Exactamente un siglo después del reglamento de
tierras de Artigas, Emiliano Zapata puso en práctica, en su comarca
revolucionaria del sur de México, una profunda reforma agraria.
Cinco años antes, el dictador Porfirio Díaz había
celebrado con grandes fiestas, el primer centenario del grito de Dolores: los
caballeros de levita, México oficial, olímpicamente ignoraban el México real
cuya miseria alimentada sus esplendores. En la república de los parias, los
ingresos de los trabajadores. En la república de los parias, los ingresos de
los trabajadores no habían aumentado en un solo centavo desde el histórico
levantamiento del cura Miguel Hidalgo. En 1910, poco más de ochocientos
latifundistas, muchos de ellos extranjeros, poseían casi todo el territorio
nacional.. eran señoritos de ciudad, que vivían en la capital o en Europa y muy
de vez en cuando visitaban los cascos de los latifundios, donde dormían
parapetados tras altas murallas de piedra oscura sostenidas por robustos
contrafuertes.
Al otro lado de las murallas, en las cuadrillas, los
peones se amontonaban en cuartuchos de adobe. Doce millones de personas
dependían, en una población total de quince millones, de los salarios rurales;
los jornales se pagaban casi por entero en las tiendas de raya de las
haciendas, traducidos, a precios de fábula, en frijoles, harina y aguardiente.
La cárcel, el cuartel y la sacristía tenían a su cargo la lucha contra los
defectos naturales de los indios, quienes, al decir de un miembro de una
familia ilustre de la época, nacían «flojos, borrachos y ladrones». La
esclavitud, atado el obrero por deudas que se heredaban o por contrato legal,
era el sistema real de trabajo en las plantaciones de henequén de Yucatán, en
las vegas de tabaco del valle Nacional, en los bosques de madera y frutas de
Chiapas y Tabasco y en las plantaciones de caucho, café, caña de azúcar, tabaco
y frutas de Veracruz, Oaxaca y Morelos. John Kenneh Turner, escritor
norteamericano, denunció en le testimonio de su visita. Que «los Estados Unidos
han convertido virtualmente a Porfirio Díaz en un vasallo político y, en
consecuencia, han transformado a México en una colonia esclava». Los capitales
norteamericanos obtenían, directamente o indirectamente, jugosas utilidades de
su asociación con la dictadura. «La norteamericanización de México, de la que
tanto se jacta Wall Street – decía Turner-, se está ejecutando como si fuera
una venganza».
En 1845 los Estados Unidos se habían anexado los
territorios mexicanos de Texas y California, donde restablecieron la esclavitud
en nombre de la civilización, y en la guerra México perdió también los actuales
estados norteamericanos de Colorado, Arizona, Nuevo México, Nevada y Utah. Más
de la mitad del país. El territorio usurpado equivalía a la extensión actual de
Argentina. «¡Pobrecito México! –se dice desde entonces- tan lejos de Dios y tan
cerca de los Estados Unidos». El resto de su territorio mutilado, sufrió
después de la invasión de las inversiones norteamericanas en el cobre, en el
petróleo, en el caucho, en el azúcar, en la banca y en los transportes. El
American Cordage Trust, filial de la Standard Oil , no resultaba en absoluto ajeno al
exterminio de los indios mayas y yanquis en las plantaciones del henequén de
Yucatán, campos de concentración donde los hombres y los niños eran comprados y
vendidos como bestias, porque esta era la empresa que adquiría más de la mitad
del henequén producido y le convenía disponer de la fibra a precios baratos.
Otras veces, la explotación de la mano de obra esclava era, como descubrió
Turner, directa. Un administrador norteamericano le contó que pagaba los lotes
de peones enganchados a cincuenta pesos por cabeza, «y los conservamos mientras
duran... En menos de tres meses enterramos a más de la mitad[1]».
En 1910 llegó la hora del desquite. México se alzó en
armas contra Porfidio Díaz. Un caudillo agrarista encabezó desde entonces la
insurrección en el sur: Emiliano Zapata, el más puro de los líderes de la
revolución, el más leal a la causa de los pobres, el más fervoroso en su
voluntad de redención social.
