En 1518 el licenciado Alonso Zuazo escribía a Carlos
V desde Dominicana: «Es vano el temor de que los negros puedan sublevarse:
viudas hay en las islas de Portugal muy sosegadas con ochocientos esclavos:
todo está en cómo son gobernados.
Yo hallé al venir algunos negros ladinos, otros
huidos a monte; azoté a unos, corté las orejas a otros; y ya no se ha venido más
queja». Cuatro años después estalló la primera sublevación de esclavos en América:
los esclavos de Diego Colón, hijo del descubridor, fueron los primeros en
levantarse y terminaron colgados de las horcas en los senderos del ingenio. Se
sucedieron otras rebeliones en Santo Domingo y luego en todas las islas
azucareras del Caribe. Un par de siglos después del sobresalto de Diego Colón,
en el otro extremo de la misma isla, los esclavos cimarrones huían a las
regiones más elevadas de Haití y en las montañas reconstruían la vida africana:
los cultivos de alimentación, la adoración de los dioses, las costumbres.
El arcoiris señala todavía, en la actualidad,
la ruta del retorno a Guinea para el pueblo de Haití. En una nave blanca... En la Guayana holandesa, a través
del río Courantyne, sobreviven desde hace tres siglos las comunidades de los djuntas,
descendientes de esclavos que habían huido por los bosques de Surinam. En estas
aldeas, subsisten «santuarios similares a los de Guinea, y se cumplen danzas y
ceremonias que podrían celebrarse en Ghana. Se utiliza el lenguaje de los
tambores, muy parecido a los tambores de Ashanti». La primera gran rebelión de
los esclavos de la Guayana
ocurrió cien años después de la fuga de los djukas: los holandeses
recuperaron las plantaciones y quemaron a fuego lento a los líderes de los
esclavos. Pero tiempo antes del éxodo de los djukas, los esclavos
cimarrones de Brasil habían organizado el reino negro de los Palmares, en el
nordeste de Brasil, y victoriosamente resistieron, durante todo el siglo XVIII, el
asedio de las decenas de expediciones militares que lanzaron para abatirlo, una
tras otra, los holandeses y los portugueses. Las embestidas de militares de
soldados nada podían contra las tácticas guerrilleras que hicieron invencible,
hasta 1963, el vasto refugio.
El reino independiente de los Palmares –convocatoria
a la rebelión, bandera de la libertad- se había organizado como un estado «a
semejanza de los muchos que existían en África en el siglo XVIII». Se
extendía desde las vecindades del cabo de santo Agostinho, en Pernambuco, hasta
la zona norteña del río San Francisco, en Halagaos: equivalía a la tercera
parte del territorio de Portugal y estaba rodeado por un espeso cerco de selvas
salvajes. En plena época de las plantaciones azucareras omnipotentes, Palmares
era el único rincón de Brasil donde se desarrollaba el policultivo. Guiados por
la experiencia adquirida por ellos mismos o por sus antepasados en las sabanas
y en las selvas tropicales de África, los negros cultivaban el maíz, el
boniato, los frijoles, la mandioca, las bananas y otros alimentos.
No en vano, la destrucción de los cultivos aparecería
como el objetivo principal de las tropas coloniales lanzadas a la recuperación
de los hombres que, tras la travesía del mar con cadenas en los pies, habían
desertado de las plantaciones. La abundancia de alimentos de Palmares
contrastaba con las penurias que, en plena prosperidad, padecían las zonas
azucareras del litoral. Los esclavos que habían conquistado la libertad la
defendían con habilidad y coraje porque compartían sus frutos: la propiedad de
la tierra era comunitaria y no circulaba el dinero en el estado negro. «No
figuraba en la historia universal ninguna rebelión de esclavos tan prolongada como la de Palmares. La de
Espartaco, que conmovió el sistema esclavista más importante de la antigüedad,
duró dieciocho meses». Para la batalla final, la corona portuguesa movilizó el
mayor ejército conocido hasta la muy posterior independencia de Brasil. No
menos de diez mil personas defendieron la última fortaleza de Palmares; los
sobrevivientes fueron degollados, arrojados a los precipicios o vendidos a los
mercaderes de Río de Janeiro y Buenos Aires. Dos años después, el jefe Zumbi, a
quien los esclavos consideraban inmortal, no pudo escapar a una traición. Lo
acorralaron en la selva y le cortaron la cabeza. Pero las rebeliones
continuaron. No pasaría mucho tiempo antes de que el capitán Bartolomeu Bueno
Do Prado del río das Mortes con sus trofeos de la victoria contra una nueva
sublevación de esclavos. Traía tres mil novecientos pares de orejas en las
alforjas de los caballos.
