafta al tanque de un pesado camión». Según los datos de la CEPAL , Argentina tiene, en
proporción a las hectáreas de superficie arable, dieciséis veces menos
tractores que Francia, y diecinueve veces menos tractores que el Reino Unido.
El país consume, también en proporción, ciento cuarenta veces menos
fertilizantes que Alemania Occidental. Los rendimientos de trigo, maíz y
algodón de la agricultura argentina son bastante más bajos que los rendimientos
de esos cultivos en los países desarrollados.
Juan Domingo Perón había desafiado los intereses de
la oligarquía terrateniente de la
Argentina , cuando impuso el estatuto del peón y el
cumplimiento del salario mínimo rural. En 1944, la Sociedad Rural
afirmaba: «En la fijación de los salarios es primordial determinar el estándar
de vida del peón común. Son a veces tan limitadas sus necesidades materiales
que un remanente trae destinos socialmente poco interesantes. La Sociedad Rural
continúa hablando de los peones como si fueran animales, y la honda meditación
a propósito de las cortas necesidades de consumo de los trabajadores brinda,
involuntariamente, un buena clave para comprender las limitaciones del
desarrollo industrial argentino: el mercado interno no se extiende ni se
profundiza en medida suficiente. La política de desarrollo económico que
impulsó el propio Perón no rompió nunca la estructura del subdesarrollo
agropecuario. En junio de 1952, en un discurso que pronunció desde el Teatro
Colón, perón desmintió que tuviera el propósito de realizar una reforma agraria,
y la Sociedad Rural
comentó, oficialmente: «Fue una magistral disertación».
En Bolivia, gracias a la reforma agraria de 1952, ha
mejorado visiblemente la alimentación en vastas zonas rurales del altiplano,
tanto que hasta se han comprobado cambios de estura en los campesinos. Sin
embargo, el conjunto de la población boliviana consume todavía apenas un
sesenta por ciento de las proteínas y un quinta parte del calcio necesario en
la dieta mínima, y en las áreas rurales el déficit es aún más agudo que estos
promedios. No puede decirse en modo algunos que la reforma agraria haya
fracasado, pero la división de las tierras altas no ha bastado para impedir que
Bolivia gaste, en nuestros días, la quinta parte de sus divisas en importar
alimentos del extranjero.
La reforma agraria que ha puesto en practica, desde
1969, el gobierno militar de Perú, está asomando como una experiencia de cambio
en profundidad. Y en cuanto a la expropiación de algunos latifundios chilenos
por parte del gobierno de Eduardo Frei, es de justicia reconocer que abrió el
cauce a la reforma agraria radical que el nuevo presidente, salvador Allende,
anuncia mientras escribo estas páginas.
Eduardo Galeano… extracto de “las venas
abiertas de América latina”
[1] La pradera
artificial representa, desde el punto de vista del capital ganadero, un traslado
de capital hacia una inversión más cuantiosa, más riesgosa y simultáneamente
menos rentable que la inversión tradicional en ganadería extensiva. Así, el
interés privado del productor entra en contradicción con el interés de la
sociedad en su conjunto: la calidad del ganado y sus rendimientos sólo puede
incrementarse, a partir de ciertos puntos, a través del aumento del poder
nutritivo del suelo. El país necesita que las vacas produzcan más carne y las
ovejas más lana, pero los dueños de la tierra ganan más que suficiente al nivel
de los rendimientos actuales. Las conclusiones del Instituto de Economía de
Universidad de Uruguay (op. cit.) son, en cierto sentido, también
aplicables a la Argentina.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Comentarios