Las últimas décadas del siglo XIX habían
sido tiempos de despojo feroz para las comunidades agrarias de todo México; los
pueblos y las aldeas de Morelos sufrieron la febril cacería de tierras, aguas y
brazos que las plantaciones de caña de azúcar devoraban en su expansión. Las
haciendas azucareras dominaban la vida del estado y su prosperidad había hecho
nacer ingenios modernos, grandes destilerías y ramales ferroviarios para transportar
el producto. En la comunidad de Anenecuilco, donde vivía Zapata y a la que en
cuerpo y alma pertenecía, los campesinos indígenas despojados reivindicaban
siete siglos de trabajo continuo sobre su suelo: estaban allí desde antes de
que llegara Hernán Cortés.
Los que se quejaban en voz alta marchaban a los
campos de trabajos forzados en Yucatán. Como en todo el estado de Morelos,
cuyas tierras buenas estaban en manos de diecisiete propietarios, los
trabajadores vivían mucho peor que los caballos de polo que los latifundistas
mimaban en sus establos de lujo. Una ley de 1909 determinó que nuevas tierras
fueran arrebatadas a sus legítimos dueños y puso al rojo vivo las ya ardientes
contradicciones sociales. Emiliano Zapata, el jinete parco en palabras, famoso
porque era el mejor domador del estado y unánimemente respetado por su
honestidad y coraje, se hizo guerrillero. «pegados a la cola del caballo del
Jefe Zapata», los hombres del sur formaron rápidamente un ejército libertador.
Cayó Díaz, y Francisco Madero, en ancas de la
revolución, llegó el gobierno. Las promesas de reforma agraria no demoraron en
disolverse en una nebulosa institucionalista. El día de su matrimonio, Zapata
tuvo que interrumpir las fiestas: el gobierno había enviado a las tropas del
general Victoriano Huerta para aplastarlo. El héroe se había convertido en
«bandido», según los doctores de la ciudad. En noviembre de 1911, Zapata
proclamó su Plan de Ayala, al tiempo que anunciaba: «Estoy dispuesto a luchar
contra todo y contra todos». El plan advertía que «la inmensa mayoría de los
pueblos y ciudadanos mexicanos no son más dueños que del terreno que pisan» y
propugnaba la nacionalización total de los bienes enemigos de la revolución, la
devolución a sus legítimos propietarios de las tierras usurpadas por la
avalancha latifundista y la expropiación de una tercera parte de las tierras de
los hacendados restantes. El plan de Ayala se convirtió en un imán irresistible
que atraía a millares de campesinos a las filas del caudillo agrarista. Zapata
denunciaba «la infame pretensión» de reducirlo todo a un simple cambio de
personas en el gobierno: la revolución no se hacía para eso.
Cerca de diez años duró la lucha. Contra Díaz, contra
Madero, luego contra Huerta, el asesino, y más tarde contra Venustiano
Carranza. El largo tiempo de la guerra fue también un período de intervenciones
norteamericanas continuas: los marines tuvieron a su cargo dos
desembarcos y varios bombardeos, los agentes diplomáticos urdieron conjuntas
políticas diversas y el embajador Henry Lane Wilson organizó con éxito el
crimen del presidente Madero y su vice. Los cambios sucesivos en el poder no
alteraban, en todo caso, la furia de las agresiones contra Zapata y sus
fuerzas, porque ellas eran la expresión no enmascarada de la lucha de clases,
en lo hondo de la revolución nacional: el peligro real. Los gobiernos y los
diarios bramaban contra «las hordas vandálicas» del general Morelos. Poderosos
ejércitos fueron enviados, uno tras otro, contra zapata. Los incendios, las
matanzas, la devastación de los pueblos, resultaron, una y otra vez, inútiles.
Hombres, mujeres y niños morían fusilados o ahorcados como «espías zapatistas» y a las carnicerías
seguían los anuncios de victoria: la limpieza ha sido un éxito.