También en Cuba se sucederían las sublevaciones.
Algunos esclavos se suicidaban en grupo; burlaban al amo «con su huelga y su
inacabable cimarronería por el otro mundo», dice Fernando Ortiz. Creían que así
resucitarían castrados, mancos o decapitados, y de este modo conseguían que
muchos renunciaran a la idea de matarse. Allá por 1870, según la reciente versión
de un esclavo que en su juventud había huido a los montes de Las Villas, los negros ya no se suicidaban en
Cuba. Mediante un cinturón mágico, «se iban volando, volaban por el cielo y cogían
para su tierra», o se perdían en la sierra porque «cualquiera se cansaba de
vivir. Los que se acostumbraban tenían el espíritu flojo. La vida en el monte
era más saludable».
Los dioses africanos continuaban vivos entre los
esclavos de América como vivas continuaban, alimentadas por la nostalgia, las
leyendas y los mitos de las patrias perdidas. Parece evidente que los negros
expresaban así, en sus ceremonias, en sus danzas, en sus conjuros, la necesidad
de afirmación de una identidad cultural que el cristianismo negaba. Pero también
ha de haber influido el hecho de que la iglesia estuviera materialmente
asociada al sistema de explotación que sufrían. A comienzos del siglo XVIII, mientras
en las islas inglesas los esclavos convictos de crímenes morían aplastados
entre los tambores de los trapiches de azúcar y en las colonias francesas se
los quemaba vivos o se los sometía al suplicio de la rueda, el jesuita Antonil
formulaba dulces recomendaciones a los dueños de ingenios en Brasil, para
evitar excesos semejantes: «A los administradores no se les debe consentir de
ninguna manera dar puntapiés principalmente en la barriga de las mujeres que
andan preñadas ni dar garrotazos a los esclavos, porque en la cólera no se
miden los golpes y pueden herir en la cabeza a un esclavo eficiente, que vale
mucho dinero, y perderlo». En Cuba, los mayorales descargaban sus látigos de
cuero o cáñamo sobre las espaldas de las esclavas embarazadas que habían
incurrido en falta, pero no sin antes acostarlas boca abajo, con el vientre en
un hoyo, para no estropear la «pieza» nueva en gestación. Los sacerdotes, que
recibían como diezmo el cinco por ciento de la producción de azúcar, daban su
absolución cristiana: el mayoral castigaba como Jesucristo a los pecadores. El
misionero apostólico Juan Perpiñá y Pibernat publicaba sus sermones a los
negros: «¡Pobrecitos! No os asustéis porque sean muchas las penalidades que
tengáis que sufrir como esclavos. Esclavo puede ser vuestro cuerpo: pero libre
tenéis el alma para volar un día a la feliz mansión de los escogidos[1]».
El dios de los parias no es siempre el mismo que el dios del sistema que los
hace parias. Aunque la religión católica abarca, en la información oficial, el
94 por ciento de la oblación de Brasil, en la realidad la población negra
conserva vivas sus tradiciones africanas y viva perpetúa su fe religiosa, a
menudo camuflada tras las figuras sagradas del cristianismo. Los cultos de raíz
africana encuentran amplia proyección entre los oprimidos –cualquiera que sea
el color de su piel. Otro tanto ocurre en las Antillas. Las divinidades del vudú
de Haití, el bembé de Cuba y la umbanda y la quimbanda de
Brasil son más o menos las mismas, pese a la mayor o menor transfiguración que
han sufrido, al nacionalizarse en tierras de América, los ritos y los dioses
originales. En el Caribe y en Bahía se entonan los cánticos ceremoniales en nagó,
yoruba, congo y otras lenguas africanas. En los suburbios de las grandes
ciudades del sur de Brasil, en cambio, predomina la lengua portuguesa, pero han
brotado de la costa del oeste de África las divinidades del bien y del mal que
han atravesado los siglos para transformarse en los fantasmas vengadores de los
marginados, la pobre gente humillada que clama en las favelas de Río de
Janeiro:
Fuerza bahiana,
Fuerza africana,
Fuerza divina,
Ven acá.
Ven a ayudarnos
Eduardo Galeano… extracto de “las venas
abiertas de América latina”
[1] Manuel
Moreno Fraginals, op. cit. Un jueves santo, el conde de Casa Bayona
decidió humillarse ante sus esclavos. Inflamado de fervor cristiano, lavó lso
pies a doce negros y los sentó a comer, con él, a su mesa. Fue la última cena
propiamente dicha. Al día siguiente, los esclavos se sublevaron y prendieron
fuego al ingenio. Sus cabezas fueron clavadas sobre doce lanzas, en el centro
del batey
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