Pero al poco tiempo volvían a encenderse las hogueras
en los trashumantes campamentos revolucionarios de las montañas del sur. En
varias oportunidades, las fuerzas de Zapata contraatacaban con éxito hasta los
suburbios de la capital. Después de la caída de régimen de Huerta, Emiliano
Zapata y Pancho Villa, el «Atila del Sur» y el «Centauro del Norte», entraron
en la ciudad de México a paso de vencedores y fugazmente compartieron el poder.
A fines de 1914, se abrió un breve ciclo de paz que permitió a Zapata poner en práctica, en Morelos, una reforma
agraria aún más radical que la anunciada en el Plan de Ayala.
El fundador del partido Socialista y algunos
militantes anarcosindicalistas influyeron mucho en este proyecto: radicalizaron
la ideología del líder del movimiento, sin herir sus raíces tradicionales, y le
proporcionaron una imprescindible capacidad de organización.
La reforma agraria se proponía «destruir de raíz y
para siempre el injusto monopolio de la tierra, para realizar un estado social
que garantice plenamente el derecho natural que todo hombre tiene sobre la
extensión de tierra necesaria a su propia subsistencia y a la de su familia».
Se distribuían las tierras a las comunidades e individuos despojados a partir
de la ley de desamortización de 1856, se fijaban límites máximos a los terrenos
según el clima y la calidad natural, y se declaraban de propiedad nacional los
predios de los enemigos de la revolución. Esta última disposición política
tenía, como en la reforma agraria de Artigas, un claro sentido económico: los
enemigos eran los latifundistas. Se formaron escuelas de técnicos, fábricas de
herramientas y un banco de crédito rural; se nacionalizaron los ingenios y las
destilerías, que se convirtieron en servicios públicos. Un sistema de democracia
locales colocaba en manos del pueblo las fuentes del poder político y el
sustento económico. Nacían y se difundían las escuelas zapatistas, se
organizaban juntas populares para la defensa y la promoción de los principios
revolucionarios, una democracia auténtica cobraba forma y fuerza. Los
municipios eran unidades nucleares de gobierno y la gente elegía sus
autoridades, sus tribunales y su policía. Los jefes militares debían someterse
a la voluntad de los burócratas y los generales la que imponía los sistemas de
producción y de vida. La revolución se enlazaba con la tradición y operaba «de
conformidad con la costumbre y usos de cada pueblo..., es decir, que si
determinado pueblo pretende el sistema comunal así se llevará a cabo, y si otro
pueblo desea el fraccionamiento de la tierra para reconocer su pequeña
propiedad, así se hará.».
En la primavera de 1915, ya todos los campos de
Morelos estaban bajo cultivo, principalmente con maíz y otros alimentos. La
ciudad de México padecía, mientras tanto, por falta de alimentos, la inminente
amenaza del hambre. Venustiano Carranza había conquistado la presidencia y
dictó, as u vez, una reforma agraria, pero sus jefes no demoraron en apoderarse
de sus beneficios: en 1916 se abalanzaron, con buenos dientes, sobre Cuernavaca,
capital de Morelos, y las demás comarcas zapatistas. Los cultivos, que habían
vuelto a dar frutos, los minerales, las pieles y algunas maquinarias,
resultaron un botín excelente para los oficiales que avanzaban quemando todo a
su paso y proclamando, a la vez, «una obra de reconstrucción y progreso».
En 1919 una estratagema y una traición terminaron con
la vida de Emiliano Zapata. Mil hombres emboscados descargaron los fusiles
sobre su cuerpo. Murió a la misma edad que el Che Guevara. Lo sobrevivió la
leyenda: el caballo alazán que galopaba solo, hacia el sur, por las montañas.
Pero no solo la leyenda. Todo Morelos se dispuso a «consumar la obra del
reformador, vengar la sangre del mártir y seguir el ejemplo del héroe», y el
país entero le prestó eco. Pasó el tiempo, y con la presidencia de Lázaro
Cárdenas (1934 –1940) las tradiciones zapatistas recobraban vida y vigor a
través de la puesta en práctica, por todo México, de la reforma agraria. Se
expropiaron, sobre todo bajo su período de gobierno, 67 millones de hectáreas
en poder de empresas extranjeras o nacionales y los campesinos recibieron,
además de la tierra, créditos, educación y medios de organización para el
trabajo. La economía y la población del país habían comenzado su acelerado
ascenso; se multiplicó la producción agrícola al tiempo que el país entero se
modernizaba y se industrializaba. Crecieron las ciudades y se amplió, en
extensión y en profundidad, el mercado de consumo.
Pero el nacionalismo mexicano no derivó al socialismo
y, en consecuencia, como ha ocurrido en otros países que tampoco dieron el
salto decisivo, no realizó cabalmente sus objetivos de independencia económica
y justicia social. Un millón de muertos habían tributado su sangre, en los
largos años de revolución y guerra, «a un zhuitzilopochtli más cruel,
duro e insaciable que aquel adorado por nuestros antepasados: el desarrollo
capitalista de México, en las condiciones impuestas por la subordinación al
imperialismo». Diversos estudiosos han investigado los signos del deterioro de
las viejas banderas. Edmundo Flores afirma, en una publicación reciente, que,
«actualmente, el 60 por 100 de la población total de México tiene un ingreso
menor de 120 dólares al año y pasa hambre». Ocho millones de mexicanos no
consumen prácticamente otra cosa que frijoles, tortillas de maíz y chile
picante. El sistema no revela sus hondas contradictorias solamente cuando caen
quinientos estudiantes muertos en la matanza de Tlatelolco. Recogiendo cifras
oficiales, Alonso Aguilar llega a la conclusión de que hay en México unos dos
millones de campesinos sin tierra, tres millones de niños que no reciben
educación, cerca de once millones de campesinos sin tierra, once millones
de analfabetos y cinco millones de personas descalzas. La propiedad colectiva
de los ejidatarios pulveriza continuamente, y junto con la multiplicación de
los minifundios, que se fragmentan a sí mismos, ha hecho su aparición un
latifundismo de nuevo cuño y una nueva burguesía agraria dedicada a la
agricultura comercial en gran escala. Los terratenientes e intermediarios
nacionales que han conquistado una posición dominante trampeando el texto y el
espíritu de las leyes son, a su vez, dominados, y en un libro reciente se los
considera incluidos en los términos «and company» de la empresa Anderson
Clayton. En el mismo libro, el hijo de Lázaro Cárdenas dice que «los
latifundios simulados se han constituido, preferentemente, en las tierras de
mejor calidad, en las más productivas».
El novelista Carlos Fuentes ha reconstruido, a partir
de la agonía, la vida de un capitán del ejército de Carranza que se va abriendo
paso, a tiros y a fuerza de astucia, en la guerra en la paz. Hombre de muy
humilde origen, Artemio Cruz va dejando atrás, con le paso de los años, el
idealismo y el heroísmo de la juventud: usurpa tierras, funda y multiplica
empresas, se hace diputado y trepa, en rutilante carrera, hacia las cumbres
sociales, acumulando fortuna, poder y prestigio en base a los negocios, los
sobornos, la especulación, los grandes golpes de audacia y la represión a
sangre y fuego de la indiada. El proceso del personaje se parece al proceso del
partido que, poderosa impotencia de la revolución mexicana, virtualmente
monopoliza la vida política del país en nuestros días. Ambos han caído hacia
arriba.
Eduardo Galeano… extracto de “las venas
abiertas de América latina”
[1] John Kenneth Turner, op. cit. México era
el país preferido por las inversiones norteamericanas: reunía a fines de siglo
poco menos de la tercera parte de los capitales de Estados Unidos invertidos en
el extranjero. En el estado de Chihuahua y otras regiones del norte, William
Randolph Hearst, el célebre Citizen Kane del film de Welles, poseía más
de tres millones de hectáreas. Fernando Carmona, El drama de América Latina.
El caso de México, México, 1964.
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